Por Federica Bordaberry
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Fotos: Javier Noceti | @javier.noceti
Ya vivía en París y bajaba de su casa a comprar el Libération impreso, el diario francés. Pasaba las páginas de actualidad sabiendo que la última iba a tener un perfil periodístico con el que iba a descubrir una percepción del mundo que todavía no tenía. Entendió que los perfiles van a contra corriente de la actualidad, en contra de lo ligero y en contra de la velocidad.
Ahora, está leyendo el suyo.
Sergio Blanco nació un día de mucho calor. Eso es lo que le contaron sus padres, que ese 30 de diciembre de 1971 el calor era insoportable. En la literatura latinoamericana, los días de calor son una premonición de que algo extraño está por pasar.
Cuando tenía 4 años, a Sergio lo abrigaron, le pusieron una campera. Fueron ambos, mamá y papá. Él estaba parado en esa zona de transición, el zaguán, mirando los jacarandá de la calle de su primera casa en el Prado. Es un recuerdo cálido, de protección, en ese lugar de tránsito entre el interior y el exterior de su casa. Es el primero.
En el Prado, en su casa, vivió hasta los 5 años junto a sus hermanas Sandra y Roxana. De ahí recuerda la escalera de mármol, otro espacio de tránsito. Su siguiente casa, donde viviría hasta los 19, también en el Prado, tendría otra escalera de mármol.
Ahí fue donde empezó a leer y a escribir. En esa casa grande fue donde experimentó el frío, la soledad, la angustia, los miedos a la noche. Es la casa de su infancia y la casa de su adolescencia, una casa que decidiría muchas cosas de su carácter, casi como si tuviera vida.
Esa casa va junto con la de su abuela materna, que estaba muy cerca. Era una casa de 25 personas en la mesa los domingos, una casa de tíos, tías, primos, abuelos, hermanos. Era una casa con una gran biblioteca, donde estaba todo el acervo histórico de su abuelo sobre la música en Uruguay, de las danzas folclóricas. Era una casa de tres pisos, una casa de vitrales, de grandes salones y de escalera monumental. Esta era diferente, era de madera, pero Sergio se la acuerda muy bien.
A ese Sergio le angustiaban mucho los juegos. La imposición de reglas le daba incomodidad, no las quería seguir. Le confundía estar seducido por la trampa, aunque no le satisfacía ganar y tampoco le resultaba agradable perder. El juego estaba lejos de ser un lugar donde se sintiera bien.
A sus padres les inquietaba un hijo que no le gustara jugar. Tenía amigos, y tenía muchos, pero su espacio de juego estaba, más bien, en esa gran biblioteca y cerca de los libros. Se entregó a la lectura por primera vez a los 6 años, cuando leyó Robinson Crusoe. Después, llegó La isla del tesoro, de Stevenson, y la fascinación por las enciclopedias.
Su vínculo con ellas no fue tanto de lectura, sino de descubrimiento. Eran páginas de papel, páginas de dibujos, de coreografías de pasar de una palabra a otra. Era el peso del libro, eran los grabados y los mapas.
Con los libros, podía prescindir perfectamente del juego.
Su primera salida del Prado fue traumática. Sergio y sus hermanas se subían al 149 y se bajaban en Pocitos, en el Club Banco República. Como su padre era funcionario, ellos tenían que hacer deporte ahí. Iban dos veces por semana: una hora de gimnasia y una hora de natación.
El cloro de la piscina le resultaba invasivo, las luces le molestaban, el eco y la acústica le parecían desagradables y sentía que ahí le estaban disciplinando el cuerpo. Al igual que los juegos, tenía reglas, pero ni siquiera era un juego.
En su familia, siempre le pusieron límites, cosa que él consideraba muy distinta a que le dijeran qué era lo que tenía que hacer. Los límites eran libertad. La orden, no.
Dejó de ir al Club Banco República recién a los 12, cuatro años después de haber empezado.
En la adolescencia, empezó a despertarse su sexualidad de forma muy sutil. Empezó a sentir atracción por los vestuarios de ese club, que estaban separados para hombres y para mujeres. De la mano de ese comienzo apareció, también, la culpa. Es lo que sucede cuando un joven empieza a sentir cierta atracción por su propio género en una sociedad hetero-centrada.
El deseo de esos otros cuerpos masculinos, para Sergio, significó un sufrimiento profundo. Ya no fue más al club y volvió al mundo que había construido para él.
