Por The New York Times | Luis Ferré-Sadurní and Juan Arredondo
Los Aguiar Ortega emprendieron el camino con tres niños y un perro. Cruzaron la selva, viajaron en trenes de carga y llegaron hasta Time Square. Aún tienen desafíos importantes por delante.
Los tres niños no se habían bañado en cuatro días.
Habían estado durmiendo bajo una carpa improvisada en una calle sucia frente a un terminal de autobuses en Ciudad de México, y Hayli, de tan solo 6 años, estaba empezando a presentar un sarpullido entre sus piernas. Pero los padres no podían costear los 20 pesos (alrededor de 1 dólar) que costaba darse un baño con cubeta.
Tras una excursión de 55 días por América Latina, los cinco integrantes de la familia Aguilar Ortega estaban varados a más de 4800 kilómetros de su oriunda Venezuela, y casi a la misma distancia del destino que se habían fijado: la ciudad de Nueva York.
Había pasado ya una semana de su llegada a Ciudad de México, y no tenían dinero para avanzar en su camino hacia el norte. Los niños —Hayli, Samuel, de 10 años, y Josué, de 11— estaban de buen humor, e imaginaban en voz alta cómo sería vivir en Nueva York. Pero para los padres, Henry Aguilar, de 34 años, y su pareja, Leivy Ortega, de 29, la pausa exigía repensar lo que todavía quedaba por delante.
Millones de venezolanos como la familia Aguilar Ortega han huido de la miseria económica y la represión política en su país natal mientras la nación se sumía en el caos. El éxodo ha generado un marcado incremento de cruces en la frontera de Estados Unidos, lo que ha reactivado la inmigración como uno de los temas más polarizantes en vísperas de las elecciones presidenciales.
De hecho, el gobierno de Joe Biden anunció hace poco una orden ejecutiva para limitar el número de migrantes que cruzan la frontera sur. La decisión indignó a los críticos que alegan que contradice la imagen de Estados Unidos como un refugio seguro para los vulnerables. Pero otros aceptaron con beneplácito la medida debido a preocupaciones de que se le estaba permitiendo entrada a los migrantes con pocos controles.
Aguilar encarnaba esa paradoja. Partió hacia Estados Unidos con un pasado turbulento como soldado, oficial de policía y guardaespaldas en Venezuela, y luego de un periodo en prisión que podría descarrilar sus posibilidades de obtener asilo.
Sin embargo, Aguilar esperaba poder empezar de nuevo.
Leivy Ortega soñaba con poder abrir un restaurante algún día. Ambos perseguían la vaga promesa de un futuro mejor en Estados Unidos, al tiempo que dejaban de lado la verdadera posibilidad de que los antecedentes penales de Aguilar pudieran hacer que las penurias de la familia fueran en vano.
The New York Times documentó la odisea familiar de un año de duración. Inicialmente, los periodistas conocieron a la familia en Ciudad de México, y luego los alcanzaron en la frontera entre Estados Unidos y México. La dura experiencia sería una prueba para su fortaleza mental y física, tensaría la relación de la pareja, y retaría su compromiso y capacidad para forjarse una nueva vida en Estados Unidos.
El viaje los llevó a través de una selva de cadáveres y estuvo repleta de peligros que aterrorizaron a los padres, entre ellos una carrera de obstáculos de agentes de policía corruptos, contrabandistas y puestos de control migratorios que atravesaron a pie y en autobús. Tuvieron que pedir dinero en las calles, vender piruletas y conseguir trabajos ocasionales en el camino.
Pero a los niños el viaje se les presentó como una arriesgada experiencia familiar. Tomaron fotos y grabaron videos que compartieron luego con el Times. Incluso se llevaron a su perra mestiza de labrador color café, Donna. En sus ojos, todo formaba parte de una gran aventura que terminaría en un lugar que solo habían visto en las películas.
“Los niños quieren ir a Nueva York”, dijo Aguilar, de pie junto a su carpa en Ciudad de México. “Quieren ver Times Square”.
