Por Agustina Lombardi
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Rodolfo Arotxarena insiste: “El protagonismo es de la obra”. Por eso no habrá imágenes del artista, aunque sí de su arte: “Caudillos y silencios”. Retratos y paisajes al óleo. Son 55 piezas que colgarán de las paredes del Museo Nacional de Artes Visuales entre el 2 de junio y el 6 de agosto. Su primera exposición en 20 años es una invitación personal del ministro de Educación y Cultura, que lo sedujo para mostrar al público los paisanos, milicos, gauchos y también los campos orientales. A los 64 años asume esta faceta “más personal” que el dibujo, que fue su medio de vida al menos durante los 42 años que trabajó en El País. Por eso no ahondará sobre el caricaturista, sí sobre el pintor. Esta es una oportunidad para conocerlo.
¿Cómo ha sido tu vínculo con la pintura?
Siempre fue una relación diferente a la que tenía con lo que me ganaba la vida, que era concretamente el dibujo de prensa, la caricatura. Fue distinta más allá de mi pasión por lo que significaba el hecho de trabajar en prensa. Soy un vocacional. Me interesa todo lo que pasa en mi entorno, una sociedad hiperpolitizada que no ha estado exenta de lo que ha pasado en la región y, quizá, en algunas partes del mundo. A mí me interesó siempre lo de acá, porque soy sapo de este pozo. La política local, el candombe, el tango.
Hoy, a la luz del tiempo, me doy cuenta de que si hubiera seguido haciendo lo que hacía, iba a envejecer haciendo eso, iba a terminar siendo el dibujante del diario.
En el año 83, cuando fui invitado a Estados Unidos, colegas me preguntaban si, aparte de lo que hacía, estaba haciendo algo para mí. De vez en cuando me echaba alguna pintura cuando tenía tiempo para hacerla. La pintura, si se quiere, oficiaba como amante, mientras que la caricatura y el dibujo, de esposa, porque había que estar ahí. De alguna manera, eso me permitió irme desarrollando. Pinté muchos más cuadros de los que voy a exponer, pero también quemé. Destruí una cantidad de cuadros.
¿Por qué?
Pintaba y después me daba cuenta de que me daba placer pintarlos, pero, cuando los miraba, me preguntaba qué sentido tenía que pintara eso si yo no tenía ninguna relación de carácter que me uniera con eso. Es decir, era la exaltación de un momento. No había conexión íntima. Pasó el tiempo y todo ese trabajo de laboratorio no lo mostré. ¿Mostrar una cosa que estaba en proceso? Ahí me empecé a meter aún más adentro de mí, en los años 90, a buscar donde yo veía que había una conexión que me interesaba.
¿Qué te interesaba?
Siempre me manejé en lo figurativo. Tuve una época, muy breve, en la que trabajé con áreas abstractas,
pero lo abstracto no es una cosa que me emocione. No conecto. Puedo decir: qué
lindo, cromáticamente está bien. Pero es un lenguaje que no. Estoy operado de
abstracción. En cambio, con lo figurativo me siento un poco
más desafiado. Por ahí seguí el camino.
Si le llevo un cuadro abstracto o constructivo a un paisano que esté en Tupambaé o en Sauce y le muestro eso, el paisano va a mirar y puede tener la delicadeza de decirme: “Mire usted”. Y queda ahí. Pero si yo le llevo una cosa figurativa, como lo que pinto ahora, cuando lo mira dice: “Ah, es fulano”. Es decir, conecta, porque hay una relación [con la realidad]. No es lo mismo mostrarle un cuadro de Ernesto Larroche o de Cúneo o de Blanes a un paisano, que mostrarle un cuadro de Torres García. Y estamos hablando de artistas consagrados. Pero yo estoy operado de lo abstracto. Como decía una parienta cuando le dieron un plato de comida: “Muy rico pero no me gusta”. Me pasó eso: empecé a pintar a mi aire.
Reconociste qué te gustaba pintar.
Ir encontrando tu trillo es una cosa muy rara. Cuando encontrás tu lugar, se ahonda el camino. Pero cuando no lo encontrás, estás lombriceando; te metés, salís, pegás un giro. Esa es mi experiencia, yo no sé los demás. Hace tiempo que me ocupo solo de mi cabeza.
¿Fue en los 90 cuando conectaste con la pintura como medio de expresión?
