Este relato coral, protagonizado por sobrevivientes de la tragedia de los Andes y el recuerdo de quienes fallecieron hace cincuenta años, tiene una primera parte, publicada el 26 de octubre.
Roy Harley (70): Si yo no le cambiaba el lugar a Diego Storm, el alud me iba a enterrar a mí. Los lugares eran todos distintos: los que estaban contra la parte que tapiábamos, era más frío, los que estaban junto a la cabina de los pilotos, era más calentito, pero en las noches nos íbamos moviendo y nos apretábamos. Todas las noches rotábamos.
Esa noche entramos al fuselaje más temprano porque hacía mucho frío y había tormenta. Hacíamos la rutina: rezábamos el rosario, después hablábamos de comida, qué comidas eran las más ricas en la casa de cada uno, después contábamos algún chiste y, de a poco, el grupo se iba durmiendo…
Diego tenía una llaga en el coxis, era un chico muy flaco, y me dijo: “Roy, ¿me cambiás de lugar?”. Lo natural era haberle dicho que no, porque igual al otro día me tocaba a mí en ese lugar, pero le dije: “Dale, pesado, te cambio”. Diego se mete en la parte más baja y más cómoda, yo quedé en la parte más alta. Yo me ponía una remera de algodón en la cara, me tapaba para que la nieve no me llegara a la cara. Y, de pronto, siento como una tropilla de caballos que viene al galope. Y, al segundo siguiente, una explosión, y fue una avalancha que vino por la huella que había dejado el avión. Entró como una ola y tapó medio avión de un lado de nieve, entonces Coco Nicolich y Diego quedaron con un metro [de nieve] por encima de ellos, tapados de nieve, y del otro lado teníamos menos.
Alejandro Nicolich (65): Era muy removedor, muy duro el tema. Era doloroso. Veías a tus padres totalmente pasados, tratando de buscar cosas que no sabías si las iban a encontrar. En casa había un clima de dolor, de angustia y de búsqueda, y de cada uno procesar lo que estaba pasando… Pero teníamos esperanza de que estuviera vivo.
Álvaro Mangino (69): Ese día me había tocado dormir donde a nadie le gustaba, porque pasábamos mucho frío. Eran como unos camastros que habíamos hecho, que colgábamos del techo, y ahí estaban Rafa Echavarren y Arturo Nogueira. Y como yo tenía una pierna quebrada —me dolía mucho cuando caminaban por al lado y me pegaban sin querer—, yo estaba arriba de ese camastro y por eso no me tapó la nieve.
Hubo dos avalanchas: en la segunda, un rato después, no murió nadie. Esa pasó por arriba del avión. Cuando llegó el alud había tremenda oscuridad y yo estaba apretado por las mamparas, y vi que el primero que saltó fue Roy.
Beatriz Echavarren (66): En mi casa siempre se creyó que mi hermano Rafael estaba vivo. Siempre. Todos creíamos eso: papá, mamá, nosotras. El clima en casa era de esperanza, no de pesimismo.
Carlos Páez (68): Empezamos a buscar a los demás. Yo buscaba a Nicolich, y fue famoso el cuento. Yo gritaba: “¡Gustavo, Gustavo!”, y destapé a Gustavo… Zerbino, entonces seguí buscando a mi amigo, Gustavo Nicolich.
Nicolich: Es una sola historia con dos finales distintos. Sobre todo para las familias de los que no volvieron. La vida en mi casa se apagó. Mi casa tenía vida porque los amigos de mi hermano y mi hermano pasaban en mi casa, yo no llevaba a mis amigos a casa. Después de ver el dolor de mis viejos, no aguanté más y me fui.
Páez: Y ahí lo saqué de la nieve a Nando Parrado, cuando estaba buscando a la mujer de Javier Methol. Javier me decía: “¡Por favor, Carlitos, sacala a Liliana!”. Y ahí me encuentro con la cabeza de Nando, que había logrado sobrevivir porque se acordó de un artículo de la revista Selecciones de Reader’s Digest, que decía que debajo de la nieve se puede respirar, en la medida que se logre respirar con calma, porque la nieve es porosa. Cuenta Nando que eso lo mantuvo con vida, hasta que llegué yo y lo saqué de ahí abajo.