Don Quijote de la Mancha fue, a los 11, un libro que lo marcó por su inmensidad. Por esos mismos años, su tía, psicoanalista, le regaló siete libros de literatura rusa porque Sergio le comentó que estaba triste.
Ella había percibido en él una fascinación por la escritura, pero también una atracción por las zonas más oscuras del interior humano. Percibió, en otras palabras, sus demonios. Y con los rusos le enseñó que a partir de los demonios también se puede hacer belleza.
Desde que nació, los libros vivieron en su ecosistema de manera natural: regalaba y le regalaban libros, leía más de un libro a la vez, entendía que una biblioteca es un lugar donde se ordenan libros, pero también se desordenan.
Aunque no todo pasó en su casa.
***
A los 12 años, el trayecto en el ómnibus 149 empezó a parecerle encantador. Empezó a dirigirse, los sábados por las mañanas, a su primer taller de escritura literaria en el Parque Rodó. Lo dictaba Elsa Lira Gaiero, la poeta y cuentista infantil uruguaya.
Con ella, aprendió a escribir una segunda vez. La primera había sido cuando lo alfabetizaron, de niño, y la segunda fue cuando Elsa le mostró que la escritura literaria está más allá de la gramática y de las reglas. Con Elsa aprendió libertad.
Una vez le preguntó por qué, si le gustaba tanto una frase de ese libro, no la subrayaba. Sergio, todavía muy cuidadoso con los libros, respondió que los libros no se subrayaban. El siguiente comentario de Elsa fue el que marcaría su relación con los libros: se subrayan, se marcan, se escriben, se pliegan sus páginas y se pueden guardar cosas adentro.
De ahí en más, el libro sería algo que hay que cuidar, pero también algo que hay que intervenir.
Hasta ese entonces, había leído mucho. Pero, a partir del taller, empezaría a producir lenguaje. Escribió poemas y escribió cuentos. Hizo sus primeras entrevistas porque en el taller de Elsa había una revista infantil, que salía mensualmente, y Sergio se encargaba de la parte de entrevistas culturales. Le hicieron un carné de periodista y sus padres le trajeron un grabador en uno de sus viajes a Europa. Así fue, marchó para el Solís y para el Sodre, con 13 años, a entrevistar a directores, a coreógrafos y a escribir notas. Recuerda haber entrevistado a María Inés Obaldía.
Cuando Sergio descubrió que la literatura era el lenguaje en libertad, el contexto lo acompañó. Era 1984, y ya estaba llegando el final de la dictadura militar en Uruguay.
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Estudiar inglés significó lo mismo que ir al club a hacer deporte, pero en términos lingüísticos. Era un idioma que no le gustaba, con el que se sentía violentado. Aunque era un excelente alumno, a Sergio no le gustaba la fonética del idioma que le deformaba el habla. Tampoco le gustaba la cultura británica: ni los Beatles, ni Margaret Thatcher, ni la realeza ni Londres.
A los 13 años, ya habiendo leído a Stendhal, por primera vez, le pidió a sus padres para dejar de estudiar inglés y pasarse al francés.
Fue entrar en un mundo opuesto a ese dónde los reyes se elegían por genética, cosa que siempre le resultó aberrante. Era un mundo de Rimbaud, de Stendhal, de Balzac. Sentía que a través del francés se le habilitaba el pensamiento, se le habilitaban las emociones y ponía su aparato fonético a hablar en un espacio que pasó a resultarle muy agradable.
Pasó a una cultura donde no había una apología a los reyes, ni a los castillos, ni a los duques, sino que se celebraban principios espectaculares: la libertad, la fraternidad y la igualdad. Se encontró con los principios republicanos y con pensamientos como el de Voltaire, el de Montesquieu, el de Rousseau. Se encontró con la filosofía de Montaigne, con la poesía de Mallarmé y con la voz de Edith Piaf.
A los 15 años, Sergio leyó Madame Bovary de Flaubert. Ese es el momento en que empezó a soñar con París y, de a poco, a convertirse en Bovary.
París pasó a ser una ciudad que fue levantando por medio de la literatura y de la biblioteca de la Alianza Francesa, donde estudiaba el idioma. Todavía tiene el recuerdo de cuando le pedían que se fuera porque tenían que cerrar.
