Roy Harley (70): Era mi primer viaje al exterior y la primera vez que me subía a un avión. Además, yo me había pagado el viaje, lo que no es menor para un pibe de 20 años. Yo laburaba, tenía mi platita. Para mí, era el viaje. Y el rugby tiene eso de la confraternidad… Íbamos a Chile, íbamos en avión, íbamos a ganarnos a todas las chilenas…
Carlos Páez (68): Para mí era el viaje del destete. Hasta ese momento, yo había viajado con papá o mamá a Buenos Aires. Nos creíamos los dueños del mundo los cinco amigos: Roy, Gustavo Nicolich, Diego Storm y el gordo [Roberto] François y yo, los cinco grandes amigos. Iba a ir Tito Regules, que se perdió en el avión porque se durmió. Y aparte, yo estaba en la Escuela Agraria, al borde de perder el año por faltas.
Yo no me había pagado el viaje como Roy, pero tenía 70 dólares, que era una pequeña fortuna, era la época de [Salvador] Allende, y esa plata para un fin de semana te daba para alquilar un auto… y era un viaje independiente de la familia, por eso lo llamo “el viaje del destete”. Aparte era Chile, un país más lejano.
Álvaro Mangino (69): Yo subí en ese avión de casualidad. No era parte del Old Christians, no fui a ese colegio, y me habían invitado. Daniel Juan era el presidente del club en ese momento, y el francés Manchoulas iba a ir conmigo, eran muy amigos. Una semana antes me llaman y me dicen: “No vamos”. Yo dije: “Bueno, entonces yo tampoco voy, porque si ustedes no van, no tiene sentido que yo vaya”. Ahí me llama Marcelo Pérez [del Castillo], el capitán, a quien conocía bastante, porque era hermano de mi concuñado, y me dice: “Tenés que venir, precisamos gente, porque tenemos que llenar el avión”. Y bueno, a Roy lo conocía, a Carlitos lo conocía, a Roberto [Canessa] lo conocía. Y fui.
Juan Pérez del Castillo (52): Yo tenía sólo dos años y medio cuando el accidente. Tengo leves recuerdos de mi tío Marcelo, que me tiraba para arriba y me hacía morisquetas para hacerme reír. Es como que me acordara… Marcelo era el capitán, fue quien organizó el viaje, mi abuelo fue el arquitecto que hizo el colegio Stella Maris.
Páez: Se estuvo por suspender el viaje. Yo llamé a [Rafael] Echavarren, que justo pasó por la escuela nuestra, él estudiaba lechería, y al Moncho [Ramón] Sabella, porque tenía plata, para convencerlos de que fueran. Si yo tenía 70 dólares, el Moncho tenía 400. Se subieron dos: Moncho vive, Rafael no.
Beatriz Echavarren (66): A mi hermano Rafael lo invitaron para llenar el avión. Él no era del Christians, mi hermano fue al Seminario. En ese momento estaba haciendo la Escuela de Lechería en Nueva Helvecia. Él fue invitado por Tito Regules, que fue el que se durmió y no se subió al avión. A los 10 o 12 años, Tito falleció en un siniestro de tránsito, pobre. La noche previa cenamos, y me acuerdo de mamá y una costumbre de mi abuela: le hizo la bendición en la frente, como para que fuera con Dios. Y después nos fuimos a dormir, porque al otro día teníamos liceo. Yo hice como una especie de bloqueo, de saneamiento de la memoria, por lo que no recuerdo muchas cosas…
“Lo mejor que nos pudo pasar”
Harley: Yo no perdí la conciencia con el impacto del avión en la montaña. Me acuerdo clarito: cierro los ojos y me acuerdo de los momentos previos, el golpe y después… Yo venía en la fila 12, al lado mío venía el Vasco Echavarren. Empezó a saltar cuando empezaron esos golpazos, dos golpes muy grandes, se veía que algo raro estaba pasando. Yo no tenía idea si eso era normal o no, porque nunca había viajado en avión.
