Fotos: Javier Noceti / @javier.noceti
Desde que a los 5 años, en un cine de Treinta y Tres, vio a Johnny Weissmuller pegando el alarido de Tarzán y nadando con destreza rodeado de animales, quedó embelesado. En ese momento quería ser “el rey de la selva”, claro, pero ya en la escuela cuando le preguntaban qué quería ser cuando fuera grande, José Eduardo contestaba “artista”. Más que actor, artista.
Ya grande engañó a sus padres con que estaba recorriendo el camino universitario para ser escribano, cuando en realidad se había zambullido en las clases de actuación. Vivió en una pensión ayudado por su amigo Alfredo Zitarrosa, dejó el país para exiliarse en Cuba en los años duros del golpe, y volvió para hacer teatro y marcar una época en televisión, lo que le permitió vivir algo más holgadamente. Integró el elenco de Telecataplum y luego el de Plop!, y todavía reivindica ese humor blanco tan nuestro.
Pepe Vázquez —nadie lo llama José ni Eduardo— se retira de los escenarios y aprovecha una obra de su amado Beckett para eso (La última grabación de Krapp en la sala Delmira Agustini del Teatro Solís, los días 18, 19, 20, 21, 25, 26, 27 y 28 de mayo), mientras la memoria todavía acompaña.
La charla en el living de su casona de la Ciudad Vieja fue una oportunidad para dejarlo hablar. Y recordar, ese ejercicio tan frecuente y esperable en personas añosas. Es normal que Vázquez comience a responder y se vaya por las ramas (como Tarzán). Son respuestas sazonadas por anécdotas que a él mismo le resultan graciosas. Tanto que se pone a reír y las sigue contando, mientras ríe.
Y se va de Treinta y Tres a la pensión montevideana con Alfredo, de ahí a su exilio en Cuba para ver de cerca la revolución, su trabajo en Costa Rica actuando para empresarios bananeros y para obreros machete en mano, y de ahí de vuelta al país para repasar sus años de TV y su amor incondicional a su admirada Imilce Viñas, fallecida en 2009 producto de un fallo hepático provocado por un cáncer de hígado.
He aquí una entrevista deliciosamente anárquica, donde se le fue permitido a Vázquez (83) irse a donde lo lleven sus recuerdos, para luego volver (aunque rezongó dos veces al periodista por querer encausar la conversación). Prefirió, durante 75 minutos, seguir recordando con dulzura y compromiso.
“La Comedia Nacional iba más de una vez a recorrer el país. Y los actores se quedaban unos días en cada ciudad. Y yo me acuerdo de ver a [Alberto] Candeau, [Enrique] Guarnero, China Zorrilla, caminando o en los cafés. Yo estaba en el liceo”
¿Cuántos amantes de la cultura saben que te llamás José Eduardo?
¡No lo sé! Salí, como dice la canción, “por las piernas de mi madre y al Uruguay me enredé”. Desde chiquito era Pepito, Pepito, a mi padre le decían Pepe. Cuando chico era Pepito, después en el liceo, cuando ya era un hombrecito, ya era Pepe. Después, en el teatro, un amigo muy cercano me decía “el gordo Pepe”. Cuando empecé en teatro, al principio me puse José Eduardo, por mis padres sobre todo. Y cuando estábamos por hacer ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, Taco Larreta me dijo: “¿Te querés ganar unos pesos? Vení”. Era para hacer al apunte y tenías que poner la música con el vinilo, calculando el surco con la mano. Y el día que fuimos a buscar los programas me dijo: “Mirá que te puse Pepe, dejate de hinchar, vos sos Pepe”. Y ya fui Pepe para toda la vida.
A los 5 años viste a Johnny Weismuller interpretando a Tarzán en el cine. ¿Ahí, quizás, se despertó una vocación?
