Fotos: Javier Noceti / @javier.noceti

Ignacio Cardozo (68), de chico, quería ser artista. Aunque, uruguayo al fin, lo reconozca a medias. Basta con recordar que él siempre quería bailar y actuar en las fiestas escolares. Quería ser aplaudido y reconocido. Y vaya si lo logró. Nacho comenzó estudiando teatro en la Alianza, el mismo lugar donde barrió, lavó pisos y ventanas; luego se fue a la EMAD, actuó para niños y después para adultos. Más tarde fue coreógrafo, pasó de dirigir musicales a meterse en el carnaval. Ha ganado nueve premios Florencio en teatro y otros tantos en la fiesta de Dios Momo.

Se fue haciendo con trabajo, estudiando, preparándose acá y en el exterior. Y así acumulando obras y puestas en escena: La Cenicienta, Robin Hood, La bella durmiente, El jorobado de Notre Dame y Alicia en el país de las maravillas, entre algunas para niños, y Cine, teatro, actualidad, DKda década, Main Kampf, Sugar, Víctor Victoria, Cabaret, Quien nos quita lo bailado, El violinista en el tejado y La jaula de las locas, entre tantas para adultos.

En su tercera etapa al frente de La jaula de las locas, y a propósito de la temática que aborda, Nacho hace lo que prácticamente nunca en una entrevista: habla de su sexualidad, de las burlas en la juventud y cómo su grupo de amigos lo defendió cuando algún intolerante quiso insultarlo. Él admite que nunca arrió ninguna bandera multicolor, pero tampoco escondió su orientación, y muchos menos eligió el camino de la victimización.

“Se me ocurrió preguntar en la Alianza: ‘¿Será que puedo tener algún trabajo?’ Y me ofrecieron entrar a las 6 y salir a las 13:30. Tenía que limpiar los salones, la entrada, limpiar los pizarrones, los asientos, los pisos, los baños”

Director, actor, productor teatral, coreógrafo y bailarín. ¿Qué fue primero? 

Querer estar arriba del escenario. Esa es la primera cosa que aparece. Siempre nos cuesta decirlo, pero sería “artista”.

Acá en Uruguay da pudor. 

Sí, acá da pudor. En la escuela primaria, preguntaban: “¿Quién quiere bailar el pericón? ¿Quién quiere bailar un gato?”. Yo levantaba la mano. Y es una cosa que te brinda la escuela pública, una cosa que no me pasaba antes cuando iba al colegio de curas, en donde, por ahí, es más la cuestión del deporte a la que se le da mayor importancia y no tanto al arte. Y después soy muy atrevido. Ya en el liceo arranco a armar yo un grupo de teatro, guiado por gente, y en tercero ya había ahí un grupo de teatro formado.

¿Tus primeros escarceos con el arte comenzaron en tu familia? 

Claro, veía a mis tíos patinadores y además mi tío materno, Tabaré de los Santos, pertenecía a la Troupe Ateniense. Estaba con Ramón Collazo ahí. Y, después, por el lado paterno, había una gran vinculación con el cine porque mi papá trabajaba para la Censa y para Artistas Unidos, que eran empresas con las que se hacían las películas y con las que tenía que traer las latas a Montevideo y distribuirlas a todo el interior. Es ahí donde yo me empiezo a maravillar. Las fotos que se ponían antes en las puertas de los cines, que era como una manera de publicidad, esas fotos estaban en mi casa. Estaban en un sobre y afuera decía a qué película pertenecían. Mi padre compraba la revista Life, una revista americana que era maravillosa y que tenía mucha cuestión también vinculada a la cultura. 

¿Qué te sumó la Experimental de Malvín, una escuela con una identidad muy definida?