Pero sí me acuerdo que, instantes antes, a 20 metros del ala, veo por la ventana pasar piedras y nieve. Las vi pasar rápido, y le dije: “Che, Vasco, ¿y eso qué es?”. “Venimos por una especie de canal”, me dijo. ¡Canal! Ja, estábamos aterrizando en medio de la cordillera de los Andes. Y ahí, inmediatamente después de esos dos pozos de aire muy grandes que pegó el avión…
Echavarren: Llegamos a lo de mi abuela con mi hermana y nos abre la puerta una tía, y nos dice a bocajarro: “El avión en el que iban los muchachos se perdió en la montaña”. Vos tenés 16 años y ¿qué pensás? Que mi tía estaba demente, que había entendido mal algo que escuchó. Nos mandamos para adentro y mi abuela, que estaba escuchando la radio, nos decía que sí, que era verdad. Y nosotras les insistíamos que no podía ser, porque el avión había salido el día anterior, seguro ya habían llegado a Chile. Les dimos un beso y nos fuimos para casa, que mamá estaba sola. Mamá había escuchado la misma noticia. Pero mamá era cautelosa y decía: “Bueno, vamos a ver qué pasó realmente, yo quiero hablar con tu padre”. A todo esto, papá se había ido a una feria de ganadería en Tacuarembó con mi hermana Sarucha. Y de repente papá sintoniza la noticia del avión en la radio. Y mi padre y mi hermana quedaron duros…. Eso fue el mismo 13 de octubre.
Páez: Dicen que en esos pozos de aire bajás hasta 600 metros.
Harley: Un tipo de la Fuerza Aérea me dijo que esos aviones, como tienen plano superior las alas arriba, crujen mucho, y crujió como si se partiera. ¡Praaaaa! Y seguían los motores bajos… En un momento se siente cómo quieren ir los motores a fondo desesperados: uaaaaaaaaa, se acelera… y automáticamente vino el impacto.
Páez: Dicen que fue lo mejor que nos pudo pasar.
Harley: Tuvimos suerte, porque si el avión pasaba esa montaña, en vez de pegar así, y el avión venía unos metritos más acá (se imagina la escena simulando el vuelo del avión con su mano derecha), ¡acá había una montaña así!
Mangino: Sí, claro, nos clavábamos de punta.
Harley: Pega el avión, se parte, vuelan los asientos, veías pasar los asientos por al lado, entró un poco de nieve, veía que el avión empezó a deslizarse, se deslizaba, se deslizaba, y veías que no paraba más, pfffffffff… Yo veía que mi asiento se iba torciendo, y en un momento pude pegar un salto, pra-pra-prá… y se detiene.
Después que se detuvo en la nieve, todavía seguían prendidas las luces de “Exit”, debía tener baterías de respaldo.
Páez: Cuando se cae, cuando revienta, pensás: “Esto a mí no me está pasando”. A mí me costaba tomar conciencia, en medio del caos más brutal… El avión se había cortado detrás de mí, y fue el caos más absoluto: entraba el frío, entraba la nieve. Pero yo siempre pensaba que había otra maniobra, que se podía sacar el avión y seguir.
Me acuerdo que opté por rezar tres oraciones. Empecé con el Padrenuestro y dije: “No, es muy largo, no lo voy a terminar”, entonces me fui al Gloria, que es más cortita, y dije: “No, es demasiado corta, no voy a quedar lo suficientemente bien con Dios”. Tenía 18, era un pendejo. Finalmente, opté por el Avemaría, que lo empecé a rezar en el momento del impacto y lo terminé de rezar en el momento en que el avión se detiene.
Mangino: Y después lo rezamos todos los días.
Páez: Sí, pero rezando; de la cordillera no se sale.
Mangino: Yo me acuerdo perfecto el instante antes de que pegue el avión en la montaña, porque yo estaba al lado del ala, en el medio del avión, y me acuerdo cuando el piloto pide potencia, eso dicen…
Páez: Yo era tan malcriado, tan pendejo choto, que en el medio del caos le dije a Canessa: “Che, Roberto, ¿esto es lo que se llama desastre?”. Yo no tenía la definición de la palabra “desastre”, porque estaba cómodo. Yo nunca había tenido frío, nunca había tenido hambre, tenía niñera, me llevaban el desayuno a la cama. Yo lo digo en las conferencias, pero les pido que me vean como un chico de 18 años, no como este viejo de 68.