Eso es lo importante en la interacción de los grupos: yo hice eso por Nando, y fijate que después Nando nos salvó a todos y nos puso en la historia.
La expedición en busca de la civilización
Harley: A los 38 años de la tragedia (nunca antes lo había hablado con él) hablé con Roberto [Canessa], que es mi cuñado, sobre la expedición final que hicieron él y Nando. Un día le dije: “Contame bien todo el viaje final”. Porque nosotros no estuvimos ahí, todo lo que sabemos es por lo que se dice. Le dije: “Contame todo, cómo fue”. En el libro ¡Viven! (Piers Paul Read, 1974) dice que se ataban con cuerdas, y cuerdas nunca hubo en el avión.
Me contó que la subida fue terrible. Excavaban bien como dientes en la montaña, para poder dormir. Dos noches durmieron en la montaña, subiendo.
Páez: Demoraron tres días en subir, lo que ellos pensaban que le demandaría uno.
Mangino: Cuando llegaron arriba, Roberto vio lo que parecía un camino; él estaba convencido que era un camino que llevaba a las minas de azufre. Nosotros veíamos una montaña que era una pared, que era [el volcán] El Sosneado y no sabíamos que entre El Sosneado y nosotros había un valle…
Páez: Salen a caminar ellos, y vuelve Parrado hacia atrás, 20 metros, y me dice: “Carlitos, antes de irme quiero darle un beso a la cruz de tu rosario”. Yo tenía un rosario que me había dado mi madre. Él le da un beso a la cruz, y me entrega un zapatito, que se ve en la película, pero el papel del zapatito se lo dan a Eduardo Strauch, y yo me peleé con el director. “¡Me vas a sacar la mejor escena de la historia!”, le dije. Para mí era azul, no rojo como en la película.
Me da un zapatito y se lleva el otro, y me dice: “Te prometo que voy a venir a buscar el par, pero si eso no pasa, y yo no vuelvo, y ustedes tienen que disponer de mi madre y mi hermana para alimentarse, háganlo”. Yo en ese momento pedí un aplauso para Parrado, porque él no tenía por qué darnos una autorización, y, sin embargo, lo hizo. Solamente un grande hace algo así, y el reconocimiento es algo noble del ser humano. ¿Cómo no le voy a reconocer a Parrado salir a pelear con su vida por nosotros, y, además, autorizarnos a hacer una cosa durísima?
Mangino: Fueron 10 días de expedición. Los vivimos con una angustia enorme: cada día que pasaba era un poco de esperanza que perdíamos. Cada día estábamos peor…
Harley: Llegando al octavo o noveno día ya pensamos: “Esto se cagó, estos se murieron”.
Páez: Por otro lado, ya no nevaba más, y eso era un aliciente. Ya para esa fecha yo andaba sin camisa, porque quería llegar quemadito a Punta del Este. Puede ser tomado como un acto de frivolidad, pero tomalo como un acto de esperanza. Yo era como el personaje de Roberto Benigni en La vida es bella, con esa inconciencia. Yo me saqué la foto en un acto de esperanza de llegar al verano, que ya se sentía.
Mangino: Yo estuve 72 días arrastrándome por la pierna izquierda quebrada. Yo y Pancho [Alfredo] Delgado nos habíamos quebrado. Mirá que Roberto [Canessa] me la puso en el lugar, y está así hasta el día de hoy.
Harley: Es cierto que ellos agarraron el camino más largo, pero hay una cosa que te dicen los montañistas: no se encara una montaña así. Buscan los bajos y van ascendiendo, porque siempre hay bajos para subir. ¡Estos locos encararon una pared de frente! Porque no sabían que había que encararla por los bajos.
Páez: Cuando vos tomás una decisión grupal y le metés pasión y actitud, aún equivocado, llegás igual. No se trata de historias perfectas, se trata de historias con pasión, con actitud. Canessa y algunos más decían que era para el otro lado, pero la mayoría creíamos que era para el oeste.