Sí, finales de los 90. Mirá qué curioso: fue posterior a haber andado mucho por el interior de este país. Recorrí todos los departamentos, hablé con mucha gente. Confirmé intuiciones que tenía. De alguna manera, me manejé con la actividad plástica que me toca hacer de manera empírica. Y eso tiene que ver con algo que también tenía como dibujante: lo intuitivo, lo que viene de la tripas. A veces podés conversar con tu cabeza, pero las tripas son algo maravilloso, es parte de lo interior y además está muy cerca de lo que es bravísimo, que es el caracú, el llegar adentro, a la médula. Y cuando las tripas te dicen algo, ahí hay que estar atento. Me pasó eso.
¿Qué hacías recorriendo el país?
En esa época me encargué de ser el coordinador de un proyecto que llevé a los dueños de El País, una gira que se llamaba El País en el país, y llevaba a gente a dar charlas y conferencias durante una semana en cada localidad. Había un elenco de pesos pesados: Eduardo Fernández, Nelson Bayardo, Raúl Barbero, Carlos Maggi, Taco Larreta. Complementábamos con teatro para niños, conciertos de guitarra… Yo llevaba mis dibujos. Era todo un asunto. Me permitió tener una relación de mano a mano con la gente. Eso me interesó mucho, porque hay dos países. Una cosa es la cabeza citadina y otra cosa es la cabeza de la gente de adentro.
Entonces, no es casual la temática de tus cuadros.
Bueno, mi padre era de Durazno, lugar donde hice mi primera muestra de pintura. Y mi madre era de Cerro Largo. Entonces, si bien yo nací en Montevideo, también fui criado con mucha cosa vinculada a la mejor tradición oriental. Mis padres tenían un taller en el que hacían camisas y, como era de afuera, mi padre hablaba de usar la bombacha oriental, que es distinta a la bombacha porteña. A mí todo eso me paraba la oreja.
Iba para afuera, a veces a Durazno… Recuerdo de joven que me bañaba en el Yí y uno de los primeros lugares por donde caminé arriba de las remolachas azucareras fue por el Cerro del Verdún, en Lavalleja. Y de mozo, de jovencito, íbamos con un amigo al campo La Gloria, donde fui absorbiendo un montón de cosas. El temperamento. Una raíz muy profunda, que sigue estando. Más allá de todo el avance que hay, de celulares y esas cosas.
Antes de los 90, ¿pintabas caudillos?
No. Además, aclaro que le puse “Caudillos” porque el nombre me parecía fuerte. No quería ponerle gauchos. Estos son retratos que tienen que ver con las montoneras gauchas de las divisas, propiamente. Son seres imaginarios que salen de mi cabeza, que no tienen nombre ni apellido; son los paisanos de a pie que formaban parte de esas montoneras, que salían y peleaban, iban para adelante. Tampoco tenían muy claro a santo de qué.
Antes había ensayado pintar, por supuesto. Alguna caricatura; [se da vuelta] esta de Churchill la pinté muy jovencito. [El cuadro posa colgado detrás de su autor, que está sentado entre lienzos encuadrados y envueltos, apoyados en el piso y en repisas]. Pero no me interesaba seguir con ese tema, no lo veía como un fin. Lo he dicho muchas veces: la caricatura para mí no era un fin en sí mismo. Era un medio de vida apasionante.
¿Qué observabas, concretamente, en tus visitas al interior?
Todo. Los junaba bien. Una de las cosas que todavía está, sobre todo que se ve en algunos veteranos —ahora quedan muy pocos porque, claro, el veterano soy yo— es la mirada taciturna… y un empaque… Muchos de ellos eran baqueanos, bichos de monte, verdaderos conocedores de mucho detalle. Eso me ató mucho a la sabiduría de mi vieja. De chico me hablaba mucho de por qué determinado pájaro cantaba cuando estaba anunciando que se terminaba la lluvia; cuestiones que acá, en la ciudad, no.
O lo que era ver el cielo. Es completamente distinto cómo se ve en la ciudad, porque la inmensidad cósmica en el campo es extraordinaria. Tirarse en el pasto a mirar esa bóveda, fumarse un cigarrito ahí, en esa época, era fabuloso. Te hace reflexionar sobre un montón de cosas. Yo miraba eso y me sentía muy consustanciado; lo mismo con el ganado. Vi gente alambrar en verano de noche, con la luz de la luna. Eran tipos con manos que parecían unas tenazas; los dedos como chorizos. Esos personajes, con ese empaque, que aparecían de golpe, que no los veías llegar. Era una mezcla de tranquilidad, porque estaba el hombre que sabía, y una intriga misteriosa.
