A Julia la hartaron tres llamadas específicas al 911. Una, en 2019, daba cuenta de una rapiña en una estación de servicio. El hombre estaba contándole que en ese preciso momento estaba siendo rapiñado y ella, del otro lado del tubo, sintió un disparo de arma de fuego. La llamada se cortó y ella quedó en shock, pensando que la víctima del robo había caído fulminada. Pero un oficial le dijo que se desentendiera del asunto, y recibiera la próxima llamada. Aún aturdida, hizo caso: atendió la siguiente llamada. Dos horas después se enteró que el hombre que llamó estaba bien, que era él quien había matado al delincuente.

La segunda llamada del hartazgo fue un tiempo después, también en ese 2019: un hombre llamó y contó que había acudido a una cita con una trabajadora sexual en un apartamento, y allí se enteró de que la chica era menor de edad, extranjera, sin papeles y que estaba siendo explotada por proxenetas. Ella, licenciada en Relaciones Internacionales, entendió claramente que no era un caso de prostitución sino de trata de personas. Encaró a su superior, le contó la situación y concluyó con un “¡tenemos que hacer algo!”. Dice hoy, años después, que le dijeron que no había nada que hacer, que siguiera atendiendo llamadas. 

La tercera fue una denuncia de violencia doméstica. La llamó una mujer para denunciar que estaba siendo agredida por su pareja. Julia escuchaba los gritos y podía sentir que la mujer estaba siendo atacada durante la llamada. Le preguntó tres veces la dirección, pero la víctima —asustada y mientras era agredida— nunca dio las coordenadas geográficas, entonces la administrativa pidió ayuda y nadie le prestó atención. Julia no aguantó más y gritó: “¡Son todos unos incompetentes acá! ¡Tengo una llamada importante, pido ayuda y nadie viene a ayudarme!”. 

Después de ese episodio, su jefe la sacó del servicio 911. Ella fue a medicina general y le dijo a la doctora: “Deme algo, porque no puedo seguir así”. Le recetaron ansiolíticos y 10 días de descanso. A Julia la pasaron al área de Analítica de la Dirección General del Comando Central Unificado (CCU, de ahora en más) del Ministerio del Interior, una repartición de la dirección donde se procesan los videos que graban las cámaras de videovigilancia y se edita el material que se enviará a Fiscalía. 

En julio de 2020, plena pandemia, se turnaban una semana en la oficina, y otra de descanso. Julia estaba saturada de casos, sentía que no podía cumplir correctamente con su trabajo. Un día de asueto recibió un mail; decía que su jefe quería reunirse con ella porque no estaba atendiendo bien sus tareas. Se puso tan nerviosa de solo pensar que la enviarían nuevamente al 911 que abrió el frasco de ansiolíticos y se tomó todos los comprimidos: más de 10 píldoras.

-¿Qué pensaste en ese momento?

-Pensé: “Estoy dando todo lo que puedo… estoy sacrificando todo, hasta mi salud mental, y no les alcanza. Me exigen más”. Pensé: “Antes de volver al 911, me mato”. 

Su novio ingresó a la habitación a tiempo, le introdujo dos dedos en su garganta y la ayudó a expulsar cada pastilla ingerida.

No fue el único intento de autoeliminación de Julia, quien ya no trabaja en el CCU. Volvería a intentarlo años después.

Peor les fue a Lucía y a Daiana. La primera se quitó la vida el 23 de junio de 2023. La segunda lo hizo el pasado 24 de marzo. Lucía M. tenía 25 años; Daiana R., 29. Ambas eran administrativas que trabajaban para la Policía y no toleraron el estrés laboral de ver tanta violencia en las cámaras, recibir insultos por teléfono y sentir que sus reclamos eran ignorados por sus superiores. 

En menos de un año, dos mujeres jóvenes, menores de 30 años, decidieron suicidarse. “Y sus muertes no llegaron a la prensa, como cuando se mata un policía”, dijo Analía, una chica que también trabaja en el CCU. 