Sandra Maquirriaín (66): Mi hermano Felipe tenía 22, él fue porque buscaban otros de afuera para llenar el avión. Solo el grupo original eran la mitad del avión. Era mi hermano mayor y mi único hermano varón. Él me enseñó todo: me enseñó a leer, a manejar, era muy cariñoso. Cuando la noticia de que se cayó el avión, la que estaba en casa era yo. Volvía de hacer un mandado, abro la puerta de casa y mi madre me dice: “Se perdió el avión”. Y bueno, yo estaba con mis dos padres. Yo nunca lo había visto llorar a mi padre… Y lloró. Estaban desbordados. Pero enseguida se supo que la mayoría de ellos estaban vivos, entonces hubo festejos, otros no, esperábamos que se confirmara… Y ahí empezó la cosa.
Páez: Al otro día (de la caída del avión) pasan dos aviones, dos veces, por encima nuestro. Y uno de ellos hacía así (mueve la mano, emulando un avión), por las turbulencias. Y el mecánico dijo: “Eso es una seña de que nos vieron”. ¡Festejamos! Me acuerdo que me tomé media botella de whisky con Canessa, celebrando que nos habían visto (eso creíamos). Y ahí empezamos a esperar que nos fueran a buscar.
Harley: Yo digo en mis conferencias que si en ese momento alguien hubiese venido y me hubiese dicho: “Mirá, Roy, de acá recién dentro de 72 días van a salir y van a salir solo 16”. ¿Sabés una cosa? Nos morimos todos.
Páez: El otro día di una conferencia para Esteban Bullrich, el senador argentino que tiene ELA, y él dice: “La vida es hoy, pero el mañana es esperanza”. O sea, hay que hacer mucho hoy para que mañana pase algo. Y eso fue lo que nos pasó a nosotros. Todos los días hicimos algo, no es que nos quedábamos esperando. O era la pelea contra la nieve, la pelea por el lugar, la pelea por los expedicionarios…
Mangino: En esa primera parte, la palabra clave es esperanza. Teníamos la esperanza de que nos vinieran a buscar.
Alejandro Nicolich (65): La noche anterior estaban Roy Harley y Diego Storm en casa, mi hermano Gustavo [Coco] y su novia, haciendo las valijas. Era su primer viaje al exterior y primera vez en avión. Mi padre había llegado de un viaje y nos trajo unas camisas a los dos, y él se había llevado las camisas que nos había regalado mi viejo. Y yo me calenté. En una carta que escribió estando allá me prometió que me las iba a devolver. Ese 13 de octubre era el cumpleaños de mi madre. “Andate a casa, que tu madre está en pleno cumpleaños”. Cuando llegué, a la primera que veo entrando es a Beba Páez, la hermana de Carlitos, nos miramos en la puerta y los dos nos dimos cuenta que sabíamos. Mi madre ya estaba en su cuarto, encerrada, llorando desconsolada… Y nadie pudo sacarla del dormitorio. El ambiente era un desastre. Sumale que todos los que se enteraban caían a casa.
Páez: La esperanza se fue cuando recibimos la noticia de que no nos buscaban más. Pero ahí cambia la actitud, también.
Mangino: Y ahí, a los 10 días, empieza una nueva historia: “Bueno, no nos van a venir a buscar. Vamos a tener que salir por nosotros mismos”. Ahí empezó el mayor emprendimiento de nuestras vidas: programar, de alguna manera, cómo íbamos a hacer para salir. Y todo lo que tuvimos que aprender para salir.
Maquirraín: La mejor frase de los libros que se han publicado es cuando Daniel Fernández dice: “No teníamos comida, no teníamos agua, no teníamos abrigo. Y lo peor que teníamos era a nosotros mismos”. Ahí está la enseñanza. Digo “lo peor” que tenían era a ellos mismos, porque el ser humano es egoísta. Hasta que aprendieron a cómo podían ser un equipo y querer al otro. No estaban preparados para lo que pasó. En el mundo hay codicia, celos, envidia… Esa es la gran lección, para mí.