Harley: Yo le pregunté a Nando cómo fue la caminata siguiente, después de haber caminado tres días y llegar ahí arriba. Y me dijo: “Después, nunca más subimos. Bajamos, bajamos y bajamos, sin nieve”.
¿Qué llevaron para alimentarse esos días? Carne. Metida en los vaqueros, atada a un dobladillo del jean y en las mochilas. Pero después de unos cuantos días caminando y bajando, se les iba a empezar a pudrir. Y ya no la podían comer.
Páez: Y cuando aparece el agua, aparece la vida.
Por allá por el noveno día, yo estaba abrazado a José Luis Inciarte, llorando. Estaba desesperado porque era una historia que no se resolvía. Lloraba desconsoladamente abrazado a Coche… Y, de pronto, tuve una premonición, cambió mi cabeza y me puse positivo. Pero no me animé a comentarla con nadie. Daniel Fernández se despertó y me dijo: “Carlitos, acabo de soñar que Nando y Roberto han llegado a algún lugar”. “Yo tengo la misma sensación”, le dije.
Beatriz Echavarren (66): En mi casa siempre se creyó que Rafael estaba vivo. Cuando se supo que habían aparecido dos uruguayos que dieron con un arriero, nosotros en casa decíamos: “Uno de los dos es Rafael”. Por su manera de ser, porque era un tipo con fuerza, siempre vamo’ arriba, vital, sin miedo, aguerrido. Pero no, él ya había fallecido.
Páez: Se prendió la radio, y ahí estaban hablando del avión uruguayo, y, de pronto, captamos al embajador uruguayo, que estaba en el Aeropuerto de Pudahuel en Santiago, que dijo: “Señores, debo decir que es oficial: han aparecido Fernando Parrado y Roberto Canessa”. Yo no te puedo explicar la locura de nuestro festejo, porque sabíamos que, escuchando esos dos nombres, era el final de nuestro calvario y del dolor… y el principio de la libertad, el regreso a casa, era volver a nuestra casa.
Yo no peleaba por Hollywood, por un libro, porque vos me entrevistes 50 años después. ¡Peleaba por volver a estar con mi familia y ver a mi perro! Fijate que John Malkovich, uno de los actores más importantes del mundo, hace de mí… Yo no peleaba por eso.
Ahí abrí un paquete de gomina y me arreglé el pelo, y lo otro que hice fue afeitarme. Papá siempre decía: “Afeitarse es quitarse las preocupaciones del día anterior”. Pero yo pensaba: “Si yo me afeito, me quito la historia entera de los Andes”, porque no es lo mismo afeitarme acá con agua caliente que allá arriba con 25 bajo cero. Y lo otro fue hacer la valija: ¿qué era mi valija? Era un pantalón que yo le hacía dos nudos y adentro puse tres cinturones de seguridad que, a mi modo de ver, yo le robaba a la Fuerza Aérea. ¿Para qué? Mi mamá tenía un Fiat 850 que no tenía cinturones de seguridad y estaba de moda tener cintos de seguridad. Era más moda que seguridad misma. Y eran caros, allá eran caros.
Mangino: Demoraron en llegar los helicópteros. Escuchamos la noticia temprano y demoraron en salir porque había niebla. Demoraron mucho más que lo que nosotros pensábamos.
Sabíamos que estaban viniendo. Pero ya nos habíamos lavado los dientes, nos habíamos peinado, nos habíamos emprolijado un poco. Era actitud de valija hecha para partir. ¡Éramos pordioseros totales!
Páez: Y tratamos de arreglar un poco el quilombo que habíamos dejado… La prensa iba a ver todo eso.
