Por Angelina de los Santos | @angelinadlsh
Hubo días en los que Cristina Ruiz y Millaray Tapia vieron nubes amarillas en el cielo. La última vez fue durante la mañana del 23 de agosto de 2018. Ese día, como todos los días, Ruiz corrió el visillo de la ventana de su cocina y se detuvo unos segundos a observar qué pasaba afuera. "Nubes de polen", pensó.
Cada vez que un manto amarillo teñía el cielo de la bahía de Quintero-Puchuncaví en Valparaíso, el exintendente Jorge Martínez (2018-2021) explicaba que llegaban con el viento porque bien poco árbol hay por allí. Sin embargo, poco después, Ruiz se percataría de que esas nubes no eran de polen, ni un regalo del viento: eran las emisiones de gases tóxicos de las 17 fábricas que están instaladas frente a la que fue su casa.
Ruiz y Tapia, madre e hija, vivían a unas pocas cuadras de las termoeléctricas a carbón, industrias químicas, fundiciones de cobre y refinerías de petróleo que forman el Complejo Industrial Ventanas, incluyendo las dos industrias estatales Corporación Nacional del Cobre (CODELCO) y la Empresa Nacional de Petróleo (ENAP).
Desde hace más de una década y media, el colectivo local Mujeres de Zonas de Sacrificio en Resistencia (Muzosare), al que pertenecen Ruiz y Tapia, denuncia los riesgos a la vida que conlleva habitar esa "zona de sacrificio": un territorio donde el envenenamiento de personas y ambiente es tolerado por el Estado en pos del desarrollo económico.
Desde que en 1961 se estableció el Complejo, la emisión de gases que producen han causado profundos estragos en suelo, aire, agua, animales y personas.
"Esta era una zona de campesinado y de gente que, si bien no era pobre, era de esfuerzo y de trabajo. Se cultivaban leguminosas, un tercio de la exportación de Chile salía de aquí. Había cantidad de caletas de pescadores, que proveían de peces y mariscos a los centros urbanos. Hoy, hay nada", dijo Marita Aravena, también integrante de Musozare.
Hay estudios que desde hace décadas evidencian la saturación de metales pesados en el ambiente, y otros más recientes que explican por qué en Quintero-Puchuncaví la gente joven es más propensa a morir de cáncer que en el resto del país.
Además de Quintero-Puchuncaví, que está en el centro del país, en Chile hay otras cuatro zonas de sacrificio. En el norte está Mejillones con industrias, pesca y puerto; Tocopilla con termoeléctrica y minería, y Huasco, con una planta de pellets y termoeléctricas. Al sur está Coronel, que fue productor de carbón y hoy tiene industria y termoeléctricas. Los cinco territorios son habitados por más de 200.000 personas.
Una historia de nubes amarillas
La mañana del jueves 23 agosto de 2018, el último día en que Ruiz y Tapia vieron nubes amarillas, fue "fatal". Ruiz estaba tomando té en lo de su amiga Katta Alonso, presidenta de Muzosare, cuando sufrió de sopetón y a la vez lo que hacía años venía sufriendo en episodios aislados: tembleques en las piernas y manos, cefaleas, náuseas, picazón ocular; sintió que se le "ponía algo" en la garganta que la ahogaba y le hacía difícil respirar. Salieron rumbo al hospital.
"Ahí les dije 'no me siento bien, vengo con taquicardia, tengo dormida las piernas, las manos', y me preguntaron qué había hecho. 'Bajé a la playa a tomar unas fotos'. Suficiente", contó Ruiz. El diagnóstico médico fue severo: envenenamiento por exposición a "gases, humos y vapores no especificados".
Desde el 23 de agosto al 4 de septiembre de 2018, el Colegio Médico de Chile reportó que 1.365 personas tuvieron síntomas similares a los de Ruiz. Poco después las organizaciones contarían más de 1.700 casos. Sin saberlo ni poder evitarlo, los y las habitantes de Quintero-Puchuncaví habían estado inhalando más gases tóxicos de la cuenta. La comunidad entera salió a la calle a protestar por primera vez: casi 1.000 niños, niñas y adolescentes habían sido envenenados.
Pocos días después de que comenzaran las manifestaciones, Ruiz fue detenida. En la tarde del 14 de septiembre de 2018 salió de su casa a comprar cigarrillos, pero al ver el humo que expelían las chimeneas de las industrias, decidió bajar a la playa de la bahía para tomar fotos, una actividad que hacía habitualmente. Solo llevaba consigo su celular y 2.000 pesos chilenos (100 pesos uruguayos).
Hasta allí bajaron oficiales de Carabineros, la policía (militarizada) de Chile, para arrestarla. La mantuvieron en la comisaría por cinco horas, y la obligaron a desnudarse. Según la Institución Nacional de Derechos Humanos (INDH) del país "no es una práctica habitual, pero el patrón [dictatorial] persiste".