¡Yo quería ser como ese tipo! Cuando lo vi, quería nadar así. He sido un buen nadador, nadaba muy bien, me entrené en la ACJ. A los 5 años yo soñaba con tener elefantes a mi dominio, pegar unos alaridos y nadar, como Tarzán. Mi madre era maestra rural, se dedicó a los hijos, porque el viejo no quería que ella trabajara. Ella me despertó el gusto por la lectura. Cuando estaba en sexto de escuela, ya había empezado a leer por mi cuenta lo que iba a empezar a leer de literatura en el liceo. Mi padre me hacía recitar el Martín Fierro, le encantaba. Y mi madre leía poesía, en el garaje de casa hacían funciones con mi hermana. Esa inquietud iba por el lado de los Da Rosa, yo soy primo hermano de Julio César, el escritor. Y vivíamos en la misma manzana, en Treinta y Tres.
Pero eras solo un niño, pequeño. ¿Cuándo te picó realmente el bichito de la actuación?
Yo no me daba cuenta, tan chiquito, que quería ser actor. Cuando alguna doña me preguntaba qué quería ser cuando fuera grande, yo decía “artista”. Y después, siempre estaba actuando en las obras que representábamos a fin de año. Íbamos a la arrocera de Treinta y Tres, y actuábamos para la gente. Tuve un profesor, un borracho divino, que era un artista. Decía: “Hoy con este día tan lindo, vamos a hablar de arte, y al aire libre”. Nos hacía salir y nos íbamos caminando al río Olimar. Eso me hizo volar, yo soñaba con eso…
¿Con qué?
Con todo eso que te genera la poesía, el arte… Él decía: “Tenemos que dar la Biblia, eso dice el programa”. Pero él nos llevaba cuentos de Mario Benedetti, Los Montevideanos. “Esto tendría que estar en el programa. La Biblia está bien, y Las mil y una noches, pero eso es para mas adelante”. Él nos leyó “Puntero izquierdo”, un cuento de Benedetti. Y uno entendía las cosas bien, de entrada.
Después, a los 13 años, aparece [Marlon] Brando en Nido de ratas. Cuando lo vi actuar a Brando, dije: “¿Qué es esto?”. ¡Faaaa! La figura de Brando sigue dando resultado en grandes actores. Después hizo Un tranvía llamado deseo y El Padrino. La escena en la que muere de un ataque al corazón cuando está jugando con el nieto… la puedo ver mil veces.
Has recordado cuando en Treinta y Tres pudiste ver a la Comedia Nacional y a China Zorrilla haciendo la obra Fin de semana. ¿Te cautivó esa gira de la Comedia al interior?
Puff, mucho. Es que iban más de una vez a recorrer el país. Y los actores se quedaban unos días en cada ciudad. Era lindísimo verlos entrar a los cafés, ponían las mesitas pegadas a la vereda, sobre la calle. Y yo me acuerdo de ver a [Alberto] Candeau, [Enrique] Guarnero, China Zorrilla, caminando o en los cafés. Yo estaba en el liceo, recién empezando. Y el ballet iba también, a mí me encanta ver espectáculos de ballet, iban pianistas, grandes concertistas, violinistas. A mi madre le gustaba mucho escuchar ópera. Luis Batlle tuvo radio Ariel, y transmitía las funciones de la Comedia [Nacional] por radio. Se colocaban bien pegado al escenario y un locutor decía: “La obra se llama tal cosa, el autor es Fulano…”.
Hemos perdido una cosa divina, de burros que somos: los telones, por ser modernos. ¡Mentira! Vas a Broadway o a Londres y hay telón. Vos vas y te sentás, y hay música, es un ambiente alegre. Acá vos te sentás y tenés que cuchichear, no te podés reír, en Broadway vas y hay música, pasan a convidarte con caramelos ya desenvueltos, y si después tenés que llorar, vas a llorar después que se levante el telón. Acá hay una solemnidad…
Tus viejos creían que te habías venido a Montevideo a estudiar Notariado, y, sin embargo, nunca pisaste un aula universitaria. Te habías ido a estudiar teatro.
