Por The New York Times | Jack Healy and Miriam Jordan
LUKEVILLE, Arizona — Como mucha gente en la diminuta ciudad de Why, Arizona, la vida de Stephanie Fierro gira en torno al paso fronterizo que está cerca. Trabaja en una cafetería al lado de la carretera que les sirve enchiladas a los turistas estadounidenses que pasan por ahí de camino a las playas de México. Su marido, un ciudadano mexicano, vive del otro lado.
Ese vínculo se rompió el 1.° de diciembre cuando las autoridades fronterizas de Estados Unidos cerraron el puerto de entrada aledaño en Lukeville para hacer frente a la afluencia de miles de migrantes que han estado acampando en una zona accidentada del desierto a lo largo del muro fronterizo. Las autoridades fronterizas señalaron que tuvieron que cerrar el puerto a los cruces legales a fin de concentrar todos sus recursos en la ola de cruces ilegales.
Esto ha creado una crisis con dos caras: una emergencia humanitaria en la frontera, donde cientos de migrantes queman cactus y basura para calentarse de noche, y un desastre económico para los habitantes de las zonas rurales del sur de Arizona cuyas vidas y sustentos dependen del paso fronterizo que ahora está cerrado.
“Vamos y venimos todos los días”, comentó Fierro, de 26 años, quien tiene ocho meses de embarazo de su segundo hijo. Según Fierro, si la frontera sigue cerrada, duda que pueda ver a su marido antes de la fecha prevista del parto. “Eso simplemente está mal”.
Según las gasolineras, los restaurantes y las agencias de seguros de viaje que atienden a los turistas de paso más adelante en la carretera, su negocio se había reducido un 90 por ciento sin el tráfico de las casi 3000 personas que a diario cruzan de manera legal a Estados Unidos por Lukeville.
Las familias mexicanoestadounidenses que trabajan en Arizona, pero viven al otro lado de la frontera, en Sonoyta, México, están haciendo todo lo posible por encontrar la manera de llevar a sus hijos a la escuela, desplazarse al y desde el trabajo o cuidar a padres a los que ya no pueden visitar con facilidad.
Conducir de Arizona a Sonoyta, un trayecto en línea recta que suele tomar unos 40 minutos por la autopista 85, ahora requiere un viaje de 6 horas serpenteando a través de secciones de México bajo el control de los cárteles, mencionaron los residentes.
Los líderes demócratas y republicanos de Arizona han criticado al gobierno del presidente Joe Biden por la gestión de la crisis fronteriza, un extraño momento de acuerdo bipartidista en un estado muy dividido en el que la inmigración es uno de los temas principales para los votantes.
La gobernadora Katie Hobbs, demócrata, visitó la zona el sábado después de afirmar que la respuesta federal había creado una “crisis absoluta”.
En una carta conjunta dirigida a la Casa Blanca, Hobbs y dos senadores de Arizona —el demócrata Mark Kelly y la independiente Kyrsten Sinema— calificaron el cierre como un “resultado inaceptable que desestabiliza aún más nuestra frontera, pone en riesgo la seguridad de nuestras comunidades y daña nuestra economía”.
Hobbs señaló que enviaría soldados de la Guardia Nacional si el gobierno no redirigía los recursos federales para reabrir el cruce de Lukeville. Los republicanos de Arizona, para quienes el cierre es una consecuencia de las políticas fallidas de inmigración de la Casa Blanca, han criticado a Hobbs por no haber desplegado ya a la Guardia.
La inmigración ilegal ha sido una realidad desde hace tanto tiempo en el desierto alrededor de Lukeville, una comunidad minúscula que está conformada por unas cuantas tiendas libres de impuestos y un motel cerrado, que las señales de los senderos del Monumento Nacional de Pitaya Dulce les advierten a los excursionistas de la presencia de contrabandistas y todos los días los residentes ven furgonetas verdes y blancas de la Patrulla Fronteriza que pasan volando por las carreteras.
Sin embargo, según muchos residentes, hasta ahora no habían sentido ningún impacto personal de la crisis migratoria que agobia partes de la frontera.
Varios residentes de las comunidades cercanas de Ajo y Why mencionaron que sentían compasión por los migrantes amontonados junto al muro fronterizo, pero que les frustraba que el aumento de los cruces ilegales había interrumpido sus viajes legales de ida y regreso a través de la frontera.
“No soy un tipo antiinmigración”, comentó Lonnie Guthrie, jefe de los Servicios de Ambulancia de Ajo, a los que han desbordado las llamadas para transportar a migrantes heridos o a madres que dan a luz en el desierto. Guthrie señaló que era demócrata de toda la vida, pero que le exasperaba la frecuencia de los cruces y el cierre de la frontera.
“No sé cómo alguien puede creer que esto es bueno para Estados Unidos”, opinó. “Alguien tiene que ayudarnos”.
El sector de Tucson en la frontera, un tramo de 418 kilómetros que incluye Lukeville, ahora se ha convertido en la sección más concurrida de los 3220 kilómetros que mide la frontera sur. Los agentes se encontraron con 55.224 migrantes en octubre, el último mes del que hay datos disponibles, en comparación con los 22.938 de octubre de 2022.
Las cifras han aumentado pues los contrabandistas hacen pasar a los migrantes a través de corredores migratorios cada vez más aislados y desolados, como el Monumento Nacional de Pitahaya Dulce y la Reserva de la Nación Tohono O’odham.
El gobierno de Biden ha intentado reducir los cruces ilegales por medio de un proceso organizado para que los solicitantes de asilo consigan una cita en una aplicación llamada CBP One. También ha intentado expulsar rápido a los migrantes, presentar cargos penales por entradas ilegales repetidas e imponerles normas más estrictas a las solicitudes de asilo.
No obstante, los migrantes que se reunieron al lado del muro fronterizo esta semana, a la espera de que los recogieran los agentes de la Patrulla Fronteriza, mencionaron que no los había disuadido la amenaza de violencia a lo largo del viaje a Estados Unidos ni la deportación en cuanto llegaran. Contrabandistas u otros migrantes engañaron a algunos cuando les dijeron que iban a poder quedarse de manera permanente en Estados Unidos en cuanto cruzaran la frontera y se entregaran.
Guido Sarango, de 42 años, y su hijo Neyder, de 21, se sentaron acurrucados junto al muro fronterizo una mañana helada de esta semana, su segundo día de hacer largas filas y esperar a que los agentes fronterizos los recogieran.
El par había llegado a la frontera desde Ecuador, su país de origen.
Unos grupos de voluntarios a ambos lados del muro habían repartido tortillas y plátanos para comer, pero, a pesar de todo, padre e hijo estaban hambrientos, no se habían duchado en días y habían tenido que ir al baño en público con los cientos de hombres que los rodeaban. Sin embargo, según Sarango, había valido la pena.
“Todo lo que ocurre aquí es mejor que lo que ocurre en mi país”, afirmó.