Por The New York Times | Ross Douthat
El otoño pasado, ocho meses después de iniciado el nuevo desorden mundial generado por la invasión de Vladimir Putin a Ucrania, el Instituto Bennett de Políticas Públicas de la Universidad de Cambridge publicó un largo informe sobre las tendencias de la opinión pública global antes y después del estallido de la guerra.
No nos sorprende que los datos muestren que el conflicto modificó el sentir de la población en las democracias desarrolladas de Asia Oriental y Europa, al igual que en la de Estados Unidos, donde unificó a sus ciudadanos en contra de Rusia y China y al orientar la opinión colectiva en una dirección más proestadounidense.
Pero al margen de este bloque demócrata, las tendencias fueron muy diferentes. Durante una década antes de la guerra de Ucrania, la opinión pública a lo largo de “una enorme extensión de países que iba desde Eurasia continental hasta el norte y el occidente de África”, decía literalmente el informe, se habían vuelto más favorables a Rusia aun cuando la opinión pública de Occidente se volvió más adversa. De igual manera, la población de Europa, del mundo anglosajón y de las democracias de la cuenca del Pacífico, como Japón y Corea del Sur, se puso en contra de China, incluso antes de la pandemia del COVID-19, pero la opinión respecto a este país se volvió más favorable en todo el Medio Oriente, el África Subsahariana y Asia Central.
La guerra de Putin en Ucrania cambió estas tendencias solo de manera tangencial. Es verdad que Rusia se volvió menos popular en 2022, pero, en general, la opinión del mundo en desarrollo después de la invasión seguía siendo un poco más cordial hacia Rusia que hacia Estados Unidos, y (por vez primera) más cordial hacia China que hacia Estados Unidos. En la medida en que el conflicto de Ucrania denotaba una nueva lucha geopolítica entre una “alianza marítima de democracias” encabezada por Estados Unidos, como decía el informe, y una alianza de regímenes autoritarios enraizados en Eurasia, parecía que la alianza autoritaria tenía un cúmulo asombrosamente grande de un potencial apoyo popular.
Esta lectura del panorama geopolítico ha encontrado una justificación en los meses que han transcurrido desde entonces. Al margen del mundo anglosajón y Europa, los intentos por aislar a la economía rusa no han contado con un gran respaldo continuo, así como tampoco las tentativas de un aislamiento diplomático.
Las fuerzas militares rusas están activas por toda África y Moscú está encontrando compradores de energía con buena disposición desde el sur de Asia hasta América Latina. El régimen de Putin acaba de organizar una conferencia de paz con Siria, Turquía e Irán, con la esperanza de afianzar su propia posición en Siria al tiempo que relega a Estados Unidos y a sus aliados kurdos. Se han filtrado documentos del servicio de inteligencia estadounidense que señalan que hace poco el presidente de Egipto, Abdulfatah al Sisi, autorizó unas ventas secretas de armamento a Rusia, a pesar de la situación de su país como beneficiario de ayuda y aliado de Estados Unidos.
De acuerdo con un sondeo reciente de The Economist Intelligence Unit, en general, aparte de la alianza de Occidente, Ucrania ha ido perdiendo respaldo: el número de países que desaprueban la invasión de Rusia disminuyó un poco el año pasado y, en cambio, aumentó el número de países neutrales y que apoyan a Rusia. Además, el hecho de que Rusia esté cada vez menos aislada se complementa con la creciente influencia diplomática y económica de China, su país aliado, el cual está teniendo una participación fundamental como conciliador y agente de poder en Medio Oriente al tener como socios, una vez más, a algunos aliados oficiales de Estados Unidos, como Arabia Saudita.
No está claro si el gobierno de Biden tiene alguna gran estrategia calculada para esta realidad. Aunque la Casa Blanca no ha hecho caso a algunos llamados de línea dura para intensificar las políticas arriesgadas con Moscú, ha tendido a aceptar la imagen belicista de un panorama geopolítico cada vez más dividido entre la democracia y la autocracia, el liberalismo y el autoritarismo. (Veamos, por ejemplo, la Cumbre por la Democracia del presidente Joe Biden, celebrada hace poco, en la cual se excluyeron intencionalmente a dos aliados de la OTAN, Hungría y Turquía, porque son considerados ejemplos preocupantes del retroceso de la democracia).
Como lo señaló Walter Russell Mead en The Wall Street Journal, este entramado, en cierta medida, describe con claridad la realidad internacional. También concuerda con el mensaje político nacional de Biden, el cual combina una “lucha internacional por la democracia liberal” con una “lucha nacional contra el Partido Republicano populista”.
No obstante, como Mead prosiguió a explicar, esta idea de una cruzada por la democracia corre el riesgo de ser contraproducente a nivel estratégico. En el extranjero, sencillamente no se pueden construir las alianzas necesarias para contener ni a China ni a Rusia si no es posible trabajar con países que no adopten el liberalismo angloestadounidense o el procedimentalismo eurócrata. Se requiere un modo de negociar de manera constructiva, no solo con monarquías y dirigentes militares, sino también con los modelos políticos descritos indistintamente como populismo o democracia antiliberal o autoritarismo blando, con dirigentes del estilo de Narendra Modi, de la India, y de Recep Tayyip Erdogan, de Turquía, si no queremos que el mundo pertenezca al autoritarismo más duro de Moscú o al tecnototalitarismo de Pekín.
Asimismo, tampoco podemos concentrar apoyo bipartidista para una gran estrategia en favor de la democracia si constantemente estamos vinculando esta estrategia a los conflictos con nuestros opositores políticos a nivel nacional. O, en este sentido, si casi siempre la estamos vinculando a valores que solo pertenecen a nuestra propia coalición política. Una gran estrategia que compare de manera simplista a la democracia con el liberalismo social o el progresismo nunca va a tener una aceptación prolongada por parte de los republicanos y siempre va a ser prisionera del siguiente periodo electoral.
Este último punto es fundamental para entender también el reto global de Estados Unidos. Tal vez algunos belicistas quieran creer que el desafío del antiliberalismo es principalmente un desafío de regímenes impuestos a poblaciones rebeldes, que las élites de Medio Oriente, África y Asia Central están a favor de Rusia y China porque desean imitar su modo implacable de gobernar, pero que los habitantes de estos países estarían en el bando liberal si solo dejaran de tener la bota pisándoles la garganta. El informe del Instituto Bennett debería poner en duda ese supuesto. No nada más muestra que la opinión colectiva no occidental está en favor de China y Rusia, sino que también ofrece pruebas de que una divergencia de los valores fundamentales, no solo una diferencia de liderazgo político o de intereses percibidos, está promoviendo la división entre las democracias desarrolladas y el mundo en desarrollo.
Aquí el diagrama más sorprendente aparece en el fondo del informe: muestra un indicador de valores liberales a nivel social (que mide el laicismo, el individualismo, las ideas progresistas sobre el sexo, las drogas y la libertad personal) en todo el mundo en el transcurso de los últimos 30 años. Lo que vemos son democracias de altos ingresos que progresivamente se vuelven más liberales desde la caída del Muro de Berlín, pero casi no hay cambios en los valores del resto del mundo, ninguna señal de que el liberalismo social esté cobrando fuerza fuera de los países donde ya era muy sólido en 1990.
Esto genera un desafío para cualquiera que intente organizar la política exterior de Estados Unidos en torno a los valores progresistas actuales. Tal vez podemos unificar a nuestros aliados más cercanos, el núcleo rico y envejecido de nuestro imperio liberal, en torno a ese tipo de visión ideológica, pero corremos un riesgo auténtico y cada vez mayor de alejar a todos los demás.