Páez: Nosotros debemos ser de los pocos en el mundo en sentir la sensación de no existir más. Yo me pensaba que había una foto mía en la estufa de casa, misas póstumas… Y saber que no era así también nos liberó del problema de la familia. Sabíamos que no nos buscaban más: “Bueno, ta, chau”. Dependemos de nosotros.
Harley: Te liberó. A mí no. Yo seguí viviendo porque pensaba que en mi casa estaban llorando un hijo muerto. Y eso me comía la cabeza.
Mangino: A mí también.
Harley: El motor que me movía era volver a casa y decir: “No lloren más, no sufran, estoy vivo”.
Páez: Me refiero a que me liberó de la angustia inicial de decir: “Bueno, ya no nos buscan, ahora construyamos nuestra historia”. Y ahí cambia nuestra actitud: dejar de esperar para empezar a actuar. Para mí, si no nos enterábamos de que no nos iban a buscar más, nos moríamos todos.
Sandra Maquirraín: El clima en casa era horrible, horrible… Mi padre en Argentina había trabajado en Pan Am, sabía pila de aviones. Era imposible salvarse, decían. Había gente que decía que sentía que estaban vivos, nosotros no sabíamos nada.... Tuvimos que aceptar una lista larga de cosas y, bueno, es lo que nos tocó. Y nos partió la familia. Fue muy difícil salir de esta angustia, nadie está preparado para algo así, para perder un hijo así.
Harley: Yo estudiaba Ingeniería con un chico que era enfermo de la música, estaba todo el día con el soldador y el estaño, soldando cables… Y el loco me había enseñado que en esas radios Spica, radio a transistores, si le sacabas la tapita de atrás, tiene una cosa negra, la ferrita, y ahí le metías un cable de cobre enrollado, y le hacías una cruz de hierro, tipo una antena, y así aumentabas la ganancia de la radio y podías recepcionar ondas más lejanas. Y bueno, estábamos en la cordillera, esperando que nos fueran a buscar, y encontré una radio Spica.
Con una navajita le saqué los tornillos de atrás, le abría la tapita, vi la ferrita, me fui al avión, busqué el cable más largo que pude sacar de la cabina de los pilotos, los pelé, los enrosqué y me puse a escuchar. El primer día escuché muchas interferencias, pero se escuchaban voces perdidas. Vimos que cuanto más temprano prendías la radio, menos interferencia había. Al principio, agarrábamos radios chilenas, y hablaban “del accidente de los uruguayos”. Decían que estaban viniendo padres en un avión de la Fuerza Aérea.
“Nada podemos esperar si no es de nosotros mismos”
Harley: Y así pasaron los días, hasta el 23 de octubre. Salimos bien tempranito a escuchar. El Coco [Gustavo] Nicolich me aguantaba la antena. El loco se quedaba duro, quietito, sosteniendo la antena y cagado de frío. “¡Ahí, ahí, ahí!”, le decía cuando agarraba señal. Y ahí escuché Radio El Espectador: “Hoy 23 de octubre se suspende la búsqueda del avión de los uruguayos caído en la cordillera de los Andes”. Quedamos destrozados… y seguimos escuchando: “Y se estima que para fines de enero o principios de febrero se podrá ir a buscar los restos”. Nos estaban dando por muertos. Fue terrible…
Páez: Ahí es cuando Nicolich me dice a mí: “Carlitos, tengo una buena noticia para darte”. “¿Qué pasó?”, le pregunté. “Acabamos de escuchar la noticia de que no nos buscan más”. “¡Cómo buena noticia, hijo de puta!”, le dije. “¿Sabés una cosa? Ahora dependemos de nosotros mismos, y no de los de afuera”, concluyó. Y tenía razón.