Sin embargo, su particular sueño americano era incluso más sencillo: “Lo único que quiero es llevar a mis niños a jugar pelota en un parque”, afirmó.
MAYO - AGOSTO DE 2023, COLOMBIA
LA DECISIÓN DE IR A NUEVA YORK
Aguilar salió de Venezuela hace unos seis años. Fue uno de más de 7 millones de personas que han huido de un país que solía ser próspero, en donde la economía colapsó y la delincuencia se disparó bajo el mandato del presidente Nicolás Maduro.
Tres años después, Aguilar se encontraba en Chile, donde entabló una relación con Ortega, también venezolana, y unieron sus familias. Ortega dejó en Ecuador a una hija de 13 años porque estaba muy enferma como para emprender el viaje.
La familia también pasó un tiempo en Perú además de Ecuador antes de fijar el horizonte en Estados Unidos, ante la insistencia de los niños. Así, iniciaron su viaje hacia Colombia sin dinero, sin plan y sin un lugar donde pasar la noche, penurias que serían frecuentes durante su odisea.
Allí, durmieron en una plaza municipal durante dos semanas antes de que Aguilar y Ortega lograron reunir suficiente dinero para rentar un lugar. Colombia, pensó Aguilar, sería el lugar donde prepararía a los niños para la peligrosa selva que se encuentra entre Colombia y Panamá conocida como tapon del Darién.
“Va a ser una gran aventura”, recordó Aguilar que les dijo. “Pero con obstáculos de verdad”.
Fue así como Aguilar los sometió a un entrenamiento en casa que se sintió como un campamento de verano, permitiéndoles andar en bicicleta para fortalecer su resistencia.
Los despertaba antes de las 7:00 a. m., pero sus porciones de desayuno eran pequeñas a fin de que se prepararan para el hambre que pasarían.
11 AL 17 DE AGOSTO, TAPÓN DEL DARIÉN CRUCE POR EL
TAPÓN DEL DARIÉN
Al principio, el viaje por la selva parecía un tour organizado.
La familia recibió unas pulseras rosadas tras pagar 300 dólares a los hombres armados que controlaban el acceso al tapón del Darién. Y, rodeados por cientos de venezolanos más, incluso llegaron a experimentar cierta emoción mientras sonreían en selfis y sus ropas todavía estaban limpias.
Esa emoción se desvanecería al adentrarse en las profundidades de la selva.
Sus pies quedaron en carne viva por el roce al caminar penosamente por el barro. Hayli perdió dos dedos de las uñas de los pies y lloraba mientras la tierra penetraba la piel expuesta. Los torrentes de lluvia hacían rugir los ríos, lo que obligó a Aguilar a cruzar a cada miembro de la familia, uno por uno, a la otra orilla, y la terquedad de Donna, la perra labrador, casi lo ahoga.
“¡Muerto!, ¡muerto!” gritaban los que estaban al frente mientras pasaban los cadáveres de otros migrantes.
Ortega, de forma generosa pero quizás también ingenua, compartió la comida de la familia con otros migrantes, lo que los obligó a subsistir solo con agua de río en los últimos dos días de la travesía de seis días por la selva.
Era difícil ocultarle a los niños la crueldad de la odisea.
“No puedo”, dijo Ortega en un momento.
AGOSTO A OCTUBRE, DE PANAMÁ A CIUDAD DE MÉXICO
RUMBO A CIUDAD DE MÉXICO
Una vez fuera de la selva, los niños se comprometieron con la aventura, mientras cruzaban caminos de tierra y se escabullían de un país al siguiente.
Josué, siempre muy expresivo, le decía a quien tuviera cerca que se dirigían a Nueva York para ver Times Square, o “las pantallas”.
Samuel, el más callado de los tres, asumió el rol de navegante. Silenciosamente rastreaba el trayecto en un mapa arrugado de Centroamérica mientras Donna merodeaba sin correa.
Hayli siempre era la primera en sonreír para las fotografías, exhibiendo los huecos entre los dientes. Sus piernitas la sostuvieron durante horas, mientras la familia sorteaba los puestos de control fronterizos en Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras y Guatemala.