Hasta ese momento, los libros los había recibido de su madre o de algún otro familiar. Con la biblioteca apareció la figura del bibliotecólogo. Fue la primera persona que no formaba parte de su círculo íntimo que, al mismo tiempo, sabía las cosas que leía. Su intimidad había salido de su familia.
Enseguida, durante esos años, empezó un vínculo con el bibliotecólogo de la biblioteca del Parque Rodó y con sus profesoras de literatura del liceo. Todos ellos, que captaron la sensibilidad especial de Sergio para con las letras, le recomendaban lecturas. Una atrás de la otra.
Sergio se construía.
Era muy extrovertido, y lo sigue siendo. Habla y habla mucho, pero solamente con las personas que él elije. A esas personas, él las llama interlocutores. Por definición, son personas con las que uno dialoga en una situación formal. O seria. O adulta. O de una madurez similar.
Empezó a construir una red de amigos con quienes podía juntarse a escuchar a Darnauchans y con quienes podía leer libros en voz alta hasta tarde en la noche.
Si bien tenía todo para ser una persona excluida, encerrada en una biblioteca, participaba mucho de la vida social. Salía a bailar, al teatro y a la Cinemateca, pero nunca le molestó estar solo.
Años después, a los 17, leería una estrofa de un poema de Antonio Machado, llamado Retrato, que le permitiría definir el amor por su soledad. Es la siguiente:
Converso con el hombre que siempre va conmigo
quien habla solo espera hablar a Dios un día;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
A los 14 años desobedeció. Se compró su primera revista pornográfica y se afilió a Cinemateca a escondidas de sus padres. Guardaba el programa de las películas y la revista en el mismo lugar en su cuarto de su casa en el Prado.
En casa de los Blanco nunca hubo televisión, por lo que Sergio no creció con una cultura audiovisual. Por eso, sus padres consideraron que a los 14 era muy chico para afiliarse a Cinemateca. Lógico, no era una edad para descubrir ciertas películas.
A diferencia de la literatura y del cine, el teatro no cumplía un rol central en su crecimiento, aunque coqueteaba con él como espectador. Su tío fundó la Comedia Nacional y su familia tenía palco en el Teatro Solís. La primera obra que vio fue El burgués gentilhombre, de Molière, cuando era un niño. Le gustó muchísimo ser espectador.
Al igual que la literatura, el teatro era un espacio donde él podía entrar y suspender lo insoportable de lo real.
Sin embargo, el vínculo con el teatro vino por Roxana, su hermana.
Ella estaba estudiando teatro en el Club Banco República, ese lugar que había detestado por la disciplina que intentaban inculcarle a su cuerpo, y empezó a llevar a Sergio. Así es como empezó a descubrir el teatro por dentro: ensayos, construcción de personajes, escenógrafos, directores. En el trayecto de vuelta a su casa, Roxana le iba explicando a Sergio qué es el teatro.
Roxana ensayaba y le pedía a Sergio que le tomara letra o que la mirara. De alguna forma, empezó a organizar su mirada teatral con su hermana. Pasó a ser el que mira y mira desde afuera, el director que es quien dirige, pero no interpreta.
Con la entrada de Roxana a la Escuela de Arte Dramático empezó a llegar otro círculo de amistades, que iban a la casa de los Blanco como lugar de reunión.
A los 18, trabajaba en el videoclub de Cinemateca mirando películas y escribiendo las sinopsis. Mientras tanto, estudiaba en Facultad de Humanidades, filología y lingüística, y cursaba las materias teóricas de la EMAD (Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático).
Y, de repente, decidió montar una obra de teatro.
Llamó a Roxana y a Roberto Suárez, escribió a máquina una adaptación de Ricardo III de Shakespeare e hizo su primera dirección de teatro en el castillo del Parque Rodó.
Adaptó la obra con la inconsciencia de quien no sabe realmente lo que está haciendo. Tenía las libertades que podía tener la cabeza de Sergio Blanco a esa edad.
Empezaron a ensayar, la Intendencia de Montevideo les habilitó el vestuario del Solís, consiguieron 7 focos de luz e hicieron una rifa para pagar los casetes con música.
Estrenaron en diciembre y no pararon de hacer la obra en todo el verano. El Ricardo III de Sergio tuvo buena crítica y la prensa se interesó, sobre todo, porque eran chicos de 18 y 20 años haciendo una obra.