No era la primera vez que en sus 49 años Ruiz sufría la represión policial, pero esa vez sintió que su vida corría peligro y huyó, junto a su hija, de su territorio. Decidió irse a Paine, a unos 200 kilómetros hacia el sur de Santiago. Volvió a los meses, cuando las manifestaciones habían menguado —y los amedrentamientos también—.
Entretanto, los casos de intoxicaciones siguieron llegando a los Centros de Salud Familiar (Cesfam) y al hospital. Y Ruiz y Tapia siguieron saliendo a la calle a protestar contra la contaminación.
La persecución
Quienes como Ruiz y Tapia reclaman vivir en un ambiente sano, son reprimidas y reprimidos. Sin embargo, desde el 18 de octubre de 2019 la violencia en su contra se recrudeció. Ese día en Chile despertó algo que animó a miles a salir de su cotidianidad y seguir los pasos desobedientes de los estudiantes, que habían llamado a burlar los torniquetes del metro de Santiago en contra del aumento de 30 pesos chilenos (casi dos pesos uruguayos) en la tarifa del ticket.
Pronto la protesta se generalizó contra la élite que explota a la población y a los bienes comunes naturales, y millones tomaron las calles. Crecieron las manifestaciones a lo largo y ancho del país y, a la par, se exacerbó la represión. Ruiz y Tapia lo advirtieron enseguida.
Tras dos días de incidentes con las fuerzas represivas, el 23 de octubre de 2019 Ruiz agarró su auto, llenó el tanque de gasolina y, esquivando barricadas y puestos policiales, huyó de su casa con su hija rumbo a Mendoza, Argentina (a unos 400 kilómetros al este). La tarde anterior había abierto las puertas de su patio a una decena de adolescentes y jóvenes que corrían calle arriba escapando de los carabineros y, el día anterior a ese, también.
"El toque de queda comenzaba a las 18:00. El primer día a esa hora yo estaba lavando el auto en el patio. Todos mis vecinos en la calle, hasta una concejala que vive en frente a mi casa. Había vecinos quemando neumáticos, ejerciendo su derecho a protestar. De pronto llegan las fuerzas especiales con fusil en mano y empiezan a perseguir a todos los chicos. Yo abrí el portón del patio y los metí para adentro porque no iba a esperar a que les dispararan. ¡Si nos estaban disparando directamente!", relató Ruiz. Los carabineros estuvieron más de dos horas apostados en su puerta, pero nadie salió hasta mucho después que se fueron.
El segundo día "sucedió exactamente lo mismo", pero esa vez tiraron una bomba lacrimógena hacia el patio que obligó a Ruiz y a los manifestantes a los que estaba dando refugio, a entrar a la casa, y tapar los marcos de las puertas y ventanas. Carabineros estuvo casi cinco horas afuera, esperando a que salgan, pero tampoco nadie salió. La noche siguiente los carabineros volvieron a la casa de Ruiz. Pero Ruiz y Tapia ya estaban en Mendoza. Y poco después, estarían en Suecia.
Durante los primeros seis meses de revuelta, la INDH contó seis asesinatos y casi 4.000 personas heridas por Carabineros. Entre ellas, a 460 les dispararon con perdigones a los ojos, y les reventaron los globos oculares. Las fuerzas represivas también detuvieron a 11.389 personas (1.580 niños, niñas y adolescentes), y a algunas las torturaron. Según el centro de investigación periodística CIPER, al menos 77 aún están en prisión.
En tanto, ningún carabinero fue asesinado ni torturado por manifestantes.
En total, la INDH presentó 3.072 querellas contra las fuerzas represivas por violaciones a los derechos humanos de los manifestantes. A marzo de 2022, en solo siete de ellas se había dictado condena. El 11 de marzo de 2022, el día de la asunción del Gobierno del izquierdista Gabriel Boric, los nuevos ministerios de Interior y de Justicia anunciaron que retirarán 139 querellas interpuestas contra manifestantes por Ley de Seguridad Interior del Estado. Además, aseguraron que se conformará una mesa de reparación para las víctimas.
Los y las ciudadanas organizadas también denunciaron la violencia sistémica estatal y aseguraron que los números de la INDH subrepresentan al total de víctimas de la represión. A su vez, advirtieron que los líderes sociales e indígenas fueron quienes más sufrieron el aumento del amedrentamiento y persecución. Entre ellas, Ruiz y Tapia.
Un refugio fuera de su país
Bajo cielos que regalan auroras boreales, madre e hija no lograban conciliar el sueño por más de dos horas seguidas. No obstante, cuando dormían, dormían tranquilas. Durante las muchas horas de luz extrañaban salir a la calle con el puño en alto, pancartas y tambores colgados, mas preferían practicar el ciberactivismo a ser perseguidas por el propio Estado. No querían volver a vivir "situaciones de terror". Pero a 14.000 km de casa, el terror volvió a acecharlas.