Me pasó lo mismo con algo que puse en alguna de las pinturas, los panteones rurales. Me impresionaron siempre. Generalmente están hacia el norte, del río Negro para arriba. Son construcciones sumamente misteriosas, que aparecen de golpe, como los paisanos esos. Uno salía a recorrer y veía que se recortaba una cosa, que no se sabía si era un puesto, si era una tapera. Y los campos santos, los cementerios abandonados; tienen un carácter, son maravillosos. Todo eso me removió. Por esa gente siempre tuve un particular… cómo decirlo… respeto. Onetti decía algunas cosas con las que yo no estoy muy de acuerdo. Decía: ¿qué hay detrás de un gaucho, dos gauchos, 33 gauchos? No estoy de acuerdo. Creo que ahí hay una esencia de algo que tiene que ver con la patria, porque la patria se hizo con sangre, y el Estado con leyes. Es muy distinta la cosa. Tuvo que aparecer una cabeza como la del viejo Batlle para ordenar, porque no se andaban con chiquitas estos chinos; si tenían que degollar, degollaban. Era un país que estaba con dolores de parto. Me hizo pensar: ¿quién había tratado de rescatar esa gesta que no fuera solamente la gesta oficial ya conocida? Lavalleja, Oribe, Rivera, Artigas. Salir con los de a pie entrado el final del XIX. Me interesaron esos personajes.
Lo que te removió, emocionó y atrajo, ¿fue un acercamiento a la noción de patria?
Emoción no te quepan dudas. La emoción a mí es una cosa que se me ha acentuado; con una película, un plato de comida bien hecho, un asado bien hecho. Es mi raíz, pero cuando hablo de patria… la palabra patria y la palabra pueblo han sido muy vilipendiadas, muy manoseadas; es como que la palabra no se dimensiona bien.
¿Es necesario aclarar el concepto?
Creo que el lector entiende, pero me parece que tiene que ver con los huesos de nuestros antepasados; del viejo, del abuelo, del tatarabuelo. Ahí hay un asunto.
Y en estos 20 años, desde la última vez que expusiste, ¿cambió tu relación con la pintura?
Después de que parí los caudillos quedé un tiempo como vacío. Me había quedado agotado con eso. Empecé a pintar los silencios, que son paisajes. Los caudillos son gauchos y los silencios son paisajes. Me interesé en tratar de dar mi visión de la desolación que era el ámbito donde se movía esa gente.
Tengo algunas anécdotas un poco graciosas de cosas que dispararon dentro de mí la posibilidad de adentrarme en algo que no fuera el fenómeno concreto de lo figurativo de hacer el paisano. En la muestra que hice en Durazno un tipo vino y me dijo: “¿Me puedo sacar una foto con mi abuelo?”. Le dije: “Tráigalo”. Insistía: “Mi abuelo está en un retrato”. Me quedé pensando, porque eran anónimos, personajes que yo saqué de mi cabeza. El tipo se convenció y se sacó una foto al lado de él y me dijo cómo se llamaba. Y se fue feliz. Estaba convencido. Una mujer que fue, decía: “Este se llama fulano de tal y tenía un tordillo, me acuerdo”. Me impresionó mucho, pero con los paisajes es a la inversa. Ahí me pasó que yo publiqué unos en Instagram y una persona me preguntó por qué no hacía algo un poco más animado, más alegre. Y le dije que era un tema de encare, de lo que yo sentía. Porque cuando ves los silencios e intentás extrapolar al hoy, son imágenes y postales muy distintas. Yo no pongo plantaciones de eucaliptus. Justamente, lo que trato es de rescatar ese panteón, la grandeza, el horizonte enorme, los cielos.
¿Cómo fue la invitación del ministro de Educación y Cultura, Pablo da Silveira?
