La discusión sobre el racismo en Uruguay se centra sobre una campaña publicitaria y sobre el proceso penal en torno a una agresión callejera. Los puntos polémicos son la autoridad moral de la RAE, el tipo de gente que va a Azabache, la utilidad de la publicidad para dar peleas políticas, el orden en el que gente se insultó en una parada de taxi, el uso de famosos como herramienta de difusión y las tipificaciones penales escogidas por un fiscal.
Con una facilidad asombrosa, las anécdotas y los datos irrelevantes se apoderaron de la conversación, y bloquearon la posibilidad de referirse al tema de fondo, más allá de la obviedad de que "existe el racismo", obviedad repetida ritualmente inmediatamente antes de decir que la instancia particular de la que se habla no es racismo o que la medida particular que se discute en realidad no sirve para luchar contra el racismo. Siempre queda la pregunta de qué sí es el racismo al que se refieren estos críticos y qué medidas si servirían para contrarrestarlo.
Es que las personas que ante las campañas de sensibilización y las acciones penales reclaman que se ataquen los problemas de fondo son las mismas que cuando se proponen medidas concretas de acción afirmativa se rasgan las vestiduras con argumentos tan ridículos como que eso sería discriminar a los blancos o con apelaciones abstractas a políticas universales cuya forma nunca terminan de proponer.
Estos argumentos se suelen reducir a un antiracismo daltónico que propone no reconocer la existencia de la raza como manera de luchar contra el racismo, proponiendo que el problema es, por ejemplo, la pobreza o la violencia, independientemente del color de la piel de aquellos que la sufran. Si bien este argumento debe ser tomado en serio, muy a menudo es utilizado como manera de evadir el problema.
Está claro que la violencia y la pobreza son problemas en sí y que si no hubiera violencia y pobreza no habría pobreza ni violencia contra los negros, pero dado que la pobreza y la violencia (y la discriminación, el odio, la segregación espacial y el maltrato) existen y que son sistemática y desproporcionadamente sufridas por personas de piel oscura, conviene preguntarse por qué esto ocurre. Luchar contra esta determinación estructural es tan importante como luchar contra el clasismo, sobre todo teniendo en cuenta que durante buena parte de la historia de América Latina la clase y la raza (o mejor dicho, la etnia) estuvieron casi completamente superpuestos.
Este trabajo político requiere de la creación y el mantenimiento de un lenguaje político que nos permita decir el problema, entender su funcionamiento y organizar acciones para derrotarlo. Se puede interponer ante esto el argumento posmoderno de que la raza es un constructo y que hacer como si existiera contribuye a su naturalización, pero pensar así es no entender que el hecho de que algo sea un constructo social no significa que no exista. Que se creen ficciones sobre las personas que las construyan mientras las relegan no significa que estas ficciones no tengan efectos muy reales y que de hecho actúen sobre los cuerpos de las personas y las relaciones sociales.
El problema particular con el racismo es que en Uruguay es elusivo y omnipresente al mismo tiempo. Hay racismo en el trabajo, en el lenguaje, en la calle. De hecho, es racista la construcción misma de lo uruguayo en tanto que blanco, tanto porque se construyó históricamente sobre el exterminio de los habitantes aborígenes como porque se construyó ideológicamente sobre la base de un país blanco y civilizado, que se distingue de la supuesta barbarie de América Latina por su carácter supuestamente europeo.
El Uruguay es estructural y profundamente racista, y es por eso que aparecen numerosas instancias concretas de racismo en nuestra vida cotidiana. Ante la falta de grandes aparatos de Estado o empresariales que defiendan explícitamente la segregación racial, las expresiones más visibles del racismo se encuentran en el lenguaje, en episodios puntuales de violencia, en maltratos micro y en cifras macro que afectan a gente dispersa espacial y políticamente. Es por esto que los intentos de luchar contra esta desigualdad casi siempre aparecen como parciales y particularistas.
Las quejas sobre este supuesto particularismo suelen ser inesperadamente solidarias con el discurso racista, cuya principal estrategia es la invisiblización del problema y la ridiculización de las acciones para contrarrestarlo. En general, el racismo se invisibiliza naturalizandolo, apelando a que algo tan natural y universal no puede ser discriminatorio, utilizando paradójicamente la gravedad del problema para minimizarlo. La ridiculización, mientras tanto, funciona casi siempre con analogías que apelan al absurdo, por ejemplo proponiendo cuotas para gordos o prohibiendo el uso de la palabra "feo".
Por cierto que la obesidad y la no adecuación a ciertos cánones de belleza son motivo de discriminación, que debe ser rechazada enfáticamente en lugar de ser utilizada para minimizar la que sufren los negros. Pero también es cierto que, que yo sepa, ni los gordos ni los feos fueron exiliados colectivamente para trabajar por siglos como esclavos, ni la identidad de la nación donde viven fue fundada expresamente como oposición a su condición.
Está claro que no todos de los que participan de una manera u otra del racismo, de sus legitimaciones y de los obstáculos a su superación "son" racistas. Como el racismo es un fenómeno estructural que interviene en la manera como somos construidos como sujetos, es de esperar que aparezca en lugares inesperados.
Es por esto que la condena moral inmediata y en bloque de la persona que "comete" racismo suele ser un error que asume que el racismo es una característica que define totalmente a algunas personas. Esto es lo que transforma en cliché autoincriminatorio decir que "no puedo ser racista porque tengo un amigo negro". Se puede ser racista (o mejor dicho, participar del racismo estructural) y tener una pareja negra al mismo tiempo. De la misma manera, la agresión contra Tania Ramírez puede ser una agresión racista y ser una disputa por un taxi y un ejemplo de una sociedad crispada y violenta; y el insulto de Luis Suárez a Patrice Evra puede ser una agresión racista y una chicana normal en el fútbol y una práctica corriente en el Uruguay.
Esto no es un intento de diluir en "lo social" o "el lenguaje" la responsabilidad penal ni el horror de la violencia, pero sí es un intento de explicar que a pesar de que el racismo no se termina si van presas las agresoras de Ramírez o si la RAE retira una expresión del diccionario, si el racismo se va a terminar va a ser porque antes que nada admitimos que en Uruguay hay racismo, y que de hecho nuestra propia construcción como nación es racista. Como con tantas patologías, el primer paso para curarse es admitirla.
Ni que hablar que las injusticias se combaten con lenguaje político, pero también se combaten con luchas culturales y políticas públicas, y es de esperar que ninguna de las tres cosas por si solas alcancen. La indignación por un crimen no cambia el mundo, pero genera la materia prima que le da potencia al lenguaje y la organización política. Las acciones afirmativas no son el camino al socialismo, pero pueden ser parte del proceso a través del cual una población sumergida tome conciencia de si y adquiera los bienes materiales y simbólicos que le permitan irrumpir políticamente en el espacio público.
Todo el mundo sabe que las campañas de sensibilización, las acciones penales y las sanciones ejemplarizantes a futbolistas son insuficientes y cometen el error de particularizar en hechos y personas concretas cosas que los superan, y por cierto que son susceptibles al error, la exageración y la sobresimplificación, pero esto no debería ser razón para desecharlas y burlarse de ellas, al contrario, debería ser un estímulo para potenciarlas y buscar estrategias para que funcionen en conjunto, y junto con otras luchas políticas para generar movimientos más potentes y resultados más justos.
Por Gabriel Delacoste