Fue así: ellos fueron a hablar con uno de los creadores de una sala experimental en Treinta y Tres. Y yo iba, porque tuve un primo hermano, Cristino Da Rosa, hermano de Julio, que fue actor. Y mi tío Juan, bohemio, los dejaba ensayar en su comercio, en la esquina de casa. Mi viejo me mandó a Montevideo a estudiar Preparatorios, lo que ahora es quinto y sexto. Yo era menor de edad. Estudié, fenómeno, y después me inscribí en la universidad, el tiempo fue pasando, pero yo no iba. Cumplí 18 años y empecé a ir a clases de teatro.
¿Y cuándo les dijiste la verdad?
La vida se los hizo saber, jaja. Unos meses después, yo le dije: “Miren, es mentira, yo no salvé ningún examen, porque no los di. Estoy estudiando teatro, que es a lo que me voy a dedicar”. Una hermana lloraba, otra hermana, María, que me llevaba 13 años, siempre me mandaba cartas y me decía: “Hacé solo lo que te dé felicidad”.
Pasó poco tiempo para que Alfredo Zitarrosa te llevara a la pensión que manejaba su madre. Incluso, él te consiguió tu primer empleo: el de vendedor de libros. ¿No es así?
Sí, me daban una lista de posibles clientes para visitar, iba al Banco República, suponete. Y así conocí a Nelson Flores, un hombre de teatro que leía mucho, hice amigos… Yo juntaba plata vendiendo libros y cuando juntaba la plata para pagar la pensión, ya no vendía más, hasta el mes que viene. Me hacían todo el palabrerío de la importancia del vendedor, y muchos años después hice de un vendedor en La muerte de un viajante, de Arthur Miller.
Y Zitarrosa quería que vos hicieras locución, como él…
Porque él quería ayudarme, porque se ganaba bien, los locutores ganaban bien. En la pieza de Alfredo se juntaban él, Salvador Puig, un gran poeta, yo y otros… Yo era el gordito que estudiaba teatro. Y un día me fui. Pero no me fui enojado con ellos, me fui a vivir a Cuba, porque yo quería ver lo que había pasado ahí. ¡Era la primera revolución hablada en español, en castellano en Latinoamérica! Todos los fines de semana acá había un noticiero que te pasaban en el cine que se llamaba Uruguay al día, y tenía una división con noticias internacionales. Yo me crie viendo las luchas estudiantiles con la dictadura de [Fulgencio] Batista y viendo morir estudiantes con balaceras en las escalinatas de la universidad. Se empezó a armar, y un día en la revista Time apareció Fidel en la tapa.
Bueno, me fui a Cuba, a donde habían llevado uruguayos para trabajar en la cultura. Había ido Hugo Uribe, un director que les diseñó algo así como la Escuela de Arte Dramático de acá, que se llama Cubanacán, se había ido una actriz de la Comedia Nacional, se fue mi amigo Amanecer Dotta. Y me fui, estuve cinco años allá. Amanecer estaba a cargo de unas brigadas de teatro que se llamaba Francisco Covarrubias, que fue un escritor de sainetes cubano. Amanecer quería hacer un grupo de teatro que fuera a actuar al campo. Y los actores como yo querían disfrutar el hecho de que había un Ministerio de Cultura que apoyaba muchísimo la cultura. Esa etapa fue inolvidable.
¿Quiénes fueron tus grandes maestros en el teatro?
Una fue Nelly Goitiño. Nelly amplió mi amor por la lectura. En El Galpón fue Júver Salcedo, porque después me fui para El Galpón. En Cuba tuve a Raquel Revuelta. Y un mexicano, Rodolfo Valencia, que había estudiado teatro con un japonés, alumno de [el director de teatro ruso Konstantin] Stanislavski.
¿Y el el Flaco Denevi? Porque fue tu gran socio creativo…
Denevi escribió e hizo la escuela del Club del Teatro donde estaba Berto Fontana, Taco Larreta como maestros y ahí se formó. Es un hombre muy inteligente. Él aprendió inglés solo, es el mejor traductor de teatro que yo he visto en mi vida, traduce muy bien. Al único lugar que viajó fue a Chile, estuve cuatro o cinco veces en Santiago y se volvió. Él odia viajar. Se recuperó de alcoholismo, y hoy está fantástico…
“Alfredo [Zitarrosa] quería ayudarme, porque los locutores ganaban bien. En la pieza de Alfredo se juntaban él, Salvador Puig, un gran poeta, yo y otros… Y un día me fui. Me fui a vivir a Cuba, porque yo quería ver lo que había pasado. ¡Era la primera revolución en Latinoamérica!”
