Por The New York Times | Max Fisher
Desde hace más de 70 años, el mundo ha consagrado, tanto en leyes nacionales como en tratados globales, una promesa presentada como algo de vital importancia: si alguien no puede vivir con seguridad en su país de origen, puede buscar refugio en otra nación.
Si las personas que se encuentran en esa situación pueden demostrar que enfrentan el tipo adecuado de peligro y cumplen los requisitos establecidos por el país anfitrión para quedarse, ese país está obligado a darles la bienvenida.
Este escenario ideal nunca se ha cumplido a la perfección, incluso en sus orígenes, tras la Segunda Guerra Mundial, cuando reconstruir las sociedades resquebrajadas no solo se consideraba un imperativo moral, sino un deber práctico por el bien común.
Por desgracia, las mismas potencias de Occidente que defendieron este pacto lo han sometido a una erosión continua en años recientes. Han ido socavando sus propias obligaciones, y en consecuencia las del mundo, derivadas de una responsabilidad que en su momento consideraron crucial para la estabilidad global.
Ese ataque, en opinión de los expertos, alcanzó un nuevo extremo la semana pasada, cuando el gobierno del Reino Unido anunció un nuevo plan aplicable a miles de ciudadanos extranjeros que se encuentran en ese país y han solicitado asilo. En vez de escuchar sus argumentos, planea enviarlos a Ruanda, un país lejano en que prácticamente rige una dictadura y la mayoría nunca ha puesto un pie, para que se conviertan en el problema de alguien más.
Tampoco es que el Reino Unido haya inventado la práctica de refundir a los refugiados y solicitantes de asilo en instalaciones lejanas. Los gobiernos europeos les han pagado a déspotas y caudillos extranjeros, en países como Sudán y Libia, para que detengan a inmigrantes durante años por ellos. Australia terceriza este trabajo a una serie de naciones isleñas descritas en ocasiones como su archipiélago gulag. Estados Unidos, de hecho, fue el primero en recurrir a esta práctica en 1991, cuando desvió embarcaciones llenas de haitianos a la bahía de Guantánamo, en Cuba.
Un aumento en las tendencias políticas populistas de derecha, la reacción negativa en Europa al aumento de la inmigración en 2015, además de la pandemia de coronavirus, han acelerado esta práctica y otras similares: muros, patrullas armadas y políticas de “disuasión” que hacen el viaje deliberadamente más peligroso.
El resultado no es precisamente la desaparición del sistema global de refugiados como tal. Los gobiernos europeos están recibiendo a millones de ucranianos desplazados por la invasión de Rusia, por ejemplo. Más bien, lo que resalta la política del Reino Unido es que este sistema, que en cierta época se reconoció como una obligación universal y legalmente obligatoria, ahora se ha convertido, de hecho, en una decisión voluntaria.
“Es muy descarado que, en el transcurso de solo un mes, les ofrezcas vivienda a los ucranianos y luego anuncies que vas a enviar a los demás inmigrantes a más de 6000 kilómetros de distancia”, subrayó Stephanie Schwartz, investigadora de política migratoria en la Universidad de Pensilvania. Un ideal en franco deterioro
El compromiso mundial con los refugiados y solicitantes de asilo siempre ha sido más condicional y centrado en intereses propios de lo que se decía.
En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, los mismos dirigentes occidentales que hablaban de compromisos para reubicar a los refugiados de Europa en un lugar en el que estuvieran a salvo, enviaron por la fuerza a 2,3 millones de ciudadanos soviéticos de regreso a la Unión Soviética, muchos de ellos en contra de su voluntad. Más tarde, uno de cada cinco de ellos fue ejecutado o enviado al gulag, según cálculos del historiador Tony Judt.
De cualquier forma, a medida que se recrudeció la Guerra Fría, los gobiernos occidentales fueron resaltando con más énfasis su respeto por los derechos de los refugiados, y ejercieron presión sobre sus aliados para que hicieran lo mismo, para mostrar que su bloque era superior a los gobiernos comunistas que en ocasiones les prohibían huir a los ciudadanos. El cumplimiento de Occidente en este aspecto siguió siendo desigual, pues se les daba preferencia a los refugiados de países comunistas u otros que podían ofrecer cierta ganancia política.