Nicolich: El libro La sociedad de la nieve de Pablo Vierci me gustó mucho, a mi padre también. Llamé a mi padre tras haber leído el libro y le dije: “Qué duro, papá…”, y me dice: “Yo siempre supe lo que estos chicos vivieron, porque yo estuve ahí en el lugar”. Mi padre fue con el padre de Beatriz Echavarren, los dos primeros que fueron después del accidente, en febrero del 73, porque la familia Echavarren se quería traer el cuerpo de su hijo y enterrarlo acá. El señor Echavarren le pide a mi padre que lo acompañara. Cuando vino mi padre de ese viaje lo fui a esperar y no me olvido más de su semblante… Era otra persona, había envejecido 50 años. Recién cuando salió el libro de Vierci entendí por qué. ¡Mi padre vio todo cómo habían dejado! Ese verano fue el más caliente en años y salió todo lo que habían enterrado, quedó a la vista: huesos, cráneos, cerebros partidos, todo. Y papá lo vio.
Mangino: De pronto escuchamos un ruido, y los vimos aparecer de abajo… y como dice Coche [Inciarte]: “Esa fue la sintonía más linda que escuché en mi vida”. ¡El ruido de los helicópteros!
Harley: Demoraron en venir, pasaban las horas y nadie decía nada. Mirábamos El Sosneado y pensábamos: “Che, ¿les habrá pasado algo?”. Y, de repente, desde abajo: papapá-papapá-papapá, el ruido de los dos helicópteros. ¡Fue impresionante!
Mangino: Yo no caminé durante 72 días. Ese día caminé y me subí al primer helicóptero.
Páez: Se baja un chileno, Sergio Díaz, y pregunta: “¿Quién es Carlitos Páez?”. “Soy yo”, le dije. “Tengo dos cartas para usted”, me dice. Las abro, y el primer papel decía: “Querido Carlitos Miguel, como ves, nunca les fallé. Te espero con más fe en Dios que nunca. Tu madre llega ahora nomás a Chile. Un abrazo. El Viejo”. Ahí me di cuenta que atrás de mi historia había otra historia. Y cuando abro la segunda carta, para mí más linda que la primera, tenía un helicóptero dibujado y decía: “Hola, chicos, acá les mando un helicóptero como regalo de Navidad”, porque era 22 de diciembre. Mi viejo lo había escrito en un acto de fe, porque él sabía que estaban vivos Parrado y Canessa, pero cuando van a la montaña, los muchachos no sabían si alguno de los que ellos habían dejado en la montaña se había muerto.
Mangino: Lo primero que me pregunta Nando cuando me ve subir al helicóptero es: “¿Se murió alguien?”. “No, estamos todos los que estábamos”, le dije.
Sandra Maquirriaín (66): Mi hermana Analía se fue hasta lo de [Rafael] Ponce de León, un radioaficionado muy conocido, que estaba escuchando el día entero radios del exterior y era el que tenía las primicias. Ella fue a ver la lista de los 16 sobrevivientes a lo de Ponce de León. Llegó a casa, abrió el portón, y, cuando la miramos, dijo que no con la cabeza. “No está”, agregó. Todos los padres querían que sus hijos estuvieran en esa lista.
A nosotros nos dolía la pérdida de Felipe. No nos importaba si caminaron o no, si comieron o no. Yo pensé: “Qué suerte que le dio vida a sus amigos, si yo igual no lo voy a volver a ver”. Teníamos el dolor de haber perdido un ser querido: un hijo o un hermano. Lo otro no nos importó.
Mangino: El amarillismo descubrió enseguida lo que había pasado, cómo habíamos hecho para sobrevivir. Si vos mirás la foto de lo que fue el rescate, están los huesos tirados alrededor del avión. Se empezó a hablar de eso. Pero nosotros no lo confirmamos, hasta que dimos la conferencia de prensa en Montevideo.
Páez: Fue el 28 de diciembre en el colegio Old Christians. Pancho Delgado fue el encargado de decirlo. Yo nunca lo hubiese dicho así, pero fue como había que decirlo: “Así como Cristo repartió su cuerpo y sangre con los demás, él, con el ejemplo, nos dio a entender que teníamos que hacer lo mismo”. Como en La Última Cena.
Ahí se venía la segunda parte de la conferencia: “Ahora pueden preguntar”. Y nadie levantó la mano, fue un aplauso cerrado. Al otro día estaban todas las publicaciones del mundo hablando del tema.
