Por César Bianchi
@Chechobianchi
A Federico Lemos Rovira (50) le gustan, por ejemplo, The Smiths o The Cure, pero nunca en su vida compraría un disco de Márama o Rombai y pensaba que “la bomba loca” era el nombre de un trago. Sin embargo, como director de cine, dirigió una película que repasa la vida y obra de Gustavo Cordera, y otra que retrata el momento efervescente de las bandas que lideraron Fer Vázquez y Agustín Casanova.
No sabe nada de automovilismo, ni usar el gato para cambiar un neumático. Así y todo, le dedicó una película a Gonzalo Gonchi Rodríguez. Es bolso como el que más, pero dirigió DF, la película que homenajea al exaurinegro Diego Forlán. Era un jovencito con acné cuando guerrilleros del movimiento Tupac Amaru secuestraron a 800 personas en la residencia del embajador japonés en Lima en diciembre del 96, pero de grande evocó aquella noticia omnipresente en los medios, en el filme Rehenes.
Hace solo unas semanas estrenó su última película (documental) titulada Jorge Batlle: entre el cielo y el infierno, cuando, curiosamente, el gobierno del último presidente colorado lo empujó al exilio y —por carambolas del destino— terminó provocando su embelesamiento con el oficio de director de cine. Y este mismo año, en setiembre, presentará una peli que contará historias del básquetbol uruguayo, un deporte que no le mueve un ápice de sensibilidad.
Si se fija bien, verá qué tienen en común todos sus proyectos audiovisuales: a Fede Lemos le gusta contar buenas historias, aunque al elegirlas le resulten tan ajenas como la economía en la Mesopotamia entre el Tigris y el Éufrates. Ahí radica el comienzo de su éxito: advierte una buena historia donde otros no la ven. Luego busca auspiciantes públicos y privados, en procura de un equilibrio sano que le permita independencia técnica. E invierte con su dinero en ellas. Finalmente, democratiza sus filmes para hacerlos accesibles a la mayor cantidad de gente posible.
De esta forma, Lemos —con más de diez largometrajes en su haber, muchos de ellos en Netflix, HBO y Amazon Prime— ha logrado lo que se propuso meses después de que un hermano de un amigo suyo le dijo, como sonseando: “Venite por acá, que estoy filmando una película”: poder vivir del cine.
¿Qué querías ser de grande cuando eras niño?
Recuerdo un test vocacional que me hicieron al comenzar el colegio. Me acuerdo que me salió, como bien marcado, veterinario y, segundo, músico. Eso me lleva a lo que yo hacía de niño, que era estar todo el día en el parque juntando bichos. Levantaba piedras y juntaba mangangá, los pinchaba en espumaplás, los ponía en frascos. Y la música estaba muy marcada también, y yo pasaba música con los grabadores y pasacasetes en los cumples de la infancia. Eso me lleva después a ser DJ. Yo empecé pasando música en Katmandú, un boliche de Montevideo (Coimbra y Limburgo), que también estaba en Atlántida. Y, bueno, no fui veterinario porque la vida me llevó para el lado del arte y la música, pero pasé 17 años de mi vida pasando música: después de Katmandú lo hice en Milenio (25 de Mayo y Ciudadela), en Lokomotiv… pasé muchos años en la noche, pasando música y como barman. Así hasta casi los 30 años. También en esa época trabajé en el desarrollo de productos multimedia. Los CD-Rom de diversos temas que salían con El País los hacía yo.
¿Y cómo nació tu pasión por el cine?
No la tenía. El cine aparece en mi vida como una casualidad. Me fui del país en 2002, producto de la crisis que ocurrió en Uruguay durante el gobierno de Batlle. Perdí mi laburo, perdí mi casa, emigré a mediados de 2002, y a partir de ahí cambió totalmente mi vida. Me fui a Toronto, Canadá…
¿Por qué a Canadá?