Son sesenta y siete años de carrera teatral. ¿La pasión ha sido el motor?
(Piensa unos segundos) Si yo te lo pudiera definir… Saber que cuando estás haciendo una obra… Por ejemplo, mirá, hice una obra que se llama Cartas de amor en papel azul (Love letters on blue paper), escrita por un inglés [Arnold Wesker]. Era sobre un tipo que se moría de leucemia, yo ya estaba grande, la hicimos en el Anglo. Había tres personajes: él, la mujer y el amigo, un profesor de historia del arte. Yo bajé para esa obra unos 25 kilos, la gente mandaba cartas al canal preguntando si tenía sida o cáncer. La obra empezaba diciendo: “¿Qué tenés?”, y yo decía: “Escuchame, me muero en seis meses”, con eso empezaba el espectáculo. La mujer no hablaba nunca, pero le escribía cartas en papel azul, y en esas cartas le recordaba y analizaba el amor entre ellos.
¿Por qué recordás esta obra en particular?
Porque fue un papel que me hizo encontrar… Mirá, yo me moría en escena. Entraban 60 personas, nada más, en esa sala del teatro. Y me pasaron cosas como esta: yo estaba acostado en la cama del Clínicas, ponele, ya recostado en la cama, y a un metro estaba la primera fila. Y el tipo (yo) decía: “No puedo creer que me vaya a morir, y todo esto hermoso siga. ¡No puedo creer en Dios!”. “No, pero Víctor, calmate”. “Ahora están todos con ir a la Luna y ver las estrellas. ¿Vos te crees que eso lo hizo Dios? ¡Eso lo hizo el hombre, el cerebro humano!”, decía mi personaje. Yo después me moría ahí. Y una noche, había un espectador con su señora en primera fila, y el tipo me había agarrado la punta de los pies, con lágrimas en los ojos, como diciendo “no te mueras”. Era entrañable aquello… Después, mi personaje se moría, bajaba la luz, se volvía a prender y yo veía a mi mujer, viuda, tendiendo la cama, y en un momento ella decía las cosas más divinas: “Víctor, un día, el tonto dejará de ser tonto y el malo dejará de ser malo, y todos nos vamos a encontrar, Víctor, mi amor”. La gente terminaba tan conmovida que muchas veces aplaudía en cámara lenta, como no pudiendo contener la emoción.
Y esto que me estás contando, ¿cómo sirve para contestar la pregunta de cuál ha sido el motor de su carrera actoral?
Porque hay un motor, y es emocionarlos. Lograr, con las mejores armas que me ofrece la escritura, emocionar a los espectadores. ¡O grandes comedias! La gente cree que una comedia es una sucesión de chistes. Y no. Por ejemplo, en Costa Rica hice El avaro de Moliére, acá hice Tartufo en El Galpón, y en la Comedia lo último que hice fue El enfermo imaginario.
Mirá lo que me pasó con El avaro con dirección de Júver Salcedo: un día nos llevan a actuar para los directores de una empresa bananera. Al otro día fuimos a hacer una función para los macheteros (los peones) en una cancha de básquetbol, estaban los tipos de short con el machete abajo y señoras dándole la teta a sus bebitos. Bueno, había un momento donde el avaro —que lo hacía yo— me enojaba con el cocinero y lo escupía y le pegaba. Era terrible la escena. A partir de ese momento, los macheteros no pararon de silbarme todo el tiempo. Y yo pensaba: “Si Moliére supiera el efecto que sigue causando, cientos de años después”. Cuando terminó, habían hecho arroz con pollo para comer. Y los tipos decían: “¿Vio? Nosotros a los jueputas no les dejamos a hablar cuando los vemos”. Se enorgullecían de esa acción. Eso me enorgulleció muchísimo, porque no hubo que explicarle nada a nadie.