Creo que fue la que terminó de acomodar mi vocación. En el salón de actos se bailaba, se actuaba, se hacían las fiestas de fin de año, la jura de la bandera. Yo lo veía gigante, lo vi mucho tiempo después y por supuesto que es muchísimo más chico. Ahí es donde yo me enganché. Volvía a la escuela lunes, miércoles y viernes. Ahí tuve una gran conexión con un taller de plástica que había a metros de la escuela, que era el taller de Mirta Nadal de Badaró, Nená, conocida por todos en Malvín; ella fue la que me abrió las dos grandes primeras puertas para el teatro. En La Máscara, un teatro que ya no existe, se necesitaba alguien flaco, joven, chico, que estuviera trepado en una cosa muy alta que había en el techo del escenario para manejar un aparato bastante rudimentario. Y la otra, ella necesitaba un asistente. Entonces, en el Teatro Solís, el taller de vestuario estaba en el último piso y no había ascensor, así que se necesitaba alguien que pudiera subir los cuatro o cinco pisos sin problemas, que no se agitara, y que fuera y viniera. Y entonces ella me pidió que la ayudara a ser un asistente en un trabajo que hizo para la Comedia Nacional. Entrar al Solís, para mí, por la parte donde nadie entraba, y estar en el teatro La Máscara, en el techo donde nadie estaba, era como estar actuando en el teatro... Cuando hablo de un “aparato rudimentario”, era un proyector a manivela, de acetato, manchas de colores que se proyectaban en el fondo del escenario. Se necesitaba alguien que moviera de un lado y que se bancara una hora allá arriba, acostado, que fuera liviano, y que se bancara calor. 

¿Qué cosas hiciste en la Alianza antes de ver tu nombre en cartelera? Porque sé que hiciste todo y hasta empezaste barriendo…

La Alianza hizo un llamado para jóvenes a los que les interesara estudiar teatro. El primer gran atractivo del llamado era que era gratuito, pero iban a pedir una prueba de admisión, que consistía en una prueba física, vocal, y entré condicionado, porque pretendían tener 15 personas; se presentaron tantos que se quedaron con 17. Dos de esos 17 estábamos en duda: éramos Laura Sánchez y yo. Con el paso del tiempo hicimos lo que hicimos. Entonces, yo era estudiante de ese curso, aprendí muchísimo junto a Elena Zuasti, y un equipo de profesores maravillosos, que además nos permitía actuar profesionalmente. Este año, hace 48 años de ese momento. Y entre medio de todo eso, mi familia pasó por un momento económico bastante complicado, y yo necesitaba un trabajo estable, con todo en regla. Y se me ocurrió preguntar en la Alianza: “Che, ¿será que puedo hacer algo, puedo tener algún trabajo?”. Y me ofrecieron entrar a las 6 de la mañana y salir a las 13:30. Tenía que limpiar los salones, la entrada, limpiar los pizarrones, los asientos, los pisos, los baños. Pero salía temprano y tenía toda la tarde para mí, con fechas patrias americanas y uruguayas libres, y todo enero libre. Con vacaciones, salario y aguinaldo. Y además podía estudiar inglés gratis, porque estaba becado. Eso lo hice un tiempo hasta que apareció otro trabajo, y tomé la decisión de entrar a la Escuela Municipal de Arte Dramático (EMAD), porque si no entraba ese año ya no entraba más por un tema de edad. 

Comenzaste actuando y bailando para niños. ¿Es más difícil entretener y hacer reír a niños o adultos, como dicen, o es un mito?

Es un gigante sí. Porque, además, el grande se la banca. El niño que se aburre, lo manifiesta. Muy poca gente he visto que se haya levantado en un espectáculo y se haya ido. He visto algún adulto, sobre todo en los intervalos, cuando las óperas son muy largas. Pero en el caso de los niños, se levantan, se van, lloran, gritan, dicen “me quiero ir, me quiero ir”, y se van. Entonces es realmente muy difícil, y hoy es más difícil que antes. Por eso es que todas las veces que he tenido que entretener para niños lo he hecho con las mismas ganas, con la misma seriedad, con la misma dedicación. He tratado siempre de asesorarme. Ponele, tiempo atrás, cuando tenía que hablar de la muerte o cuando interpretamos al Jorobado de Notre Dame, o cuando matan a un personaje. Hoy con lo políticamente correcto pregunto: ¿cómo se debe hacer? Me fueron diciendo que lo que hay que hacer es hablar claro, decir las cosas claras como un padre hoy hace con su hijo.