Porque en ese momento estaba de novio con una canadiense, que también perdió su trabajo en Uruguay. Y nos fuimos, para ella fue muy fácil retomar su vida allá, para mí fue un golpe tremendo. Sabía inglés, pero no era fluido, había 30 grados bajo cero y a laburar en una fábrica con overol, silicona y barro. Trabajaba fabricando paredes de vidrio para grandes rascacielos, y yo tenía que poner silicona con una máquina… tuve que aprender un oficio ya grande, con 30 años, saliendo de la noche y el glamour de lo divertido. Tuve que salir de mi país y meterme en otro muy distinto, y un ambiente muy diferente, y me costó adaptarme.
“Me fui del país en 2002, producto de la crisis que ocurrió en Uruguay durante el gobierno de Batlle. Perdí mi laburo, perdí mi casa, emigré a mediados de 2002, y a partir de ahí cambió totalmente mi vida”
Un año después, ya desesperado por volver, tomé un avión y me volví a Uruguay. Hablamos de fines de 2003. Llegué a Uruguay un 2 de enero, y mis amigos estaban todos en la costa. Empecé a llamar a mis amigos y ninguno estaba, estaban en todos lados en la costa, entre Maldonado y Rocha. El último de mi lista era Marcelo Bednarik, lo llamé y me atendió el hermano, Sebastián [N. de R.: Sebastián Bednarik, director de La matiné, Mundialito y Maracaná, entre otras], y me dice: “No, Fede, Marce está en La Pedrera”. “Pah, qué macana. ¿Y vos en qué andás, Seba? Acabo de llegar al país, ¿no querés ir a tomar una cerveza?” “Bueno, dale”, me dice. “Yo estoy en la Peña Vecinal Vivir, General Flores e Industria, ¿conocés? Venite, estoy haciendo una película”. “¿Una película? Bueno, voy”. Llegué y estaba el Canario Luna, veo a Villancio, un montón de murguistas de una época del carnaval.
Y me dice: “Estoy haciendo una película sobre los viejos murguistas que vuelven al tablado”. Estaba filmando La matiné, y yo quedé fascinado. Lo vi laburar, y después nos tomamos una cerveza. Y yo veía cantar a estos viejos y veía trabajar a Pedro Luque (recientemente, director de fotografía en La sociedad de la nieve) haciendo las fotos y filmando, y pensé: “Si llego a llevar esta película a Canadá, se vuelven locos”.
No había redes sociales, y tenían gran
avidez por saber cosas de Uruguay, y no había nada: si querías ver una
película, tenías que esperar el DVD. Entonces le dije: “Seba, ¿qué vas a hacer
con esta película? Porque esto en el exterior sería un bombazo con todos los
uruguayos que hay por ahí”. “No sé, porque no tengo guita para terminarla,
estoy filmando hoy, pero no sé cómo voy a seguir”, me dice. Le dije: “Yo te doy
la plata para terminarla, lo único que te pido es que me dejes llevarla a
Canadá, la estrenamos allá, me quedo con las entradas y, lo que quede de sobra,
lo dividimos 50 y 50”. Se ríe y me dice que sí, como a los locos. Me fui a
Canadá, y al mes lo llamé y le dije: “Tengo la plata”. Se la transfiero, y me
transformo, sin saberlo, en productor asociado del proyecto, que termina siendo
un éxito en Uruguay, cuando se terminó de estrenar en 2007. Así surge el cine
en mi vida: en el exilio, de casualidad, sin haber estudiado, solo por un
encuentro casual con el hermano de un amigo.
¿Y en qué momento te diste cuenta de que podías dedicarte profesionalmente a hacer películas? Es decir, que podías vivir de eso.
En el mismo momento en que se estrena La matiné en Canadá, y que logro que miles de uruguayos exiliados (por distintas razones) agoten las entradas durante tres fines de semana seguidos. Ahí el presidente del Club Uruguay de Toronto me pone en contacto con el presidente del Club Uruguay en Nueva York, y este me pone en contacto con el Club Uruguayo en Barcelona, y en Madrid, en Estocolmo, en Sídney, en Melbourne… Ahí me di cuenta, al mes, que tenía un circuito de 15 funciones de película al mes en todo el mundo. Empecé a viajar con un DVD bajo el brazo. Presentaba la película, se agotaba y generaba muchos ingresos. Por esos tiempos me separé de mi pareja, y me dediqué a viajar, por 18 meses por todo el mundo, mostrando la película en un sistema itinerante —es el antecedente más cercano a Efecto Cine y el cine itinerante en Uruguay—, empecé a disfrutar de lo que estaba haciendo, a ganar guita, y dije: “Yo quiero hacer esto”. Era 2004.
