Magaluf (Magalluf en malloquín) es el epicentro de un tipo de turismo que por años ha incomodado a España. Está situada en la isla de Mallorca, la más grande de las Baleares, al lado de un gran arenal que por décadas ha sido famosa por su vida nocturna llena de alcohol, drogas, sexo, balconing y extravagancias. Tiene un modelo de negocio que ha alimentado el desmadre de varias generaciones de jóvenes principalmente ingleses. Se sanciona con hasta 600€ el hecho de ir con botellas o vasos con líquidos en la calle (inclusive agua) y andar desnudo. Punta Ballena, su calle principal consta mayormente de pubs, discotecas, strip clubs, cadenas de comida rápida y sitios de tatuajes. Sin embargo, durante el verano europeo del 2020, se ha convertido en un pueblo fantasma.
Sebastián Astorga se encontraba varado en España desde que se decretó el estado de alarma por la pandemia del Covid-19 en ese país y escribe esta crónica, a finales de julio, justo en el momento en que se intentaba flexibilizar la movilidad dentro de Europa para alimentar el sector turístico, uno de los más golpeados en los últimos meses. No tardaron en aparecer los primeros rebrotes a mediados de ese mes, los cuales fueron aprovechados por el gobierno español para decir que estaban controlados mediante confinamientos de regiones específicas. No obstante, el modelo resultó ser un fracaso en términos numéricos y no alentó a que el resto de los países europeos permitieran la libre movilidad con España por temor a nuevos contagios. Medidas como cuarentenas obligatorias, tests obligatorios o simplemente la prohibición de entrada para personas provenientes de España o de alguna de sus regiones más afectadas fueron reimpuestas incluso dentro del área de libre movilidad europeo, el espacio Schengen, alterando un mercado del que viven miles de personas en un país cuya industria más fuerte es la del turismo, el cual aportó el 15% del PIB español en 2018, según un informe elaborado por American Express y el lobby World Travel & Tourism Council (WTTC).
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"Whatever... Let's party tonight!" le dice con acento británico una rubia alta y muy maquillada a su amiga, justo antes de hacer un ademán a su compañera y levantar con su mano una mascarilla centímetros de su cara al ver pasar una patrulla de policía municipal frente a ellas. Ambas andan por la calle de Punta Ballena con vestidos muy cortos y doblan en la esquina frente a un bar cerrado al ver que la patrulla sigue de largo.
La escena se normaliza cuando la noche cae en Magaluf y cualquiera estaría por entrar en una de sus incontables discotecas. Solo que esta noche todas tienen la persiana metálica baja o sus carteles desbaratados y estas dos rubias y yo somos casi los únicos seres que andan por estas calles en esta noche de verano en uno de los grandes iconos de la juerga sin control.
Si algo tienen de común las esquinas más turísticas del mundo son la cantidad de carteles llamativos en varios idiomas: desde tatuajes y ofertas de happy hours hasta un abogado en caso de infringir alguna regla cuyas multas tienen varios años tratando de persuadir a aquellos visitantes de un destino conocido por su turismo de excesos. En la localidad de Magaluf, al suroeste de la isla de Mallorca, la multa por andar desnudo o beber alcohol por la vía pública o tirarse de un balcón hacia una piscina son aquellas formas de diversión que están penadas -y advertidas- en algunos de estos carteles pegados a los postes de luz y que se camuflan con los demás. Sin embargo, las chillonas fachadas de los edificios y excéntricas atracciones de este parque de diversiones para adultos contrastan con la soledad y el silencio del centro en medio de un verano raro en el que el gobierno de la comunidad autónoma de las Baleares aplica estrictas medidas de seguridad contra el Covid-19 solamente en "zonas rojas" como Magaluf.
La veterana dueña del local de suvenirs acaba de cerrar el local y la espera una vecina con su perro del otro lado de la persiana metálica. El local llama a la clientela bajo un cartel azul y amarillo que dice "International paid shop" y contrasta con los afiches recién pegados ese día de "Queremos trabajo" y "We love tourists" con un corazón rojo en el medio.
-Es que el otro día se armó este follón [alboroto público] entre algunos borrachos y estos negros que les fueron a robar y nos mandaron a cerrar a todos nuevamente. Ahora solo puedo abrir yo sola y no puedo vender alcohol, no estoy vendiendo nada y ya hay varios en esta calle que no pudieron pagar más el alquiler.