¿Recordás tu primer papel, tu debut sobre las tablas?
Fue en Treinta y Tres, una obra española que se llamaba La comedia nueva o el café. Yo hacía de mozo —era un gurí—, estaba saliendo del liceo, y entré con el café caliente, ¡y se me volcó de la bandeja! Fue un accidente, se cayó todo. Y profesionalmente, fue una obra de la Comedia, necesitaban extras, y entré. La obra se llamaba Becket o el honor de Dios, después en el cine la hizo Richard Burton. Yo entraba con una pata de pollo (era de utilería) en la Edad Media, no habían hecho los zapatos doblados, ¡y se me cayó la pata de pollo! Candeau se enojó y con su vozarrón dijo por lo bajo: “En qué andarán pensando…”. Tenía razón.
“Hay un motor, y es emocionar a los espectadores. Lograr, con las mejores armas que me ofrece la escritura, emocionar a los espectadores. ¡O grandes comedias! La gente cree que una comedia es una sucesión de chistes. Y no”
Pero es difícil vivir del arte en Uruguay, en especial del oficio de actor. ¿Fue con la televisión?
Fue con la televisión, sí. Me llamó Jorge Scheck, era tele en blanco y negro. Ahí la conocí a Imilce [Viñas], actuando. Empezaron a hacer El Flaco Cleanto, un texto de Jorge Scheck. Originalmente lo iba a hacer Roberto Jones, pero lo llevaron detenido, preso, y cuando obtuvo la libertad rajó para Buenos Aires. Y la madre del Flaco Cleanto la hacía Imilce. A mí me llamaron para hacer un bolo, se rieron mucho y Jorge quiso incorporarme. Pero, además, se dieron cuenta que había surgido algo con Imilce. Y empezaron a darme mejores papeles.
Hablame del amor que le tuviste a Imilce Viñas, tu compañera arriba y debajo de los escenarios. ¿Cuándo le “echaste el ojo”? ¿Recordás cuando la viste por primera vez?
Primero fue la admiración: ella cantaba, hacía reír, era desinhibida. Fuimos a Punta del Este y bailamos tango. Y era la época que uno bailaba con cierto respeto, no como ahora que es casi sexual, se ponen a bailar y falta que se vayan a la cama. Bueno, el tema es que yo la apreté contra mí, y ella me puso un codo en el cuello y me dijo: “No te pases porque te venteo”. Años después ya estábamos viviendo juntos, se lo recordé y me dijo: “¿Yo te dije eso? ¡Qué boluda que fui!”. Pero dio resultado…
¿Qué te enamoró de Imilce?
Todo lo que te enamora de un ser humano, te calentás con la piel de la otra persona, te gusta, y después sos feliz. Y su forma de ser: era una mujer con carácter, una mujer bárbara. Y criamos una hermosa hija, que nos dio nietos. Ella venía de una familia católica, de allá de villa Rodríguez, que hoy es ciudad.
Era una gran actriz, y eso que se reían por prejuicio: “¿Qué va a saber actuar la gorda?”. La gorda actuaba y cantaba de maravillas. Era fantástica. Una vez la contrataron del teatro San Martín, estuvo un año y medio y se vino. Hicimos una obra que escribió el Cuque Esclavo que se llamaba Mi rebelde gordura (una tragedia musical), porque había un teleteatro en Argentina que se llamaba Tu rebelde ternura. Actuaban Imilce, [Jorge] Denevi y yo, con dirección de Denevi, en un local de café-concert donde Alfredo había tenido La claraboya amarilla. Y recuerdo como algo inolvidable las giras que hicimos con Imilce por el interior del país.
¡Y cómo dirigía ella! Imilce daba clases y un día dijo: “No piso más un escenario, la gente está podrida de verme”. Y le dije: “Está bien. ¿Y por qué no hacés Tío Vania, de [Antón] Chejov?”. “¿Y cómo lo vamos a hacer?”, me pregunta. “Como lo hacían en la época de la guerra los ingleses: en medio del derrumbe”. Tuvo unas críticas tremendas. El flaco Walter Reyno dijo: “Cuando vi que lo dirigía la gorda, ya le tuve fe”. Después hizo Doce hombres en pugna (de Reginald Rose) y después hizo Porfiar hasta morir, de Lope de Vega.
