Por César Bianchi
@Chechobianchi
Sergio García tuvo que vender una moto, que usaba para trabajar como albañil, para que su hijo Damián pudiera viajar a jugar un par de amistosos en Buenos Aires cuando tenía 11 años. Su madre, Silvia Graña, nunca le pudo pagar un pasaje a su hijo, ¡si a veces no tenía ni para el boleto a Las Acacias! Pero hoy puede decir que acompañó a su hijo al exterior, y antes de los partidos, solo le pide que se divierta.
Gabriel Díaz renunció a un trabajo estable porque no le permitía acompañar a su hijo Fabricio al baby fútbol los sábados; en cambio, se dedicó a hacer “changas” con un compañero, aunque tuviera que trabajar más horas en la construcción. Gabriel no podía comprarle un par de buenos zapatos de fútbol a su hijo, por eso el abuelo Luis pidió un préstamo en una de esas casas que abundan ofreciendo dinero a sola firma, y le pudieron comprar su primer par de botines nuevos.
José Chagas no vendió ninguna moto, porque, simplemente, no tenía una. Apenas tenía una bici para ir a trabajar, también haciendo changas. Y no pidió un préstamo, pero tuvo el coraje de pedirles a los padres de los compañeritos de Rodrigo si podían hacer una colecta para comprarles un par de zapatos de fútbol a sus dos hijos, Rodrigo y Lautaro Chagas.
Karen Da Silva debió separarse de su hijo Anderson cuando éste tenía 12 años, y un captador se lo llevó de Tacuarembó a Montevideo. Cuando el niño jugaba en el baby fútbol, muchas veces debió resignarse a jugar solo un tiempo, el segundo, porque usaba los zapatos de un compañero que salía antes y se los prestaba. Antes de que Juan Graniolatti pusiera el ojo en ese chico, Karen debió limpiar más casas que de costumbre o vender más tortafritas para poder pagar las consultas psicológicas de su hijo. Hoy agradece que el ojeador se lo haya llevado de un barrio que daba mala espina.
Los papás consultados para este informe no hablan de “garra charrúa” o del poder mítico del color celeste de la camiseta. El hilo invisible de sus relatos une conceptos como sacrificio, esfuerzo, privaciones, renunciamientos, mucho trabajo y solidaridad de sus vecinos. Todos esos denominadores comunes hacen que Silvia, Gabriel, José, Karen y Juan —entre un puñado de padres— puedan decir que sus hijos, menores de 20 años, hoy son campeones del mundo.
El capi arrancó ¡a los 4!
Fabricio Díaz arrancó a jugar en baby-fútbol a los 4 años. Su hermano Maxi jugaba en categoría 93 y su padre dirigía otra categoría en el La Paz Wanderers. A los 15 días de haber nacido, Fabricio fue llevado a la cancha porque jugaba su hermano y no había con quién dejar al bebé. Al año, el padre lo llevaba cuando tenía que dirigir a otros niños y él se quedaba jugando con una pelota. A los 4 empezó a jugar en la categoría de niños de 6 años, y cuando cumplió 6, ya le llevaba dos años de ventaja al resto. “Agarraba la pelota en su arco y no paraba hasta hacer gol en el arco contrario. Ya se notaba que tenía condiciones”, dice Gabriel Díaz, orgulloso.
A los 12 lo vio Marcos Posada y convenció a Gabriel de llevar a su hijo a probarse en Defensor Sporting. Fabricio fue, pero se sintió ignorado. El papá dice que sólo lo hacían trotar alrededor de una cancha y cuando por fin lo pusieron en el mediocampo, el DT se dio media vuelta y se fue a charlar con otro entrenador. El gurí se fue disconforme con el trato y le dijo al padre: “Acá no vengo más”. Pero no se frustró. Tanto es así, que ese mismo año terminó fichando por Liverpool. Alberto Rivero fue su captador y lo anotó en el equipo negriazul.
Desde los 13 en adelante todo fue vertiginoso: debutó en séptima división, luego un año de sexta, jugó apenas medio año en sub-16 con Gustavo Varela y otro medio año en cuarta, con Osvaldo Canobbio. Estuvo solo unos meses en tercera, y luego entrenó con el plantel principal de Paulo Pezzolano. Pero el DT tomó otros rumbos y el equipo, en la final de la Supercopa de 2020, fue asumido por Román Cuello. Como el DT recién llegado no conocía demasiado a los juveniles, el gerente deportivo Gustavo Ferrín le dijo: “Yo tengo el 5 para la final”, y lo terminó convenciendo.