Al año siguiente, Sergio ganó el premio Florencio Revelación, que iba acompañado con una beca de estudios a Francia.
Después de su primera entrevista con el embajador francés, se postuló a la Comedia Francesa, donde se habían postulado otras 400 candidaturas y solamente tomaban a cuatro.
Con la sorpresa de un fax que comunicaba que había sido aceptado y con la beca de estudios vigente, Sergio se fue a París a estudiar en la Comedia Francesa.
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Cuando llegó a París, llegó a aquello que se había gestado en su bovarismo. Se le regaló el sueño, aquel de pasar del mapa al territorio. Lo había construido durante tantos años leyendo el París de Balzac, el de Rimbaud, el de Víctor Hugo.
Era la ciudad de la que había desplegado un mapa en la pared de su cuarto y que había recorrido con las manos tantas veces.
Ese primer día, su avión aterrizó a las 4:30 de la mañana. Lo fueron a buscar desde el Ministerio y lo llevaron a su buhardilla, donde le tocaba vivir. Durmió muy poco y, a las 7 de la mañana, salió a caminar. La primera persona a la que se cruzó le dijo que París era la ciudad más linda del mundo.
Y lo sigue creyendo.
En realidad, no estaba llegando solamente a París. También estaba arribando a Florencia, a Venecia, a Atenas, a Estambul, a Madrid, a Barcelona, a Praga, a Berlín, a Londres. Llegó a lo que él consideró un continente extraordinario.
La Comedia Francesa lo puso a trabajar con directores para formarlo. Se sometió a la estructura teatral jerárquica de los países europeos y empezó siendo un tercer asistente de escena. Se le daban las tareas vinculadas a preparar el lugar, que era algo que ya había aprendido siendo monaguillo de niño.
En la Comedia aprendió muchísimo sobre teatro, tuvo grandes maestros, directores complejos y fue avanzando en su asistencia.
Cuando terminaron sus estudios en la Comedia Francesa, Sergio tenía 24 años. A partir de ahí, y durante unos años, fue y vino de París a Montevideo.
En Uruguay montó una obra, ambas veces, mientras que en Francia volvía a hacer trabajos de asistencia teatral.
La disyuntiva entre si volver, o quedarse, se definía, obviamente por una cuestión territorial, pero también por una cuestión lingüística. Sergio quería vivir en francés, trabajar en francés, amar y ser amado en francés, soñar en francés, comprar en francés y enojarse en francés.
Sufrió un destierro estando lejos de Francia, no de Uruguay.
Como no era Uruguay donde él quería estar, en el año 1996, con 25 años, se instaló definitivamente en París y pasó a ser indocumentado durante un período largo, con todo lo que aquello supuso.
***
Empezó a vivir los años parisinos y es probable que no haya dejado una calle sin recorrer.
Mientras tanto, padecía el ser clandestino e indocumentado, porque si era detenido por la policía podía ser devuelto a Uruguay corriendo riesgo de que le prohibieran el ingreso a Francia.
Ser clandestino suponía muchos riesgos: no podía trabajar, no podía salir del territorio francés, no podía ir a un hospital, tenía que estar alerta a la policía. Apenas pudo, empezó los trámites para obtener la nacionalidad francesa y se encontró con procesos violentos, entrometidos, íntimos. Los tuvo que hacer en jefaturas y en ministerios donde no era ya una persona, sino un número de expediente que vivió discriminaciones por ser extranjero.
Fueron años duros, hasta que logró tener un permiso de trabajo. Después, logró la residencia, la ciudadanía y, un buen día, recibió la nacionalidad francesa.
Mientras tanto, trabajaba como corresponsal para semanarios y diarios y daba clases de francés a niños y adolescentes, en la propia Francia.
En 1998, se jugó en Francia la Copa del Mundo. Se reforzó la seguridad policial y a Sergio le vino una paranoia irracional de que lo detuvieran. Decidió encerrarse en su apartamento en París, de un ambiente y poquísimos metros cuadrados, y dio a luz a su primera obra de teatro, La Vigilia de los Aceros o la Discordia de los Labdácidas.
Siempre escribió sus obras de teatro en español. La escritura en su lengua materna es su forma de volver a los orígenes y surge en ese encierro lleno de miedo.
