Por The New York Times | Oksana Zabuzhko
Hace un año este martes, Vladimir Putin reconoció la independencia de las repúblicas separatistas de Donetsk y Luhansk, apoyadas por Rusia, lo que supuso el pistolazo de salida para la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia, que comenzó tres días después. Para nosotros, los ucranianos, el mundo nunca volvería a ser el mismo. Sin embargo, fue otro acto de reconocimiento en 2022, en gran medida olvidado, el que hizo que mi corazón latiera más rápido. El 18 de octubre, el Parlamento de Ucrania declaró la República Chechena de Ichkeria “temporalmente ocupada por la Federación Rusa”.
Debo explicarlo. Cuando la Unión Soviética se derrumbó en 1991, Chechenia fue una de las dos repúblicas autónomas de la recién independizada Federación Rusa que reclamaron su independencia. (La otra fue Tartaristán). Pero los líderes mundiales estaban por entonces bastante hartos de descubrir que todas esas repúblicas unidas que durante décadas habían considerado simplemente unidades administrativas de Rusia —Ucrania, Georgia, Kazajistán y otras, aún más difíciles de pronunciar— parecían ser lugares reales. La conmoción de Occidente ante esta nueva geografía hizo que la independencia de Ichkeria no tuviera la más mínima posibilidad de reconocimiento.
El desmembramiento del imperio soviético se detuvo en las fronteras de la Federación Rusa, a costa de dos devastadoras guerras chechenas, en las que el Kremlin tuvo vía libre tanto a nivel nacional como internacional. Como resultado, Chechenia-Ichkeria se convirtió en un terreno de prueba para la estrategia militar que se aplica ahora contra Ucrania: la guerra terrorista de Estado.
¿Y si, me sigo preguntando, el nuevo totalitarismo de Rusia no hubiera sido ignorado de manera tan despreocupada por el resto del mundo en la década de 1990? Entonces, para evitarle a la humanidad el surgimiento de un nuevo Hitler, habría bastado con dejar que Rusia siguiera reduciéndose pacíficamente bajo el debido control internacional. Por desgracia, Occidente acordó culpar únicamente al comunismo de todas las atrocidades del régimen soviético. El imperialismo ruso nunca fue identificado como un problema.
¿Podría haber sido —como me incita a creer mi agudeza anticolonial preparada para la guerra— un caso de solidaridad imperialista latente? ¿Fue el placer culposo lo que durante décadas hizo que las élites de los antiguos imperios occidentales sonrieran con indulgencia, en lugar de estremecerse, ante la descarada supremacía colonial con la que Moscú trataba a sus súbditos no rusos? No veo ninguna otra explicación razonable de por qué tantos occidentales se aferraron a la creencia irracional de que la transformación democrática de Rusia estaba a la vuelta de la esquina.
Sin embargo, Rusia no se convertirá en una democracia hasta que se desmorone. Eso se debe a que Rusia no es en realidad un Estado-nación, sino el mismo imperio multiétnico premoderno que vivía de la expansión geográfica y el saqueo de recursos hace 300 años, y por tanto está condenada a reproducir, una y otra vez, bajo cualquier cobertura ideológica, la misma estructura política estilo pabellón carcelario que por sí sola mantiene unida a la nación.
Un vestigio intelectual del imperialismo del siglo XIX es la idea de que preservar el imperio ruso sería menos catastrófico, en términos de consecuencias humanitarias, que reconocer el derecho a la vida de docenas de pueblos cuya suerte bajo el dominio de Moscú nunca fue otra que la supervivencia tenaz, bajo la amenaza de la extinción. Este prejuicio ayudó al imperio a sobrevivir dos veces en el siglo XX, en 1921 y en 1991. Ya es hora de replanteárselo.
Recuerdo muy bien cómo el espectro de la extinción acechó a Ucrania durante los años setenta y principios de los ochenta, hasta que el desastre de Chernóbil acabó por romper nuestra parálisis social y empujó a los ucranianos a tomar nuestra seguridad en nuestras propias manos. En aquellos años policiales, quienes se atrevían a hablar ucraniano en público podían ser humillados en cualquier momento con la frase colonialista rusa “¡Govorite po-chelovecheski!”. (“¡Habla humano!”). Si la oías una vez y eras incapaz de responder —cualquier descontento sobre la superioridad de todo lo ruso era tachado de nacionalismo ucraniano, el peor crimen político de la época— nunca olvidabas la experiencia.
Bien mirada, esta guerra por parte de Moscú es una versión monstruosamente ampliada de las purgas ucranianas de la década de 1970 (Operación Bloque, como se conocía en los archivos de la KGB): mismo lenguaje, mismas técnicas. La única diferencia es la escala. Aquellas purgas eran selectivas y poco ostentosas, mientras que en la actualidad cada uno de los miles de cohetes rusos que han impactado hasta ahora en nuestras ciudades aúlla el mismo mensaje —“¡Habla humano!”— en el tono más alto posible. Los ucranianos responden con la frase gloriosa de los defensores de la isla de las Serpientes. Sobreviviremos a la Federación Rusa, así como sobrevivimos a la Unión Soviética.
Pero no todas las naciones que una vez estuvieron bajo las garras de Moscú tuvieron tanta suerte. Por eso nuestro Parlamento, 30 años después, reconoció a Ichkeria. Hemos estado allí: sabemos cómo es que te condenen a desaparecer como nación, sin que el resto del mundo te haga caso.
Y la misma historia se repite. El reclutamiento exageradamente numeroso entre las minorías étnicas de Rusia en 2022, una forma de purga étnica de regiones potencialmente amotinadas, no fue ni la mitad de debatido que la difícil situación de los oficinistas moscovitas que huyen al extranjero. Las protestas de las mujeres contra la movilización en Daguestán y Sajá también recibieron titulares reveladores en los medios internacionales como manifestaciones en Rusia.
Con un suspiro, recuerdo que así se habló de Chernóbil en 1986, como una catástrofe nuclear en Rusia. Gracias, pero no. Nunca más, por favor; la era del imperialismo ha terminado. Si pudiera encontrarse algún resultado positivo en los doce meses de esta horrible guerra —en decenas de miles de personas asesinadas, violadas y mutiladas, en millones de vidas arruinadas, en el mejor suelo negro de la tierra sembrado de minas, en innumerables tesoros del patrimonio cultural convertidos en escombros— sería que los ucranianos hemos demostrado, todos juntos en un esfuerzo unido de resistencia, que las vidas no rusas importan.
Es una buena noticia, porque eso no ocurría antes, desde luego no en el último siglo. Les da a todos los que hablan humano, sin comillas, esperanza para el futuro. Este artículo apareció originalmente en The New York Times.