Fabricio Díaz jugó de titular en la final contra Nacional el 1° de febrero de 2020 en el Campus de Maldonado. Fue su debut en primera división, y lo hizo con gol. Desde los 80 minutos estaba acalambrado, pero no podía salir de la cancha porque ya no había más cambios. Sobre la hora aprovechó un descuido de la defensa tricolor y convirtió el 4-2 a favor de Liverpool. De ahí a la selección sub-20, el capitanato, entrenamientos con la selección mayor (y descansar en el mismo dormitorio que el capitán Godín), el Sudamericano, el brazalete en Liverpool con 19 años y el Mundial sub-20 de Argentina. Tras vencer a Italia 1-0 en la final de La Plata, Díaz fue el encargado de alzar el trofeo. Y subió al estrado con la camiseta de La Paz Wanderers en los hombros, como un homenaje al club que lo formó cuando era niño.
Pero antes de eso y de que hoy lo quieran los mejores equipos del mundo, no fue todo color de rosa.
Gabriel Díaz, de oficio metalúrgico, no tenía trabajo, y su esposa Verónica, que trabajaba en una fábrica de plástico en el Cerro, también quedó desempleada. Fabricio había empezado en la escuelita de fútbol de Liverpool, pero no tenía cómo llegar. Por lo general, los padres de otros compañeros lo pasaban a buscar, y luego lo dejaban nuevamente en La Paz.
“Cuando él estaba en séptima, yo estaba sin trabajo y se me complicó. Él tenía solo un par de zapatos que los usaba toda la semana y también en los partidos el fin de semana. Ya no aguantaba más los pobres, entonces la abuela Sonia los pegaba con La Gotita… Hasta que un día, ya no tuvieron más arreglo, ni con La Gotita”, contó Gabriel Díaz. Fue entonces cuando el abuelo pidió el préstamo y con eso fue a una casa de ropa deportiva con el niño, y compraron un buen par de zapatos de fútbol.
Fabricio fue abanderado en la escuela, empezó el liceo y llegó hasta tercero. Pero el fútbol empezó a demandar más tiempo y los estudios quedaron de lado. Fabricio debutó a los 16 en primera división, y meses después, ya jugaba torneos internacionales.
La realidad de Sergio García y su esposa Silvia no fue muy distinta. A diferencia de Gabriel, que veía un crack en potencia en su hijo, ellos no vieron un pichón de futbolista profesional en Damián. Sin embargo, se turnaban entre ellos y sus hermanos mayores para llevar al niño a entrenar, porque le gustaba jugar a la pelota.
Los padres se levantaban a las 6 de la mañana para ir a trabajar, él iba a la escuela, mientras algunas de sus hermanas iban al Caif más cercano o al liceo. Por la tarde, lo llevaban a pocas cuadras, a jugar en la canchita de Los Sauces del barrio Santa Teresita de Empalme Nicolich. Eso fue a los 5 y 6 años, porque a los 7 el chico ya fue visto por un captador de Peñarol y el niño debió trasladarse distancias más largas.
“Eran dos horas de ómnibus de ida, y dos horas de vuelta, para llevarlo a Las Acacias. A veces nos comíamos de llegar y que nos dijeran que la práctica se había suspendido, o que se iban a entrenar a una cancha de fútbol 5, en otro barrio más alejado. A veces no teníamos para el boleto, pero siempre algún padre nos ayudaba. Siempre alguno decía: ‘Bueno, ponemos un poco más cada uno y llevamos a Damián’. Algún técnico también lo llevó. Me decían: ‘Arrímelo hasta Zonamérica y lo levantamos en la ruta’”, cuenta Silvia Graña en un living copado por las fotos y camisetas que ilustran el éxito reciente de Damián García, el volante de marca de la selección (“mi chiquito”, dice ella).
