Por The New York Times | Norimitsu Onishi
La identidad de Richard Beauvais empezó a desvelarse hace dos años, después de que una de sus hijas se interesó por su ascendencia. Ella quería saber más sobre sus raíces indígenas (incluso estaba pensando en hacerse un tatuaje indígena) y lo instó a hacerse una prueba casera de ADN. Beauvais, quien entonces tenía 65 años, llevaba toda la vida describiéndose a sí mismo como “mitad francés, mitad indígena”, o métis (francomestizo), y había crecido con sus abuelos en una cabaña en un asentamiento métis.
Por eso, cuando la prueba reveló que no era indígena ni francés, sino una mezcla de ascendencia ucraniana, judía asquenazi y polaca, lo descartó creyéndolo un error y volvió a su vida de pescador comercial y propietario de un negocio en Columbia Británica.
Más o menos al mismo tiempo, en la provincia de Manitoba, un joven curioso de la familia política de Eddy Ambrose había destrozado la identidad de toda la vida de dicho hombre con la misma prueba genética. Ambrose había crecido escuchando canciones populares ucranianas, asistiendo a misa en ucraniano y comiendo pierogi con gusto, pero, según la prueba, no tenía ascendencia ucraniana en absoluto.
Era francomestizo.
Así, tras un primer contacto a través de la página web de la prueba, meses de correos electrónicos, llamadas telefónicas angustiosas y noches en vela en las familias de ambos, hace dos años, Beauvais y Ambrose llegaron a la conclusión de que los habían cambiado al nacer.
Según Beauvais y Ambrose, el error se produjo hace 67 años en un hospital rural canadiense, donde nacieron con horas de diferencia y los enviaron a casa con los padres equivocados.
Durante 65 años, cada uno llevó la vida del otro: para Beauvais, una infancia difícil que se hizo más traumática por las brutales políticas canadienses hacia los indígenas; para Ambrose, una educación feliz y despreocupada, impregnada de la cultura católica ucraniana de su familia y su comunidad, pero divorciada de su verdadera herencia.
Las revelaciones han obligado a los dos hombres a preguntarse quiénes son en realidad y cada uno de ellos ha tratado de reconstruir un pasado que podría haber sido el suyo y de comprender las implicaciones.
“Es como si alguien entrara en una casa y te robara algo”, afirmó Ambrose. “Siento que me robaron mi identidad. Todo mi pasado desapareció. Todo lo que tengo ahora es la puerta que se abre a mi futuro y que necesito descubrir”.
La primera vez que los dos hombres interactuaron, en lo que podría haber sido una conversación telefónica incómoda, Beauvais rompió el hielo con una broma. Los padres de Beauvais, dijo, “miraron a los dos bebés, agarraron al guapo y dejaron al feo”, pero cuando los dos empezaron a hablar de temas serios, se confiaron uno al otro que deseaban que la verdad no hubiera salido a la luz.
“Los dos coincidimos en que, si hubiéramos descubierto la verdad y nadie más lo hubiera sabido, habríamos cerrado ese capítulo y no se lo habríamos contado a nadie”, dijo Beauvais. “Simplemente habríamos dejado que nuestra vida siguiera su curso”.
Nacidos en un pequeño hospital municipal de Arborg, Manitoba, a unos 110 kilómetros al norte de Winnipeg, la capital provincial, los caminos de los dos niños se separaron desde el principio.
Dos parejas habían acudido al hospital desde pueblos cercanos para el nacimiento de sus hijos.
Camille Beauvais era francocanadiense y su esposa, Laurette, era cree y francocanadiense, métis.
La pareja vivía en un poblado llamado Fisher Branch, en una casa pequeña y mal construida que, como la mayoría de las casas del pueblo en la década de 1950, carecía de plomería interior, según tres personas que conocieron a la pareja y aún viven en Fisher Branch. Camille Beauvais trabajaba en mantenimiento para el ferrocarril nacional.
“Era todo un caballero, era educado y saludaba a todo el mundo con mucha amabilidad”, recordó Cubby Barrett, de 91 años. “Era mi amigo”.
Gladys Humeniuk, de 96 años, afirmó que Laurette (quien se había trasladado desde un asentamiento métis llamado St. Laurent, donde se hablaba tanto cree como francés) “siempre era reservada porque no hablaba inglés”.
En cambio, James y Kathleen Ambrose eran hijos de inmigrantes ucranianos. Eran agricultores prósperos y también tenían un almacén general y una oficina de correos en un poblado llamado Rembrandt. Cuando llegaron al hospital, tenían tres hijas. Eddy “por ser el único hijo, se convirtió en el mundo para mamá y papá”, recordó la mayor de los hermanos, Evelyn Stocki, de 75 años. “Tenía un vínculo muy estrecho con nuestro padre”.
Eddy Ambrose describió a su padre como un “mentor”, y añadió: “Yo quería ser como él”.
En una entrevista en Winnipeg, en una casa modesta que comparte con su esposa, Eddy Ambrose recordó cómo creció consentido y protegido por sus padres y sus tres hermanas mayores.
“Richard debió haber tenido mi educación, en una familia cariñosa”, explicó Ambrose, tapicero jubilado. “Ese debió haber sido él. Debió haber recibido ese amor”.
Cuando los dos hombres hablaron por teléfono por primera vez, Ambrose no podía entender el trauma infantil de Beauvais.