Pero para los padres, la carga de no tener dinero era ineludible.
Había transporte que resolver, así como agentes migratorios a los que sobornar. Las compañías de autobuses les cobraban el doble o se negaban a venderles boletos porque eran migrantes, una pequeña muestra del prejuicio que los esperaba más al norte.
A menudo dormían en carpas en las calles, y acostarse sin haber comido se convirtió en algo habitual.
En Guatemala, los agentes de policía cacheaban a los inmigrantes para robarles su dinero. Le tocaron los senos a Ortega, lo que, afirmó, la hizo sentirse violentada. Aguilar urdió escondites para el efectivo que llevaban, valiéndose de cortauñas para hacer pequeñas incisiones en la chamarra de Hayli y los pantalones de Josué. La artimaña funcionó.
En su mayor parte llegaron a sostenerse con la caridad de extraños y de esporádicas transferencias de dinero de amigos y familiares: más de 8000 dólares en total, según admitieron los padres con un poco de vergüenza.
OCTUBRE A NOVIEMBRE, DE CIUDAD DE MÉXICO A CIUDAD JUÁREZ
A BORDO DE TRENES DE CARGA
La familia se subió a una serie de trenes de carga rumbo a la frontera estadounidense.
La espera por un tren podía durar horas, sobre todo en medio de la noche. Cuando uno se detenía, todos salían de sus escondites cercanos a las vías y trepaban al techo metálico de algún vagón.
Se sujetaban lo mejor que podían, envueltos holgadamente en cuerdas y mantas, con el viento soplándole en sus rostros mientras dejaban atrás Ciudad de México.
Iban a bordo de “la bestia”, el aterrador apodo que se les da a los trenes de carga a los que muchos migrantes se suben ilegalmente, buscando evadir puestos de control y a los cárteles. Incontables personas han fallecido o han perdido extremidades durante estos viajes.
Ortega envolvió a Hayli con sus piernas y rezó para que los chicos no se cayeran. Envueltos en edredones, los niños entrecerraban los ojos frente a la brisa fría, contemplando el terreno árido repleto de arbustos.
Las noches eran las más difíciles. Luchaban por no quedarse dormidos, temerosos de caer con cada sacudida del tren.
9 A 10 NOVIEMBRE, CIUDAD JUÁREZ
LLEGADA A LA FRONTERA
El Times volvió a contactar con la familia en Ciudad Juárez, comunidad fronteriza de México donde los migrantes son regularmente traficados y secuestrados por rescate, y en ocasiones hasta asesinados. Los Aguilar Ortega iban visiblemente desaliñados cuando bajaron del último tren con poco más que su ropa en sus espaldas, más cerca que nunca de Estados Unidos.
“El tiempo pasa lento ahora”, comentó Aguilar tras llevar a los niños a echar un vistazo al río Bravo. Texas estaba a solo unos metros de distancia, detrás de una valla imponente.
A través de una aplicación móvil a la que el gobierno de Biden ha recurrido para reducir los cruces ilegales, la familia había asegurado una codiciada cita para ingresar a Estados Unidos de manera legal al día siguiente, el primer paso de muchos migrantes que buscan asilo.
Pero a falta de dinero para comprar comida para la noche, decidieron empeñar el anillo de oro blanco de Ortega, su última reliquia familiar.
Una casa de empeño le ofreció 400 pesos (23 dólares). Era un precio bajo, pensó Ortega, quizás porque era venezolana. Poco después, consiguió que un hombre mexicano se ocupara del anillo por ella.
La casa de empeño le ofreció a él más del doble, unos 70 dólares. Ortega aceptó el dinero, sintiéndose triste, pero astuta y algo empoderada.
10 DE NOVIEMBRE, FRONTERA DE EE. UU.
INGRESO A ESTADOS UNIDOS
Mientras el amanecer se acomodaba sobre el río Bravo, personas de Cuba, Haití y Venezuela con citas migratorias capeaban la brisa gélida del desierto en uno de los puentes que conectan a Ciudad Juárez con El Paso, Texas.