Después de un largo derrotero por Chile, Argentina y el sur de Suecia, el 16 de abril de 2020 llegaron al norte del país, y poco después, al "Polo Norte". Allí se alberga a muchos de los migrantes que llegan en busca de refugio o asilo. En los primeros tres meses de 2020, llegaron 4.800 personas; 44 de ellas, incluídas Ruiz y Tapia, eran chilenas. El número puede parecer insignificante, pero si se lo compara con todos los y las chilenas que llegaron en 2019, resulta sorprendente: representa el 83% del total, según datos de la Dirección General de Migraciones de Suecia.
A pesar de que muy pocos migrantes consiguen permisos de residencia, Ruiz y su hija tenían la esperanza de que se les concediera. Se sentían "bendecidas" por poder abrir el grifo y beber agua sin colores ni olores raros, poder llenar sus cantimploras con esa agua limpia, salir a la calle y respirar aire limpio. Ellas disfrutaban de no sentir náuseas y, cuando podían, de dormir en paz.
Pero Suecia les infringió un tipo de terror que en Chile no conocían: el de la burocracia y discriminación que atraviesan las migrantes latinoamericanas.
"Entendí que Suecia es un país que no tiene ningún brillo. La verdad es que para ellos somos un número, un negocio para lograr subsidios" de Naciones Unidas, dijo Ruiz. Y recordó:
"Te hostigan para que renuncies: te agotan, te cansan".
"Te hacen 1.500 exámenes [de salud] y no te entregan los resultados, no te dicen si algo te salió mal".
"Se olvidan de uno".
"Te mandan a pueblos inhóspitos a 40 grados bajo cero, sin ropa adecuada y con el super más cercano a seis kilómetros".
"Ellos cumplen con el deber de pasarte un techo y de pasarte un poco de dinero… pero que no es nada, es un café para un europeo en la mañana. El subsidio diario es de entre cinco y seis euros [235 a 280 pesos uruguayos]".
"Arréglatelas como podai".
"Las instalaciones para migrantes de los hospitales están por detrás de la entrada principal, en un rincón, allá en el fondo, en una esquina. Te atienden por separado, para que no te vean".
"No te entregan ninguna información que requiere el migrante".
"No hay quien responda tus preguntas, sobre todo por el tema idioma. Entonces claro, la gente llega con todos sus problemas, con todos sus miedos, con toda su incapacidad de comunicación…y se van".
"Son sistemas que utilizan para que el migrante finalmente desista y decida irse".
En diciembre de 2021, una vez que Boric se consagró como presidente electo, Ruiz y Tapia decidieron no continuar con el proceso de asilo. Al largo, discriminante y complicado proceso burocrático, se sumó la falta de dinero para lograr una calidad digna de vida. Pese a que Ruiz podía trabajar, en el norte sueco los empleos disponibles eran escasos y mal pagos, el país —y el mundo— estaba atravesando una de las peores etapas de la pandemia y no tenía con quién dejar a su hija, una persona con discapacidad. “Se suponía que tenía que interferir la comuna, se suponía que iba a haber una asistente para que yo pudiera trabajar. Pero finalmente nada de eso sucedió”, contó Ruiz.
Fue entonces cuando empezó lo que más las "traumatizó": el regreso. Madre e hija viajaron del norte sueco a Estocolmo, a Dublín, a Ámsterdam y a Santiago en calidad de deportadas. Se tuvieron que bajar antes del avión que las demás personas que viajaban y, en cada aeropuerto, las esperaban policías que no hablaban español.
En el aeropuerto de Estocolmo, las obligaron a montarse a un avión para el que no tenían tickets. Cuando el oficial se dio cuenta de la situación —gracias a que una amiga sueca de Ruiz y Tapia intervino y ofició como traductora—, les pidió disculpas.
"A esa altura yo no las necesitaba porque ya estaba hecha pelota. Todo fue del terror. Se suponía que me iban a mandar con un acompañante por el tema de papeleo y el idioma, y porque Millaray tiene una discapacidad. Se suponía que era un apoyo", comenta Ruiz. En suelo chileno, la situación empeoró. "Suecia me deja en evidencia de que estaba pidiendo asilo y acá me recibe un personal de la PDI [Policía de Investigaciones de Chile]. Yo me fui por los carabineros y un carabinero me entregó mi pasaporte", se lamenta.
"Me da mucha pena haber sometido a la Millaray a esta vuelta. Eso me rompe el corazón. En serio", dice desde la casa de una amiga a 40 kilómetros al sur de Santiago. Ella y Tapia desean pronto poder volver a su territorio y que Boric cumpla con la promesa de poner fin a las zonas de sacrificio.
"No hay ninguna certeza. Por supuesto que no, porque para mi nada ha cambiado. No se la van a dar fácil a este Gobierno, y yo también tengo que tomar mis precauciones porque obviamente que si vemos, o siento que podemos estar en peligro, ni lo dudes que yo me voy a ir de nuevo", asegura Ruiz.