“Richard me dijo que quizá yo no habría sobrevivido… fue así de brutal”, dijo Ambrose. “Y pensé, bueno, quizá me alegre de no haber estado allí, pero, de cierta manera, es triste que él diga eso”.
Lo que Beauvais sabe de su infancia es a partir de fragmentos de recuerdos y “pedacitos que le cuentan las personas”, comentó en una entrevista en su casa de Sechelt, una ciudad costera de Columbia Británica, en una propiedad extensa donde él y su esposa crían caballos.
El padre de Beauvais murió de una enfermedad cuando él tenía 3 años. Su madre, Laurette, se lo llevó a él y a sus dos hermanas a su pueblo natal, St. Laurent, el asentamiento métis. Vivían con sus abuelos, en una cabaña separada de la carretera por un pantano por el que solo se podía transitar en otoño e invierno. La familia hablaba cree y francés. Su abuela hacía vino de diente de león, calentaba piedras en una estufa de leña y las usaba para calentar las camas de los niños.
“Lo triste es que no recuerdo su nombre”, señaló Beauvais, y añadió que solo conoce el apellido de sus abuelos, Richard, su nombre de pila.
Tras la muerte de sus abuelos, la carga de cuidar de sus hermanas recayó sobre él. Recuerda la sangre tras picar por accidente a una de sus hermanas con un alfiler para pañal. Se acuerda de buscar comida en un basurero. Recuerda esperar a su madre afuera de la “puerta del baño de señoras” del bar local.
Luego, cuando tenía 8 o 9 años, llegó lo que él llama “el peor día” de su vida. Los trabajadores del gobierno se abalanzaron sobre la cabaña para reclamar la custodia de los niños, que se habían quedado solos.
Beauvais recuerda haber golpeado y pateado a un trabajador que había abofeteado a una de sus hermanas, que estaba llorando, y luego haber sido arrojado desde un tejado bajo. Al final llevaron a los niños a una habitación con paredes rosas donde, según narra, los padres adoptivos los elegían “como cachorros” y él “fue el último en irse”. Por suerte, Beauvais dijo que al final acabó en una familia adoptiva cariñosa, la familia Pool, con quienes ha mantenido relación hasta el día de hoy. Aprendió inglés, pero olvidó el francés y el cree. Beauvais recuerda que una vez fue a los tribunales cuando su madre intentó recuperar la custodia de sus hijos sin éxito.
Puesto que vivía en la Manitoba rural, donde las comunidades indígenas y blancas se han codeado desde el comercio de pieles, Beauvais dijo que se movía con facilidad entre los dos mundos.
A los 16 años se mudó a Columbia Británica para trabajar como pescador comercial. Con el tiempo se convirtió en propietario de una empresa de soldadura y de barcos de pesca comercial, donde contrató a tripulantes indígenas y no indígenas.
Nunca intentó obtener el reconocimiento oficial como métis y, por consiguiente, nunca recibió ninguna prestación especial del gobierno. Observó cómo la política de Canadá hacia los indígenas cambiaba de manera radical.
Canadá ha pasado de la asimilación forzosa de los indígenas a la reconciliación mediante disculpas e indemnizaciones y la celebración de su cultura.
“En mi época era difícil ser indígena”, dijo. “No estaba de moda como en la actualidad”.
Hoy, Beauvais se siente igual que durante su primera conversación con Ambrose. No estaba seguro de qué hacer con su nueva identidad.
“Tengo 67 años y, de repente, soy ucraniano”, explicó Beauvais. “Nunca he estado rodeado de ucranianos.
“He contado chistes de ucranianos, pero ¿de verdad quiero serlo?”, comentó sobre la posibilidad de investigar su ascendencia recién descubierta.
No obstante, desde aquella primera llamada, Ambrose se ha embarcado en una intensa búsqueda de sí mismo, estableciendo vínculos con una hermana biológica que casualmente vivía cerca y empezó a trabajar con abalorios, una artesanía tradicional métis. Es el impulsor de una demanda que su abogado, Bill Gange, interpuso contra la provincia de Manitoba, en la que solicita una disculpa y una indemnización. En cuanto a Beauvais, dice que no cambiaría la vida que ha llevado.
“Si hoy pudiera volver a esa habitación de hospital y cambiar, no lo haría, porque tengo dos hijas preciosas, una esposa hermosa, tres nietas bellísimas”, aseveró. “Claro que tendría todo eso con alguien diferente, pero no serían estas niñas ni esta esposa”.
Aun así, tuvo una sensación de pérdida después de que la prueba genética demostró que no tenía raíces indígenas.
“Lo indígena era algo que yo tenía, que yo pensaba que nadie podía quitarme”, explicó Beauvais, quien sigue utilizando “nosotros” y “nos” para referirse a los indígenas canadienses. “Aunque ahora sé que no soy nativo, en mi mente siempre lo seré”. Eddy Ambrose, quien descubrió a los 65 años que lo habían cambiado al nacer en un hospital rural canadiense, en su casa en Winnipeg, Manitoba, Canadá, el 6 de marzo de 2023. (Nasuna Stuart-Ulin/The New York Times) Eddy Ambrose, quien descubrió a los 65 años que lo habían cambiado al nacer en un hospital rural canadiense, en su casa en Winnipeg, Manitoba, Canadá, el 6 de marzo de 2023. (Nasuna Stuart-Ulin/The New York Times)