Insólita, inesperada, absolutamente inesperada. Me convocó y me preguntó cuándo iba a exponer en el museo. Le dije que nunca. Y me dijo que yo estaba equivocado, que había que hacer esa muestra, que quería hacerla. Yo le pedí garantías. Esta muestra se agendó hace dos años. Y como yo soy bastante impertinente con respecto a las agendas… insoportable, lo acepto, me conozco muy bien. Soy exigente y sabía que iba a tener problemas porque la exigencia es algo que acá está muy mal mirada. Acá no camina. Acá es todo lento, muy leeento. Lento y lento… bien despacio. En lo posible un poquito se acelera el trote hacia el final. No estoy acostumbrado a eso, porque desde muy joven ese tipo de actitud la rechacé siempre. Cuando viajé a Alemania, a los 21, me di cuenta de que había otro ritmo para proyectarse de otra manera. Pero somos latinos, y es difícil.
¿Por qué aceptaste?
Acepté por las garantías que cumplía. No iba a esperar a que viniera ningún director de museo a visitarme para ver qué era lo que yo estaba haciendo. Sabía que no era demasiado habitual que los directores de museo fueran a los talleres de los artistas a ver qué hacían. Por lo tanto, esto es una cosa insólita. Y estoy sumamente agradecido, porque es un depósito de confianza que hace Da Silveira sobre lo que yo puedo mostrarle a la gente. En definitiva, cuando el pintor hace algo, en primer lugar, lo hace porque se le canta; debe pintar lo que se le canta. Cuando ya empieza a transar con pintar para lo que quieren los otros, ahí la cosa se complica. No va conmigo. Entonces, me gustó el desafío. Esperamos estar a la altura.
Ya te habían hecho propuestas para exponer…
Sí, hay cantidad de propuestas, pero hay mucha gente que no entiende nada y que juega con la cultura. Hay gente a la que le queda grande el cargo, es más grande la investidura que la persona. Acá cualquier pretexto es válido para preguntar “¿cuándo hacés una exposición?”, como quien dice “¿cuándo hacés un bizcochuelo?”.
¿Qué dice “Caudillos y silencios”?
En definitiva, la muestra, por más de que esté compuesta por dos series, tiene una unidad, que tiene que ver con algo que es muy esencial nuestro. Cuando digo esencial no solo me refiero al tiempo de hoy, sino a un tiempo que fue el que hizo el sedimento del hoy. Nada prende de ajo. Lo que pasó no se arranca así nomás. Creo que la cabeza y la modalidad que tenemos en muchos aspectos es producto de lo que han hecho con nosotros; me refiero a que uno es como es, pero también tiene que ver qué hicieron con nosotros. Nos formaron, nos transfirieron conocimiento, dudas, miedos, felicidades, estados anímicos. Este no es un país solamente de gente que bajó de los barcos. Hay que andar, recorrer un poquito y ver. Lo veo en mi entorno, lo veo con mucha gente. Hay una raíz. ¿De dónde viene el porongo para tomar mate o el poner el asado en el asador? Eso no viene de España ni de Italia.
Entonces, quizás la pregunta sea: ¿qué ves de nosotros hoy que viene de esa esencia?
El comportamiento que subyace, lo que está atrás. Hay mucha cuestión enmascarada. Hay una cosa que ha ganado mucho terreno, desgraciadamente, y no me estoy refiriendo a la tecnología, sino a desdibujar la cultura; es decir, abaratar la cultura. Yo percibo que se ha abaratado la cultura. Hay un pánico con la palabra tradición. Los ingleses, por ejemplo, que tienen toda la liturgia de su monarquía —que no voy a calificar porque no soy monárquico ni soy inglés—, ellos la sienten mucho. Yo creo que es muy respetado eso; es una cosa que hace a la esencia del país. Tengo una gran admiración por Argentina, no en lo político de la pobredumbre de hoy —es una bosta lo que está viviendo Argentina—; yo estoy diciendo lo que tiene que ver con la patria grande. Como decía Vázquez Franco: Uruguay es una provincia amputada. Nosotros tenemos una cantidad de elementos. El tango, ¿a alguien se le ocurre que puede llegar a ser chino? De ninguna manera, es de una región. El Río de la Plata está embebido en eso. El gaucho y su comportamiento: somos eso. Yo pinté lo que tenía que ver con este lado del Plata, pero podría invertir perfectamente: en vez de ser blancos y colorados, podrían ser unitarios y federales. Pero no tengo nada que ver con Kirchner, ni con el peronismo. ¿Qué tengo que ver? No me interesa. ¿Qué voy a pintar de ahí?
