Hace más de cien años, en noviembre de 1922, el egiptólogo británico Howard Carter protagonizó el que sería considerado uno de los mayores e importantes descubrimientos arqueológicos del siglo XX: la tumba del antiguo rey egipcio Tutankamón, en el Valle de los Reyes.
Si bien Tutankamón no fue un emperador de demasiada relevancia, el hallazgo de su túmulo sí lo fue. Hasta entonces, todas las tumbas faraónicas halladas habían sido minucisamente saqueadas ya en tiempos antiguos. Sin embargo, la hallada por Carter permanecía intocada desde el día que se selló su puerta, hace más de 3.000 años.
Además de esa característica, lo que hizo que el descubrimiento ganara enorme publicidad fue la inquietante maldición sobre la tumba del monarca. Después de todo, a lo largo de los años posteriores al descubrimiento, varios miembros del equipo arqueológico perecieron de una forma un tanto misteriosa.
Un siglo después, en un artículo publicado en el Journal of Scientific Exploration (JSE), el investigador retirado Ross Fellowes afirma haber resuelto la infame “Maldición del Faraón”.
En su artículo, Fellowes dice que cree que niveles tóxicos de radiación que emanan de uranio y desechos venenosos han permanecido dentro de la tumba desde la época en la que su ocupante fue inhumado.
Los niveles de radiación dentro de la tumba de Tutankamón serían tan altos que cualquiera que entrara en contacto con ellos podría, muy probablemente, desarrollar una enfermedad mortal. Por ejemplo, cáncer.
“Tanto las poblaciones egipcias contemporáneas como las antiguas se caracterizan por incidencias inusualmente altas de cánceres hematopoyéticos, de huesos, de sangre y linfáticos, cuya principal causa conocida es la exposición a la radiación”, escribió Fellowes.
El autor deja claro, además, que dicha radiactividad no se limita a la tumba de Tutankamón. “Se han documentado niveles de radiación excepcionalmente altos en las ruinas de las tumbas del Reino Antiguo” y esparcidos por sitios de Egipto.
“La radiación fue detectada por el contador Geiger en dos lugares de Giza, adyacentes a las pirámides”, continuó, añadiendo que las lecturas provenían de radón, un gas radiactivo que también se ha detectado en “varias tumbas subterráneas en Saqqara”. Todas estas lecturas fueron consideradas “intensamente radiactivas”.
Los estudios modernos confirman niveles muy altos de radiación en las tumbas del antiguo Egipto, del orden de 10 veces los estándares de seguridad aceptados”, señala el estudio, según informa el periódico New York Post.
También existe la teoría de que quienes construyeron las tumbas antiguas conocían esta situación y lo reflejaron por escrito en las misteriosas advertencias grabadas en las paredes. “La naturaleza de la maldición estaba explícitamente inscrita en algunas tumbas, y una de ellas se tradujo como ‘aquellos que rompan esta tumba encontrarán la muerte a causa de una enfermedad que ningún médico puede diagnosticar’”, escribió Fellowes.
Otras leyendas fueron traducidas como “prohibido” debido a “espíritus malignos”, y en el momento del hallazgo alimentaron el temor a maldiciones que recaerían sobre los profanadores.
Estos temores se intensificaron con la misteriosa muerte de lord Carnarvon, quien financió la excavación en 1922 y supuestamente caminó por las salas llenas de tesoros, y varias otras personas después de abrir la tumba sellada, según recuerda el periódico británico Metro.
“Carnarvon murió pocas semanas después de un diagnóstico incierto de envenenamiento de la sangre y neumonía”, escribió Fellowes. El egiptólogo Arthur Weigall, supuestamente, dijo a sus colegas que Carnarvon “estaría muerto dentro de seis semanas” después de entrar en la tumba, afirmó el estudio.
Howard Carter, la primera persona que entró en la tumba de Tutankamón con Carnarvon, murió en 1939 después de una larga batalla contra el linfoma de Hodgkin, que se sospechaba que era causado por envenenamiento por radiación.
Asimismo, el egiptólogo y excavador independiente británico Arthur Weigall, que también estuvo presente en la apertura de la tumba, y a quien se le atribuye el “mérito” de echado a rodar el mito de la maldición, corrió similar suerte. Murió de cáncer en 1934, a los 54 años.
El artículo de Fellowes recuerda que, en total, seis de las 26 personas que estuvieron presentes en la apertura de la tumba murieron en el plazo de una década. Sufrieron asfixia, derrames cerebrales, diabetes, insuficiencia cardíaca, neumonía, envenenamiento, malaria y exposición a los rayos X.
Además de las muertes “inexplicadas”, la teoría de la “maldición del faraón” también fue alimentada por extraños acontecimientos que tuvieron lugar durante los trabajos de los arqueólogos. Según National Geographic, cuando los excavadores abrieron la tumba, El Cairo sufrió un extraño corte de energía y una inesperada tormenta de arena.
En un momento durante la excavación, el perro favorito de Carnarvon supuestamente dejó escapar un aullido espeluznante y, de repente, cayó muerto. En cuanto al ya mencionado Carnavorn, habría sufrido una picadura de mosquito, lo que redundó en una dolencia que acabó con su vida en cuestión de semanas.
Más allá de que la idea de una maldición faraónica no resiste el menor análisis, tampoco las muertes enumeradas por Fellowes constituyen evidencia alguna: diez decesos de personas adultas a lo largo de una década no constituyen anomalía alguna.