Por The New York Times | Michael Beckley

Xi Jinping y Vladimir Putin tienen 70 años, lo cual resulta esperanzador para quienes se sienten preocupados por sus intentos agresivos de reconfigurar el orden mundial. Es probable que la siguiente década o dos traigan cambios en el liderazgo de China y Rusia que podrían influir en el restablecimiento de sus relaciones con Occidente.

Pero en el futuro próximo, Estados Unidos y sus aliados enfrentarán una amenaza urgente: un eje de líderes que envejecen y tienen armas nucleares a los que se les acaba el tiempo para lograr sus grandilocuentes ambiciones. Si algo ha dejado claro la desventura de Putin en Ucrania es que los gobernantes autócratas no siempre desaparecen pacíficamente.

Los dictadores que envejecen tienen menos tiempo para reconfigurar el mundo… y más recuerdos de ser obedecidos en casa y mal vistos en el extranjero por sus acciones. A medida que el poder se les sube a la cabeza, se vuelven cada vez más represivos y agresivos. Rodeados de aduladores, toman decisiones desastrosas una y otra vez. Empiezan a reflexionar sobre su legado y a preguntarse por qué no han recibido el respeto mundial que creen merecer ni han alcanzado la gloria que grabaría sus nombres entre los grandes de la historia. Puede que decidan que no quieren pasar a la historia como una figura meramente transitoria. Estamos ante una combinación volátil: un autócrata con exceso de confianza, ofendido y con prisa.

En sus primeros años en el poder en China, Mao Zedong preveía que sus planes para superar a las potencias capitalistas podrían tardar entre 50 y 75 años. Pero ya entrado en su sexta década, fue acortando ese plazo y en 1958 inició el Gran Salto Adelante, un plan equivocado para convertir a toda prisa a China en un gigante industrial. Al menos 45 millones de personas murieron de hambre o por otras causas, ya que se descuidó la agricultura en el frenesí por cumplir con sus objetivos. En parte para movilizar a la nación, provocó una crisis internacional al bombardear las islas de Taiwán en manos del gobierno nacionalista chino. De 1966 a 1976, el último intento del envejecido Mao por salvaguardar su gobierno y su legado desembocó en el caos de la Revolución Cultural.

Kim Il-sung de Corea del Norte fue otro líder que actuó con agresividad en sus últimos años. Envalentonado por el desastre estadounidense en Vietnam y su posterior retirada militar de Asia, pasó su tercera y cuarta décadas en el poder yendo de una provocación a otra. De 1968 a 1988, su régimensecuestró un buque de inteligencia estadounidense y a su tripulación; disparó contra una aeronave estadounidense de reconocimiento y mató a sus 31 tripulantes; trató de asesinar al presidente surcoreano en varias ocasiones; mató a decenas de funcionarios surcoreanos, así como a la primera dama; bombardeó un avión de pasajeros surcoreano, cuyos 115 tripulantes murieron; y cavó túneles que pudieron recorrer 30.000 soldados por hora para invadir Corea del Sur.

Los dictadores ancianos rara vez se apaciguan, ni siquiera cuando su mandato es sólido. José Stalin salió victorioso de la Segunda Guerra Mundial a los sesenta y tantos años. Sin embargo, en lugar de trabajar con sus aliados durante la guerra, trató de dominar Eurasia y envió una nueva oleada de prisioneros al gulag. Al llegar al poder, Leonid Brézhnev buscó la distensión con Occidente. Pero, tras caer enfermo durante su segunda década en el poder, adoptó una postura más hostil, pues promovió revoluciones comunistas en todo el mundo, invadió Afganistán en 1979 y desplegó misiles nucleares avanzados contra Europa Occidental, mientras se colgaba un montón de medallas.

Los autócratas que envejecen no suelen cambiar el rumbo a menos que se vean obligados a hacerlo. Mao no trató de acercarse a Estados Unidos sino hasta después de que el conflicto fronterizo chino-soviético de 1969 hizo evidente que China necesitaba la ayuda de Estados Unidos para contrarrestar a Moscú. El coronel Muamar el Gadafi renunció a sus armas de destrucción masiva en 2003 debido a diversos factores, entre ellos la presión de Estados Unidos. El generalísimo nacionalista chino Chiang Kai-shek reprimió su anhelo de conquistar China continental y el autócrata surcoreano Syngman Rhee renunció a regañadientes a tomar el resto de la península coreana en parte porque temían que Estados Unidos los abandonara.

Lo cual nos lleva de vuelta a Xi y Putin.

En lugar de relajarse antes de su jubilación, ambos están decididos a recuperar por la fuerza vastas extensiones territoriales; ordenaron movilizaciones militares masivas; estrecharon lazos con regímenes antiliberales como Corea del Norte e Irán; y forjaron sus cultos a la personalidad. Tras invadir Ucrania, Putin se comparó de forma explícita con Pedro el Grande, el conquistador modernizador que fundó el Imperio ruso. La propaganda comunista china describe a Xi como la culminación de una gloriosa trinidad: con Mao, China se levantó; con Deng Xiaoping, China se enriqueció; y con Xi, China será la nación más poderosa.

Ambos han dejado claras sus ambiciones de redibujar el mapa de Eurasia. Putin afirma que Ucrania no existe como un país independiente y da a entender que Moscú debería reunir “el mundo ruso”, un área que, a grandes rasgos, traza un mapa de las antiguas fronteras rusas. Las reivindicaciones chinas incluyen Taiwán, la mayor parte del mar de China Meridional y el mar de China Oriental, así como parte del territorio que también reclama India. “No podemos perder ni un centímetro del territorio que dejaron nuestros antepasados”, declaró Xi en 2018.

La diplomacia no logró disuadir a Putin de invadir Ucrania y es poco probable que altere la obsesión de Xi por absorber Taiwán, que considera esencial para llevar a cabo “el gran rejuvenecimiento de la nación china”. Los dictadores revanchistas no suelen responder por las buenas. Deben ser frenados mediante alianzas de ejércitos poderosos y economías resistentes.

Con este objetivo en mente, Estados Unidos y sus aliados deben acelerar las transferencias de armas a naciones en la primera línea como Ucrania y Taiwán, y forjar un bloque económico y de seguridad para almacenar municiones y recursos críticos y así proteger las aguas internacionales y el territorio aliado. Occidente debe unirse para privar a Pekín y Moscú de cualquier esperanza de guerras de conquista fáciles.

Durante la Guerra Fría, la contención se concibió para frustrar la expansión soviética hasta que la descomposición interna obligara a Moscú a reducir sus ambiciones. Ese debería ser el objetivo actual y puede que no haga falta medio siglo para conseguirlo. Rusia ya está en declive, el ascenso de China se ha estancado y ambos países han despertado la desconfianza de sus vecinos. Estados Unidos y sus aliados no necesitan contener a Rusia y China para siempre, solo hasta que se cumplan las tendencias actuales. Con el tiempo, los sueños de dominio de sus líderes empezarán a parecer fantasiosos y sus sucesores podrían optar por rectificar los predicamentos económicos y estratégicos de sus naciones mediante la moderación geopolítica y la reforma interna.

Hasta entonces, contener a dos dictadores que envejecen no será fácil, pero es la mejor esperanza para limitar los trastornos que causan hasta que queden relegados a los libros de historia. Este artículo apareció originalmente en The New York Times. Nadie debería querer ver envejecer a un dictador (Rebecca Chew/The New York Times).