Dice Katie -nombre ficticio dado por la señora- en su español con acento anglosajón. Me explica que tiene a sus cinco empleados en el ERTE, un despido no definitivo en el cual miles de empresas se ampararon en España durante el estado de alarma generado por la pandemia. La semana anterior se habían divulgado por redes sociales videos de juergas de varios turistas, en su mayoría británicos, en los que saltaban sobre autos y se aglomeraban en las calles de Magaluf sin mascarillas y sin respetar las distancias personales y medidas de seguridad que hasta ese momento eran meras recomendaciones del gobierno para tratar de contribuir a lo que no fue: la supervivencia, en un verano rarísimo, para los sectores más golpeados por la pandemia: el turismo y la hostelería.
Katie reprocha tanto contra las medidas del ayuntamiento como contra "delincuentes" que arman peleas con turistas borrachos porque "no tienen qué robar y se aprovechan de los follones para coger algún móvil o lo que encuentren" y acusa a los vendedores informales. Katie, junto a otros empresarios y propietarios de comercios han organizado pequeñas manifestaciones en Magaluf para "reclamar su derecho a trabajar" y en contra de lo que creen que es una injusticia: que las únicas medidas de cierre de locales se aplican para unas pocas calles de Magaluf, pero que en el resto de las Baleares los bares pueden trabajar casi con total normalidad en un contexto en el que se comienzan a disparar nuevamente los rebrotes en toda España desde la primera oleada del virus.
En enero, poco antes del inicio del estado de alarma debido a la pandemia, el gobierno de las islas Baleares ya estrenaba una nueva ley de excesos, la cual prohíbía por decreto prácticas como las barras libres, la contratación de tours por varios bares (pubcrawls), las horas felices, o la venta de alcohol en tiendas a partir de ciertas horas en las zonas más conflictivas de las islas -entre ellas Magaluf-, y que permitía a los hoteles la expulsión inmediata de clientes que practicaran el famoso balconing.
En Magaluf y en la colindante Palmanova hay 88 hoteles. Sin embargo, este verano sólo están abiertos 28. Por la medida de Londres de imponer cuarentena a todo aquel que regrese a Reino Unido de España debido a los insistentes rebrotes de coronavirus, muchos otros establecimientos cerraron o amenazaron con cerrar por el parón en un destino en el que 55% -unos 2,5 millones- de los clientes son británicos.
De vez en cuando se ven pasar algunos turistas caminando medio rápido. Son grupos de no más de cuatro o cinco amigos con pintas de guiris. Algunos de ellos suman la mascarilla -de uso obligatorio aunque aún no muy respetado en Mallorca a finales de julio- a su look de bermudas y camisetas de flores chillonas. Pareciera que van a algún lado. Pero en realidad solo van de bar en bar a ver si alguno esconde alguna fiesta clandestina en el fondo. Sigo a un par de grupos pero no parecen tener mucha idea y se la pasan rumoreando de supuestas fiestas en habitaciones de un conocido o de otro. Aquellos pocos que van con mascarilla parecen ser los más callados.
Un negocio que parece prosperar dada la repetitiva cantidad de locales en cada calle parece ser el de la tinta y las agujas: un montón de salas de tatuajes con nombres y carteles muy parecidos lucen, cerradas en su mayoría esta noche de sábado, casi una al lado de la otra. En una de las muy pocas que tiene su luz de "Open" prendida lucen su par de trabajadores sentados en el pórtico en sus banquitos rojos de trabajo. Al igual que la mayoría de trabajadores de Magaluf, no quieren hablar ni comentar nada sobre la situación.
La superficialidad que normalmente reina en estos lugares no se termina en crisis impensables como esta. Sin embargo, hay en Magaluf otro mundo aparte del de bares para turistas anglosajones o alemanes que no parece estar tan visibilizado y es el único que prospera medianamente en este sosegado verano.
No hay viento, el aire mediterráneo está seco y la noche trae una temperatura agradable luego del día caluroso. Frente a uno de los hoteles más grandes, un bar ofrece eurocañas con tapas (cerveza y tapa o acompañante por un euro) tiene en su pequeña terraza con mesas y sillas de plástico a algunos locales bebiendo y hablando en mallorquín, un dialecto del catalán. El enorme pero vacío hotel que tiene en frente no tiene más que unas pocas ventanas del primer y segundo piso iluminadas y de su piscina-escenario, visible desde este pequeño bar, no se oye nada. Aparte del rumor de la televisión española arriba de la cabeza del mozo y las voces de dos parejas españolas que se apoyan en la barra, parece una noche tranquila en cualquier otro pequeño pueblo de la isla, lejos de cualquier ciudad; donde el turismo atraído por los paquetes todo incluído de las agencias de viajes internacionales aún no ha descubierto sus rincones.