Por The New York Times | Will Freeman and Lucas Perelló
A PESAR DE SU ÉXITO EN LA REDUCCIÓN DE LA DELINCUENCIA, EL MODELO DEL PRESIDENTE DE EL SALVADOR TIENE UN COSTO MUY IMPORTANTE PARA LAS DEMOCRACIAS EN LA REGIÓN.
Esta semana, los electores de El Salvador le dieron a su presidente de mano dura contra la delincuencia una indicación clara: mantener el curso.
Aunque todavía se están contando los votos, el presidente Nayib Bukele se adjudicó una victoria aplastante las elecciones y afirmó que ganó con más del 85 por ciento de los votos. Si esos resultados se mantienen cuando se anuncie el conteo oficial, ni siquiera los presidentes populistas más conocidos de América Latina, como el presidente venezolano Hugo Chávez o el boliviano Evo Morales, habrán estado cerca de ganar unas elecciones con esos márgenes.
El ascenso sin precedentes de Bukele se explica debido a un factor: el sorprendente descenso en la tasa de delincuencia de El Salvador. Desde que asumió la presidencia en 2019, la tasa de homicidios intencionales ha bajado del 38 por cada 100.000 ese año a 7,8 en 2022, muy por debajo del promedio en América Latina del 16,4 para el mismo año.
Las medidas enérgicas que Bukele ha encabezado para combatir el crimen organizado prácticamente han desmantelado a las pandillas que aterrorizaron a la población durante décadas. También ha cobrado un precio oneroso a los derechos humanos, las libertades civiles y la democracia de los salvadoreños. Desde marzo de 2022, cuando Bukele declaró un estado de excepción que dejó suspendidas algunas libertades civiles básicas, las fuerzas de seguridad han encarcelado aproximadamente a 75.000 personas. Uno de cada 45 adultos en el país está en prisión.
Ante esta situación, otros líderes de la región han debatido la posibilidad de adoptar muchas de las mismas medidas drásticas para combatir la violencia delictiva en su país. Sin embargo, aunque estuvieran dispuestos a hacer los mismos compromisos que ha hecho el gobierno de Bukele —calles más seguras empleando métodos diametralmente opuestos a la democracia— quizá no conseguirían los mismos resultados. Las condiciones que hicieron posible el éxito de Bukele y su notoriedad política son únicas de El Salvador y no son exportables.
En nuestro recorrido por las calles de la capital, San Salvador, en los días anteriores a las elecciones, vimos cómo las familias han regresado a los parques. Ahora, las personas pueden atravesar las fronteras entre distintos barrios que antes estaban controlados por pandillas y eran imposibles cruzar. El centro de la ciudad, que por años quedaba casi vacío al atardecer, ahora está activo hasta altas horas de la noche.
El problema es que El Salvador, que emprendió una transición hacia la democracia en la década de 1990, se ha desviado de esa ruta. Bukele tiene control en los poderes del gobierno. La nación de 6,4 millones de habitantes funciona como un Estado policial: no es inusual que soldados y policías retiren a los ciudadanos de las calles y los encarcelen de manera indefinida sin ninguna razón y sin darles acceso a un abogado. Hay noticias creíbles de que los reclusos han sido torturados. Varios críticos del gobierno comentaron que los han amenazado con presentar acusaciones en su contra, además de que se han empleado programas espía para monitorear a algunos periodistas. Incluso la votación del domingo pasado se encuentra bajo el microscopio porque el sistema de transmisión de los resultados de la votación preliminar dejó de funcionar de manera muy inusual.
Como politólogos, con experiencia en el estudio de la política latinoamericana, le hemos dado seguimiento al creciente grupo de seguidores de Bukele en la región. En el vecino Honduras, la presidenta de izquierda, Xiomara Castro, declaró una “la guerra a la extorsión” contra las pandillas a finales de 2022. Al igual que en El Salvador, Castro decretó un estado de excepción, pero, aunque la tasa de homicidios ha bajado, las pandillas todavía conservan mucho poder.
Más al sur, Ecuador se tambalea por su propio brote de violencia de las bandas. Cuando uno de nosotros fue de visita el año pasado, varias personas entrevistadas señalaron que les encantaría que “alguien como Bukele” llegara a poner orden. Incluso en Chile, que históricamente ha sido una democracia más sólida y un país más seguro que El Salvador, pero en donde la criminalidad va en aumento, Bukele cuenta con un porcentaje de aprobación del 78 por ciento.