Ministerio del Interior

Las cámaras que todo lo ven

Hoy esas cifras han crecido exponencialmente. Según el comisario Gabriel Lima, director general del CCU, la unidad recibe “casi 12.000” llamadas por día al 911 y estima que llegarán a las 14.000 al final del año. En 2023 se recibieron más de 1.650.000 llamadas, y solo menos del 50% de ellas (unas 830.000) eran realmente emergencias policiales. Las demás eran inquietudes sin mayor trascendencia, o hasta bromas de mal gusto. El Dimoe (Dirección de Monitoreo Electrónico), en tanto, vigila 2.666 casos activos de tobilleras por violencia de género.

“Una de las herramientas fundamentales de la Policía para combatir la delincuencia son las cámaras de videovigilancia instaladas en Uruguay”, decía en mayo de 2022 el entonces ministro del Interior, Luis Alberto Heber, reconociendo así un mérito de la gestión frenteamplista. “Son más ojos de la Policía en la calle y un arma inigualable que nos ayuda a prevenir y resolver casos”, agregó Heber en la oportunidad.

Los “ojos de la Policía” a los que aludió Heber son los de Julia, Analía, Tania o Carla (nombres ficticios): mujeres jóvenes, policías administrativas desbordadas por situaciones de violencia que ven por las cámaras todos los días, estresadas, certificadas por médicos, bajo tratamiento psiquiátrico y, como fue dicho, con intentos de suicidio. Lucía y Daiana —sus nombres reales— no toleraron más su quehacer diario y la indiferencia de sus superiores, y se quitaron la vida.

A dos días de que Daiana R. se suicidara, Analía, una de las visualizadoras del CCU, de 26 años, escribió a modo de catarsis: “Una vez más nos toca despedir a una, compañera, amiga, hija, hermana, etc. Más de una vez entre colegas nos preguntamos qué tiene que pasar para que nuestros jefes reaccionen, para que el comando tome una decisión en pro de los trabajadores y no de las ‘necesidades del servicio’. ¿Saben cuántos compañerxs he visto colapsados, certificados o llorando, incluso en el baño del trabajo? Más de los que debería. Los jefes nos ven como un número”, redactó en una carta que llegó a este cronista. 

Analía está hace seis años en el CCU; entró en la misma tanda que Julia, en setiembre de 2018. Unos días después de escribir esa carta anónima reclamando algunas “injusticias”, aceptó tomar un café en la Ciudad Vieja. Allí amplió: “Es un estrés enorme y una presión constante… No sentirse escuchada ni respetada en ningún sentido, ni laboralmente, ni como persona. Hablás con un jefe, como yo hice, le dije que estaba angustiada, que estaba mal, que el trabajo me hacía mal, y terminé llorando. Y él fue drástico, inamovible, imperturbable. Me dijo: ‘Bueno, lo vemos, no te prometo nada’”. Y no hubo cambios en su situación laboral. Sus días continuaron con una rutina y horarios idénticos.

Ella ya tuvo, en seis años, dos partes médicos por estrés laboral: “angustia reactiva a lo laboral” escribieron los psiquiatras, para ser más precisos. Se diagnosticó en la Unidad de Estrés del Hospital Policial, donde terminan consultando muchas policías administrativas. Analía estuvo casi tres meses en tratamiento. Antes de apelar a psiquiatras, otros médicos la habían atendido por contracturas constantes, cefaleas o mareos, síntomas que ella no quiso asociar, en su momento, al estrés por el día a día. 

“Yo tuve que tomar ansiolíticos y pastillas para dormir. Tenía pesadillas: soñaba que veía crímenes, que recibía llamadas y la gente lloraba, lloraba, lloraba… y yo me despertaba de un salto repentinamente”, narró. 

Analía (26) cuenta que un día puede ver cómo un hombre le dispara a otro a quemarropa, cae y la sangre salpica. Al otro día debe advertirle a un agresor que no puede acercarse a su víctima porque está impedido, y recibe como respuesta cosas como: “por tu culpa, chupapija, me quedé sin trabajo y no puedo ver a mi hijo”. Y otro día tiene que atender a una mujer gritando asustada porque la están atacando, y desde el CCU la orden es “siga, siga”. 