El bilingüismo también lo sufrió. Consideró que tener dos lenguas era no tener ninguna. Empezó a sorprenderse a sí mismo cada vez que volvía a Uruguay, donde se daba cuenta de que cada vez hablaba peor el español. Empezó a tener sobrinos y, en su inocencia, se rieron de los errores de Sergio a la hora de conjugar en el habla.
El francés tampoco era su primera lengua. Ni lo había acompañado en los años de su niñez que lo habían formado, ni lograría superar ese acento que siempre arrastró por ser un idioma aprendido, aunque lo habla a la perfección.
Hasta que entendió que no, que estar en el medio, en la zona de transición también era constructor de algo. Sergio empezó a valorar el zaguán de sus lenguas.
Mandó su primera obra a un concurso en Uruguay, y ganó. Lo mismo le sucedería en los siguientes 7 años, donde acumularía un total de 14 premios nacionales.
Esa primera obra nunca se hizo ni se publicó. Al año siguiente, escribió otra obra llamada Die Brücke, en 1999. Aquella también ganó premios en Uruguay.
Sergio empezó a hacerse conocido como dramaturgo con las obras premiadas. Ya era conocido como director por obras como Ricardo III y por Macbeth, pero por primera vez, podría unir el mundo de la literatura y del teatro, explorando en la dramaturgia.
Al mismo tiempo, empezó a ser asistente de cátedra en la EMAD y fue asistente de grandes directores uruguayos como Atahualpa del Cioppo, Antonio Larreta, Nelly Goitiño y Aderbal Freire-Filho.
Con la visibilidad que traen los premios, las obras de Sergio empezaron a dirigirse en Chile, en Argentina y en Brasil. A partir del 2002, empezó un gran trabajo en lo académico con proyectos universitarios y seminarios de dramaturgia. Sergio empezó a conectarse con su formación en filología, literatura y filosofía.
Su tercera obra fue Slaughter (2002) y continuó con 45' (2003), Kiev (2004), Opus Sextum (2005), diptiko vol. 1 y 2 (2006), Barbarie (2010), Kassandra (2011) y El salto de Darwin (2011).
Aunque los premios le dieron mucha felicidad y fueron fundamentales para su motivación, a partir de 2008 dejó de presentarse. El premio le producía placer, pero ya había algo obsceno en seguir haciéndolo.
Su obra entró al repertorio de la Comedia Nacional de Uruguay en 2003 y 2007.
En 2008, en un viaje a París, Mariana Percovich le dijo que tendría que sumarse a COMPLOT y así lo hizo. Pasó a integrar la Dirección de la Compañía de Artes Escénicas Contemporáneas COMPLOT junto a Gabriel Calderón, Martín Inthamoussú, Mariana Percovich y Ramiro Perdomo. Esa participación fue lo que lo trajo a Uruguay como director. Eran un colectivo, un grupo de amigos que querían complotar juntos en las artes escénicas.
Estuvo con ellos hasta que se disolvió el colectivo, pero con Gabriel Calderón guardó una relación que definen como "el hermano que ninguno de los dos tuvo". Sergio es el padrino de sus hijos y es de las pocas personas que conocen su cotidianeidad. Además, compartieron varios proyectos teatrales y académicos juntos.
Viajó a África y era 2011. No es algo de lo que suele hablar, pero Sergio se fue a Burkina Faso en una misión humanitaria.
Se encontró con niños de hasta 13 años que son introducidos en galerías en minas de oro, porque todavía no tenían la caja torácica ancha. Entraban temprano en la mañana y salían al atardecer.
La atmósfera en esas galerías generaba daños, no solo en el sistema respiratorio, sino que también en la vista, produciendo perturbaciones visuales terribles, casi cegueras. También vio a esos niños enfrentarse a la prostitución, a la droga y al hambre.
Sergio sabía que iba a cruzarse con aquello, pero no sabía que iba a ser tan fuerte. Incluso, ya había trabajado en campos de refugiados y se había expuesto a las miserias humanas.
Aquello fue lo más monstruoso que había visto en su vida.
En ese momento, llegó la primera crisis de fe. Para un creyente, una crisis de ese tenor es muy desgarradora y significa un derrumbe casi total. Se había incendiado todo y solamente se veía ceniza. Lo que le pasó a Sergio se sentía, en su interior, algo así.
En ese momento tan oscuro, fue que la ceniza sirvió de abono y apareció el género auto-ficción, un híbrido entre la autobiografía y la ficción, con algunas otras especificidades técnicas del género.