“Un día escuché decir a Tarantino: ‘Yo técnicamente no sé hacer nada, pero tengo clara la idea que tengo y se la transmito a cada persona que se preparó para eso y ellos entienden lo que les transmito’. Eso me quedó marcado”
Sé que pasaste por la Universidad de la Empresa (UDE), pero ¿sos autodidacta?
En este aspecto soy absolutamente autodidacta. Hoy me pasás esa cámara [se refiere a la cámara de fotos que tiene el fotógrafo Javier Noceti] y no sé cómo prenderla. Técnicamente soy muy limitado, soy Pedro Picapiedra con la tecnología, pero me rodeo de un equipo técnico que sabe lo que hace. Un día escuché decir a Tarantino: “Yo no sé un carajo de esto, técnicamente no sé hacer nada, pero tengo clara la idea que tengo y se la transmito a cada persona que se preparó para eso y ellos entienden lo que les transmito”. Eso me quedó marcado, porque siempre tuve mucha vergüenza por no saber. Pero sé transmitir lo que quiero, y sé formar equipos de gente muy grosa, copada, para que yo pueda hacer lo que sé hacer: contar historias. A mí me dicen director de cine y me río, me gusta decir que yo cuento historias.
He notado que tenés un claro interés periodístico en tus filmes, que, además, son documentales. Eso queda claro en varios proyectos. ¿Es tu forma de hacer periodismo, también?
Es que el periodismo estuvo siempre en mi vida, a través de mi padre [Carlos Lemos]. Papá empezó en Mundocolor en el 86, después trabajó en El País durante 10 años. Todas mis películas tienen un gancho directo con una crónica periodística que mi viejo en algún momento hizo. Cuando hice Rehenes (2017), sobre la toma de rehenes en la residencia del embajador de Japón en Lima, yo recordaba que de acá había ido a cubrirlo Martín Sarthou, que fue la primera cobertura internacional de la CNN, y mi viejo cubrió ese hecho, desde acá. Era el año 96, y yo estaba fascinado con esa historia. Esperaba a mi viejo todas las noches para saber si habían podido entrar, si estaba el Mossad involucrado, si había túneles, así todos los días. Yo me crie leyendo varios diarios, y con las crónicas de mi padre: detrás de la “superbanda” en Uruguay, el caso de Nico Pérez, y otras que yo seguí de cerca. Aparte, yo entré a El País como cadete, el otro cadete era Mariano López. Yo me crie en una redacción.
Y desde el punto de vista periodístico, siempre me pareció fascinante el periodismo de investigación, como el que hacés vos, y otros tantos. Del periodismo de refritos y fake news me mato de risa. Lo periodístico ha quedado siempre en mí, sin haberme metido nunca en el periodismo.
Tu ópera prima es El último carnaval (2011), sobre el carnaval de La Pedrera, sobre el conflicto existente entre los lugareños del balneario y los que iban a disfrutar del carnaval. Pero luego, tus siguientes documentales fueron en coautoría con Luis Ara: 12 horas 2 minutos (2012), Jugadores con patente (2013), Gonchi, la película (2015). Después, ambos documentalistas toman caminos separados. ¿Por qué? ¿Qué pasó?
Bueno, la codirección es una sociedad, es un matrimonio, es un ida y vuelta permanente. Nosotros transcurrimos un camino muy exitoso, porque Gonchi anduvo muy bien, fue la primera película adquirida por Netflix para todo el mundo en 17 idiomas, y otros proyectos solventes en la recaudación y la exposición. Pero empecé a sentir que la relación se estaba desgastando, porque necesariamente en ese tipo de relación hay un desgaste. Yo era el encargado del montaje. Una cosa es codirigir en el rodaje, otra cosa es, después, el montaje.