Maquirrían: Los sobrevivientes pasaron la Navidad en Chile. Las casas estaban atestadas de gente que venía a saludar: algunos te daban el pésame, otros te decían “seguro que él se salvó”. Mi padre dijo: “Vámonos a otro lado”. Nos fuimos al Hotel Nirvana de Colonia, con mi hermana, mi padre, mi madre y yo. Y la novia de mi hermano se fue hasta Colonia a hablar con nosotros. Me dijo: “Hablé con el Dr. Valeta [padre de Carlos, fallecido en la montaña], parece que ellos se tuvieron que alimentar de los muertos”. Ya se hablaba de eso. Después se confirmó, el 28 de diciembre, cuando ellos dieron la conferencia. Era tan larga la lista de cosas que habíamos padecido y tenido que atravesar que, enterarnos de eso… Fue decir: “Qué suerte, qué suerte que le dio vida a los amigos. Si yo igual no lo voy a ver más”.
Páez: Acordate que nosotros teníamos que encarar a los padres de los que murieron. Y no sabés cómo lo iban a tomar. La recepción fue buena, dentro de todo… Una madre le dijo a mi madre: “Mirá, Madelón, yo hubiera preferido que no hubiera aparecido nadie, porque mi hijo murió el día del accidente, murió en la avalancha y murió cuando aparecieron los chicos”. Es un sentimiento natural, para mí.
Maquirriaín: Durante 25 años, tanto mi familia como los sobrevivientes organizaron su vida, trataron de salir adelante y seguir con su vida. Cuando en el 93 salió la película ¡Viven! fue: “Pucha, de vuelta esto…”. A mí me removió todo. Y después aparecieron las conferencias que ellos empezaron a hacer por el mundo. Durante 25 años estuve negada, me salí de la historia, la ignoré, la bloqueé. Y recién después de 25 años pude leer el libro y vi la película. Y demoré 40 años en hablar con Pedro [Algorta], y él no estaba apurado en hablar conmigo tampoco. Yo no podía prender la radio o la tele los 13 de octubre, no quería ver nada sobre esta historia.
Esta no es una historia de ellos, es de la humanidad. Todos tenían amigos, tenían familiares… Y sabés que esa frase de “Dios le habló a los hombres desde las montañas”, yo pienso que sí les habló.
Yo fui a una charla que dio Gustavo Zerbino en el Movie, en donación a nuestra biblioteca, Nuestros Hijos (que inauguraron nuestras madres), y me convenció. Ellos hablan, y les pagan, y los invitan, y al principio no lo entendía. Hoy lo que creo es que el testimonio de ellos es sumamente valioso. Ellos tienen el derecho de contar su historia.
Páez: Y fijate que después hubo 26 libros escritos, nueve documentales, tres películas, y ahora se viene una cuarta… todo el tiempo machacando sobre el tema, para una sociedad chica.
Nicolich: Sé de familiares a los que no les gusta la mediatización del tema: las películas, los libros. Hubo familias que nunca lo aceptaron, que nunca aceptaron la mediatización de la historia, porque sus hijos fallecieron en la tragedia. Le pasó a Vita, la mamá de Marcelo Pérez del Castillo.
Páez: Fijate que 50 años después seguimos hablando de eso, porque está considerada la historia más grande de la humanidad en cuanto a supervivencia se refiere.
Juan Pérez del Castillo (52): Es cierto: fue un tema tabú en la familia, de parte de mi tía Vita, la madre de Marcelo. Mi abuela nunca lo pudo aceptar. Se acercaba octubre y mi abuela era otra persona. Eran más de dos meses en que ella arrastraba una tristeza en el cuerpo, y nunca pudo aceptarlo.
A los 30 años fui invitado por Álvaro Mangino, que es mi padrino, y por pilotos de la Fuerza Aérea y no les gustó nada que yo fuera. Me miraban raro. Yo creo que logré romper un hielo a nivel familiar, me costó bastante. Lo hice caminando, grabé dos cassettes de aquella época grabando mis impresiones, con todas mis emociones a flor de piel, porque para mí era un momento de un simbolismo impresionante… Escribí mis sensaciones en un cuaderno. Se las di a mi viejo y, cinco años después, me dijo: “No las leí, Juan”.
