Por The New York Times | Bret Stephens
El filósofo francés Jean-François Revel alguna vez mencionó: “El fenómeno totalitario no debe ser comprendido sin tener en cuenta la tesis de que una parte importante de toda sociedad consiste en personas que desean de manera activa la tiranía: ya sea para ejercerla ellas mismas o (de forma mucho más misteriosa) para someterse a ella”.
Es una observación que debería ayudar a guiar nuestro pensamiento sobre la reelección de esta semana de Recep Tayyip Erdogan como presidente de Turquía. Además, debería fungir como una advertencia sobre otros lugares (incluido el Partido Republicano) en los que los líderes autocráticos, aparentemente incompetentes en muchos aspectos, están regresando al poder a través de vías democráticas.
Esa no es exactamente la forma en que muchos análisis describen la victoria reñida pero cómoda de Erdogan en la segunda vuelta del domingo sobre el ex servidor público Kemal Kilicdaroglu. Afirman que el mandatario lleva 20 años en el poder inclinando todas las balanzas imaginables a su favor.
Erdogan ha utilizado canales regulatorios y ha abusado del sistema de justicia penal para controlar en la práctica a los medios informativos. Ha ejercido su poder presidencial para entregar subsidios, recortes fiscales, préstamos baratos y otras dádivas a distritos electorales privilegiados. Ha buscado criminalizar a un partido de oposición por motivos engañosos de nexos con grupos terroristas. En diciembre, un tribunal turco prohibió la participación política del posible rival más serio de Erdogan, el alcalde de Estambul, Ekrem Imamoglu, al condenarlo a prisión acusado de insultar a funcionarios públicos.
También es cierto que a Kilicdaroglu se le consideraba un político insípido e inepto, que prometía un regreso a un statu quo anterior que muchos turcos recuerdan, sin mucho cariño, como una época de crisis económicas regulares y un tipo de secularismo represivo.
Todo esto es verdad, hasta donde topa, y ayuda a subrayar el fenómeno mundial de lo que Fareed Zakaria tan acertadamente llama “elecciones libres e injustas”. Sin embargo, no abarca lo suficiente.
Turquía bajo el gobierno de Erdogan se encuentra en un estado lamentable y así ha sido durante mucho tiempo. La inflación alcanzó el 85 por ciento el año pasado y todavía está por encima del 40 por ciento, debido a la insistencia de Erdogan de recortar las tasas de interés ante el alza de precios. El mandatario ha montado una serie de juicios mediáticos (algunos basados en hechos, otros en pura fantasía) para destruir las libertades civiles. Los terremotos de febrero, que cobraron la vida de unas 50.000 víctimas y dejaron lesionadas al doble de personas, fueron mal manejados por el gobierno y expusieron la corrupción de un sistema al que le interesaban más las redes clientelistas que construir bien los edificios.
Según las expectativas políticas normales, Erdogan debió haber pagado el precio político con una derrota electoral aplastante. No solo sobrevivió, sino que aumentó su porcentaje de votos en algunas de las ciudades más afectadas y más abandonadas después de los terremotos. Una residente mencionada en The Economist explicó: “Lo amamos. Por el llamado a la oración, por nuestros hogares, por nuestros velos”.
Esa última frase es reveladora y no solo porque explica la importancia del islamismo de Erdogan como el secreto de su éxito. Es una respuesta al eslogan estadounidense de James Carville: “Es la economía, estúpido”. En realidad, no: también es Dios, la tradición, los valores, la identidad, la cultura y los resentimientos que conlleva cada uno. Solo una imaginación secular erosionada no se da cuenta de que hay cosas que a la gente le importan más que recibir su pago.
También está la cuestión del poder. La tradición política clásicamente liberal se basa en la sospecha del poder, mientras que la tradición iliberal se basa en su exaltación. Erdogan, como el tribuno del turco promedio, se construyó un palacio presidencial de 1100 habitaciones, estéticamente grotesco, por 615 millones de dólares. En lugar de haber escandalizado a sus simpatizantes, parece haberles encantado. No consideran al palacio como un símbolo de extravagancia o despilfarro, sino de la importancia del hombre y del movimiento al que se unen y someten.
Todo esto es un recordatorio de que las señales políticas a menudo se transmiten a través de frecuencias que a los oídos liberales les cuesta escuchar, ya ni hablemos de descifrar. Preguntarse cómo es posible que Erdogan se haya reelegido después de haber destrozado a tal grado la economía y las instituciones de su país es similar a preguntarse cómo Vladimir Putin parece conservar un considerable apoyo en Rusia tras su debacle en Ucrania. Tal vez lo que quiere una masa crítica de rusos comunes, al menos en un cierto nivel subconsciente, no es una victoria fácil. Es una prueba unificadora.
Lo que nos lleva a otro aspirante a dictador en su palacio en Palm Beach. En noviembre, estaba seguro de que Donald Trump estaba, como escribí, “finalmente acabado”. ¿Cómo podría cualquier persona, excepto sus simpatizantes más devotos, seguir apoyándolo después de que una vez más les costó el Senado a los republicanos? ¿No sería esta última prueba de derrota la gota que derramó el vaso para los más fieles a quienes se les habían prometido “muchas victorias”?
Fui un tonto. El movimiento de Trump no se basa en la posibilidad de ganar. Se basa en una sensación de pertenencia: de ser escuchado y visto; de ser una espina en el costado de aquellos que sientes que te desprecian y a quienes tú también desprecias; de sumisión en aras de la representación. Todo lo demás, victoria o derrota, prosperidad o miseria, son solo detalles.
Erdogan desafió las expectativas porque entendió esto. No será el último líder populista en hacerlo.