“Los seres humanos tenemos como botones o fichas que activan emociones. Vos estás en una sala de cine y la película te tiene que pegar en tres lugares: en la cabeza, en el corazón y en los genitales”
En la isla de edición vos podés hacer muchas películas distintas. Y ahí yo prevalecía, porque muchas horas de trabajo para montar una pieza, y de repente aparece otra persona para desarmar lo que estás haciendo, para hacer otra cosa, ahí se dan situaciones un poco tensas… que jamás desencadenaron en un problema. Nuestra separación fue sana. Pero yo le dije: “Necesito continuar en esta búsqueda, pero con mi visión y con cómo yo creo que deben ser contadas las historias”. Yo seguí por mi lado. Después de eso, estrené seis películas nuevas, y él estrenó sus películas, y seguimos por caminos separados. La semana pasada, cuando estrené Jorge Batlle: entre el cielo y el infierno —la película más vista en cines, el día de su estreno—, él estaba enfrente, con su película Rada.
¿Qué te llevó a radicarte un tiempo en Los Ángeles, California? ¿También Cupido te llevó hasta ahí?
Mirá, la película La fábula del escorpión —la de Gustavo Cordera— queda seleccionada para el Festival del Cine de Guadalajara (que se hace en Los Ángeles), y viajé con la película, y esa peli gana en dos premios, y en la premiación en Los Ángeles conozco una ciudad con una dinámica que me fascina, de intercambio, de contactos, ¡era Hollywood! Y estaba coqueteando con Gustavo Santaolalla para hacer la película de Bajofondo, entonces vi una oportunidad. Y me dije: “Tengo que aprovechar esta oportunidad”. El premio por La fábula del escorpión me lo dan en el Egipcian Theatre, donde se hacía la gala de los Oscars antes del Dolby, en una sala con 1.200 personas. Me pareció que esa oportunidad era una ventanita que se abría.
“Tengo que venir a probar suerte acá. Y tengo a Santaolalla que ganó dos Oscars y 17 Grammys, es un tipo que me puede apadrinar”. Decidí probar suerte, no podía irme del todo porque tenía un hijo chico de 3 años y no podía sacrificar mi paternidad, pero sí me significaba un gran esfuerzo ir y venir constantemente. Iba, estaba un mes o dos y volvía. Me costó darme cuenta de que eso no iba a funcionar, fue mucho desgaste de energía, pero no me arrepiento de haberlo intentado. Incluso, ahí avancé con el proyecto de la película de Bajofondo.
¿Qué tiene que tener una historia para que te interese contarla?
Tiene que tener algo que no sé cómo llamarlo… Los seres humanos tenemos como botones o fichas que activan emociones. Vos estás en una sala de cine y la película te tiene que pegar en tres lugares: en la cabeza, en el corazón y en los genitales. Si te pega en esos tres lugares, la película puede tener éxito. Yo creo que, particularmente, lo que es emocional y me genera recuerdos muy fuertes en mi vida los he volcado a contar historias.
Te pongo un ejemplo: Gonchi. Yo me acuerdo exactamente de lo que estaba haciendo el día que dan la noticia de la muerte de Gonchi Rodríguez. Ese día se me congelaron los relojes de mi vida, y se le congelaron a medio país. Yo estaba en el Centenario viendo Nacional-Bella Vista, y en el entretiempo se hizo un silencio impresionante, cuando se supo la noticia… Le pregunté a mucha gente y todo el mundo recuerda qué estaba haciendo cuando se enteró de la noticia. Entonces, dije: “Ahí hay una historia”. Y una historia que nunca se contó. Con Rehenes te lo conté más temprano: esperaba la llegada de mi viejo del diario, ansioso, para saber si liberaban a esos tipos que estaban secuestrados.