De chico, hizo algún berrinche, porque algún entrenador no lo ponía o jugaba poco. La mamá le dijo: “Vos andá y divertite. Y cuando no quieras jugar más, bueno ta, no pasa nada”. Nunca les interesó que el chiquilín los “sacara de pobres”, asegura. La consigna fue que entrara a la cancha a divertirse. Hasta se lo dijo la tarde del 11 de junio, antes que entrara a jugar la final del mundo sub-20 contra Italia: “Entrá y divertite, chiveá”.
Sergio García falleció hace tres años, luego de sufrir un ACV. Desde entonces, Silvia se hizo más compinche de Damián en su carrera futbolística. Lo acompañó a Colombia cuando en verano se disputó el Sudamericano, y por supuesto, estuvo con él en el Mundial de Argentina. “Damián con el fútbol ha viajado a España, Colombia, jugó la Libertadores por toda América. Si no fuera por el fútbol, trabajando como empleada doméstica yo nunca le hubiera podido pagar un pasaje a ningún lado”, grafica con elocuencia.
A la distancia parece buena idea que su esposo Sergio haya vendido una moto que usaba para ir a trabajar como albañil, para que Damián pudiera viajar a jugar un amistoso a Buenos Aires…
“Siempre alguno me daba algo”
“Viste que son muy poquitos los que llegan, ¿no? ¿Y cuántos terminan abandonando? Es un trabajo complicado el del futbolista… Y la columna vertebral es la familia, si no, no adelanta. Si no, no llegan”, dice José Chagas desde Artigas. Y tiene razón.
A él le costó mantener la familia. La entonces pareja de José abandonó a sus hijos cuando Rodrigo tenía 5 años. Cuando tramitaron el divorcio en el juzgado, se discutió quién se haría cargo de los vástagos. José Chagas lo cuenta así: “Ahí se fue al juzgado y ella dijo que no estaba en condiciones para tenerlo. Me lo tiraron para mí y yo dije: ‘Pah, yo justo no puedo tenerlo’. Salimos para afuera, y me dijeron que ellos eran pegados con la abuela (mi madre), y conmigo también. ‘Pah, ¿será?’ ‘Sí, haga un esfuercito’. ‘Bueno, ta’, y me lo quedé yo. ¡Pero eran cuatro, no uno ni dos!”.
Justo a esa edad, a los 5 años, Rodrigo empezó a jugar fútbol infantil en Misiones. Y al año Luis González se lo llevó para Pintadito, una escuela de fútbol que hoy copa todas las categorías del baby fútbol en Artigas. A los 12 años, Rodrigo Chagas, que jugaba de volante, pasó a las juveniles del Progreso artiguense.
“Lo nuestro siempre fue dificultoso, vivíamos muy precariamente. Cuando había que comprar zapatos, se pedía una donación y se conseguían. Siempre alguien me regalaba zapatos para él y para Lautaro, que también juega al fútbol, y según dicen, es mejor que Rodrigo. O siempre alguno me regalaba los pasajes para acompañarlos a algún lado”, cuenta sin pudor José, quien hoy trabaja como barrendero municipal para la Intendencia de Artigas.
Cuando los dos niños jugaban en la liga del departamento norteño, José más de una vez debió apelar a la solidaridad de los vecinos para que sus hijos puedan competir. A diferencia de Sergio y Silvia, él ni siquiera tenía una moto para vender. “Tenía una bici, pero no me darían ni 10 pesos por ella. Siempre algún padre me daba algún par de medias o un par de zapatos para ellos. Yo salía a pedir, y siempre alguno me daba un par de zapatos, para que ellos jugaran. El Rodri siempre jugó con zapatos usados, hasta que el técnico de Pintadito hizo una ‘vaquita’ y le pudieron comprar dos pares de zapatos para Rodri y Lautaro”, narró.
A los 15 años, el ojeador Juan Graniolatti lo vio jugar en Progreso y lo quiso traer a Montevideo. “Miren que yo no puedo viajar con él, eh… Yo no puedo mantenerlo ahí”, les aclaró. Nacional se interesó por el juvenil y la cosa mejoró. Desde hace cuatro años, el chico juega en las inferiores del club tricolor. El papá, hincha de Peñarol, se pasea con su carrito municipal con escobas y palas con una banderita de Nacional, en apoyo a su hijo. Hace un año viajó a Montevideo para verlo jugar un clásico de tercera en el estadio Charrúa. Rodrigo hizo el gol de la victoria y José se olvidó de su simpatía aurinegra: lo gritó con alma y vida.