Incluso, agrega que algunos oficiales piden para ver una imagen violenta repetida unas cuantas veces y hasta en cámara lenta. “Eso es para alimentar su morbo. Dicho por los propios psicólogos: ver una secuencia violenta tres veces, alegando que es por trabajo, está bien, pero 10 veces ya es morbo”, agrega.

“Cuando a un superior le hacés una solicitud de cambio de horario o de área, te ignoran, te dicen que no, por ‘temas de servicio’. Porque al servicio no lo pueden descuidar, pero al personal sí”, dijo.

Ministerio del Interior

Para Carla, policía administrativa de 37 años que también trabaja en el CCU, el descalabro comenzó cuando la administración decidió unificar el 911 y las cámaras de videovigilancia en una sola dirección, dada la escasez de personal atendiendo las llamadas de emergencia. Ahí comenzó el caos. “Fue como un balde de agua fría, porque no todos soportábamos esa tarea. Es muy estresante porque sos la primera persona con quien habla la víctima, y te transmite los nervios de lo que está viviendo. Uno debe ser frío en esos casos, y tratar de que te responda todas las preguntas que le hacés para poder gestionar el evento”, explica.

Esa es, precisamente, su labor: para eso les pagan. Pero no todas pudieron soportarlo. “Hubo compañeras que se ponían a llorar atendiendo llamadas, pero nadie hizo nada para cambiarlas de área. Esos cambios eran para algún acomodado”, denunció.

Carla alzó su voz ante algún superior, incluso pidió que la cambiaran de área, pero el pedido fue denegado. “Repito: eso se daba para algún acomodado. Hasta que llegó un día en que no pude más y me terminé certificando”, escribió a Montevideo Portal. Ella hace cinco meses que está certificada por estrés laboral. Es una de las decenas de funcionarias que no van a trabajar por estar certificadas.

Carla —otro nombre ficticio, por temor a represalias— toma medicación recetada por psiquiatras, básicamente ansiolíticos y antidepresivos. “Gracias a Dios nunca pensé en tomar una decisión límite como autoeliminarme. Trabajé con Lucía y Daiana, y aún no puedo creer lo que pasó con ellas…”

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Los suicidios de Lucía y Daiana

Julia, la mujer de 31 años que terminó abandonado la DGCCU y quiso denunciar esta situación desde otra oficina del Estado, reconoce que no hay una evidencia de que las dos chicas hayan decidido quitarse la vida por no aguantar la presión del trabajo, pero algunas señales le parecen suficiente para creerlo. Ambas habían solicitado un cambio de área, ambas habían estado certificadas por estrés y depresión, ambas consumían fármacos para sobreponerse a esas situaciones y ambas estaban siendo atendidas en el Hospital Policial.

“Cuando conocí a Lucía M., ya estaba en tratamiento con psicólogos y psiquiatras. Había pedido cambios de área y nada… Era re tranquila, re bien”, dijo Julia. Es verdad que Lucía tenía un hermano con discapacidad y alguna vez sus compañeras hicieron una colecta para ayudarla. Pero a eso le sumaba no poder tolerar el día a día frente a las cámaras de videovigilancia y las llamadas al 911.

Tanto Lucía M. como Daiana R. ingresaron al servicio en febrero de 2018. “Ellas entraron a videovigilancia, no debían atender el 911. Hasta que después nos unificaron… y ahí empezó el estrés de todo el mundo”, dijo Julia, en coincidencia con lo que había expresado Carla. “Nadie se había anotado para eso, y nos estaban obligando”.

Daiana R. falleció el mes pasado, el 24 de marzo, y como bien señalan sus amigos: esa muerte no salió en las noticias. Ni siquiera se volvió a hablar de la alta tasa de suicidios en la Policía. Se suicidó un domingo y, según su amiga Analía, al otro día debía reintegrarse. Lo explica así: “Te dicen: ‘O volvés a Divaru (videovigilancia y 911) o vas al Dimoe, que son casos de violencia doméstica. Daiana no quería ir al Dimoe, le tocaba reintegrarse tras estar un año de certificada. Básicamente, tenía que volver a lo mismo que le había provocado tener que certificarse. Estaba certificada hasta el lunes (25 de marzo) y el domingo tomó la decisión de quitarse la vida”.