Luego de ingresar a tantos países de forma ilegal, el último cruce fronterizo de la familia se haría de forma completamente legal. Pero eso no alivió mucho los nervios cuando los oficiales federales comenzaron a revisar sus pasaportes, a tomar sus huellas y fotografías, e hisoparles el interior de la boca para tomar muestras de ADN.
No se sabía con certeza qué información tenían los agentes migratorios sobre Aguilar.
La crianza de Aguilar en Venezuela había sido accidentada: relató que fue expulsado de su casa cuando era adolescente, y que un accidente en moto le había causado una pérdida de memoria permanente que hacía difuso todo recuerdo de su infancia.
Sin embargo, recuerda que soñaba convertirse en detective, y tras un paso por el ejército, Aguilar se unió a la agencia policial más grande del país, la cual está fuertemente politizada y tiene un historial de corrupción.
Aguilar era parte de una unidad especial dedicada a actuar contra el crimen organizado cuando, con 21 años, fue arrestado y acusado en 2010 de abuso de autoridad.
Los fiscales venezolanos lo acusaron de participar en una extorsión armada a alguien que le debía dinero a un amigo suyo. Dicho amigo y Aguilar, quien supuestamente portaba el arma de otro oficial, fueron acusados de encañonar a varias personas y de robar dinero y botellas de whisky. Aguilar fue acusado de robo agravado, extorsión y malversación de fondos, según los pocos documentos judiciales disponibles en línea.
Aguilar afirma que los fiscales venezolanos distorsionaron los cargos y que él y su amigo no usaron violencia. En los documentos judiciales refirió que había acompañado a su amigo como respaldo. Al final, estuvo dos años en prisión, dijo.
En la frontera estadounidense, las verificaciones de antecedentes no parecieron revelar el pasado criminal de Aguilar. La familia quedó bajo la figura del parole (permiso humanitario o de permanencia temporal), una categoría que permite que los inmigrantes vivan y trabajen sin visas en el país mientras sus casos de asilo pasan por los tribunales.
La primera audiencia de Aguilar ante un juez de migración está programada para abril de 2025. No sabe cómo lidiar con su pasado: el gobierno puede denegar el asilo a personas condenadas por cargos graves, y Aguilar tendrá que revelar sus antecedentes en la solicitud.
Nada de eso estaba en la mente de la familia cuando estuvieron en el centro de El Paso, bajo un arco con un saludo familiar: Bienvenidos.
10 A 24 DE NOVIEMBRE, EL PASO, TEXAS
CONMOCIÓN EN TEXAS
En el tercer día en El Paso, la familia ya estaba en crisis. Ortega se había peleado en un refugio con tres mujeres venezolanas luego de que los ánimos se caldearon en la fila para recibir la cena. La familia fue obligada a ir a otro lugar.
Ortega se sentó en un escalón, con el rostro rasguñado, y comenzó a llorar.
Les dijeron que no cumplían con los requisitos para abordar los autobuses gratuitos que se ponían a disposición de los migrantes para salir de Texas. Y aunque habían recolectado 120 dólares —en mayor parte gracias a Donna, que atraía transeúntes generosos— los autobuses comerciales a Nueva York costaban hasta 450 dólares por persona. Habían sobrevivido una peligrosa odisea de meses, solo para quedarse varados otra vez.
Ortega pensaba en el próximo cumpleaños de su hija en Ecuador, y se preguntó si tendría dinero para comprarle un regalo. Habló con nostalgia de un amigo que había llegado a Nueva York y que ya tenía un apartamento y dinero suficiente para ayudar a su familia en Venezuela.
“No es que sienta envidia, pero ya quiero estar ahí”, dijo entre lágrimas. “Me siento trancada aquí. No tengo ni 72 horas aquí y ya me dieron golpe”.
Aguilar la consoló. “Siempre ha sido así”, dijo, “pero siempre averiguamos”.
El viaje había hecho mella en los niños. Cuando Josué y Samuel jugaban con cochecitos de juguete en la acera, representaban escenas de sus jóvenes vidas: persecuciones de agentes migratorios a migrantes.