La mamá de Rodrigo volvió a acercarse a su hijo futbolista últimamente, y hoy tienen un buen trato. Al menos, correcto. “Yo no tengo rencor, soy un tipo alegre, me llevo bien con todo el mundo. Hoy agradezco a los que me insistieron que me hiciera cargo de los gurises”, dijo.
“¡Mirá de quién te burlaste!”
Karen Da Silva, la madre del delantero Anderson Duarte, sí que la tuvo complicada. Fue madre y padre a la vez de seis niños en un barrio malhadado de Tacuarembó, y cuando nació Anderson, perdió a su hermano gemelo. Siendo empleada doméstica les costó alimentar a todos.
El chico se fue a probar a Wanderers de Tacuarembó y no quedó. Meses después, con 9 años, se fue a jugar al Club Policial de la ciudad. Andaba con la pelota para todos lados: jugaba en las canchitas del barrio Montevideo, se iba con una banda de niños que juntaba Richard Acuña y jugaban atrás de una parroquia, o en el barrio Batoví.
Karen cursaba un embarazo de riesgo, y por eso, no podía trabajar. Con esfuerzo había podido comprarle un par de championes Kichute para que jugara a la pelota, nada de marcas de renombre. El niño tenía condiciones, por eso un par de madres hablaron con Karen y le dijeron que no debía desembolsar dinero para ficharlo y que el cuadro le daba el equipo deportivo. “Yo no podía comprarle nada más, porque no podía trabajar. Pude vestir y calzar a sus hermanos, por la asignación familiar”, señaló.
“Había compañeros que se quitaban los zapatos para que él pudiera jugar”, cuenta la mamá, también empleada doméstica. “Los gurises compartían sus zapatos con él, hasta que el club hizo una colecta y ahí le compraron zapatos, medias y canilleras, que yo no le podía comprar”. Anderson tenía 9 años, y no tenía un papá presente.
A esa edad, Juan Graniolatti —el mismo captador que vio a Rodrigo Chagas— lo vio jugar en Rivera, en un partido de Tacuarembó contra Rio Branco. “En medio tiempo hizo seis goles y el técnico lo sacó”, recuerda. “Ahí me acerqué a la mamá, le conté lo que yo hacía, hablé con el entrenador de la selección de Tacuarembó, Daniel Viera, que aparte había sido su técnico en el Club Policial, y acordamos traerlo a Montevideo cada tanto”, dice.
En un primer viaje, Anderson llegó a la capital acompañado de dos amiguitos de su edad, para no sentirse tan extraño. Empezó a viajar con relativa frecuencia. Llegado un momento, Karen y Juan se pusieron de acuerdo: ella lo ponía en el bus de Turil, y él lo recibía en Tres Cruces. A veces, entrenaba y se volvía al norte; a veces, se quedaba a dormir en lo de Juan.
“Los gurises del interior suelen venir a Montevideo a los 13, cuando terminan el baby fútbol. Yo me di cuenta que me lo tenía que traer antes (a los 11 o 12), porque el entorno, la situación y el contexto en el que él vivía… si yo no lo traía a tiempo, lo iba a perder. Yo con él ya tenía algo especial, habíamos hecho una conexión especial”, se sincera el cazatalentos.
—¿Por qué lo iba a perder?
—Porque vivía en un barrio jodido, complicado, con robos… Había gente de laburo también, pero era un barrio complicado. Si se quedaba en ese entorno, era más fácil adquirir un mal hábito. Yo también vengo de un barrio humilde, y si no hubiera tenido algún mentor en algún momento de mi vida, no hubiera podido salir adelante. Tenés que tener alguien que te guíe, porque solo de esos lugares es muy difícil salir.
Karen Da Silva le da la razón. “Yo agradezco que Anderson se haya ido a Montevideo, porque el ambiente que vivíamos acá (en el barrio Montevideo de Tacuarembó) no era nada bueno. Era un barrio complicado”, coincide con Graniolatti. “Y la adolescencia no es fácil”.
La mamá recuerda que el ojeador se fijó en su hijo como deportista, pero el acercamiento fue significativo desde el punto de vista humano. “Él le brindó una familia, un hogar, una contención, que yo no le pedía dar. Porque no podíamos ir para ahí”, dijo.