A mí me pasó de estar en el medio: por un lado, la familia Arocena de mi madre, con Álvaro, con la familia Pérez del Castillo, y cuando fue mi cumpleaños de 8 años, 9 años, 11 años, en el mismo ambiente y la misma casa convivían la familia Pérez del Castillo (mi tía, mi abuela) con la familia Arocena, de mi madre, y bueno… La hermana de mi madre era la novia de Álvaro Mangino, y hoy es su esposa. Eran cumpleaños incómodos, razonablemente incómodos.
Harley: Yo en mis conferencias doy 10 aprendizajes que me dejó esta historia. Te voy a decir algunas: valorar las pequeñas cosas, las que tenés en la vida y no te das cuenta porque las tenés naturalizadas. Por ejemplo, que si abrís una canilla en tu casa, sale agua. O que abrís una heladera y tenés comida, y capaz que no es la que más te gusta. Pero valorá eso. Lo otro: agradecer. Otra es no subestimar a la gente.
Echavarren: Yo —te digo la verdad— no sé si mi hermano no hubiera sido el primero en ponerse en conferencista, de haber sobrevivido. Porque él no tenía un perfil bajo. Quizás él hubiera sido uno más que se pusiera a dar conferencias y a salir a contar lo que vivieron. Ahora está por salir otra película. ¡Estoy encantada! Conocí al que va a hacer de Rafael. Nos abrazamos, hablamos pila, es un divino. Lo conocí en un hotel por acá el año pasado. Este año fuimos a la filmación.
¿Triunfo del ser humano o “garra charrúa”?
Páez: Naaa, para mí no.
Harley: No tiene nada que ver con la garra charrúa: sí con el ser humano, con su poder de adaptación. Al ser humano, cuánto más le dan palo, más pelea. El ser humano sano, el ser humano que quiere vivir, tiene una capacidad infinita.
Mangino: Ahí aprendés que los límites van mucho más allá de lo que vos pensás. Sobrevivís a cosas impensables, las hacés, seguís pa’ adelante, porque defendés la vida. Nuestro objetivo era volver a ver a nuestros seres queridos, como decía Roy.
Pérez del Castillo: Álvaro Mangino pasó a ser mi padrino, desde la vuelta del avión, ya que Marcelo no volvió y Álvaro sí. Se podría decir que hubo una sustitución de padrino en la montaña. Marcelo era hermano de papá, era mi tío y mi padrino, ahora mi padrino es Álvaro. Cuentan que cuando ellos aparecieron, me dijeron: “Vamos a ver a Álvaro que está en Punta del Este” (unos días después de su llegada), yo fui corriendo, me senté en la falda de Álvaro y no me bajé más de ahí hasta que nos fuimos.
Páez: Otra cosa que nos jugó a favor era que éramos todos más o menos conocidos, teníamos los mismos objetivos, la misma educación, la misma religión… Si hubiera sido un avión de línea, yo creo que se mueren todos. Cada cual hubiera agarrado para su lado.
Nicolich: Estoy convencido de que se salvaron porque habían jugado al rugby, por ir a un colegio con valores cristianos. El rugby es vertical: el capitán manda, decide, el juez siempre tiene la razón, y es un trabajo en equipo. En el fútbol, un Messi te puede ganar un partido o un torneo, en el rugby es muy difícil que eso pase. Te lo digo por haber jugado. Y ahí había muchos que integraban el equipo de rugby.
Páez: Lo de que peleamos porque “éramos deportistas” es un bolazo. Lo niego rotundamente.
Harley: Éramos solo cinco los que jugábamos al rugby: Parrado, Canessa, Vizintín, Zerbino y yo.
Páez: El rugby lo utilizó y me parece bien, como el Stella Maris, pero del Stella Maris había nueve y los otros siete eran de otro colegio. Lo capitalizó el Stella Maris y lo capitalizó el rugby, y me parece bien que lo hayan hecho, pero no fue un triunfo del rugby, fue un triunfo del ser humano común y conocido, con otros con los que se conoce. Si hubiera sido un avión de línea, se liquidan todos.