“Talvi me manda un mensaje privado y me agradece. Le dije que nada que agradecer, que teníamos que reírnos, y le agregué: ‘Escuchame, ya que estamos por acá: ¿Vamos a hacer la película del Greg Mortimer?’ ‘¿En serio decís?’, me pregunta”
Entonces ahí hay una cuestión periodística, como me decías al principio, pero también hay una cuestión emocional. Otra: 12 horas 2 minutos. Mi mamá, asistente social, todas las noches se iba a la emergencia del Hospital de Clínicas con la carpetita del Instituto Nacional de Trasplante para buscar la firma de los padres que estaban recibiendo a sus hijos muertos, por muerte cerebral, en accidentes de tránsito para que firmaran la donación. Ella conocía a todos los que estaban en la lista esperando un trasplante. Cuando no le firmaban, mi vieja llegaba a casa llorando, porque se le moría el paciente que estaba esperando el trasplante. Esa desesperación de mi madre me marcó mucho, y entonces hice una película sobre la búsqueda de donantes.
O lo de Jorge Batlle: a mí me afecta directamente la crisis. Y lo que me pasó a mí le pasó a miles de uruguayos, y muchos uruguayos, independientemente de su filiación política, o lo culpan de lo que pasó, o dicen que tuvo mala suerte, pero todos tienen algo para decir de Batlle y su gobierno.
Decía que tenés un fuerte interés periodístico, y la política no te resulta ajena como temática donde poner la lupa: ahí podemos pensar en Rehenes (2017), Greg Mortimer (2022) o, la última, Jorge Batlle, entre el cielo y el infierno (2024). Me quiero detener en tu penúltima película. A vos se te prendió la lamparita cuando fuiste uno de los tantos uruguayos que quedaron varados en plena pandemia del coronavirus, y no podías volver a Uruguay. ¿Cómo fue?
Estaba varado en Los Ángeles, y era uno de los tantos uruguayos (y ciudadanos del mundo) que no podía volver a su país. Incertidumbre, angustia, miedo, lo que nos pasó a todos. Hacía lo que todos: pasaba mirando el noticiero y contando cuántos infectados, cuántos muertos y mirando el día a día. En ese momento, en Estados Unidos empieza a circular la noticia del Greg Mortimer a través de cadenas internacionales. Y estando en Los Ángeles, muchos amigos extranjeros que yo había hecho me empezaron a felicitar por la actitud solidaria de Uruguay. Entonces dije: “Mirá qué buena historia, y cómo el mundo nos mira por esta historia, sin el fútbol de por medio”. Pero yo estaba en Los Ángeles, varado.
Logro que me saque el operativo Todos en Casa cuatro semanas después. Estoy en el aeropuerto de Houston, un aeropuerto gigantesco que estaba vacío, haciendo la cola para embarcar (imaginate el personal con trajes especiales, una locura), estoy en la cola para el check-in, y veo en el celular un tuit del entonces canciller Ernesto Talvi. Puso una foto de un muchacho con la camiseta de Peñarol y escribió: “Todos en Casa sigue repatriando gente, y el pueblo carbonero llega”. Entonces me calenté… tiré la valija al piso, la abrí y empecé a buscar algo de Nacional —sabía que algo había llevado— y encontré un short. Me puse el short al hombro, mostrando el escudo, me saqué una selfie y escribí: “Gracias, canciller @ernesto_talvi, por ayudarnos a volver a casa. ¡El pueblo tricolor también vuelve!”.
Yo no lo conocía, ni me seguía, pero alguien le avisó y me retuitea. Ese retuit terminó dándole relevancia a mi tuit más famoso. Y arriba del avión me empiezan a escribir Martín Charquero y otros periodistas a decirme que había estado muy bien, porque claro, el hincha de Nacional lo estaba acribillando [a Talvi]. Entonces Talvi me manda un mensaje privado y me agradece. Le dije que nada que agradecer, que teníamos que reírnos, y le agregué: “Escuchame, ya que estamos por acá: ¿Vamos a hacer la película del Greg Mortimer?” “¿En serio decís?”, me pregunta. “Claro. Estás ahora con el desembarco, el operativo. Dejame filmarlo en tiempo real”, le pedí. “Bueno, cuando llegues hablamos”. Llegué, hablamos, y empecé a filmar, pero no como algo político, sino como algo social.