Analía da cuenta de que Lucía —nueve meses antes— había planteado que tenía problemas en la casa y necesitaba algunas contemplaciones. Pidió cambios de horario y de área, para poder acompañar a su familia, “y le negaron todo”. “Yo estaba monitoreando en las cámaras cuando entró el llamado contando que una muchacha se había colgado”. La trasladaron al hospital y ahí falleció.

En cambio, cuando familiares hallaron a Daiana, el 24 de marzo, ya estaba sin vida. “Daiana era mi amiga”, dice Analía en un bar. Tania también era amiga de Daiana. “Éramos muy cercanas. Ella pedía que no la mandaran al 911 y la mandaban a atender el teléfono igual. Ella les avisó que le hacía mal, pero la mandaban igual… Empezó a deprimirse. Le vino depresión y estuvo un año certificada”, dijo.

Sigue Analía: “Estaba siempre con las cámaras y por falta de personal la pusieron a atender llamadas al 911. Colapsó, terminó en el hospital, la certificaron por un año, un montón de tiempo, y cuando tuvo que reintegrarse se mató”.

Tania, la joven de 24, se enteró mientras estaba trabajando. “Entró una llamada de la pareja de ella al 911, y yo ahí, frente a las cámaras. Quedé en shock y empecé a llorar… no podía parar de llorar”, recordó. Debieron llamar a una emergencia médica porque se descompuso, “pero ni los oficiales ni nadie se acercó después de eso. Ese mismo día se siguió trabajando como si no hubiera pasado nada. No hubo una reunión, nada. ¡Se murió una compañera, que estaba hace siete años! ¡No es así!”, entiende Tania.

El comisario general y licenciado en seguridad pública Gabriel Lima, hoy director general del Centro de Comando Unificado, dice a Montevideo Portal que desconocía el suicidio de Lucía en junio del año pasado. En cambio, sí tuvo que lamentar el de Daiana, recientemente. A Lima no le consta que haya una problemática instalada y entiende que el testimonio de “cuatro o cinco” muchachas no necesariamente es representativo de 150 funcionarios que trabajan en la Divaru (Dirección de Videovigilancia, Analítica y Relevamiento Urbano).

“Daiana R. ni siquiera fue a consultar. Un oficial superior de ellas vio que la chica estaba mal y habló con las psicólogas (yo lo confirmé con las psicólogas); ellas la llamaron y empezaron a darle contención y a mantener contacto fluido. No obstante, la chica también contrató los servicios particulares de un psicólogo. Y a su vez, pasó a la asistencia psicológica del Hospital Policial. O sea, tenía tres ramas importantes de contención”, concluyó Lima. Él no la conoció porque asumió en diciembre de 2023, cuando Daiana no iba a trabajar por estar certificada por estrés laboral.

“Que argumenten que el suicidio fue por estrés… yo no estoy de acuerdo, si hacía más de un año que no estaba trabajando”.

-Pero me dijeron sus compañeras que un día antes de tener que reintegrarse, decidió autoeliminarse…

-Cualquiera que está con un parte médico por estrés laboral o depresión, va al médico o psiquiatra y dice que no se quiere reintegrar, que no está preparada, y le extienden la certificación médica. Es así 100%, aunque sea mentira, eh. Si piensan las amigas que se mató por el trabajo, es el punto de vista de ellas. Lo real es que, si ella iba al médico, éste le extendía la certificación; no la iban a obligar a reintegrarse si ella no se sentía preparada para volver a trabajar.

Foto: Twitter del ministro Nicolás Martinelli

“El trabajo tiene que hacerse, chau”  

Según el director general de la dependencia del Ministerio del Interior, las funcionarias tienen varias posibilidades de contención emocional. “Todo el personal, me incluyo, tenemos un servicio con dos psicólogas muy profesionales, que atienden por lo que sea: problemas de pareja, problemas económicos, cualquier cosa que pueda alterar el estado emocional del policía. Esas psicólogas están disponibles las 24 horas y cada trabajador tiene su celular personal: las pueden molestar a cualquier hora”, dijo.