Ahora, la gente pasó a reconocerte más en la calle con tu llegada a la TV. Integraste dos elencos que hicieron época: Telecataplum, y Plop! en segunda instancia, ambos programas humorísticos de canal 12 con la pluma de Jorge Denevi. Empecemos por el primero: ¿Qué significó Telecataplum en tu carrera?
Fue el renacimiento de Telecataplum, después de que Almada, Espalter y D’Angelo se fueron a Argentina. Acá los veteranos que se quedaron fueron Villanueva Cosse (padre de Carolina, la intendenta), Armando Halty, entre otros. Telecataplum era muy lindo, porque le hincaba el diente a los temas nacionales, pero bien, con altura. Una vez el guionista había puesto “no me jodas más”, y hubo que esperar una semana para que el canal autorizara que se dijera al aire “no me jodas más”. Jorge fue a consultarlo con su hermano, Horacio Scheck, que era el gerente general. Hicimos la parodia de “Los Años Dorados”, también, se hizo una escenografía idéntica a la del programa.
Y Plop! sumó jóvenes humoristas que hoy son consagrados: Diego Delgrossi, Maxi de la Cruz, Hugo Giachino, Gabriel Hermano, Silvia Novarese y Julieta Denevi, entre otros. ¿Cuáles fueron los principales cambios de Plop!?
Cuando murió Jorge Scheck, el canal dijo que el programa seguía, pero cambiarían los libretistas, entonces cambiaría un poco el estilo. Y cuando a veces el guion no nos gustaba, no era gracioso, Roberto Jones decía “¡plop!” y simulaba caerse hacia atrás, como Condorito. Y quedó para nombre del programa.
Fue la continuación de mi carrera. A ver, antes de eso, en canal 10, hicimos un ciclo divino que se llamó Gran teatro del mundo, pagado por la Aurora Martínez Reina, donde estaban Nidia Téllez, Walter Reyno, Alberto Mena y yo, entre otros. Y ahí hicimos de todo: cosas distintas. Nos pagaban poco. El flaco me contaba que cuando hicieron “las noticias cantadas”, él se dio cuenta después que ahí se había perdido una gran oportunidad. Yo estaba exiliado en Costa Rica. Una argentina dijo: “Si no nos aumentan tanta plata, no seguimos”. Pero acá no, eso no pasa. Una vez en el Teatro Circular salimos de una función y un colega cubano me dijo: “Todo muy lindo, pero es una mierdera lo que se gana aquí”.
“Imilce [Viñas] era una gran actriz, y eso que se reían por prejuicio: ‘¿Qué va a saber actuar la gorda?’ La gorda actuaba y cantaba de maravillas. Era fantástica. ¡Y cómo dirigía ella! Daba clases y un día dijo: “No piso más un escenario, la gente está podrida de verme””.
¿Te gustó ser reconocido en la calle?
Es muy lindo eso, claro.
¿Se argentinizó el humor en Uruguay? Digo, ¿en qué quedó el humor blanco y distinto de los uruguayos de Hiperhumor, Decalegrón, Telecataplum y Plop!? ¿Pasó de moda?
Un día estábamos viendo la tele con Imilce y a Moria Casán le preguntan: “¿Qué es lo que más te excita?”. Y Moria contesta: “Que me digan ‘vieja conchuda’”. Imilce dijo: “Sacá esto, por favor”. Mirá, a mí no me gusta el humor argentino, en general. Acá no se hace así, no pueden, porque la gente los mata, y está bien que así sea. Peloduro, eso significa el humor uruguayo. Peloduro [Julio Emilio Suárez] tenía dos personajes: uno lo hacía él, y el otro lo hacía Julita Amoretti, que murió hace poco. Eran “El Pulga”, que lo hacía él, y la mujer del Pulga, “La Porota”, salían por radio El Espectador. Y un día salió la Porota y dice: “Hoy no vino el Pulga, porque tiene un dolor en la ‘esparda’ [sic], que empieza acá en la nuca, le sigue por toda la columna vertebral y termina allá, allá abajo, donde Cerrito empieza a llamarse Paysandú”. ¿Decir “culo”? “Que lo digan los porteños”, decía Peloduro.