Ahora bien, hacer una película no es soplar y hacer botella. Hay dos aspectos que son fundamentales: conseguir el dinero para hacerla, auspiciantes, sponsors y, luego, plataformas o cines que la quieran proyectar. Resumido, ¿cómo es el proceso para hacer una peli?
La receta no te la voy a dar. Yo encontré una forma de sistematizar el proceso, y vivir del cine. Yo puedo decir hoy que vivo del cine y todo lo que tengo y construí en los últimos 15 años es a través del cine. Vivo de eso, y del documental. Antes se proyectaba una película en salas, y dependiendo del éxito de taquilla sacabas algún mango, o quedabas enterrado un tiempo pagando deudas, o dependías de algún fondo. Yo no quise depender más de un fondo, no quise depender más de un eventual fenómeno de taquilla, porque vos podés hacer todo bien y la gente no te va a ver.
Entonces determiné una forma de trabajo que tiene que ver con: identificar la historia que quiero contar, identificar el público objetivo, identificar posibles empresas para financiar el proyecto, sponsors, prevenderla (es decir, inicio el proyecto teniendo ya los fondos privados) y encontrar un balance. Yo te puedo decir que encontré un balance entre lo público y lo privado. Un realizador o productor no puede depender exclusivamente de fondos del Estado, pero salgo a trillar Montevideo y me junto con empresas, y he logrado siempre en mis películas que el 50% de los logos son de organismos públicos y 50% de empresas privadas. Y, en ese sentido, he trabajado fuertemente en comprometer al sector privado en apoyar el cine nacional. Y he trabajado en la distribución, en sacar las películas a la calle: pantalla inflable, democratización del cine, actividades de gran porte, comercializarlo desde un lugar abierto y gratuito.
Y a su vez, ¿ponés plata de tu bolsillo?
Invierto, porque encontré una forma de tomar riesgos y sé que no son extremadamente grandes, cuando tengo un sistema aceitado y que funciona. Pero, sí, siempre invierto en mis proyectos, y eso me da independencia total.
Económicamente, ¿cuánto dinero cuesta hacer una película? ¿Entre cuánto y cuánto?
Uff, es como decirte cuánto cuesta una casa. Depende de las decisiones de producción que tomes. Gonchi pudo haber costado 20.000 dólares, pero costó más de 200.000. ¿Por qué? Recorrimos el mundo buscando las pistas donde Gonchi corrió, le compramos archivo a la Federación Internacional del Automóvil, porque entrevistamos a los número uno del automovilismo (Weber, Castroneve, Montoya), porque viajamos con un grupo de ocho personas durante un mes. Cuando vos subís la vara de la producción, subís el costo, y todo eso ¿qué nos permitió? Venderla a Netflix y que la compre para todo el mundo.
Entonces, te contesto: yo he hecho películas de 30.000 dólares, y he hecho películas de 300.000 dólares. La de Armenia, Somos nuestras montañas, insumió cinco viajes a Armenia. Implicó un desafío enorme. Hoy estoy más cerca del promedio de 300.000.
Hablemos de tu último proyecto: ¿por qué hacer un documental sobre Jorge Batlle? Pudo haber sido sobre Tabaré Vázquez, sobre Sanguinetti (ambos dos veces presidentes) o sobre el más popular de todos, José Mujica. ¿Por qué Batlle?
Yo te diría: ¿por qué nadie hizo antes una película sobre Batlle? ¿Cómo no hacer una película de un expresidente que tiene un apellido que directamente nos asocia a toda la historia política de nuestro país? No se puede hablar de política en Uruguay sin hablar de un Batlle. Cuatro presidentes: su tío abuelo, su tatarabuelo, su padre y él. Cuando hablás de un Batlle y una forma de hacer política en un sistema político civilizado, y una suerte de “superhéroe” político, porque fue el que hizo la reforma naranja del 66 (la pergeñó Batlle con Sanguinetti), y 30 y pico años después termina siendo presidente… había que hacerla.