Tienen un segundo nivel de contención emocional, apunta Lima, que es el Cavid (Centro de Asistencia a las Víctimas del Delito), que atiende con psicólogos y asistentes sociales a todos los policías y sus familias, y además, buscan prevenir el suicidio de sus pacientes. “O sea, tienen esa otra herramienta. Y luego una tercera: Sanidad Policial, en el Hospital Policial, donde hay psicólogos y psiquiatras”, sostuvo.

Tania ingresó a la Dirección General de Centro de Comando Unificado hace cuatro años, en plena pandemia. Ella pone en tela de juicio el poder de contención de las dos profesionales que recordó Lima en el primer nivel de atención. Tania —otro nombre falso— ingresó a la Dirección de Monitoreo Electrónico (Dimoe), donde se vigila a los ofensores que utilizan tobilleras electrónicas y a sus víctimas, evitando que se acerquen geográficamente y violen las restricciones.

A ella le pasó algo similar que a Julia y Analía: “Me pasó que siempre pedí ayuda psicológica, y ahí hay una unidad que se llama Unidad de Apoyo Psicológico, que son dos profesionales que te dicen que ellas no pueden hacer terapia ahí, porque no les pagan bien. ‘Lo que hacemos es escucharte’, te dicen ellas”.

Tania dice que ella arrastra una situación de violencia familiar en su hogar, la vio de cerca. Ha pedido cambios de área y nunca sintió receptividad de parte de las autoridades. “Nunca me dijeron: ‘Consideramos tu historia de vida y te vamos a pasar a un área donde te sientas mejor’. Al contrario: cada vez hay más trabajo, cada vez hay menos personal, y te presionan porque el trabajo tiene que hacerse, chau. Eso hizo que me estresara, tuve estrés laboral y estuve certificada tres meses. En esos meses nunca me llamaron para saber cómo estaba. A ellos no les importa eso: les importa que se haga el trabajo”, sintetiza.

Según Tania, los administrativos como ella están haciendo el trabajo de un policía ejecutivo. “Un administrativo en Jefatura no trabaja con la intensidad con que nosotros trabajamos, que tenemos que ver la violencia que vemos por las cámaras de todas las calles, que tenemos que saber las claves de la Policía”, agregó.

El comisario Lima la corrigió: eso no es así. “Ellas son policías sí, administrativas, no ejecutivas. No fueron a la Escuela Policial y por eso no pueden hacer tareas ejecutivas ni eventos represivos. Ellas no hacen tareas ejecutivas, pero recibieron preparación para la vacante que ocupan, dice.

“Te voy a contar cuál fue mi ‘preparación’”, dice Julia y hace comillas con los dedos en el aire. “Mi entrenamiento para el 911 fue sentarme al lado de un policía que estaba atendiendo el teléfono y mirarlo, verlo trabajar, unos días. Y después, empezar a hacerlo yo. Y cuando entró otra compañera, la sentaron a mi lado y tuvo que mirarme a mí”, cuenta. Ella nunca pensó en ser policía. Se inscribió para un puesto en la Dirección Nacional de Migraciones y un día recibió un llamado telefónico: le dijeron que no había tal vacante en Migraciones, pero en cambio necesitaban gente en el Centro de Comando Unificado. Ella les pidió unos minutos para conversarlo con su padre, expolicía. Como era un llamado para administrativo, terminó aceptando.

“Mi primera tarea fue atender el 911. Ese fue mi primer estrés, digamos. Teníamos un jefe intransigente, no teníamos descanso, ni podíamos ir al baño. Seis horas al palo, 10 funcionarios en eso. En 2019 Divaru absorbió al 911 y nos empezaron a dar descansos de 15 minutos”, contó.

