Por The New York Times | Rory Smith
A lo largo de los años, hubo tres historias para explicar cómo fue que el oleaje llevó a Roman Abramovich al Chelsea. Ahora, cada una es una especie de cápsula del tiempo, una reliquia de un periodo específico determinado por datación de carbono que captura en ámbar cada una de las etapas de nuestro entendimiento sobre la transformación precisa del fútbol.
La primera se afianzó inmediatamente después de que Abramovich compró el Chelsea. Era ligera, confusa, un tanto romántica. Cuenta la leyenda que Abramovich había estado en el Old Trafford la noche de 2003 en la que los aficionados del Manchester United se pusieron de pie para aplaudir al unísono al gran delantero brasileño Ronaldo cuando eliminó a su equipo de la Liga de Campeones.
Se decía que Abramovich había quedado tan embelesado que ahí mismo decidió que quería un pedazo del fútbol inglés. Consideró al Arsenal y al Tottenham, pero se decidió por el Chelsea, un equipo bohemio y glamuroso que estaba apenas por debajo de la élite de la Liga Premier. Se había enamorado de una manera tan rabiosa e impetuosa que compró el club en poco más de un fin de semana.
Y, en aquel entonces, con eso casi bastaba. Era absurda y extraña la idea de que este enigma de una riqueza inimaginable de pronto descendiera en el Chelsea, prodigando cientos de millones de dólares en fichas de transferencia como si no fuera nada. Sin embargo, también era halagador en esos primeros días de Londresgrado, de Moscú en el Támesis, cuando las casas con fachadas de estuco de las calles más lujosas de la capital se estaban llenando de oligarcas rusos y las escuelas más finas del país se estaban atestando con sus hijos.
Todo eso hablaba no solo del enfoque de no intervencionismo del Reino Unido de Tony Blair —venga uno, vengan todos, siempre y cuando puedan pagar el precio del boleto—, sino también del ego del país en general y de la Liga Premier en particular.
Los jóvenes plutócratas de Rusia tenían más dinero que Creso, más dinero que Dios, dinero que podía comprar lo que quisieran. Y, al parecer, querían más que nada ser británicos. Abramovich tenía tantas ganas de ser británico que había comprado un equipo de fútbol, un juguete en la supuesta mejor liga del mundo. Su dinero agregó un poco de sazón, una pizca de glamur, al infinito dramatismo mareador de la Liga Premier; su dinero sirvió para que el gran proyecto inglés de poder suave fuera un poco más seductor.
Habían pasado solo unos cuantos años cuando surgió la segunda historia, después del encarcelamiento de Mijaíl Jodorkovski y el envenenamiento de Alexander Litvinenko. Se planteó la idea de que Abramovich tal vez no se había enamorado del fútbol o, más bien, no solo se había enamorado del fútbol. Tal vez sí tenía un motivo oculto. Después de todo, el Chelsea no solo le dio acceso a los niveles más altos de la sociedad británica, sino que también le dio un perfil, fama.
No parecía deleitarse en particular —“Un día me olvidarán”, dijo en una de las raras entrevistas que otorgó desde su llegada a Inglaterra—, pero parecía preparado para creer que era un precio que valía la pena pagar. Ser un oligarca era un negocio peligroso. Tal vez, el Chelsea era la seguridad de Abramovich contra las mareas cambiantes en el Kremlin.
Esa fue la historia que nos contamos cuando el Chelsea pasó de usurpador a institución; el club que en un inicio inspiró la idea de acabar con la riqueza arribista de pronto se reestructuraba como uno de sus principales defensores. Fue la historia que se afianzó mientras el Chelsea acumulaba títulos de la Liga Premier, mientras conquistaba Europa no una, sino dos veces: ese fútbol fue el santuario, la marca definitiva de aceptación.