“Batlle sobrevuela toda la película, pero verás que hay 40 años de historia del país donde están todos los partidos políticos y todas las voces. Hoy tenemos una camada de políticos que es bien distinta a aquella”
No hice una película de Mujica porque ya tiene cinco, no le hice a Wilson porque ya la había hecho Mateo Gutiérrez, a Seregni porque todavía no encontré el momento. Jorge Batlle me atravesó directamente en mi salida del país y la llegada del cine a mi vida. Yo no estaría haciendo lo que hago hoy si no hubiera tenido que emigrar del país. No es la única razón: el personaje me fascina… su sentido del humor, no poder evitarse, ser auténtico. Y, además, porque extraño mucho esa camada de políticos y me parecía que había que recordarlos. Batlle sobrevuela toda la película, pero verás que hay 40 años de historia del país, donde están todos los partidos políticos y todas las voces. Hoy tenemos una camada de políticos que es bien distinta a aquella… Eran políticos de la vieja escuela, y hoy hubo un recambio generacional.
¿Creés que la historia tratará bien a Jorge Batlle? Pensando en que a él le tocó la crisis de la aftosa, la crisis económico-bancaria más grande de la historia del país y hasta debió ir a disculparse con el presidente argentino entre lágrimas... Y, desde su presidencia, el histórico PC nunca más volvió a ser lo que era.
Yo creo que el tiempo pone las cosas y a las personas en su lugar. Creo que la película intenta conectar ciertos puntos y en perspectiva muestra lo que pasó hace 22 años, y lo que pasó 24 años atrás de esos 22 años. Cómo llega Batlle a la Presidencia, cuál es su lucha personal y su legado a partir de eso. Después, el que tiene un familiar que se suicidó o el que perdió todos sus ahorros, ese no lo va a perdonar nunca. Pero yo no tengo la misión de redimir a Jorge Batlle. Yo salí a buscar una cantidad plural de voces y mostrar luces y sombras, aciertos y errores.
¿Hay una industria audiovisual uruguaya consolidada o todavía está en pañales?
El momento audiovisual del Uruguay no se había dado nunca antes. Este momento fabuloso empezó en la pandemia, cuando estaba el mundo cerrado y Uruguay empezó a abrirse, a permitirse rodajes y producciones que venían a filmar acá con exenciones tributarias. Y sumale los fondos que hoy tiene el Programa Uruguay Audiovisual, hay fondos de la IM, un montón de fondos… Este año en Uruguay se estrenan 54 películas. ¡Es un disparate! Y de esas 54, el 60% son documentales, quiero destacar eso. No hay un momento en la historia donde el documental donde goce de tan buena salud como este. No solo por fondos, y producción, sino por la avidez del público por ver documentales. Hoy el algoritmo de Netflix te manda directo a una docuserie sobre un hecho real, y la gente quiere verlos.
¿Ya tenés otro proyecto en mente? ¿Se puede saber?
En setiembre estreno La otra pelota, historias del básquetbol uruguayo. No pretende ser la historia del básquetbol, sino contar historias del mundo del básquet uruguayo desde adentro. Y en diciembre estreno una sobre los 80 años del Teatro de Verano. La de Bajofondo la he tenido que parar un tiempito…
¿No te has tentado de hacer alguna peli sobre tu querido Nacional?
¡Estoy haciendo una sobre Nacional! Va a ser mi primera ficción, después de 15 años con el género documental. Me han pellizcado tanto para hacer ficción, que dije “bueno, vamos a hacer ficción”. Pero no es que me haya quedado en el documental por estar en mi zona de confort, sino por un enamoramiento con el género. Pero, bueno, me animo y haré mi primera ficción, sobre el club de mis amores. Me va a desafiar en un género que desconozco.
¿Sos feliz?
Sí, claro. Tengo un hijo hermoso, sano, escolarizado [Vicente, de 7 años], y disfruto plenamente de lo que estoy haciendo. Puedo decir que soy feliz.
Por César Bianchi
@Chechobianchi
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