Para Sergio, fue una forma de darse cuenta que era él el que tenía que intervenir en su propio cuerpo, en su propia historia. No quería que su historia fuera relatada por otros, sino que decidió intervenir él y ser él mismo su material de trabajo en sus textos.
Después de África, ya no le interesaban los grandes relatos, o los grandes mitos, como le habían interesado en sus primeras obras. Necesitaba trabajar su propio material.
Trajo al teatro algo de la literatura, un género. Entonces, además de producirlo, empezó a estudiarlo. Sergio también es la transición entre lo académico y lo artístico.
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En 2012 llegó Tebas Land, la primera obra de auto-ficción. Kassandra ya había empezado con la exploración del género, aunque técnicamente no llegaba a serlo. Esa fue la única escrita en inglés, y un inglés muy básico. Tocó temáticas como ser el inmigrante, el que no tiene lengua, el mundo de la transexualidad y el estar entre dos mundos. Todos estos temas tenían en común una sola cosa: la transición.
Aunque Sergio abrió la puerta del género en el que se especializaría con Kassandra, fue con Tebas Land que lo puso en escena realmente.
A partir del 2013, cuando decidió empezar a dirigir sus propias obras, todo cayó en su lugar. Sergio empezó a ser dramaturgo y director al mismo tiempo. A sus textos los empezó a corregir el propio escenario y, por eso, empezó a publicar sus obras una vez que ya habían sido dirigidas.
Tebas Land se volvió una obra exitosísima: empezó a hacerse en ciudades como El Cairo, Tokio, Río de Janeiro, Nueva York, Madrid, Nueva Dehli, Londres, Buenos Aires, entre muchas otras.
Y después, vino Ostia.
Para no hundir su siguiente obra con el éxito anterior, Sergio decidió subir él a escena como actor e invitar a Roxana, su hermana. Contaron sobre su infancia, sobre su adolescencia y sobre su incesto. A medida que avanzaba la obra, comenzaron a confesarse cosas que en el mundo de la auto-ficción sí pueden ser dichas, porque es un mundo donde las cosas no son ni verdaderas ni falsas.
Después apareció la Ira de Narciso, seguido de El Bramido de Dusseldorf y Cuando pases sobre mi tumba. Paralelamente, Sergio se dedicó al estudio académico de la auto-ficción como género.
Sergio vivió y conoció infiernos: la depresión, las clínicas, las angustias, la locura, la enfermedad, el abandono, la soledad, el desapego. No los cuenta por pudor.
Una de sus grandes alegrías es Philippe, su compañero de vida, con el que vive hace 25 años en París. Cuando se le pregunta a Sergio qué es la felicidad, enseguida lo vincula con él, con el momento en que lo conoció. Es su interlocutor privilegiado, con quien convive y conversa, con quien discute cada una de sus obras y quien, muchas veces, le cocina. Para Sergio, que alguien le cocine es uno de sus grandes placeres.
Él, en cambio, dice que solamente sabe leer y escribir y que, como ser humano, es bastante torpe.
Hace dos años, vivió la muerte de un gran amigo en París. La tristeza no proviene de su muerte porque su muerte, a causa de una enfermedad, fue muy bonita. Lo duro es cuando se acuerda de él y del vacío que está ahí, más vacío que nunca.
Hay un poema, de Miguel Hernández, que se llama Elegía. De él recuerda una estrofa, de palabras perfectas. Es la siguiente:
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Sergio cree que las personas dejan de ser mortales cuando mueren, porque pasan a ser inmortales.
Memento mori fue un texto pedido por la Sala Beckett en Barcelona. Fue escrita a los pocos meses de la muerte del amigo de Sergio y está impregnada de él.
Ese mismo texto está estrenando en el Sodre. Lo hará del 8 al 13 de diciembre y, en esta ocasión, es la razón por la que vino a Uruguay.
***
Sergio Blanco termina de leer su perfil. Se para, se dirige al baño y se coloca frente al espejo. Con una mano, empieza a tocarse el rostro, despacio y de a poco. Sabe que alguien más contó su historia, que la hizo ajena a él. Otro lo armó con palabras.
Solo así, tocándose el rostro. En el mejor de los casos, podrá recuperarse a sí mismo.
Por Federica Bordaberry
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