Un día le dicen que le toca atender el teléfono, otro que será visualizadora de las cámaras. Por el teléfono han escuchado los insultos más soeces, sólo por hacer cumplir el protocolo y realizar las preguntas de rigor. Por las cámaras, en tanto, ver rapiñas y homicidios es parte del menú diario.

Analía recuerda una llamada puntual 911: una señora la llamó porque su pareja se había querido suicidar en la casa. Se había disparado a la cabeza, pero no murió de inmediato. “Tuve que escuchar cómo el hombre agonizaba y balbuceaba en el piso, mientras la mujer, nerviosa, no sabía cómo actuar. Y entré en shock”, dice la joven, también hija de policía.

A Tania, por decirle a un agresor que debía cargar su tobillera electrónica, la insultaron “de pies a cabeza”: “conchuda de mierda, por vos perdí el trabajo”, entre otros improperios. Ella, profesional, le contestó al hombre que ella se limitaba a hacer su trabajo como alguacil de Fiscalía.

Ya no está en Dimoe, pero ahora, en Divaru, ha visto cosas en las cámaras que ni en las series que elige ver en Netflix. Vio cómo dos jóvenes encapuchados le pegaron a una anciana con saña, ve accidentes de tránsito con heridos graves y muertos; vio cómo a un hombre lo apuñalaron en el corazón: lo vio caer y morir lentamente.

“Yo tengo terror de salir a la calle. Terror”, repite Tania. Su turno laboral va de 18 a la 0 hora (“somos cinco visualizadores para 10.000 cámaras”, resume), y al salir de su trabajo a medianoche sabe que volverá en moto a su casa en terminal Belloni. “Estoy aterrada de que me tiren de la moto para robármela, ¡porque veo en las cámaras que persiguen a las mujeres, y las tiran para robarles la moto!”.

Tania es una de las tantas funcionarias de la Dgccu que están certificadas por salud mental al momento de brindar este testimonio. El comisario Lima asegura que no sabe a ciencia cierta cuántas son las personas certificadas, y por protocolo, no puede preguntar el motivo de la certificación. Las chicas que hablaron para este informe estiman que un 20% del personal está certificado.

Ministerio del Interior

¿Por qué no renuncian?

El director general del Centro de Comando Unificado explica que los funcionarios de videovigilancia y 911 —unos 150— deben hacer 30 horas semanales, y utilizan el régimen de tres por uno. “Hay gente que trabaja 8 horas por día, seis veces por semana, en tareas que también podríamos definir como estresantes. No es el caso de ellas: no tienen una carga mayor de seis horas por día y cada tres días de trabajo, descansan uno”, señala Lima.

Analía, Tania, Carla y también Daiana pretendían un cambio de área para poder seguir manteniendo el empleo sin hacer peligrar su salud mental. Lima dice que desde que él está al mando, desde diciembre de 2023, no le ha coartado el pase a nadie. 

“Si el policía es bueno, le tengo que permitir irse a una unidad que le sirva más y agradecer por su labor, y si es malo, estoy loco de la vida de que se vaya. Lo único que pido como director general —dijo— es que si quieren irse a otro lado sea por permuta. Eso quiere decir que el interesado o interesada debe encontrar un compañero de otra área que quiera sumarse al 911 y las cámaras. No puedo salir yo a buscar el reemplazo de cada uno que se quiera ir”, apuntó.

Las propias chicas advierten un patrón entre las personas que terminan certificadas por estrés laboral y padeciendo depresión. “Somos casi todas mujeres las que estamos certificadas. Los hombres como que la llevan mejor, no sé si será que son más fríos o qué, pero no se ve tanto hombre estresado o certificado. Entiendo que mucha gente que llama al 911 se indigna por las demoras que a veces hay en la atención, pero eso se debe a que hay poca gente atendiendo, precisamente por el estrés que conlleva”, dijo Carla, una de las policías administrativas de Divaru.

“Te suena un llamado tras otro, no hay minutos de descanso entre llamados, y cuando hay alguno complicado y pedís que algún oficial tome la llamada y te ayude, te hacen mil dramas y se pasan la pelota, siendo que ellos sí están capacitados y deberían darte un respaldo. Hay una enorme cantidad de compañeras certificadas”, dijo. Analía, por su parte, estimó que son “decenas”, casi todas mujeres jóvenes. 