Me encanta una frase que aprendí hace poco. Es de san Francisco de Asís y me la enseñó Fernando Alfonso, un amigo mío, que murió: “Empieza por hacer lo necesario, luego lo que es posible, y te encontrarás haciendo lo imposible”. Eso fue exactamente lo que hicimos nosotros.
Mangino: Yo creo que aprendimos mucha cosa que después te ayuda en la vida… Primero, te enseña que todo se puede, que podés llegar a donde vos querés, si estás convencido de lo que estás haciendo. Yo no iba a salir de ahí si no me sacaba alguien, pero yo confié en lo que estábamos haciendo y estaba seguro que Nando y Roberto iban a dar todo lo que estuviera a su alcance para sacarnos de aquel lugar. Yo creí en eso, y es fundamental para haber sobrevivido.
Y la vida es un poco así… Es como dice Carlitos: todo el mundo tiene su propia cordillera, y la de cada uno es la peor. Pero las vas superando.
Beatriz Echavarren: La vida triunfa siempre. Esto es un milagro: que viniera alguien a contar lo que pasó es milagroso. Y volvieron 16. Creo que la mano de Dios estuvo ahí permanentemente. Creo que no los soltó, más allá de que algunos murieran y otros no. Para el creyente, la vida a la que aspiramos los católicos es a la vida eterna.
¿Sabés qué pienso yo? Yo tengo un santo en el cielo, un santo que nadie conoce. San Rafael Echavarren, allá arriba está, intercede por nosotros todos los días, y todos los días me levanto y le digo: “Buenos días”.
Páez: Si tuviera que definir nuestra historia en dos palabras, yo diría: actitud y humildad. Pero no porque yo sea humilde, sino porque cada vez que nos la creímos, Dios nos pegó un garrotazo. Primero el accidente, después saber que no nos buscaban más, la avalancha… y no podés entender que el mundo siga funcionando.
Maquirriaín: Nuestra relación con los sobrevivientes es de amor y respeto. Dos de ellos me regalaron el libro y me pusieron: “A mi hermana de los Andes”. Cada vez que lo veo a Gustavo [Zerbino] es como verme con mi hermano. Es padrino de la Biblioteca Nuestros Hijos, además. Con Gustavo y Roberto se dio una relación muy linda, con los años. La Biblioteca Nuestros Hijos fue una iniciativa de mi madre y la mamá de Arturo Nogueira para darle libros, que conseguimos donados, a niños de barrios marginados. Muchas madres murieron, y ahora la obra la continuamos nosotras, sus hijas, en recuerdo a nuestros hermanos y a nuestras madres.
Somos todos una comunidad. Se vio hace unos días en la misa: ahí estábamos todos los involucrados en el accidente, la que se hizo en el gimnasio del Christians. Ahí mismo se hizo la conferencia de prensa. Habló el cardenal [Daniel] Sturla, hermanas de los fallecidos, y Zerbino dijo: “Voy a leer una carta de un amigo”, y el amigo era el papa Francisco. Estaban todos los sobrevivientes, y nos abrazamos todos. Fue una comunidad a la que nos tocó todo esto.
Harley: Mirá que yo a veces me quejo de algunas cosas que me pasan… Dos años después de lo que nos pasó, yo tenía 22 años y estaba en una fiesta en la que no había whisky. Y dije: “Vámonos, no hay whisky, es una fiesta de mierda”. Después pensás todo lo que viviste, y decís: “¿De qué me estoy quejando después de lo que viví allá en los Andes?”.
Pérez del Castillo: Yo me junto con Gustavo Zerbino, con el gordo Tintín [Vizintín] o con Eduardo Strauch, que lo veo cada cinco años, y son como si fueran tíos. Si me quedo solo y tengo a uno de ellos para pedirle ayuda, sé que me la va a dar. Y ellos saben que yo también los voy a ayudar. Se armó una familia en torno a los Andes. Somos una comunidad.
Es una historia universal, sí, pero la vivieron solo ellos.