Fotos Javier Noceti | @javier.noceti

Se ponía la boina para atarse el pelo y salía a jugar de nueve en Piedras Blancas. Jugaba con otros hombres y con su marido. Se vestía de fútbol y tenía un remate muy certero. Se llamaba Elba René Ardáiz y tuvo once hijos.

Sus apellidos eran (y son) Sosa porque su padre era Juan Pedro Sosa, un hombre que trabajaba en la construcción de lunes a viernes y los fines de semana volvía con las manos resquebrajadas por el trabajo. Él volvía a estar con su familia y, cuando eso pasaba, era una fiesta ir a las canchas de barrio a jugar al fútbol con los vecinos.

La casa donde crecieron sus hijos era un corredor al que daban siete u ocho apartamentos. Su madre, la nona, vivía al fondo y en el resto toda la familia Sosa. Era de material con chapa y, donde vivían aquellos once hijos había un comedor con cocina, un cuarto grande con varias cuchetas, otro dormitorio y el baño. Aunque no necesariamente vivieron todos ahí al mismo tiempo, porque los más grandes se casaban y se iban mientras aparecían los más chicos. Entraron todos.

El tercero o cuarto, contando desde abajo, se llamó (y se llama) Rubén Sosa. Para él, sus padres le dieron todo y, por más que eso fuera poco, a él nunca le pareció. Nació el 25 de abril de 1966, nació en un lugar que no sabe cuál es porque nunca le preguntó a su madre y nació una semana antes de que su padre se acordara de irlo a anotar.

 

Si de un lado del corredor estaban los apartamentos, del otro había un muro de dos metros de alto. Uno de los primeros recuerdos de Rubén es cuando, una de las tantas veces que se fue la pelota para el otro lado, su hermano trepó el muro para ir a buscarla. Cuando avisó que iba la pelota, Rubén se tiró a cabecearla y resultó que, en realidad, su hermano había tirado un ladrillo. Terminó en el hospital del cuartel que estaba cerca de su casa, con su madre.

El día que llovía y caía agua de las chapas, su mamá decía que había que bañarse con el agua de afuera, aunque hiciera frío, porque había que ahorrar. Después, en una cacerola con agua caliente metía hojas de eucaliptus y les daba a sus hijos para que respiraran y no se enfermaran.

"Yo hice lo mismo con mis hijas, les metí eucaliptus para que vengan y respiren. Me miraban con cara de que estaba loco, pero a mí mi vieja me lo hacía", dice Sosa.

De niño era como ahora, con 55 años. Se reía mucho, era alegre, le gustaba ir a la casa de sus amigos y siempre estaba haciendo una fiesta. También se peleaba en el barrio, pero al rato se abrazaba con ese mismo vecino. Ese niño disfrutó de todo lo que tuvo.

Con cinco años empezó a jugar en el club de fútbol del barrio, el Potencia. Jugaba con una categoría dos años más grande, los de siete años, porque no existía una para la edad que él tenía. Era baby fútbol así que, a cambio de hacer goles, le ofrecían panchos. Entonces, hacía de a siete y, cuando se enteraron sus hermanos, empezaron a acompañarlo a los partidos para llevarse también un pancho.

Su madre lo llevaba a la parada para ir al colegio y, de vez en cuando, volvía con la mentira de que el ómnibus no había pasado. Entonces, cuando podía, lo esperaba hasta que se subiera y él se iba la Escuela 199 de Piedras Blancas con la pelota en la bolsa. En el recreo era fútbol y, cuando llegaba a su casa, hacía los deberes rápido para irse al campito a seguir jugando al fútbol.

Estudiar no le interesaba y se sentaba en la última fila de asientos. Si levantaba la mano era muy bajito, como para que no lo vieran y, cuando lo hacían, Ruben pasaba al pizarrón. Cuando la maestra no lo veía él le hacía gestos a sus compañeros de qué poner y le hacían señales con los dedos para que él supiera qué número escribir.

Lo suyo era el fútbol y él sabía que iba a dedicarse a eso. No podría haber sido otra cosa porque le corría en la sangre "y en la cabeza", dice.