En realidad, no fue sino hasta que otros empezaron a adoptar el manual de Abramovich que se cuestionó la narrativa. Primero uno y luego dos equipos de la Liga Premier cayeron bajo el patrocinio de Estados nación o entidades tan vinculadas a un Estado nación que puede ser difícil ver la diferencia a menos que de verdad, pero de verdad, quieras fijarte bien. La idea del blanqueamiento en el deporte se filtró en la conversación. Se afianzó la idea de que el fútbol se estaba usando. Los posibles motivos de Abramovich se reconsideraron.
Y luego, el jueves, vimos por primera vez —claro como el agua— cuál había sido el propósito de todo, la historia en su forma verdadera y sin adornos. Durante dos semanas, el gobierno británico había coqueteado con aplicarle sanciones a Abramovich, tal vez no el más rico, ni siquiera el más poderoso, pero por mucho el de más alto perfil de toda la casta de oligarcas, el rostro de la oligarquía en Occidente.
Resulta que durante una gran parte de esas dos semanas se había buscado una manera para garantizar que el Chelsea pudiera seguir funcionando, de una forma más o menos normal, cuando se congelaran los otros activos de Abramovich. Los jugadores, el personal y los aficionados —en especial los aficionados— no deben sufrir, señaló el gobierno. Unas horas antes, la artillería rusa había bombardeado un hospital de maternidad en Mariupol, Ucrania. Sin embargo, el gobierno fue claro: la santidad de la Liga Premier no podía mancharse.
Al parecer, ese fue el propósito todo el tiempo. Es probable que Abramovich valorara el perfil que le brindó ser el dueño del Chelsea. Sin duda parecía deleitarse con el deporte.
No obstante, había llegado al fútbol porque este lo involucró con la sociedad británica de una manera que la propiedad de cualquier otro negocio simplemente no lo habría hecho. A ninguno de los otros oligarcas que han sido sancionados se le ha dado una “licencia” a la medida para continuar operando uno de sus negocios. Después de todo, no se supone que la sanciones funcionen así. Se necesitaron diecinueve años y la muerte de miles de ucranianos para que nos diéramos cuenta de eso, para ver el mundo como era. Los clubes enfrentan un ajuste de cuentas. No solo los equipos que son propiedad de principillos, Estados nación o políticos, sino también los que no lo son. No es solo la promesa de los elevados contratos por los derechos de televisión lo que ha atraído a los inversionistas “aceptables” al fútbol, a los grupos de capital de inversión, a los fondos de cobertura y a los especuladores de Wall Street. No se han enamorado más del juego que Abramovich.
Todos ellos han entrado para luego salirse, en algún momento futuro, cuando hayan logrado que sus clubes sean lo más rentables posible, cuando haya la posibilidad de un rendimiento lucrativo. Y, a pesar de todo, de pronto se topan con que su lista de compradores potenciales es limitada. Catar, Abu Dabi, Arabia Saudita: todos ellos tienen sus clubes ahora. El gran aluvión de efectivo de China terminó hace años, como lo puede atestiguar el Inter de Milán. Ahora, el dinero ruso también queda descartado.
Claro está que no hay una escasez de ricos, poderosos o especuladores, incluso con esos mercados cerrados y acordonados. Sin embargo, los que quedan son un tipo distinto de comprador: son otras firmas de capital de inversión, otros fondos de cobertura, otros tipos de Wall Street y Silicon Valley. Casi en su totalidad, son los que quieren obtener ganancias. No quieren ser los que compran en la parte más alta del mercado. No ganaron su dinero por inocentes.
Quizás eso parezca un poco difuso, un poco teórico, pero tiene consecuencias reales. Significa revaluar cuánto se puede ganar y el tamaño del pago. A su vez, eso implica alterar la ecuación de cuánto vale la pena invertir. El cambio no será inmediato, de la noche a la mañana, drástico. Pero, bien que mal, será un cambio.
Ese será el principal legado de Abramovich, el impacto duradero de la era que él inició con lo que parecía un capricho y que terminó, en el espacio de un par de semanas, en medio de una guerra. La era del fútbol de los oligarcas ha terminado. Esta vez, no puede haber ninguna excusa para no entender en qué se ha convertido el juego. Tenemos claridad sobre eso. Hacia dónde se dirigirá ahora sigue en duda.