El verdadero cambio ocurrió al finalizar la Guerra Fría, en 1991, cuando los países occidentales perdieron este incentivo político. En todo el mundo, el número de refugiados se disparó a principios de los años noventa, cuando alcanzó 18 millones, según un parámetro de las Naciones Unidas, casi nueve veces el total existente cuando el mundo consagró de manera formal las normas aplicables a los refugiados en un pacto de 1951. Para la década de 2010, el problema fue que, como el flujo de refugiados aumentó sobre todo desde los países más pobres, la respuesta fue muy diferente. Estados Unidos les aplicó a los centroamericanos políticas similares a las que había aplicado para los haitianos: negoció acuerdos con distintos gobiernos, en especial en México, para evitar que los refugiados y otros inmigrantes llegaran a su frontera. Europa y Australia adoptaron estrategias similares.
El resultado: aros concéntricos de centros de detención, algunos de ellos tristemente célebres por su crueldad, muy cerca de la frontera de los países más ricos del mundo. La mayoría de ellos se encuentran a lo largo de las rutas que siguen los refugiados, o cerca de las fronteras que estos esperaban alcanzar, y su operación les permite a los gobiernos aparentar que cumplen en cierta medida. La nueva propuesta del Reino Unido de enviar a estas personas a la lejanía de otro continente, lleva esta estrategia todavía más lejos y resalta la verdad del funcionamiento del nuevo sistema.
Algunos argumentan que concretar nuevos tratados internacionales, o desechar por completo los antiguos, podría permitir una distribución más sostenible de esta responsabilidad global, en particular ahora que el creciente número de refugiados climáticos empaña la división clara entre migrantes económicos y refugiados políticos. Sin embargo, los líderes mundiales han expresado muy poco interés en estos planes. Además, si el problema en realidad es que los gobiernos no quieren a los refugiados y no es posible obligarlos a recibirlos, remplazar un acuerdo medio ignorado por otro nuevo no conseguiría ningún cambio.
El orden emergente
La evidente doble moral de Europa (sus gobiernos les abren las puertas a los ucranianos, pero siguen haciendo todo lo posible por mantener fuera de sus fronteras a inmigrantes del Medio Oriente) ha dejado al descubierto las normas tácitas del nuevo sistema de refugiados.
Cada vez es más común que los gobiernos sean selectivos en la aplicación de los derechos supuestamente universales de los refugiados con base en los grupos demográficos que se espera reciban aprobación política al interior. Por ejemplo, justo tras el anuncio de su decisión de expulsar a solicitantes de asilo ya establecidos en el país, el Reino Unido se disculpó por no aceptar a más ucranianos. Los gobiernos también han descubierto que, siempre y cuando no se pidan cuentas entre sí por romper normas internacionales, las únicas voces que sonarán para ponerles un alto serán las de sus propios ciudadanos.
Por suerte, muchas veces son sus propios ciudadanos quienes exigen estas políticas.
Los partidos populistas de derecha experimentaron un alza en popularidad en la década pasada, en parte por su respaldo a las reacciones en contra de la inmigración y gracias a que tacharon las normas aplicables a los refugiados de ser un complot para diluir identidades nacionales tradicionales.
Si bien algunos partidos de la élite resistieron este embate (Alemania recibió a un millón de refugiados en pleno ascenso de la extrema derecha), otros concluyeron que era necesario reducir la inmigración de personas de raza distinta de la blanca para salvar a sus partidos, y quizá incluso a sus democracias. Quienes pagaron el precio fueron los refugiados que se vieron en la necesidad de escapar de guerras o hambrunas.
La intención original del pacto global sobre refugiados no era en absoluto que la política interna de cada ciclo determinara qué familias, de entre aquellas desplazadas a causa de desastres, podrían encontrar una nueva vida en el extranjero y cuáles estarían condenadas a campamentos sucios o tumbas masivas.
De cualquier manera, si así ha de suceder, entonces la respuesta del público británico a la propuesta del primer ministro Boris Johnson, un inusual y descarado desafío a ese pacto, podría ser muy reveladora.
“Es inhumano, es moralmente reprensible, tal vez hasta sea ilegal, y es muy posible que resulte inviable”, le dijo a la BBC David Normington, servidor público que estuvo al frente del Ministerio del Interior del Reino Unido.
Por desgracia, es posible que la verdadera inviabilidad del plan, en opinión del gobierno británico o de otros, dependa menos de la legislación y la moralidad que de aquello que el público británico esté dispuesto a tolerar. Inmigrantes en un campamento en la frontera con Polonia, donde se les impidió cruzar cerca de Bruzgi, Bielorrusia, el 16 de noviembre de 2021. (James Hill/The New York Times). El presidente Joe Biden se reúne con personas que escaparon de la invasión de Rusia a Ucrania, en las afueras de un estadio en Varsovia, Polonia, el 26 de marzo de 2022. (Doug Mills/The New York Times).