Las pelotas eran pocas, si se las compraban era gracias a su padre que volvía con alguna barata de plástico de la feria. Esas se rompían o se desinflaban fácil así que le hacía un hueco y adentro inflaba un globo. La pelota quedaba como nueva. A veces jugaban con la pelota del hijo del almacenero, que tenía la pelota de cuero y aunque era muy malo para el fútbol le decían a su madre que lo dejara jugar, que lo hacía genial y el niño aparecía con su pelota. Cuando se iba, se terminaba el partido y para Rubén el mundo.

Mientras jugó en el Potencia, la familia de uno de sus compañeros de baby fútbol lo invitaba a ir al estadio a ver a Peñarol. Rubén, en realidad, era de Nacional y siempre lo sería. Con tal de ir decía que sí, que era del cuadro opuesto y, en los clásicos, se mordía la lengua para festejar los goles de Nacional y no festejaba en los de Peñarol.

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Apenas terminó el colegio, con trece años, se fue para la casa del presidente del Potencia, lo de los Dondi. Su madre le dijo que lo iban a cuidar mejor porque estaba sufriendo de una enfermedad que se parecía a una gripe. Cuando estuvo ahí le dijeron que iba a pasar un año sin jugar porque en el baby fútbol le habían pegado muchas patadas.

Entonces, dijo que quería hacer algo. Los Dondi tenían un amigo que vendía pollo y, al principio, Rubén se encargaba de llevar los pollos muertos hasta el negocio. Hacía tres o cuatro cuadras con los animales en carretilla. A su manera, estaba haciendo una pretemporada. Cinchaba sabiendo que solo quería ser futbolista.

Al año siguiente le tocó matar los pollos a él. El lugar donde los guardaban era del tamaño de una cancha de fútbol cinco y él tenía que sacarlos a todos de ahí. El problema real aparecía cuando le quedaban cinco y tenía que correrlos para alcanzarlos. Con el tiempo, desarrolló una técnica más inteligente. Dejaba comida detrás de la puerta, la cerraba y se escondía detrás. Cuando se acercaban los pollos, los golpeaba, y así lograba llevárselos a todos.

El estadio de Danubio, para él, era como si fuera el Wembley de Londres. Estaba a diez cuadras de donde practicaba con el Potencia y, para ver los partidos, se trepaba al muro. Rubén quería jugar ahí. Y después de ese año sin jugar al fútbol lo hizo.

En 1982, un dirigente de Danubio había ido al Potencia a ver a sus jugadores y se encontró con un chico de catorce años que hacía cinco goles por partido, que era rápido y que podía jugar en un club más grande. "Ese año hice como treinta goles y después hice todo Sexta. De ahí salimos campeones, le ganamos a Peñarol en la final 3 a 2".

Fue Sergio Markarián quien lo llevó a la Primera y quien lo hizo enfrentarse, por primera vez, a un vestuario con gente de entre veinte y treinta años. Eliseo Rivero, capitán de Danubio por aquel entonces, fue quien lo cuidó. Le dijo que se sentara al lado suyo y que se cambiara también cerca.

En ese cuadro todo se volvió más profesional: concentraciones, las comidas, prácticas.

Si el resto de los jugadores de Primera corrían diez kilómetros, a Rubén lo hacían correr cinco. Si corrían veinticinco, Rubén corría diez. En los partidos lo fueron poniendo de a poco, de a treinta minutos y así lo fueron cuidando, también, en el rendimiento físico.

Mientras tanto, Rubén ya no vivía en la casa de sus padres. Estaba en la casa donde vivía su novia con sus abuelas, en Curva de Maroñas. Ellas le cocinaban canelones, pasta y comidas potentes porque, le decían, que un futbolista tenía que comer todo eso.

Su novia era Ana, la mujer con la que se casaría tres años después y con la que tendría cuatro hijas.

En un partido contra Huracán Buceo, donde Rubén hizo tres goles, había un dirigente del Real Zaragosa que, en realidad, había ido a ver jugadores a Argentina, pero le dijeron que en Uruguay había un chico que lo estaba haciendo muy bien. Al día siguiente, le dijeron que lo querían jugando en España.

Sin representante todavía, el presidente de Danubio, Del Campo, le consiguió un abogado y arreglaron un contrato para que Rubén jugara cuatro años en el equipo de la ciudad de Zaragoza.

Para el casamiento firmaron los padres de ella porque Ana era menor y Rubén, en realidad, tenía solo dieciocho años. Hicieron una fiesta corta porque, al día siguiente, se irían a España juntos.