Cuando el púber abandonó el hogar materno le dijo: “Mami, yo voy a jugar al fútbol, para que cuando vos seas viejita, no tengas que trabajar”.
Anderson Duarte estuvo unos meses en una casita de jóvenes jugadores ubicada en Comercio y Larravide, pero comenzó a extrañar sus pagos y quiso volverse. Su mamá viajó a la capital y junto a Graniolatti intentaron disuadirlo. Su madre fue cruda: “Volverte a Tacuarembó es retroceder. Las personas que hacen las cosas mal y andan en la droga tienen dos caminos: la cárcel o el cementerio”, lo aleccionó.
El estudio no parecía ser opción. Al ser hiperactivo y tomar medicación para tranquilizarse, el chico había sido objeto de burla de sus compañeros de escuela. “Le hacían bullying, lo discriminaban… porque él tomaba medicación, entonces se dormía, y ahí le pegaban o le rayaban la túnica. Él era agresivo, pero con sí mismo, no con los demás”, contó. Karen debió llevarlo a terapia, pero para poder pagar una consulta psicológica debía limpiar más casas o vender más tortafritas.
A la cuarta sesión, la profesional le dio pase a psiquiatra. En la escuela le dieron un ultimátum: si Anderson no era tratado por un psiquiatra, no podía regresar al aula. “Fui a ver al Dr. Danza, sin número, y tuve que esperar a que atendiera a todos para que me escuchara. Le rogué que por favor lo viera. Ander no salía debajo de mis piernas, y lloraba porque se quería ir. Le dio lápices de color para que se entretuviera, y él se dibujó a él corriendo atrás de una pelota. ¡Si desde la panza ya me mataba a patadas!”
Juan Graniolatti se hizo cargo del niño, y de a poco, lo fue integrando a su seno familiar. Le prometió a Karen que él lo sumaría como uno más en su hogar. “Si después explotaba o no futbolísticamente, eran tres pesos aparte. Desde mi rol, yo tenía que acomodar las bases para que él, con sus herramientas, pudiera seguir construyendo para adelante”, dice Graniolatti, que hoy siente a Anderson como un hijo propio.
Graniolatti, además de captador de jóvenes futbolistas, tiene formación de educador y coach. Su esposa es profesora de educación física, por lo que sabe ponerle límites a los adolescentes. “Si no marcás la cancha y el camino, se complica. Sobre todo si es un jugador talentoso, porque a esa lo más difícil es decirle que no, porque todo el mundo le dice que sí”, sostiene él.
“Yo lo fui criando a Ander como a mi hija de 4 años: sobre la base del esfuerzo, la dedicación, el trabajo, el compromiso, y darle valor a las cosas. Yo, porque jugaba bien, no le daba el último IPhone, porque eso está mal. Y porque jugaba bien no salí corriendo a comprarle cuatro pares de zapatos de fútbol. Porque, justamente, para que hoy sea lo que es, ese chico tenía que tener claro que tenía que sacrificarse para lograr las cosas”, agrega.
Graniolatti no reclama exclusividad en el esfuerzo formativo del deportista. “Me esforcé como lo hizo su madre para criarlo, porque tenía cinco hijos más y tenía que darle de comer a todos. Ella tenía que salir a limpiar casas, y Anderson me vio a mí levantarme a las 6 y llegar a las 22 a casa”, cuenta. Precisamente: su modo de enseñar es, precisamente, a través del ejemplo. “La cultura del trabajo en mi familia no se negocia”, dice tajante.
El jovencito, delantero de Defensor Sporting, fue una de las revelaciones del Mundial Sub 20. Saltó desde el banco de suplentes e hizo varios goles importantes: convirtió contra Gambia en octavos de final, contra Estados Unidos en cuartos de Final, y contra Israel en la semifinal hizo el gol que le sacó pasaje a la Celeste para la final contra Italia.
—¿Qué hubiera pasado si él se quedaba en Tacuarembó?
—Seguramente, no hubiera llegado… Sé que la madre de Damián García y su esposo pudieron salir adelante y el chico llegó, pero estaban en Montevideo. Eso es determinante. El fútbol profesional está acá, no en Tacuarembó. Acá hay nutricionista, coaching, psicólogo, entrenamiento personalizado. Todas las posibilidades se le abrieron acá.
