El coronel retirado Eduardo Ferro, que se encuentra preso, fue procesado con prisión este lunes por el secuestro en Porto Alegre en 1978 de los militantes del Partido por la Victoria del Pueblo (PVP) Universindo Rodríguez y Lilián Celiberti, y los dos hijos de la segunda: Camilo y Francesca Casariego, en ese momento de siete y tres años respectivamente.

La jueza de la causa, Silvia Urioste, condenó a Ferro por “cuatro delitos de privación de libertad especialmente y muy agravados, en concurrencia fuera de la reiteración con dos delitos de violencia privada especialmente agravados”. Así, desestimó “las excepciones y oposiciones formuladas por la defensa” del hombre.

Esta causa fue enmarcada en el Plan Cóndor de coordinación entre militares de la región para la represión de militantes de izquierda.

“Siempre es una buena noticia que la Justicia actúe contra la impunidad”, le dijo Celiberti a Montevideo Portal.

La primera denuncia penal que realizó la mujer junto a Rodríguez fue en 1984, 40 años atrás. “Primero fue el silenciamiento político sobre los crímenes cometidos en la dictadura, después fue la impunidad de la ley de Caducidad y finalmente la obstaculización jurídica de los militares”, consideró Celiberti.

Ferro ya está preso por la desaparición forzada del militante comunista Oscar Tassino. Por su parte, dos involucrados en el caso Celiberti, Glauco Yannone de León y Carlos Rossel Argimón están detenidos a la espera del juicio. José Walter Bassani Sacías, quien fue jefe de la Compañía de Contrainformación, se encuentra prófugo en España.   

“Una causa que finalmente avanza contra la impunidad”, enfatizó la maestra y fundadora de la ONG Cotidiano Mujer.

El relato de la detención de Celiberti

En el libro Mi habitación, mi celda (1990), escrito por Celiberti y Lucy Garrido, se narra desde el punto de vista de la secuestrada cómo se dio su detención.

“Ese domingo fue a la Rodoviaria de Porto Alegre a esperar a una compañera. Eran las 9 de la mañana. Alguien, con tono amable, le pidió los documentos. Entregó el pasaporte uruguayo y la condujeron a una oficina. Su situación en Brasil era legal y pese a que sabía de las nuevas detenciones en Buenos Aires y Montevideo, pensó que no debía preocuparse. Un uruguayo la saluda como si la conociera”, comienza el relato.

A continuación, dice: “Ella recuerda: Capitán Yannone, 1973, Punta de Rieles, famoso por la depredación que hacía con los paquetes que los familiares enviaban, pero más por su sostenida aureola de crueldad. Ya no puede decirse que nada grave sucede, aunque la conciencia del peligro, en vez de incentivar sus energías, la sume en la pasividad del que espera la reacción del otro y sólo puede pensar que Camilo y Francesca aún estarían en Italia si ahora fuese octubre y noviembre no viniese tan mal aspectado. Camilo y Francesca, que están esperando ir al fútbol con Yano [Universindo Rodríguez] mientras ella, en Jefatura, desnuda y con alambres en los oídos y en las manos, recibe las descargas y el agua, las descargas y el agua, las descargas y el agua, pensando en el hijo de Sara, en la hija de Emilia, en Camilo y Francesca, Camilo y Francesca...”

En el mismo texto, más adelante aparece mencionado Ferro. La primera vez es cuando explica que, luego de ser trasladada por los militares al Chuy con sus hijos, los llevaron “a poca distancia del mar, al lado de unos árboles”. “Me preguntan sobre otros compañeros uruguayos en Brasil, cómo se reparte nuestro periódico, a quién conozco en Montevideo. Cada uno tiene una pregunta predilecta; Glauco Yannone juega al malo y grita muy alterado: ‘Esta está de viva, no hay que darle más pelota, vamos a actuar. ¡Total! Aquí termina el viaje ¿O piensa que nos vamos a tomar tantas molestias?’ Dicen que me van a matar allí mismo porque no quieren más complicaciones: “Uno más al Río de la Plata”. Me paran, me ponen junto a un árbol en un simulacro de fusilamiento y la verdad, no se me ocurrió ni por un instante que fueran a matarme. No tuve miedo; me parecía increíble que me mataran de esa forma tan simple, tan humana. El odio que tenían a todos era tan profundo que no creía que quisieran ahorrarle sufrimientos a nadie, y les dije: ‘Ustedes no van a hacer todo esto para matarnos así, simplemente’. El Capitán Ferro se acercó: ‘Parece que contigo se puede hablar’, dijo. Yo le contesté que sentía una enorme responsabilidad respecto a mis hijos y que podía decirles algo que tal vez les sirviera si se comprometían a salvarlos”.