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- Yo tuve la virtud de tener cuatro nenas y un varón, pero a Pilar no la vi nacer porque estábamos jugando en Holanda.

- ¿Te apena?

- Me parece que en ese momento tenés que estar, los cumpleaños y otras cosas lo arreglás, pero en el nacimiento de tu hijo tenés que estar. No es lo único, pero es lo importante.

- ¿Y te pesa no haber estado ahí?

- Culpa no porque uno hace las cosas que piensa que están bien. En mi caso era el fútbol, que es lo que más amo. No es que no las ame a ellas, a ellas las amo el triple, pero el fútbol era mi sangre. Después del partido llamaba y estaba atento. Mis hijas sabían que papá jugaba al fútbol y no me arrepiento de nada. Habré hecho algunas cosas mal sin querer, pero hay que vivirlas también. Lo disfruté todo.

- ¿Con quién iba Ana al hospital?

- Siempre un familiar, sola no iba a ir. No la dejaba sola, si no estaban las mujeres de los jugadores que andaban atrás, pero siempre acompañada. Yo a Pilar no la vi nacer porque estaba jugando creo que en Holanda.

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Ruben Sosa detesta viajar en avión. Siempre lo hizo y, la primera vez que viajó, en 1985, tuvo un vuelo larguísimo desde Montevideo a Madrid. Cuando llegó, le dijeron que todavía le quedaba un viaje hasta Zaragoza y pidió para ir en auto. La diferencia de tiempo era considerable: cincuenta minutos de vuelo contra cinco horas de auto.

Cuando llegó, los dirigentes los recibieron a él y a Ana y los llevaron a un hotel a dos cuadras del estadio del Zaragoza, un estadio que tenía capacidad para 33.000 personas y cuyo equipo estaba, en aquel momento, en la B.

El primer año le costó. Entrenaban el doble de lo que él entrenaba en Uruguay, pero en ocho meses ya había agarrado el ritmo de entrenamiento y se codeaba con los grandes del fútbol de aquellos años. Entre ellos, Hugo Sánchez, el mexicano.

Pero estando ahí fue que aprendió a moverse. Tuvo dos o tres compañeros realmente cercanos como Pedro Herrera, el español. "Era un volante que a mí me cuidaba muchísimo, sabía que era un chiquito de apenas dieciocho años", agrega Sosa. Fue él, también, quien le sacó la idea de la cabeza de comprarse una camioneta estando en Zaragoza. Le dijo que no tenía sentido porque eran solo él y Ana, pero también fue la primera vez que escuchó que tampoco tenía sentido porque en ese cuadro no iba a estar mucho tiempo.

El capitán también. Le decía que se iba dentro de poco porque veían cómo jugaba. Él no se daba cuenta, era como estar jugando en el Potencia. Y fue así, el mismo año que nació su hija, el Zaragoza ganó la Copa del Rey y, al año siguiente, se iría a Italia a jugar con la Società Sportiva Lazio.

Había varias cosas diferentes entre Montevideo y Zaragoza, pero donde más lo sintió fue en los entrenamientos. No solo entrenaban el doble sino que, además, al terminar se juntaban a tomar cañas (cerveza) y tapas. Cuando llegaba a casa, Ana lo esperaba con la comida pronta y Ruben cenaba de vuelta.

Cecilio era el padre de Ana, así que su primera hija se llamó Cecilia y nació en 1987, un año antes de que se fueran a Italia. A la segunda, nacida en Roma, le pusieron Pilar por la Virgen del Pilar de Zaragoza.

Fue jugando en el Zaragoza que lo apodaron "poeta del gol" y "Speedy González". En Uruguay pasaría a ser "El Principito". "Era chiquito y todos me conocían, los estadios se llenaban, por eso alejarme de Zaragoza me dolió, pero yo sabía que quería ir a Italia", dice Sosa.

 

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- Muchos fútbolistas que se van de tan jóvenes a Europa terminan en el desbunde. Quizá, un poco lo que le pasó a Maradona, ¿cómo hiciste vos?

- Ahí tenés que decidir vos. He conocido todo, pero las drogas a mí me dan miedo e incluso a esta edad. Me daba miedo tomar una pastilla y que me hiciera mal. Me filtraba cuando tenía una lesión y me asustaba porque no sabía qué me entraba en el cuerpo. Lo mismo con la droga, si estás en un cumpleaños o una fiesta y la ves, tenés que decidir vos. Creo que lo mío es más familiero y más sano.