Las tensiones entre los padres comenzaron a alcanzar un punto crítico mientras descifraban qué hacer a continuación. ¿Era Nueva York acaso el lugar correcto al que debían ir?
“En Nueva York está fuerte la cosa con los 100.000 inmigrantes que han llegado”, les advirtió gentilmente el padre Rafael García en su primer refugio, el cual está gestionado por la Iglesia católica.
Pegado a una pared del albergue, un volante patrocinado por la ciudad de Nueva York ofrecía una recomendación más funesta, en español: “Es mejor si se va a una ciudad más asequible”.
24 DE NOVIEMBRE, CIUDAD DE NUEVA YORK
ABRÓCHENSE LOS CINTURONES DE SEGURIDAD
Hayli lloró cuando sus oídos se taparon por primera vez al ganar altitud en el avión, pero al llegar al Aeropuerto La Guardia, su sentido de asombro tomó el control.
“Papi, ¡el baño fue mágico!”, exclamó, mientras explicaba que el secador de manos y el inodoro cobraban vida a través de sensores.
Apenas pocas semanas antes, Nueva York parecía inalcanzable. Pero en El Paso, la familia conoció a un grupo de misioneros cristianos de Míchigan quienes, conmovidos por su historia, recaudaron casi 2000 dólares para costear vuelos en la aerolínea Delta.
Y así fue como la familia aterrizó en Nueva York el día después del Día de Acción de Gracias con 20 centavos, sus pocas pertenencias metidas en una maleta donada y un saco de dormir rosado que Aguilar cargaba como si fuera Santa Claus.
La familia había escuchado que si iban a un lugar llamado Manhattan, podían obtener refugio gratis en The Roosevelt Hotel, el centro de acogida para los 200.000 migrantes recién llegados a la ciudad.
En la estación de metro de Queens, convencieron a un policía que hablaba español para que los dejara pasar sin pagar el boleto. Cruzaron un laberinto de escaleras y casi abordan el tren incorrecto hasta que un pasajero ofreció ayudarlos.
Los niños contemplaron asombrados el tren 7 mientras el paisaje de la ciudad se materializaba contra una puesta de sol naranja.
“Mejor que estar montado arriba de un tren”, dijo Aguilar.
25 DE NOVIEMBRE A 9 DE DICIEMBRE, MANHATTAN Y BROOKLYN
EL INTENTO DE GANARSE LA VIDA EN NUEVA YORK
Los niños anduvieron tomados de las manos en Times Square. Pasearon por Central Park, y posaron para una fotografía frente a una estatua de Simón Bolívar, el prócer venezolano que luchó contra España.
Pero el atractivo del turismo rápidamente dio paso a los retos: encontrar trabajo, vivienda permanente y una sensación de estabilidad.
Habían sido asignados a un alejado refugio de Brooklyn en Floyd Bennett Field, un viejo aeropuerto en Jamaica Bay donde la ciudad alberga a cientos de familias bajo una carpa gigante.
Perturbado por el ambiente de las tiendas de campaña y la distancia con Manhattan, Aguilar, propenso a tomar decisiones precipitadas, rechazó el alojamiento y comida gratuitos del refugio antes de entender que era la única opción que tenía la familia.
“Yo venía rebelde”, dijo Aguilar. “Yo me he equivocado tantas veces. No soy perfecto”.
Pero la pareja empezó a inquietarse. El refugio se estaba llenando de gente. No hablaban inglés ni sabían cómo solicitar un permiso de trabajo legal.
Así que, tras apenas tres semanas, Aguilar volvió a mover de sitio a su familia.
DICIEMBRE A MARZO, MIDDLETOWN, CONNECTICUT
UN NUEVO HOGAR EN CONNECTICUT
Pocos días antes de la Navidad, la familia dormía en un auto en una estación de servicio en Brooklyn.
Los niños se acurrucaban en el asiento trasero, enfrentando el frío en un destartalado sedán Honda que Aguilar había encontrado en Facebook por 800 dólares. Luego intervino la buena fortuna.