No hace falta ser guarango u ordinario, lo cual no significa que no se pueda hacer algo picaresco o hablar con doble sentido.
Estás anunciando tu retiro, con La última grabación de Krapp del irlandés Samuel Beckett. ¿Por qué despedirte de los escenarios?
Porque ya no puedo más. Porque ya está bien, o como dicen los cubanos: “Está bueno ya, chico”. Ya está. Igual siempre te llaman para dar una charla, no sé… está bien así.
¿Y por qué despedirte con esta obra de Beckett?
Porque relata una historia de amor, es
un viejo que está escuchando los cassettes que grabó 50 años atrás. Él
busca uno en la historia: “A ver… carrete 1, carrete 2… ¡El cinco! ¡Sí, el
cinco!”. Y el cinco empieza a hablar una historia de amor de una mujer, pero
mientras tuvo esa relación, él estaba escribiendo lo que él consideraba su gran
obra maestra y le daba bronca que… la pierde, y recuerda al final, cómo fue que
la perdió [a la mujer].
¿Tuviste miedo de que llegara el día en que no pudieras recordar la letra, como le pasó a China Zorrilla?
Cuando hicimos La violación de Artemisa Gentileschi yo hacía del juez, entonces el juez llevaba un control del juicio de todas las declaraciones. Tenía toda la letra. Y el Flaco [Denevi] me la había escrito, me la puso a mano, y me dijo: “La tenés ahí, si la necesitás, la leés”.
Mirá, a esta altura, no sé tocar el piano, no sé tocar el bandoneón, no sé sacar fotos, no sé cocinar, pero sé actuar. No sé qué más decirte. Es lo único que hago con dignidad, lo único que hago bien, con corrección. Pero sí, la memoria se puede perder… La vejez tenés que aprender a aceptarla. Tabaré Vázquez decía algo muy inteligente: “La biología se va a encargar”.
“¿Por qué me despido de los escenarios? Porque ya no puedo más. Porque ya está bien, o como dicen los cubanos: ‘Está bueno ya, chico’. Ya está. Igual siempre te llaman para dar una charla, no sé… está bien así”
Te la habrás cruzado mil veces en el teatro... ¿Le temés a la muerte?
(Piensa) No sé cómo va a ser ese momento. No sé… Me operaron de peritonitis hace pocos años, y el doctor me dijo: “La verdad que tuviste suerte, porque a tu edad, la quedan con la infección que tenías”. No sé cómo va a ser. Florencio Sánchez murió en Europa, estaba con un amigo en el hospital, y le dijo al amigo: “Cerrá un poco la ventana que entra frío”. El amigo cerró la ventana y le preguntó: “¿Cómo te sentís?”. Y él exclamó: “¡Quién dijo miedo, carajo!”, y se murió. Y Shakespeare lo dice en Hamlet: “Ese país por descubrir, del que no se vuelve nunca”. Yo nunca banqué las películas esas de Audrey Hepburn —divina— caminando sobre una paja dorada en el cielo. ¡Andá! Yo he visto los huesos… he tenido que reducir a mis padres.
¿Sos feliz?
Claro. Tengo dos nietos divinos… mirá cómo dibuja el de 13 años (me muestra un retrato que le hizo a mano su nieto más chico). Yo sí, soy feliz. Pero… no sé bien cómo es ser feliz ahora. A veces yo veo a los jóvenes y… volver a vivir, me acuerdo de El séptimo sello, de [Ingmar] Bergman. Es un hombre en la Edad Media que le juega una partida de ajedrez a la muerte, que es otro personaje. Va ganando el caballero, y hay un enorme lago entre ellos, y está la muerte que lo mira y se sonríe, porque es la jugada final. No hay otra. Mirá, quisiera morir como se murió mi padre, de un paro cardíaco. Está bueno eso, caerte muerto así y chau.