La cabecita, eh
Silvia Graña viajó al Sudamericano de Colombia gracias al apoyo del contratista Edgardo Lasalvia, de Equipo TMA. Lasalvia también la ayudó a viajar para ver a su hijo en el Mundial de Argentina, y estuvo junto a la familia tras la viudez de Silvia. “Nunca nos sentimos solos”, dijo. Ella cree que este grupo logró el campeonato mundial por la calidad del grupo humano que formaron los jugadores, la misma que ella encontró entre los padres de los gurises.
No hay chance —dice— que su hijo “se la crea” y pierda la humildad que lo caracteriza. “Él sabe que no puede creérsela, porque es Damián, el que nació en el Empalme (Nicolich), que creció en el Empalme, jugando en el Santa Teresita. Las cosas se tienen que dar, y se dieron, pero la vida y los amigos de él, están todos acá”, dice.
Gabriel Díaz coincide en señalar lo “fabuloso” y “unido” del grupo que formaron Marcelo Broli y Diego Pérez en la Sub 20, con un sentido de pertenencia sin igual. Díaz, futbolero viejo, recuerda que otras generaciones de futbolistas jóvenes son recordadas por sus figuras excluyentes: Zalayeta y Olivera en Malasia ‘97, Forlán y Chevantón en Nigeria ‘99, Cavani y Suárez en Canadá 2007, o Schiappacase y Amaral en 2013. “Decime una o dos figuras en esta selección”, desafía el padre del capitán. “Randall en el arco fue figura, los laterales Ponte y Matturro fueron figuras y en la zaga Boselli y Facundo González también, en el mediocampo todos anduvieron bien, y arriba, cuando dejó de hacer goles Abaldo entró Anderson y en la final apareció Luciano Rodríguez. ¡La figura fue el equipo!”, concluye.
Maximiliano Díaz, 30 años, no escatima palabras de elogio para su hermano menor. “Es buen hermano, buen nieto, buen hijo, es compañerazo. Y tiene esa humildad…”. “¡Y es cariñoso!”, grita la abuela Sonia, en la casa de La Paz, donde se crió el capitán, hoy pretendido por Flamengo o Palmeiras de Brasil, el Sporting de Portugal o el Barcelona.
Chagas padre pudo viajar a ver la final contra Italia gracias a que “el Pablo y la Vale” le dieron unos pesos “por fuera de la intendencia”, tras cierta presión en redes sociales para que pueda acompañar a su hijo en ese momento único. Se refiere al intendente Caram y a la diputada nacionalista Valentina Dos Santos Caram, que por momentos parece ser la intendenta de Artigas. Ellos le aportaron 15.000 pesos y el Cambio Iberia le dio otros 15.000. Chagas viajó a La Plata e invitó a cenar a su familia allá.
De vuelta en el barrio 19 de Junio de Artigas, bastante alejado del centro, Chagas opina que los muchachos salieron campeones porque “metieron garra, jugaron por amor a la camiseta y estaban convencidos de lo que querían lograr”. Claro que jugaron bien al fútbol, pero sobre todo, dice, fueron un equipo solidario. “No se gana con un solo jugador, por mejor que sea. Son un conjunto y ellos estaban muy unidos. Bien dicen que la unión hace la fuerza, ¿no es?”
José no teme que a su hijo Rodrigo se le suban los humos a la cabeza, ni aunque Álvaro Gutiérrez lo ponga de titular en Nacional. “Su mentalidad es espectacular. Hay otros que son más de ir a bailar o se tiran a la bebida. Él no; está muy centrado en lo que quiere llegar”, apunta. Y para eso, su nueva compañera de vida ha tenido mucho que ver. “Ella los enderezó un montón”, asegura.
Juan Graniolatti dice que ha moldeado a Anderson del mismo modo que a su pequeña hija, y le ha hecho ver el oportunismo de los “amigos del campeón”. “Esos aparecen cuando hay éxito, no se debe encandilar por las luces. ¿Si me hace caso y lo entiende? Él tiene sus momentos, como todo adolescente, como vos o yo lo fuimos. Para eso hay que manejar mucho lo emocional con lo racional, porque Ander no es un chiquilín más para mí”, se sincera.
En lo que coinciden todos los consultados es que todos los esfuerzos y las enseñanzas valieron la pena.
Por César Bianchi
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