Durante una breve estadía en Connecticut una semanas antes, la familia había conocido a Maria Cardona, quien trabaja para un proveedor de servicios sociales allí. Cardona llamó a Ortega para preguntar cómo estaban, y se enteró de la situación de la familia. De inmediato se puso al teléfono.
“Su situación me impactó mucho”, dijo Cardona.
Cardona los ayudó a mudarse a una casa de dos habitaciones en Middletown, Connecticut, operada por una organización local sin fines de lucro que brinda alojamiento de emergencia gratuito para familias sin hogar. A los Aguilar Ortega se le permitía quedarse mes a mes si le demostraban a un administrador de casos que estaban buscando activamente empleo y un hogar permanente.
A la familia le llegó más ayuda.
Amy Swan, la psicóloga de la escuela de los niños, recaudó donaciones para alimentos y ropa, así como el dinero para pagar la cuota de 410 dólares que necesitaba Aguilar para solicitar un permiso de trabajo legal.
Su esposo, Ray Swan, es dueño de un taller de ebanistería y estaba en busca de un trabajador. Así que contrató a Aguilar, quien trabajó en carpintería luego de salir de Venezuela, y comenzó a pagarle 20 dólares la hora por hacer muebles y gabinetes de cocina.
“Trabaja duro y no se queja”, dijo Swan en su taller, en marzo. “Solo tengo cosas buenas que decir de él”.
MARZO A JULIO, MIDDLETOWN, CONNECTICUT - HOUSTON
MÁS CONMOCIÓN Y UN FUTURO INCIERTO
A principios de marzo, la familia recibió mejores noticias: Ortega estaba embarazada.
Se espera que dé a luz en unos meses, este mismo año. Tener un hijo que es ciudadano estadounidense no brinda a los padres ninguna protección especial contra la deportación, con lo que el estatus migratorio de la familia sigue en un estado de incertidumbre.
Los abogados migratorios afirmaron que el pasado de Aguilar va a complicar seriamente su posibilidad de asilo, un proceso cuesta arriba que por lo general termina con una negativa por parte de los jueces.
“Si es la voluntad de Dios que yo en dos años no esté aquí, pues así será”, dijo Aguilar en Connecticut en marzo. “Yo estoy feliz con mi familia y haciendo feliz a mi familia”.
Pero los padres todavía estaban estresados ??por su futuro y su relación seguía deteriorándose. Una noche a mediados de abril, Ortega tomó un bate de béisbol y atacó a Aguilar, golpeándole las manos. Ortega dijo que lo hizo en un momento de enojo. Aguilar no resultó herido y no respondió con violencia.
Ortega fue arrestada por el delito menor de alteración del orden público y se emitió una orden de protección para mantener a Ortega alejada de Aguilar. Él perdió su trabajo de carpintería y la familia se vio obligada a abandonar la casa. Aguilar fue ubicado en un albergue para víctimas de violencia doméstica con sus hijos, Samuel y Hayli; a su vez, Ortega se instaló en otro lugar con Josué, su hijo.
La familia trastabillaba nuevamente, separada, con un bebé en camino y su estatus migratorio aún en duda.
Desesperados, recayeron en la misma actitud impulsiva que guió todo su viaje. Ignorando la orden de protección, y a falta de dinero, los padres se reconciliaron y abandonaron Connecticut, dejando el caso judicial de Ortega irresoluto. Subieron a los niños y a Donna en el viejo Honda, y se enfilaron al sur, con la esperanza de que el auto no se estropeara en el camino.
Unos 2700 kilómetros y cinco días más tarde, llegaron a Houston, donde la madre de los dos hijos de Aguilar albergó a toda la familia, que quedó apretujada en un pequeño apartamento con colchones en el suelo.
Aguilar está buscando empleos de jardinería mientras trabaja como repartidor. Ortega ha estado satisfaciendo sus antojos durante el embarazo con mangos.
Pero, siempre inquietos, los padres ya estaban tramando los próximos pasos.
Denver lucía prometedor. Salt Lake City, quizás.
En Houston, al menos, Aguilar había logrado cumplir su deseo: encontró un parque donde pudo jugar a la pelota con sus hijos.
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