Lo primero que hiciste en carnaval fue en Los Klappers. ¿Cómo creés que creciste vos como profesional trabajando en carnaval? Porque llegabas de la “alta cultura” y pasaste a hacer carnaval. ¿Qué herramientas te dio como artista? 

Es muy difícil trabajar adentro del escenario del Teatro de Verano. Es complejo, es muy diferente al teatro… Tenés que estar atento y aprender, como cuando vas a cualquier escuela. Es muy raro que se ensaye en el Teatro de Verano. Se habla, se planifica, se proyecta, se hacen planos, pero ensayar todo el espectáculo, no. Eso ya lo hace absolutamente diferente. Para mí, que soy tan fan del orden y de la prolijidad, me pararon en seco: “No, mirá, acá no se hace así, adaptate a eso”. Ese año al que hacés referencia, con Los Klappers (año 85 u 86), yo era simplemente el coreógrafo de los Klappers que venía del mundo de la danza a manejar estos señores. Ahí como que arrancó y después pasé por todos lados.

Eran señores que durante el año ni bailan, ni cantan, ni actúan, pero que tienen ese encanto que tiene el carnaval. Y ahí vas como aprendiendo de que en ese momento había solamente un cable y una línea de micrófonos agarrados. Hoy cambió. Entonces el tipo tenía que estar pegado al micrófono para cantar. Aquel ratito que no se cantaba era el que vos tenías que saber aprovechar y llevártelo para la parte coreográfica. Tenés que aprender que de esa manera vos podías lucirte un poco o poner tu aporte en lo coreográfico al espectáculo. Los micrófonos inalámbricos vinieron mucho después. 

Los hombres de las agrupaciones carnavaleras eran neófitos en la danza cuando vos arrancaste. ¿Creés que le aportaste algo al carnaval? 

Yo creo que sí. Lo dicen los otros, no lo digo yo, lo dice mucha gente. Además, hay un grupo de actores, hay una tanda de actores de 30 y pico, o 40, que dicen que son “chico Nacho” o “chica Nacho”, que pasaron por alguno de los musicales de niños o de adultos dirigidos por mí, y eso dice que les ha dado como una forma y un modo y una manera de actuar arriba del escenario y atrás del escenario, que también me importaba mucho. 

Recuerdo perfectamente la primera noche de Falta y Resto, llevado por Raúl [Castro], que me conocía de la ACJ, él me presentó una noche y dijo: “Muchachos, a partir de hoy ya no vamos a cantar quietitos y uno al lado del otro, sino que Nacho viene a movernos”. No es solamente coreografiar, no es solamente bailar, ¿no? Era la puesta en escena, cómo entrar, cómo salir, cómo pararse, planificar el escenario. Ahí Raúl me presenta, y yo les dije: “Caminemos un poco, vamos a movernos”, y el Canario [Washington] Luna miró a Raúl Castro y le dijo: “Flaco, ¿qué es esto?”.

Ya que mencionás al Canario Luna… ¿En algún momento sufriste bullying o discriminación por tu orientación sexual? 

Sí y no, porque mis grandes amigos de esa época no lo permitieron. Y si había alguna cosa de burla, venía de afuera, y alguien del equipo le decía: “Pará un poquito, acá no jodas, acá no te metas”. Era lo que le pasa a cualquiera con el tema de la orientación sexual, sobre todo cuando sos muy joven, donde todo el mundo va a jugar al fútbol y vos no vas a jugar al fútbol. A mí me hizo fuerte ese grupo de amigos, que, entre otras cosas, me festejaron mi cumpleaños de 15, pero como si fuera lo más normal del mundo, pero no porque yo fuera gay, era por el cariño y el amor que hasta hoy nos seguimos teniendo. 