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Después de ganar la Copa del Rey con el Zaragoza, lo llamó una persona que, hasta ese momento, nunca se le había presentado. Le pidió que fuera al hotel en el que se estaba quedando y fue con Ana hasta ahí. Apareció un hombre de cerquillo, pelo largo y cadenas de oro. Era Paco Casal.

Le dijo que quería llevárselo para Italia y Rubén aceptó, pero si lo hablaban con su contratista en España. Se juntaron los tres y, queriendo lo mejor para Rubén, decidieron que se fuera a Italia y que lo representara Paco. Apartir de ahí, siguió con Paco toda su carrera.

En Italia eran los ´90 y es probable que lo mejor del fútbol europeo, y del mundo, estuviera sucediendo ahí. Diego Maradona ya estaba jugando en Nápoles. Así que Rubén firmó contrato con la Lazio y se fue a vivir a Roma. 

"Yo pienso que el fútbol no tiene idioma, si vos sabés jugar al fútbol podés jugar en China y el idioma si aprendés, aprendés", dice Rubén. En Italia fue la primera vez que tuvo que exponerse a vivir en un país cuyo idioma no hablaba.

Con Cecilia siendo una niña, empezó a ver dibujitos animados en italiano que, de a poco, le fueron siendo útiles para aprender a hablar lo básico del idioma. Pero en Roma el idioma no importa, "si hacés goles no te dejan salir a la calle, te abrazan", agrega. Y él festejaba con sus hinchas cuando se los cruzaba.

Pero, a pesar de que cuando saliera a comer a un restaurant lo acosaran, Ruben nunca llevó guardaespaldas. Lo más cercano a eso fue su amigo, Giuseppe, que por costumbre de ser seguridad de políticos iba caminando atrás de Ruben. Aunque él le pidera que caminara a su lado, Giuseppe decía que no, que él era así y que él iba atrás.

Hubo una noche en la que la policía, fanáticos de la Lazio, lo alcanzaron hasta su casa. Llegaron con las sirenas prendidas y, en un barrio donde todos dormían a medianoche, se enteraron enseguida que había llegado Ruben a su casa.

Pilar, su segunda hija, nació en Roma y creció en esa misma casa. Isabel, la tercera, vino cuando vino el Inter Milán y estaban viviendo en el Lago de Como.

Después de cuatro años de contrato en la Lazio, Paco empezó las negociaciones con el Inter de Milán. Con quien estaban negociando era con Ernesto Pellegrini en su casa. Mientras eso pasaba, la hija del presidente le había pedido un autógrafo a Rubén, que terminó en manos de su madre, la mujer de Pellegrini. Esa mujer estudiaba caligrafías para descifrar la personalidad y, al parecer, la personalidad de Ruben era la siguiente: le interesa el dinero, no tiene amigos, es mal compañero y le gustan las mujeres. Así que, de repente, no estaban dispuestos a pagar la cifra que había propuesto Paco.

Ruben le pidió a Paco para negociar él, convencido de que lo lograría. Le dijo a Pellegrini que si en un año metía más de veinte goles jugando con el Inter le pagaría la cifra que estaba poniendo Paco. Si no, podría pagarle lo que él quisiera. A Rubén no le importaba el sueldo, le importaba jugar en el Inter de Milán. Pellegrini le dijo que así le gustaban los jugadores y firmó su contrato por tres años.

Se fue a vivir a al Lago de Como en 1992, a 35 kilómetros de Milán, porque quedaba muchísimo más cerca del entrenamiento. Durante uno o dos meses no lo pusieron, ni siquiera, en el banco. Solo podía haber tres extranjeros en el equipo y el Inter de Milán tenía a cinco, así que Ruben quedaba afuera y los nervios por empezar a meter los goles acordados empezaron a crecerle.

Cuando todo empezó a ir mal, el Inter puso a jugar a un Rubén Sosa que ya había declarado a la prensa que empezaría a meter goles cuando lo pusieran a jugar. Y así lo hizo. Metía de a dos o tres por partido y, en los últimos dos para completar el año metió siete. Así que no fueron veinte, fueron veinticuatro.