Nicolich: Mi hermano era un tipo muy querido por sus amigos, medio el centro de las reuniones. Venían todos los fines de semana sus amigos a casa a jugar al truco, a hablar con papá, a hablar de política, estaba muy metido con el wilsonismo esos años. Y estudiaba Veterinaria. Él jugaba al rugby, primero en el colegio, después en el club. Jugó toda la vida. Era buen estudiante, buen deportista. Y en casa era el primogénito de cuatro, el mayor. Dormíamos juntos en el mismo cuarto: a mí me gustaba dormir con la puerta entornada, ver algo de luz; a él no, le molestaba. Entonces me hacía cuentos para que yo me durmiera, donde estábamos él, yo y un perro negro que teníamos, que se llamaba Don Juan. Tenía una labia bárbara.
Páez: A los 10 días, cuando nos enteramos que no nos buscaban más, la idea ya estaba en todos, pero nadie se animaba a decirla, a exteriorizarla. Yo recuerdo que papá me había contado que en la Nueva Guinea había mercados de carne humana… Me acuerdo que yo me fui a una expedición a tratar de encontrar la cola del avión, y cuando me despido de Nando, le dije: “Nando, ya no queda nada en la despensa”, que era ese bolsito donde guardábamos todo lo que encontrábamos. Y Nando me mira y me dice: “Carlitos, yo me como al piloto”.
Cuando digo eso en las conferencias, la gente se ríe en esa parte. Pero es una cosa natural. Pensalo: ¿por qué el piloto? Primero, era el desconocido; segundo, era el responsable [del accidente]; Nando había perdido a su madre y a su hermana, se ve que lo hizo responsable al piloto, y era el tipo más lejano de todos.
Para ver qué pensaban los demás de lo que me había dicho Nando, me quedé aparte con Adolfo Strauch —esto es cobardía mía— y le dije: “Che, Adolfo, Nando está loco: se quiere comer al piloto”. Adolfo ahí me dice: “No, Carlitos, no está loco. Yo con mis primos ya lo pensamos”.
Harley: No hubo resistencias, no. La película [¡Viven!, Frank Marshall, 1993] muestra como que algunos se resistieron, pero es puro verso.
Pérez del Castillo: Mi tío Marcelo fue de los últimos en acceder a hacerlo… Le costó muchísimo la decisión. Si me preguntás cómo y cuándo decidió comer, no lo sé, pero fue de los últimos en acceder a esa medida grupal. Yo te digo que comió [carne] y no sé cuándo, pero no me importa nada eso.
Páez: Ahí hicimos un pacto entre nosotros: “si alguno de nosotros muere, [el cuerpo] queda a disposición de los demás”. Y la otra cosa que hicimos fue encomendarles a los estudiantes de Medicina, que eran tres [Diego Storm, Canessa y Zerbino], que estuvieran a cargo de curar a los heridos, porque “se supone” que un estudiante de Medicina algún contacto con la muerte tiene (es mentira, porque estaban en primero o segundo año). Pero respetábamos los roles. Y se tomó la decisión. Y resolvimos un tema que es mucho más simple, tras 10 días de no comer, y después de saber que no te van a buscar más.
Beatriz Echavarren: Yo me acuerdo de papá diciendo, antes que se supiera oficialmente: “Estos chicos se tuvieron que alimentar de los muertos. De otra manera es imposible”. Y sería lógico, decía mi padre. En casa lo tomaron con naturalidad. Además, seguro que mi hermano también lo hizo. Fue de los últimos en fallecer. Nunca le pregunté a nadie si a Rafael le costó o no tomar esa decisión. ¿Sabés por qué? Porque nunca me importó. En casa eso no fue un tema. Cuando uno está criado en el campo, la vida y la muerte la ves todos los días.
Mangino: Te voy a decir algo: duele mucho más la sed que el hambre. Lo primero que hicimos fue comer nieve, y nos equivocamos, porque te quema la lengua, te hincha la garganta, al tercer día no podíamos tragar ni la saliva. Necesitábamos hidratarnos, porque si no, nos íbamos a morir.
