Por The New York Times | Stacy Mitchell
Food Fresh es el único supermercado de una zona rural del sureste de Georgia, en Estados Unidos. Tiene muchas reseñas de cinco estrellas en Google que elogian sus carnes recién cortadas, su puesto de tomates y su servicio amable. Sin embargo, se enfrenta a una amenaza para su supervivencia que ni la mayor maniobra administrativa podrá superar. Los grandes minoristas como Walmart y Kroger “tienen control sobre proveedores a los que yo no puedo acceder”, dijo el propietario de Food Fresh, Michael Gay. Las cadenas les arrancan grandes descuentos a los proveedores, lo que imposibilita a la tienda acercarse siquiera a los precios de las cadenas.
Para entender por qué han subido tanto los precios de los productos del supermercado, hay que mirar más allá de los titulares sobre la inflación y reconsiderar una serie de ideas muy arraigadas sobre el gigantismo de las empresas.
Al igual que otros mercados independientes, Food Fresh compra a través de grandes mayoristas a nivel nacional que adquieren la mercancía por camiones completos, con lo que consiguen las mismas eficiencias de volumen que las grandes cadenas. Lo que explica la diferencia de precios no es la eficiencia, sino la fuerza bruta del mercado. Los principales proveedores de supermercados, entre ellos Kraft Heinz, General Mills y Clorox, dependen de Walmart para más del 20 por ciento de sus ventas. De modo que cuando Walmart exige ofertas especiales, los proveedores no pueden negarse. Y cuando los proveedores les hacen ofertas especiales a Walmart y otras grandes cadenas, compensan la pérdida de ingresos cobrándoles aún más a los minoristas más pequeños, lo que los economistas llaman “efecto cama de agua”.
Esto no es competencia. Es que los grandes minoristas explotan su control financiero sobre los proveedores para ponerles trabas a los competidores más pequeños. No hemos puesto fin a esto, por lo que ha deformado todo nuestro sistema alimentario. Ha provocado la quiebra de las tiendas independientes y creado desiertos alimentarios. Ha estimulado la consolidación de los procesadores de alimentos, lo que ha recortado la proporción de ingresos que van a los agricultores, y ha creado peligrosos cuellos de botella en la producción de carne y otros productos esenciales. Y el giro perverso es que ha subido los precios de los alimentos para todos, sin importar dónde compremos.
La igualdad de condiciones fue durante mucho tiempo uno de los principios que rigieron la política antimonopolio de Estados Unidos. En el siglo XIX, el Congreso estadounidense prohibió a los ferrocarriles favorecer a unos expedidores en detrimento de otros. Aplicó este principio al comercio minorista en 1936 con la ley Robinson-Patman, que obliga a los proveedores a ofrecer las mismas condiciones a todos los minoristas. La ley permite a los grandes minoristas reclamar descuentos basados en eficiencias de volumen reales, pero les impide obtener ofertas que no estén también a disposición de la competencia. Durante cuatro décadas, aproximadamente, la Comisión Federal de Comercio aplicó la ley con diligencia. De 1954 a 1965, la Comisión emitió 81 órdenes de cese y desistimiento para impedir que los proveedores de leche, té, avena, dulces y otros alimentos privilegiaran en sus precios a las mayores cadenas de supermercados.
El resultado fue que el sector minorista de comestibles era muy codiciado, comparado con hoy en día. Los supermercados independientes florecieron y llegaron a representar más de la mitad de las ventas de alimentos en 1958. A las cadenas como Safeway y Kroger también les fue muy bien. Este dinamismo impulsó una prosperidad general. Incluso los pueblos más pequeños y los barrios más pobres podían, normalmente, contar con un supermercado. Y la difusa estructura de la industria ha asegurado una amplia distribución de sus frutos. De los casi nueve millones de personas que trabajaban en el comercio minorista en general a mediados de la década de 1950, casi dos millones eran propietarios o copropietarios de la tienda. En 1969 había más supermercados cuyos propietarios eran personas negras que en la actualidad.
Después, en medio del caos económico y la inflación de finales de la década de 1970, la ley perdió el favor de los organismos reguladores, que llegaron a la conclusión de que permitir a los grandes minoristas ejercer más fuerza sobre los proveedores reduciría los precios al consumo. La ley, en su mayor parte, no se ha aplicado desde entonces. Como explicó un alto funcionario del gobierno de Reagan en 1981, a la política antimonopolio ya no le preocupaba “la equidad con respecto a los competidores más pequeños”.