Lima, director general del CCU, tiene una postura clara: “Yo creo que si vos estás mal en tu trabajo, el ambiente laboral no te convence y te sentís mal, y la contención emocional que te dan —las psicólogas de acá, el Cavid y el Hospital Policial— no te alcanza, bueno… Si me pasa a mí, doy un paso al costado y dejo que otro ciudadano entre a la Policía a hacer ese trabajo. Porque primero está tu salud, ¿no? Si prefieren conservar la fuente laboral, aunque atente contra su salud, bueno…”, dijo con elocuencia el comisario.

“Yo trabajé en Delitos Informáticos: mis casos eran abusos sexuales, pedofilia, pornografía infantil, y lo hice muchos años, mucho tiempo. Yo pude trabajar y a mí no me afectó, pero tuve gente ahí que me dijo: ‘Hasta acá llego, porque tengo hijos chicos y me afecta’. Y los dejábamos ir, porque veíamos cosas muy fuertes. Si me empieza a afectar y por mantener mi fuente laboral me lo fumo igual, bueno, es responsabilidad de cada uno”, concluyó.

Analía se ofende por el planteo. “¿Por qué yo tengo que renunciar cuando mi jefe puede firmar un papel y yo puedo pasar a hacer tareas administrativas sin estrés? No pensás en renunciar, porque este empleo te costó trabajo conseguirlo, es un empleo público en el Estado, superaste pruebas para estar acá. Y aunque no sea el sueldo principal en casa, es mi sueldo, lo consigo yo con mi trabajo. No puedo darme el lujo de renunciar”, afirmó la joven de 26, quien gana 45.000 pesos de salario.

Lo curioso es que antes de renunciar al empleo —como sugirió su jefe—, dos policías administrativas eligieron el suicidio, y otras lo han intentado sin éxito. Analía lo pensó: “Cuando vos lo planteás varias veces y te lo niegan, estás estresado, cansado, con agotamiento mental y físico, tu cerebro empieza a verse limitado. Pensás ‘de acá no salgo, es todo negativo, no hay una solución’”.

Tania también intentó autoeliminarse. Fue hace dos años. “Yo pedía que me cambiaran de lugar, porque no aguantaba más. Tengo una historia de violencia doméstica en mi familia, se los dije e insistí con el cambio. Les dije que me hacía mal atender el teléfono y una directora me miró y me dijo: ‘Lo que te puedo ofrecer es el 911’. Yo le dije: ‘¿Me está jodiendo? Le digo que no quiero ir al teléfono porque no me hace bien y me propone el 911… Me está tomando el pelo’. Entonces dije: ‘Ya está’, y me tomé un montón de fármacos, de una. Pero mi padre justó llegó cuando yo estaba inconsciente, llamó al médico y me atendieron a tiempo”, contó la joven de 24.

Julia hoy trabaja en otra oficina estatal que prefiere no especificar, pero en sus años en el CCU intentó quitarse la vida dos veces. “Yo renuncié en octubre de 2022, pero sigo en tratamiento y en agosto del año pasado me intenté suicidar otra vez. Vino la Policía a mi casa a sacarme porque una amiga llamó al 911”, sostuvo.

“Yo sigo medicada, sigo yendo a terapia y sigo hablando de ese trabajo porque siento que me arruinó la psiquis”, escribió Julia en un mail, tras una entrevista presencial.

Analía también amplió su catarsis en un correo electrónico: “Nosotros no podemos manifestarnos públicamente. Los sindicatos hablan, pero tristemente en Uruguay la salud mental está mal vista, es un tabú, y si sos policía es peor, porque lo primero que piensan es en desarmarte, empastillarte y hacerte sentir débil por el hecho de haber hablado. Soy consciente de que por más descargos y publicaciones que haga nada va a cambiar. Solo rezo para que ningún otro compañero/a decida quitarse la vida”.

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