Páez: La religión, de algún modo, te facilita la decisión, porque vos decís: “Bueno, si el alma se va para otro lado…”
Nicolich: El rumor estaba… En casa lo tomaron bien, con dolor, pero lo entendieron. Nosotros tuvimos la suerte de que mi hermano escribió una carta y la carta llegó a nosotros. Es como una carta de despedida. La carta decía que habían hecho un pacto y que, si él moría, podían disponer de su cuerpo. Mi hermano muere en el alud el 29 de octubre, a 17 días del accidente, ellos ya estaban comiendo carne. Y él dice: “si mañana tienen que disponer de mí, lo van a hacer”. En la carta él bromea que estaban en un petit hotel, no dice jamás que estaban hechos mierda. Veía el medio vaso lleno, contaba que acababan de tomar una tapita de licor, que hablaban de comidas, y que extrañaba las comidas en casa, no haber estado más en casa…
Harley: No le dimos tanta vuelta, no le dimos tanta vuelta. Nosotros nos moríamos, no había otra opción.
Páez: Y aparte te vas acostumbrando, como los funebreros o gente que trabaja en los cementerios: “¡Aguantame el jonca que voy!”. Y acá era similar, de repente te sentabas sobre un muerto para no mojarte la cola… porque te vas acostumbrando. Vas naturalizando la situación.
Páez: Buscábamos la cola del avión, porque ahí estaban las baterías y todo el equipaje nuestro.
Harley: No buscábamos la cola. Encontramos la cola, sin buscarla.
Páez: Volvieron con la noticia frustrante de que cuando juntaron unos cables con los otros cables lo único que pasó fue un cortocircuito, y se volvió a romper la ilusión. Pero… fue otra vez el no. Pero hubo algunas alegrías: volvieron frustrados, pero volvieron con 131 cajas de cigarrillos (me acuerdo perfecto). La historia nuestra es tan larga, que nos dio para dejar el vicio y volver a retomarlo. Cuando encontramos la cola, era un momento de placer y volví a fumar al encontrar los cigarrillos.
Y si encontraron algo de comer en la cola, nunca nos lo dijeron. Hasta el día de hoy. Y no nos lo dirán.
Harley: Comieron dos empanadas mendocinas.
Mangino: Dos sánguches todo podridos…
Páez: Se lo pregunté a Parrado hace cuatro años. Yo iba para México y él iba para Estados Unidos. Le dije: “Che, Nando, pasaron 46 años, decime la verdad: ¿encontraron algo de comer en la cola?”. Y me lo sigue negando… Estoy seguro que encontraron comida.
Otro revés: el alud
Páez: El alud fue el día 16, el 29 de octubre [de 1972].
Yo digo que nuestra historia es una lucha permanente contra el no. El accidente, la noticia de que no te buscan más, después un alud donde murieron ocho. Decís: “Puta, Dios nos está dando la espalda”. Ahí murieron dos de mis mejores amigos, en frente a mí: Diego Storm y Gustavo Nicolich.
Es más, Roy le había cambiado el lugar a Diego, que quería un lugar más cómodo. El que dormía en el piso era más incómodo que el que dormía en la parte cóncava. Vos pensá que la nieve se mete adentro del fuselaje. Entonces, el que estaba acá abajo está mucho más abajo que el que estaba sentado en el piso, por el ángulo del avión. Diego le había dicho a Roy que le dolía la espalda, si le podía cambiar de lugar. Y Roy se lo da, se sentó Roy en el lugar incómodo, pero Diego quedó un metro y medio más abajo, y después fue tapado de nieve con el alud.
Pérez del Castillo: Marcelo estaba absolutamente sano. Murió en el alud. Sé que llegó a comer, sí; cuándo, no lo sé, y no importa. De la manera en que lo manejaron ellos, esa sociedad, fue tan brillante, tan sobrenatural, que no importa. No los juzgué, ni cuando tenía 5 años, ni con 15, ni con 38 ni con 52, como tengo ahora. Siempre tuve la postura de ponerme del lado de los que lo vivieron. He tenido discusiones con familiares y amigos que dicen: “Menganito tal cosa, Fulanito tal otra”, y yo les digo: “Sí, lo que quieras, pero él estuvo ahí, vos no estuviste”.
Esta es una historia universal sí, pero que la vivieron ellos.
*Este relato coral tiene una segunda parte, que continuará el jueves 27 de octubre.