Las hinchadas de un estadio de cincuenta mil personas eran la gloria, explotaban. Se escuchaba, bien fuerte, "¡Sosá!, ¡Sosá!". Llegó a ganar una copa UEFA con el Inter de Milán, jugando con los mejores del mundo, en uno de los mejores equipos para estar jugando en aquella década.

Aunque Rubén ya conocía el fútbol europeo, en equipos como el Inter los goleadores metían muchísimo menos goles porque las marcas eran constantes. Era el fútbol de las grandes ligas y el indicador era, justamente, la cantidad de goles que se le metiera al golero o la cantidad que metiera el goleador del equipo.

Pero en ese último año en el Inter de Milán fue que la rodilla empezó a fallarle. "Fueron meniscos, limpieza, ya no tenía ni cartílago porque me lo cortaban", agrega. Y la intensidad de partidos de fútbol no bajaba: Copa UEFA, el campeonato, la Copa Italia. Jugaba todos los domingos y eso a Rubén le encantaba porque casi que no entrenaba. Cuando quería acordarse, ya tenía que jugar otro partido.

Estando en Como fue que nació su tercera hija, Isabel.

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- ¿Cuál fue el día más triste de tu vida?

- Tuve dos momentos medio complicados. Lo de las rodillas, cuando me vi la intervención. Tenía la rodilla dormida y me la movieron para un lado y para el otro, tengo esa operación en la cabeza. Ese fue un momento complicado. En la vida nunca lo agarré para el lado negativo. Habré tenido momentos complicados en la pareja, pero siempre salí adelante. Yo no soy un tipo de mirar lo malo. Si tenía el plato vacío de chiquito, para mí estaba lleno. En el fútbol, fueron las lesiones.

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El Inter Milán y el Borussia Dortmund, uno de los mejores tres equipos de Alemania, tenían una relación de equipos hermanos en la que se pasaban jugadores. Entonces, se abrió la posiibilidad de estirar la vuelta de Ruben a Uruguay un tiempo más, jugando en ese equipo.

El problema era, desde hacía un año ya, la rodilla. No podía doblarla del todo y era imposible que pasara un chequeo médico. Aquello lo solucionó Paco con una estrategia, hizo que el presidente del Borussia Dortmund se enterara que a Rubén Sosa lo querían el Real Madrid y el Juventus. Hizo, también, que fingieran quererlo y que llamaran al presidente en el momento en que el médico iba a negar la autorización de que Rubén Sosa jugara al fútbol. "Después me enteré que esa llamada costó una plata, pero estuve un año ahí en el Dortmund", agrega.

Rubén no recuerda el idioma como un problema, porque casi todos en el equipo hablaban en italiano, pero sí que recuerda el frío en Dortmund, Alemania. En un partido cerca de Francia recuerda ponerse botas de nieve y frazadas hasta la rodilla para aguantar el frío y, a quince minutos de terminar con un resultado de tres a cero ganando, el director técnico quiso ponerlo a jugar. Ruben, sentado y congelado le dijo que no iba a entrar a jugar con ese frío, que pusiera a otro. El siguiente partido lo tuvo jugando los noventa minutos. "Yo fui como para ayudar en algún partido, no fui como figura, entraba y hacía un gol de tiro libre y ganábamos", dice. Ese año el Dortmund salió campeón de la Bundesliga.

Al año siguiente, en 1996, Ruben quiso volver al Zaragoza. El cupo de extranjeros estaba lleno así que no tenía lugar ahí y arregló para pasarse a jugar a la Unión Deportiva Logroñés. Era un equipo chico, cuyo capitán tenía veinte años y estaba en la B. Ahí jugó un año, intentando subir el cuadro a la A, pero no pudieron.

En Zaragoza todavía tenían una casa que habían comprado, él y Ana, al principio de la carrera futbolísitica de Ruben. El año que estuvieron ahí fueron de visita a Zaragoza, a quedarse ahí. "Yo tenía la intención de pasar por Zaragoza más que por jugar en Logroñés, después ya pegamos la vuelta", dice.

¿A qué lugar hay que ir si visitás Zaragoza?

- A los pueblitos que están cerca, a diez kilómetros, están en las montañas. Si ibas a comer a un pueblito era todo fresco, entrabas a la carnicería, a la verdulería y todo tenía un olor bárbaro a natural.

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- Se sabe que un futbolista gana bien, pero ¿cuánto es bien?