Después a lo largo de mi carrera, no. A mí nadie me pregunta nada.

Yo ni salgo con una bandera ni me escondo. 

“Hay una tanda de actores de 30 y pico, o 40, que dicen que son ‘chico Nacho’ o ‘chica Nacho’, que pasaron por alguno de los musicales de niños o de adultos dirigidos por mí”

Vos no solés hablar públicamente de tu sexualidad, pero tampoco negaste nunca tu orientación. Nunca te victimizaste, tampoco.

Jamás, y cuando lo veo [en otros] me hace un poco de ruido, ¿viste? Ahora que estamos en cartel haciendo La jaula de las locas, en donde es el gran tema central, hay un par de momentos donde mi personaje tiene una cierta cosa de “qué están haciendo conmigo”, y yo trato de darle poca profundidad a esa parte, para que no quede justamente eso: “Pobrecito, el maricón”. 

¿Qué ha significado La jaula de las locas en tu carrera? 

El gran paso. Ahora lo estamos haciendo de nuevo, pero es el gran paso. La hice por primera vez en 2004, después en 2014, y ahora de vuelta, en 2024. La de este año es la que más suceso ha tenido. Yo sabía que iba a funcionar. Cuando se hizo Perdidos en Yonkers fue un suceso. En la primera versión de Perdidos en Yonkers estaban Pepe Vázquez, Emilce Viñas, Nidia Telles, Beatriz Massons, dirigidos por un americano, iban los domingos a las 14 y se llenaba, el sábado a las 3 de la mañana y se llenaba, era una cosa imponente. Esto es lo mismo, hasta el 27 de julio está agotado.

Un día, el director del departamento cultural del Teatro Alianza me dice: “¿Qué te parece si compramos los derechos de La jaula… y vos la dirigís? Yo me fui para mi casa y pensé, y pensé, volví y le dije: “Quiero dirigirla, pero también quiero actuar”. “¿Estás loco?”, me dice. “Si ustedes me dejan, yo busco la manera de que haya alguien que me mire a mí, que me ayude en la dirección, filmamos los ensayos y corregimos.” Aceptaron y fue un éxito. Y la obra dice cosas que me interesa que se digan, ni te digo en el 2004 que me interesaba que se dijeran. Y sin la cuestión de la víctima, del pobrecito. 

Me animé a dirigir y actuar. Después ya me metí en el vestuario, en la producción, y esta vez es en la que más injerencia tengo y más empujé el carro para que se hiciera, junto con la dirección de la Alianza que me dio bola y que peleó también para explicarle a la Embajada (de Estados Unidos) de ver de qué manera podía estar en este proyecto.

“En ‘La jaula...’ mi personaje tiene una cierta cosa de ‘qué están haciendo conmigo’, y yo trato de darle poca profundidad a esa parte, para que no quede justamente eso: ‘Pobrecito, el maricón’”

¿Cómo sos como director? Tenés fama de exigente, de cascarrabias, de ser muy profesional y detallista. ¿Pero cómo te ves vos? 

Todo eso. Pero el oficio te da otras cosas, ¿no? Cómo irlo haciendo sin que tengamos que atravesar ese enojo o ese momento que crea cierta rispidez en los actores, y que después le hace mal al show, le hace mal al escenario. Cuando se hacen notas sobre el espectáculo y me preguntan qué ofrecen, qué hay, yo te digo: “Mirá, hay 17 personas arriba del escenario, y hay esto y esto y estamos así”. Pero si después uno de los actores uno de esos días no está como debe estar, yo siento que le estamos debiendo cosas al espectador. Y no porque sea para niños vas a dejar de ser profesional o actuar seriamente. Y no porque te afeitaste ayer no te vas a afeitar hoy. Esa es otra pelea: “Me afeité ayer”. Ok, te afeitaste ayer para el espectador que vino ayer, hoy te tenés que afeitar para el que viene hoy. De esas, miles. Si te cuidaste para ayer, te tenés que cuidar hoy, y cuidate la garganta y cuidate los pies. ¡Y estudiá! Les digo a los estudiantes: “loco, estudiá”.

