Por The New York Times | Bret Stephens
Participe o no en las primarias, Donald Trump ya está liquidado como un contendiente serio para la presidencia.
No es una oración que escribo a la ligera. En primer lugar, porque Trump ha sido descartado tantas veces en el pasado —tras burlarse del historial militar de John McCain, tras la filtración de la cinta de “Access Hollywood”, tras el asalto al Capitolio el 6 de enero, tras las audiencias del comité de investigación sobre ese evento— que parece insensato volver a hacerlo. En segundo lugar, porque cada vez que lo descartan, sus seguidores parecen sacar energía de su supuesta irrelevancia. Y, en tercer lugar, porque seguramente me crucificarían por esa oración si llego a estar equivocado.
Pero no lo estoy.
La semana pasada, sus devotos seguidores por fin se dieron cuenta que Trump ya no puede brindarles lo que más desean: poder. O, para expresarlo en un lenguaje más propicio para ellos: cualquiera que haya sido el propósito que creían que debía cumplir Trump (traer de vuelta a los votantes de la clase trabajadora al redil republicano, restaurar el nacionalismo a la ideología conservadora, rechazar la autoridad de supuestos expertos), ya se ha concretado. Ahora otros pueden hacer lo mismo de mejor manera, sin dramas y divisiones. Trump pertenece al ayer.
Esta es una observación hecha desde una lectura objetiva de la realidad política: Trump les costó bastante caro a los republicanos en las elecciones de medio mandato.
En contiendas clave para el Senado y gobernaciones, el expresidente profirió sus respaldos basándose más en la lealtad que en la elegibilidad. Convirtió el negacionismo electoral en un juramento de fidelidad. Las victorias primarias terminaron siendo pírricas. En los mismos estados donde los republicanos convencionales ganaron con comodidad (Chris Sununu en Nuevo Hampshire, Brian Kemp en Georgia, Mike DeWine en Ohio), los candidatos de Trump tuvieron un mal desempeño o perdieron. Es un contraste que nuevamente desmiente la noción de que los demócratas de alguna manera ganaron solo gracias a que hicieron trampa, rompieron las reglas o se aprovecharon de la votación anticipada.
Pero nada de esto por sí solo sería suficiente para alejar a los devotos de Trump, del mismo modo que las derrotas republicanas en la Cámara de Representantes en 2018, la Casa Blanca en 2020 y el Senado en 2021 no lo fueron. Se necesitaron tres factores adicionales.
El primero fue la sorpresa.
Los republicanos esperaban una victoria aplastante la semana pasada tanto como los demócratas esperaron una para Hillary Clinton en 2016. Muchas de las encuestas la predijeron, al igual que el flujo y reflujo normal de la política estadounidense. Joe Biden es un titular con poca popularidad que preside sobre una economía inflacionaria y una crisis fronteriza. El hecho de que los republicanos hayan tenido un desempeño tan malo es un momento “sin justificación” para el partido, y la única explicación coherente es el espectro de Trump.
El segundo factor es que finalmente Trump está siendo abandonado por muchos de sus incansables defensores y facilitadores en los medios de comunicación de derecha, cuya influencia se sentirá más adelante.
Eso incluye a Laura Ingraham de Fox News: “Si los votantes concluyen que estás anteponiendo tu propio ego o tus propios rencores a lo que es bueno para el país, buscarán en otra parte”. A Kurt Schlichter de Townhall: “Trump representa problemas y debemos enfrentarlos”, admitió. “No le debemos nada a Trump. Es un político”. Y a Victor Davis Hanson: “¿Será que Trump, quien nunca pide disculpas, intensificará ahora sus insultos, le rebuznará a la luna, interpretará su papel actual de Áyax hasta el amargo final, y por lo tanto terminará siendo un héroe trágico, apreciado por sus servicios pasados pero considerado demasiado tóxico para la presente compañía?”.
Ninguno de estos son repudios absolutos, aunque están bastante cerca de serlo. Y nos llevan a la tercera razón por la que Trump finalmente está acabado: su ataque preelectoral injustificado al gobernador de Florida Ron DeSantis, cuya victoria por 19 puntos sobre el demócrata Charlie Crist fue uno de los pocos triunfos rotundos del Partido Republicano en las elecciones.
El pecado en este caso no fue que Trump violara el famoso undécimo mandamiento de Ronald Reagan: “No hablarás mal de ningún compañero republicano”. Trump ha violado ese mandamiento tan libremente como lo ha hecho con tantos de los otros diez. Trump pecó por ser un perdedor que criticaba a un ganador, y lo que más quiere la base de Trump es a un ganador.
Un Trump más sabio habría hecho suya la victoria de DeSantis: habría tratado al gobernador como su alumno estrella y sucesor designado. Pero Trump no pudo y no puede evitar ser él mismo. Y lo que la base republicana ve en DeSantis es todo lo que le gusta de Trump —la combatividad, la seguridad en sí mismo, el desdén por la opinión de la élite— pero sin las cargas personales y los hábitos de autosabotaje. En la batalla por el afecto de los conservadores estadounidenses, el expresidente parece ser cada vez más el esposo barrigón y celoso, mientras que el gobernador luce como el vecino atractivo y exitoso.
El terreno de posibles contendientes en las primarias todavía podría apartarse para darle paso a Trump, al igual que Hillary Clinton despejó en su mayoría el terreno la última vez que se postuló. Pero con su derrota en las elecciones de medio mandato, Trump ha demostrado una vez más que es tóxico y que nunca más podrá ganar unas elecciones presidenciales. No sería rival para un candidato más joven y carismático en las primarias, del mismo modo que Clinton demostró no ser rival para Barack Obama en 2008.
El terreno está abierto para un verdadero contendiente republicano. Es hora de que alguien dé un paso al frente. El presidente Donald Trump en la Casa Blanca en Washington, el 24 de mayo de 2019. (Tom Brenner/The New York Times)