- El mejor sueldo mío fue en el Inter que fue un millon doscientos mil dólares al año. Hoy en día creo que es demasiado, ponele que un Cavani gana un millón y medio de dólares por mes. Está bien que les paguen, pero es demasiado, pierden el respeto por el dinero y no lo valoran, pasa a ser un papel.

- ¿Alguna vez elegiste un cuadro por el sueldo?

- No, yo jugaba en el equipo más grande. No por ganar dinero, sino porque quería salir campeón. Obvio que si ganabas un campeonato ganabas plata y tuve la suerte de ganar bastantes. Gané una Copa del Rey con el Zaragoza, una UEFA con el Inter, un campeonato alemán, dos Copa América, cuatro títulos con Nacional. He ganado bastante, pero siempre buscaba el triunfo, la plata viene después.

- Pero no todos los jugadores piensan así.

- Eso es lo que se ha perdido un poco en el fútbol. Ahora los jugadores llegan al aeropuerto, te salen por una puerta, te entran por la otra y no van por ahí porque está la gente. Me duele y no me gusta para nada. Yo si fuera técnico les digo que si hay gente afuera que paren a firmarles o a saludar. Después cuando llevan cosas para los niños pobres está la cámara, no lleven la cámara, donalo de corazón.

- Tú regalás pelotas, en cierto sentido donás.

- Cuando un niño la agarra y la guarda y sale corriendo para su casa, a mí me gusta porque yo era un niño de esos. Lo hago cuando cambio pelotas de la escuelita y dejo las que están más usadas cuando paso por Los Céspedes de Manga, Jardines del Hipódromo. Si hay dos, tiro dos porque si no se van a pelear.

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A la vuelta, Paco le preguntó dónde quería jugar, asumiendo que el cuadro de destino sería Danubio. A pesar de ser hincha de Peñarol y que Nacional no ganara el campeonato hacía cuatro años, logró meter a Rubén en el cuadro del que había sido hincha toda su vida.

El primer año en el que Ruben estuvo ahí, no pudieron romper con el quinqueño de Peñarol. Enseguida apareció la figura de Hugo de León como director técnico de Nacional que rearmó un equipo que logró romper con el sextenio.

Pero la gloria no vino solamente por los clásicos, Nacional cumplía cien años y Rubén Sosa había sido elegido capitán. "Era todo alegría porque me sentía un hincha en la cancha y así fue todo, muy lindo", dice. Era cierto, Rubén festejaba los goles de Nacional no como un jugador, sino como un hincha.

Se pintó el pelo de los colores de Nacional, puso una botella de champagne en el corner, una torta atrás del arco y, como él era capitán, todos sus compañeros lo seguían en el festejo. Y como había ambiente para divertirse, llamó al presidente de aquel entonces, Julio María Sanguinetti, para pedirle para bajar en helicóptero en el Estadio Centenario. "Yo sé que usted es manya, pero sería lindo para el fútbol uruguayo, para que lo vean por todos lados", le dijo. El Presidente no lo habilitó, pero de todas formas bajaron de una limosina.

En 1998, un año después de entrar a Nacional, Ruben Sosa salió goleador del Campeonato Uruguayo. En 1999 también lo hizo, pero de la Copa Libertadores.

En 2001 apareció un hombre chino en un entrenamiento de Nacional y empezó a decir "¡Sosá!". Ese mismo hombre lo citó al hotel en el que se estaba quedando para hacerle una oferta para jugar en el Shanghái Shenhua. La oferta era buena, así que arregló con su mujer que él jugaría cinco meses en la ciudad de Shanghai, uno en Uruguay por el Mundial del 2001 y otros cinco más en China. En el medio, agarrarían las vacaciones de Julio de sus hijas e irían a visitarlo un mes. En Montevideo nació Ángela, su hija más chica.

En China, el fútbol "era como de mentira porque corrían muchísimo, vivían en el gimnasio. A mí me decían que pateara un centro, pero para ellos era como ser atletas de las Olimpíadas". Al poco tiempo de haber llegado, Rubén ya contaba con un traductor al que apodó Carlos porque no podía entender su nombre real. Carlos traducía lo que decía el entrenador a Rubén, a un brasilero y a un hondureño que también eran parte del equipo.

Hubo un partido que Carlos dijo que era amistoso. A Ruben le pareció raro que se llenara tanto y más raro le pareció que, cuando con el brasilero hicieron una jugada y metió un gol, todos los compañeros lo fueron a abrazar.