¿Por qué poner en escena El violinista en el tejado en 2018? Sé que fue muy importante para vos. 

Yo siento que después de La jaula de las locas hubo dos grandes momentos. Uno fue la primera vez que pude hacer una obra para niños en el Teatro Solís. Fue Robin Hood, pero no es lo mismo en el Solís que en otro escenario, y sobran las palabras para explicarlo. Las cosas que se pueden hacer en el Teatro Solís no se pueden hacer en otro teatro.

Me empecé a preguntar: ¿y ahora qué? Y yo quería hacer El violinista… Habla de temas que me interesan mucho: la tradición, la relación humana, el respeto por los padres, era hablar de una colectividad que ha sufrido, que la ha peleado, es una historia divina, con canciones espectaculares. Mucha gente la ha visto en el mundo entero. Y era hacerla en El Galpón, que te permite poner mucha gente arriba del escenario. Era manejar 48 personas en el escenario, con una historia divina para contar, y con un protagonista, Humberto [De Vargas], que, cuando me dijo que sí, en base a él armé el resto del elenco. Es el gran personaje, pero al lado de él, hay un esposa y cinco hijas (una tiene que tener 18, otra 16, 14 y así), entonces, recién después de que él aceptó, me puse a buscar todo el elenco, y cada una debía actuar y bailar. Y tres de las cinco tienen novio, y debían saber cantar y actuar.

Había que estar atento a no errar en lo religioso, la tradición, lo humano, lo vocal, la indumentaria, todo. En la platea estaba el presidente de la República, que era Tabaré Vázquez, y la noche del debut se pararon todos los espectadores a aplaudir durante minutos. Teníamos previstas 15 funciones, y se hicieron 27, con lleno total.

¿Qué te dejó el viaje a China con Cuareim 1080?

Lo primero que hizo fue sacarme el miedo a los aviones. Y bueno, fue sentirnos como embajadores del Uruguay en una fiesta, porque Macao festejaba su independencia e invitó a distintas delegaciones de todo el mundo, en una fiesta que es parecida a las Llamadas: van desfilando las distintas delegaciones, y después a algunas de esas delegaciones se las invita a un escenario gigante a que actúen tres o cuatro minutos: algo breve, concreto y lo más impactante posible. Está todo Macao en la calle, viendo el desfile, y todo Oriente lo ve por TV, en directo. ¡Lo ve el mundo entero! Tuvimos muy poco tiempo libre, pero lo aproveché y conocí todo lo que pude.

“Yo quería hacer ‘El violinista…’. Habla de temas que me interesan: la tradición, la relación humana, el respeto por los padres, era hablar de una colectividad que ha sufrido, que la ha peleado, una historia divina, con canciones espectaculares”

Desde hace 28 años tenés tu propia academia de danza. ¿Qué hacés para innovar, para reinventarte?

Mirá, así como el niño va a primero y le enseñan la “m”, después “mamá”, y después “mi mamá me mima” —es un ejemplo que yo siempre pongo—, de enseñar lo básico no nos salvamos. Hay una especie de programa, y ahí no tenemos más remedio que repetir el mismo camino. Yo confío mucho en mi método, en mi forma, y eso lo aplicamos. Con respecto a los demás estudiantes, que pretenden dedicarse a esto, lo mismo. Pero les repetimos que vean todo lo que puedan, del mundo entero. Hoy apretás un botón y la información te salta del celular, cosa que antes no pasaba… Yo también viajo mucho y voy tomando lo que veo y me gusta. He hecho clínicas pedagógicas, tomo clases, hago cursos. Cruzo a Buenos Aires seguido.