La palabra “silencio” denota un estado de ánimo. A nivel pictórico: lo grisáceo, lo opaco, lo sobrio. ¿Por qué se ven así tus silencios?
Creo que una cosa importante que tenemos en este lado del Plata son los tonos asordinados. Esos tonos grises, de ocres apastelados, bajos. Creo que tenemos que ver con eso. No somos el Caribe, no somos Brasil. Tampoco somos la cadena andina. Hay otro asunto. Además, creo que tiene que ver con lo psíquico de cómo somos acá. Me da la sensación de que la psicología que tenemos en el Río de la Plata está vinculada al clima. Porque de repente hace un día estupendo y la relación humana que tenemos con alguien es luminosa y fabulosa, pero se entra a nublar, una tormenta, y la relación termina complicada.
Salvo unas pocas obras, casi todos los caudillos son retratos. ¿A qué se debe eso?
Quedé de alguna manera siempre prendado a lo que es la topografía del rostro. Creo que esos semblantes dicen cosas; esos ojos que parece que no están, pero están las miradas, como bichitos de monte que te miran. No ves bien cómo es la cosa. A través de mi obra he tratado de dar lo que he sentido.
En los “Caudillos” se cuelan mujeres y hombres de traje y corbata.
Las chinas cuarteleras tenían mucho que ver, y las que no eran cuarteleras estaban en la línea de batalla, siempre asistiendo allí a los paisanos en sus urgencias. Eran mujeres gauchas. Por ejemplo, El combate de la tapera, de Eduardo Acevedo, formidable, es un cuento corto que habla de la Cata. O la Padilla, una mujer a la que le cantó Zitarrosa en una canción muy graciosa. Y después estaban los caudillos de ciudad, los dotores, sin la “c”. En una época se decía: “¿Y qué dice el dotor?”. Son dos cosas: la ciudad y la pesada que estaba afuera, dos vidas distintas.
¿Qué implica revisitar la figura del caudillo hoy?
El caudillo es algo que hoy en día está muy mal mirado, porque se toma como caudillo a cada bicho que… Dios me libre. Si el caudillo se llama Franco… ¿qué querés que te diga? Chau. Si se llama Fidel Castro, rajá. El viejo Herrera [Luis Alberto] no tuvo nada que ver con tipos siniestros. Herrera fue caudillo y Mujica también, porque han estado involucrados con armas y tienen una cabeza que es superior a los de su raza, a los de su clase. Tenían capacidad de arrear gente. Wilson Ferreira fue líder; lo quisieron hacer caudillo, pero el caudillo es otra cosa. Wilson fue líder, un gran líder. El caudillo tiene una relación muy ligada a lo más bajo de la extracción social. Eran tipos que por algo llegaron; no llegaron por un populismo barato, eso es una mentira.
En un encuentro organizado por el semanario Búsqueda comentaste que te importa “rescatar la esencia de lo que somos”.
Sí, es inherente a mí. Si no, no hubiera dibujado por tantos años a todos los gobiernos que me tocó ver. Es una manera, también, de comunicarme y de mostrar subliminalmente, a través de mi pintura, ciertas cosas que están y que subyacen. Hay veces que uno se tiene que cuestionar qué somos como nación y como país. Es una gran intriga. Somos muy provincianos, y no me parece mal. Me parece peor creernos cosas que no somos. Me da un poco de vergüenza esa excesiva autoestima, elevada e infundada.
¿Ves eso hoy?
Es monstruoso. Acá, si hay algo que no veo, es humildad. Es una falsa humildad; eso a mí me desacomoda.
Oscar Larroca, curador de la muestra, te describe como “Arotxa pintor” justamente por esta faceta nueva para el público. ¿Lo sentís así?
Nuevo en el sentido de que, en su mayoría, la gente me tiene asociado con otra cosa. Pero lo que importa acá no es el medio que desarrolla, si pinta, dibuja o esculpe. Sí, sin duda para mucha gente es una novedad, y así lo comparto. Es nuevo. Es una nueva vertiente, es decir: muere el caricaturista y nace el pintor. Yo qué sé, ponele.
¿Qué te ha dado la pintura que no te haya dado el dibujo?
Una gran libertad y una gran paz conmigo. Estoy en paz con lo que hago.
Por Agustina Lombardi
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