Fue un grave error de cálculo. Walmart, que aprovechó la oportunidad y enseguida cobró mala fama por presionar a los proveedores y socavar a los comercios locales, acapara ahora uno de cada cuatro dólares que los estadounidenses gastan en su cesta de la compra. Su ascenso provocó una cascada de fusiones de supermercados, cuando otras cadenas intentaron igualar la influencia de Walmart sobre los proveedores. Si la última de estas fusiones —la oferta de Kroger para comprar Albertsons— se concreta, solo cinco minoristas controlarán en torno al 55 por ciento de las ventas en supermercados en Estados Unidos. A su vez, los procesadores de alimentos intentaron contrarrestar a los minoristas fusionándose unos con otros. Los pasillos de los supermercados parecen rebosantes de variedad, pero la mayoría de las marcas que vemos son productos de solo unos pocos conglomerados.
Estos gigantes de la alimentación son ahora los compradores dominantes de cultivos y ganado. La falta de competencia ha contribuido a la disminución del porcentaje que obtiene el agricultor de las ventas al consumidor: se ha reducido en más de la mitad desde la década de 1980. Ante la falta de rivales, los conglomerados de la alimentación han podido ir subiendo los precios con el tiempo, y, en consecuencia, han registrado beneficios crecientes en los dos últimos años. La inflación les sirve de tapadera, pero es la falta de competencia lo que les permite salirse con la suya. Los precios de la carne subieron el año pasado en las cuatro empresas que controlan la mayor parte del procesado de la carne de cerdo, vacuno y aves de corral. Empresas como PepsiCo y General Mills también han aumentado los precios, sin ninguna pérdida de ventas, lo cual es una señal inequívoca de un poder de mercado sin competencia.
El resultado es un ciclo que cada vez empeora más: a medida que un sistema dominado por unos pocos minoristas eleva los precios de forma generalizada —incluso en Walmart—, los consumidores acuden a esos minoristas por su capacidad de arrancar unos precios relativamente más bajos o porque son las únicas opciones que les quedan. La cuota de mercado de Walmart en la venta de productos de supermercado aumentó el año pasado cuando la gente acudió en masa a sus tiendas.
Entretanto, el declive de los supermercados independientes, que en una desproporcionada mayoría atiende a las pequeñas localidades rurales y los barrios negros y latinos, ha dejado algunos vacíos enfermizos en nuestro sistema alimentario. Si cerrara Food Fresh, los habitantes del condado de Evans, donde está la tienda, tendrían que subsistir con la limitada gama de productos envasados que se venden en las tiendas de barrio de todo a un dólar o conducir unos 25 minutos para llegar a un Walmart. (Casi una cuarta parte de los habitantes del condado de Evans viven en la pobreza). Vivir sin un supermercado cerca impone una dificultad diaria a las personas, y podría incrementar el riesgo de diabetes, cardiopatías y otras enfermedades relacionadas con la alimentación.
La pérdida de los pequeños minoristas también ahoga la innovación. Las nuevas empresas alimentarias dependen de los supermercados independientes para introducir sus productos. Pero, a medida que esta diversidad de minoristas da paso a un monocultivo de grandes cadenas, las empresas emergentes tienen menos vías por las que salir adelante. El resultado es que los consumidores tienen menos opciones para elegir, ya que en las góndolas de los supermercados solo se encuentra aquello que los grandes conglomerados alimentarios deciden producir.
Tenemos que impedir que los grandes minoristas utilicen su enorme poder de influencia financiera sobre los proveedores para inclinar el terreno a su favor. Resucitando la ley Robinson-Patman podríamos empezar a poner fin a las décadas de política antimonopolio equivocada, en las que los organismos reguladores abandonaron la competencia leal a favor de un gigantismo corporativo que no ha dejado de crecer. Hay algunos impulsos prometedores. El año pasado, una atípica coalición de legisladores demócratas y republicanos enviaron una carta a la Comisión Federal de Comercio por la cual la instaban a desempolvar la ley Robinson-Patman. La Comisión inició una amplia investigación a finales de 2021 sobre el suministro de productos en los supermercados, lo que podría sacar a la luz indicios de discriminación en los precios. Este año, la Comisión ha abierto investigaciones a proveedores de bebidas con y sin alcohol por posibles infracciones de la ley.
Estas medidas ya están suscitando los ataques de una vieja guardia empecinada en pensar que siempre es mejor cuanto más grande. Jason Furman, economista de Harvard que fue uno de los principales asesores del presidente Barack Obama, tuiteó hace poco que algunas de las voces que piden un reajuste de nuestras políticas antimonopolio parecen a menudo “menos basadas en el bienestar del consumidor y más en la opinión de que todos deberían comprar en las lujosas tiendas artesanales”. Pero eso no funciona en lugares como el condado de Evans. En los primeros tiempos de la pandemia, cuando Walmart y Amazon obligaron a los fabricantes a concentrar los escasos suministros a su modo y agravaron la escasez en las tiendas locales, Gay trabajó largas jornadas para encontrar vías alternativas.
“Mi carne es más fresca”, dijo. “Mis productos son más frescos. Mi servicio al cliente es mejor. Imagina si se igualaran las condiciones para todos. Imagina lo que podría hacer”.