Y sigo tomando clases, hace un par de años tomé clases de ballet clásico. Además, sigo entrenándome tres veces por semana en el gimnasio, porque, si no, se complica.

Tenés una decena de premios Florencio en tu haber. ¿Cuánto te importan los premios? ¿Son una señal de qué?

Es una señal de que te tuvieron en cuenta. Por ejemplo, en carnaval, es un lustre para vos y para los demás. Dicen: “Nosotros ganamos en tal año y en tal año” o “la mejor figura” o “el mejor coreógrafo”. Hace dos años me gané el premio a la Mejor Puesta en Escena de Lubolos y la Mejor Puesta en Escena del Carnaval, ¡claro que me gusta! Además, peleé por eso, para que el espectáculo estuviera perfecto, y que la gente pudiera decir: “Qué inventiva, qué creatividad y qué prolijidad hay”.

Y en teatro, que los jurados son diferentes y la mirada es otra, me encanta. He ganado premios, y he perdido también. Y ahí te preguntás cómo perdiste, si hiciste tal cosa perfecta, pero eso te obliga a esforzarte más para la próxima.

La gran novedad es que, como actor, ahora vas a encarnar al showman callejero Juan Antonio Rezzano, más conocido como Fosforito (1914-94) en el documental Fosforito, el último duende. Explicales a los jóvenes quién fue Fosforito.

Alguna vez habrán visto por la calle, en este país o en otro, algún señor con un cartel y un mensaje delante y un cartel con un mensaje detrás, anunciando o publicitando algo. Y eso es lo que hacía este hombre, que era inquieto, que pretendía actuar y ser una especie de Chaplin, de clown, de payaso. Casi sin hablar y con poco movimiento, comunicaba mucho. Cuando se dio cuenta de que él podía ser el motor de la publicidad de algo, vestido de manera atractiva, diferente, engancha ese trabajo. Y recorre todo 18 de Julio de una punta a la otra con mensajes de una zapatería, de una agencia de quinielas… Después ve que se puede ir a Punta del Este, va y allá es un éxito. Y por el solo hecho de verlo vestido, empiezan a contratarlo para fiestas infantiles. Él lleva unos huesitos y con ellos lograba un sonido particular, o golpeando cucharas. Tenía un balero gigante, un triciclo gigante también. Y logró ser conocido. Primero le decían “el Langosta”, por lo inquieto y lo saltarín, pero eso no funcionó, y después le pusieron “Fosforito” y pegó. Aprendió a bailar, recorrió circos, vendió diarios, y era un tipo muy conocido en la calle.

“Fosforito pretendía ser una especie de Chaplin. Casi sin hablar y con poco movimiento, comunicaba. Cuando se dio cuenta de que él podía ser el motor de la publicidad de algo, recorre 18 de Julio de punta a punta”

¿Cómo llegaste vos a ese proyecto?

El hijo de él, Sergio Razzano, es fotógrafo, y me contó que quería homenajear a su papá. Él tiene la mayor parte del vestuario de su padre —yo lo usé para la película—, y ahí nos planteamos por qué no usamos el material de archivo, porque hay muchos videos, mucha foto, y Sergio me propuso que yo hiciera de él. Yo tenía cariño por el personaje. Lo otro es que Sergio me dijo: “No tengo un peso, no hay plata. Lo poco que tengo lo voy a invertir en la película, en viáticos y poco más”. Y le dije: “No hay problema”. La película comienza aclarando que nadie cobró nada. Tiene una parte documental, con archivo de la época, y otras partes ficcionadas, donde yo hago de Fosforito de adulto. Ya tuvo dos sesiones en el Sodre, en la sala Nelly Goitiño, y seguirá proyectándose.

Divino… Yo lo conocí a Fosforito. Además, por poder usar su ropa (muy de Chaplin, con bombín y bastón), después se animó a usar otras prendas.

¿Qué dice tu pasaporte?

Creo que dice “empleado”.

¿Sos feliz?

Muy. Sobre todo, en el escenario.