Cuando terminó el partido le preguntó a Carlos qué era lo que habían ganado y él le contestó que la Súper Copa, el campeonato más importante de fútbol en China. El premio por partido ganado, en China, venía en efectivo en una valija. Así que para ponerla en el banco, Ruben pedía que lo acompañara la seguridad del hotel.

En 2003, Ruben volvió a Nacional y estuvo ahí todo un año. Con una rodilla ya en muy mal estado, le ofrecieron quedarse como ayudante del equipo técnico en Nacional y esa idea le gustó. Seguía siendo parte del equipo, solamente había cambiado su ubicación.

 

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- Viajás casi todos los años a Estados Unidos, ¿por qué?

- He ido cinco veces a Carolina del Norte, a la Universidad de Duke.

- ¿Qué hacés ahí?

- Conocí a un amigo en Miami, porque yo hacía veranos de escuelita de niños en Miami. Me dijo que tenía un amigo en Duke que me ofrecía ir a enseñar porque lleva 6 o 7 entrenadores. Yo entreno definición así que voy siempre. En verano van de todas partes de Estados Unidos para entrenarse y quedarse en la universidad.

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En 2005 le dedicó su último año de fútbol profesional a Racing. Se había comprado una moto alemana vieja e iba en ella hasta el entrenamiento. Ese año, Racing estaba en la B e intentaron subirlo a la A, pero no hubo caso. También jugó en un club chico del Interior, Juventud Melilla. Ahí iba a jugar los domingos, a dar una mano y a comer un asado después. Cuando le preguntaban cuánto quería de dinero, Ruben decía que nada y, si querían darle algo, que lo repartieran entre los jugadores del equipo. Eso sí, empezaron a llevarle fruta o verdura los domingos al partido para que se llevara a su casa.

Después de pasar por aquella cancha de pasto y barro con alambrados, decidió dejar de jugar al fútbol definitivamente. Pero empezó a ver jugar a otros.

Aunque iba de mañana a Nacional y entrenaba a los delanteros en la cancha, le faltaba alguna otra actividad con la que completar su día. Y empezó a enseñar en la Scuola Italiana como entrenador de fútbol.

Más adelante, vino Alegría Alegría, la escuelita de baby fútbol de Rubén. Empezó en las canchas detrás del Portones con niños de cuatro a doce años y ahora tiene dos. Una, los sábados en Atlántida y, otra, martes y jueves en Propios.

Por esos años nació Nicolás, el único hijo varón de Ruben. A él lo tuvo con Carolina, ya separado de Ana hacía algún tiempo.

Carlos Salsamendi, hincha de Nacional, decidió llevar a su hijo a la escuelita de fútbol. "Todos llevábamos a los hijos, pero íbamos a ver a Ruben", dijo. Para explicarle a su hijo quién era el que le estaba enseñando a jugar al fútbol le mostró videos viejos de Ruben pateando al arco y le agregó, " es como que te esté enseñando a jugar Suárez".

En 2015, Ruben Sosa publicó una autobiografía con la Editorial Planeta llamada "Ruben Sosa, El Principito: una vida consagrada el fútbol con alegría". Y es cierto, Ruben Sosa es, para el fútbol uruguayo, mucha alegría. Confiesa que le hubiera gustado que también lo tradujeran al italiano.

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- Mis hijos no pueden tener la heladera vacía. Capaz que no les compro un vestido o voy al shopping y gasto una fortuna, pero tienen que tener la heladera llena, comida siempre van a tener.

Entonces, Cecilia nació en Zaragoza, Pilar nació en Roma, Isabel en Como y Ángela y Nicolás en Montevideo. "Mis hijos son lo más grande que tengo", dice Ruben. Hoy vive en dos casas, una que también es la casa de Ana y sus cuatro hijas, donde Ruben vive en la parte de atrás y conviven como amigos. En la otra, en Malvín, viven Nicolás y su madre.

En alguna de esas dos tiene guardada su colección de camisetas que, a esta altura, ocupan cuatro valijas.

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- Ruben, ¿cuál fue el día más feliz de tu vida?

- Cuando agarré la pelota de fútbol a los cinco años. Mi primer regalo fue la pelota y, después, no paré. Éramos once hermanos y siempre nos enloquecimos por jugar al fútbol.