No es ningún misterio por qué el modelo de medidas estrictas contra el crimen de Bukele es tan atractivo en América Latina. En 2021, según un grupo de investigación mexicano, en la región se encontraban 38 de las 50 ciudades más peligrosas del mundo. En un año típico, esta región en la que ahora vive solo el ocho por ciento de la población mundial, sufre alrededor de un tercio del número total de asesinatos.
Pero quienes copian las medidas de Bukele y aquellos que creen que su modelo puede replicarse en cualquier lugar no han considerado un punto clave: no es probable que las condiciones que le permitieron controlar a las pandillas en El Salvador se presenten en otras partes de América Latina.
Las pandillas de El Salvador son únicas y están lejos de ser como las organizaciones criminales más sólidas de la región. Durante décadas, unas cuantas pandillas se enfrentaron entre sí para conseguir el control de territorios y ganaron poder social y político. Pero, a diferencia de los cárteles en México, Colombia y Brasil, las pandillas de El Salvador no han sido actores importantes en el comercio global de drogas y habían estado más bien enfocadas en la extorsión. En comparación con estos otros grupos, contaban con finanzas limitadas y no tenían tanto armamento.
Bukele comenzó a desactivar a las pandillas mediante negociaciones con sus líderes, según algunos reportes periodísticos de investigación salvadoreños y una investigación criminal encabezada por un antiguo fiscal general (algo que el gobierno niega). Después, cuando Bukele comenzó a detener a sus soldados de a pie en redadas masivas que llevaron a muchas personas inocentes a las prisiones, las pandillas colapsaron.
La historia no sería tan sencilla en otras partes de América Latina, donde las organizaciones criminales tienen más dinero, tienen más conexiones internacionales y están mucho mejor armadas de lo que estaban las pandillas de El Salvador. Cuando otros gobiernos de la región han intentado acabar con los líderes de pandillas y cárteles, estos grupos no se han desmoronado. Han contraatacado, o bien han surgido nuevos grupos delictivos para llenar rápidamente el vacío, interesados en los enormes ingresos que ofrece el comercio de drogas. La guerra de Pablo Escobar contra el Estado en las décadas de 1980 y 1990 en Colombia, la reacción violenta de los cárteles a las acciones de las autoridades mexicanas desde mediados de la década de los 2000 y la respuesta violenta a las recientes medidas del gobierno de Ecuador contra las pandillas son solo unos cuantos ejemplos.
Además, El Salvador tenía fuerzas de seguridad más profesionales, que se comprometieron a acabar con las pandillas cuando Bukele las convocó, en comparación con algunos de sus vecinos. Un ejemplo es Honduras, donde, se ha reportado, la corrupción propiciada por las pandillas entre las fuerzas de seguridad es un problema muy profundo. Esta situación contribuyó al fracaso, desde un principio, de las acciones inspiradas en Bukele emprendidas por Castro. En otros países, como México, también se dice que los grupos delictivos han logrado cooptar a miembros de alto rango del ejército y la policía. En Venezuela, se ha informado que algunos funcionarios militares han tenido su propia operación de tráfico de drogas. Incluso si los mandatarios enviaran soldados y policías a realizar redadas masivas como las de Bukele, es posible que las fuerzas de seguridad no estén preparadas o tengan incentivos para socavar la misión.
Por último, Bukele enfrenta una oposición política muy disminuida, pues los dos partidos políticos tradicionales del país se han debilitado significativamente desde 2019 y, por lo tanto, no son capaces de contener las acciones del nuevo presidente para establecer control sobre las instituciones públicas. En muchos otros países de América Latina hay partidos políticos más sólidos o existen fuerzas de oposición que ayudarían a exigir una rendición de cuentas a un poder ejecutivo que pretendiera extender su control.
Si otros Bukeles en potencia intentan copiar lo que él ha hecho, es más probable que solo imiten el lado sombrío del modelo de El Salvador y no sus logros.
Los gobiernos podrían verse sumidos en el caos si se multiplican los grupos delictivos o contraatacan con violencia. Además, en el proceso podrían quitarle espacios a la sociedad civil y a la prensa, reducir la transparencia del gobierno, llenar con más detenidos las prisiones, que ya están abarrotadas, y debilitar a los tribunales. Históricamente, los presidentes de América Latina que no tienen un compromiso absoluto con la democracia ya han dado algunos de estos pasos, o todos ellos, para su beneficio político de cualquier manera. Combatir el crimen es la excusa perfecta.
A pesar de su éxito en la reducción de la delincuencia, el modelo de Bukele tiene un costo muy importante. Los imitadores deben tener cuidado: seguir el modelo de El Salvador no solo no funcionará, sino que, en el camino, intentar hacerlo podría causarle daños perdurables a la democracia.
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