Por The New York Times | Ross Douthat
La muerte del papa emérito, Benedicto XVI, vino acompañada de una pequeña efusión literaria, una avalancha de publicaciones que se interpretaron como elementos usados en la guerra civil de la Iglesia católica. La lista incluye una biografía del secretario de toda la vida de Benedicto que mencionó la decepción del antiguo pontífice ante la restricción de la misa en latín por parte de su sucesor, una colección de ensayos póstumos del propio Benedicto que está siendo objeto de polémicas citas y una entrevista de Associated Press con el papa Francisco que fue noticia por su llamado a despenalizar la homosexualidad en todo el mundo.
En medio de todas estas palabras, hay dos intervenciones que merecen especial atención. Una no es precisamente nueva, pero la revelación de su autor eleva su importancia: se trata de un memorándum, destinado a los cardenales que elegirán al sucesor de Francisco, que circuló por primera vez en 2022 y que ahora el periodista experto en temas del vaticano Sandro Magister ha revelado que es obra del cardenal George Pell de Australia, un destacado eclesiástico conservador que falleció justo después de Benedicto.
El memorando, que comienza con una declaración tajante de que el pontificado de Francisco ha sido una “catástrofe”, describe a una Iglesia que cae en la confusión teológica, que pierde terreno frente al evangelismo y el pentecostalismo, así como frente al secularismo y que se debilita por las pérdidas financieras, la corrupción y el gobierno papal sin ley (sobre el clima dentro del Vaticano, Pell escribe: “Es costumbre escuchar conversaciones telefónicas. No estoy seguro de con qué frecuencia se autoriza que se intervengan los teléfonos”).
La segunda es un largo ensayo de una figura del mismo rango que Pell, el también cardenal de San Diego Robert McElroy, que circuló esta semana en America, la revista jesuita. Coincide con el memorándum de Pell en la premisa de que la Iglesia enfrenta divisiones internas que la debilitan, pero argumenta que la división debería resolverse mediante la culminación de la revolución buscada por los liberales de la Iglesia. En específico, McElroy exhorta a la Iglesia a dejar atrás cualquier juicio significativo sobre las relaciones sexuales y a abrir la comunión a “todos los bautizados”, al parecer, incluidos los protestantes. McElroy sugiere que solo este tipo de inclusión radical “tiene alguna esperanza de atraer a la próxima generación a la vida en la Iglesia”.
No es ninguna revelación que las facciones enfrentadas dentro del catolicismo tengan puntos de vista muy diferentes, pero sigue siendo sorprendente que cardenales de renombre los expongan con tanta franqueza: la crítica directa de Pell al papado de Francisco y la lisura de McElroy sobre sus objetivos liberales dejan claro lo que a menudo se oscurece con retórica.
No es solo su contenido, sino también su estilo lo que resulta esclarecedor. En la lista de Pell, concisa y burda, se puede ver una síntesis de la preocupación de los conservadores por la situación de la Iglesia. En los llamados más extensos de McElroy al “diálogo” y al “discernimiento”, se puede ver la confianza de un catolicismo progresista que asume que cualquier diálogo puede llevar en una sola dirección.
Y en la distancia entre sus presupuestos, que comienzan con diferentes análisis sociológicos de por qué la Iglesia está pasando por dificultades y terminan con un vasto abismo doctrinal, se puede sentir la sombra del cisma que se cierne sobre la Iglesia del siglo XXI. McElroy no es un teólogo radical; Pell no era un reaccionario marginal. Se trata de figuras comunes que trabajan en el corazón de la jerarquía católica y, sin embargo, parece que la brecha entre sus concepciones del mundo podría situarlos en ramas completamente diferentes de la fe cristiana.
A pesar de su innegable conservadurismo, uno de los objetivos de Benedicto y Juan Pablo II era que la Iglesia moderna alcanzara algún tipo de síntesis en la que los cambios introducidos por el Concilio Vaticano II pudieran integrarse con los compromisos tradicionales del catolicismo. Su era ha terminado, pero si la Iglesia quiere mantener unidas sus facciones actuales a largo plazo, sigue siendo necesaria una síntesis; es probable que la simple coexistencia no sea sostenible (el actual intento de los prelados alineados con Francisco de, en esencia, acabar con la misa en latín demuestra lo rápido que se cede). Tendría que existir algún tipo de puente más sólido entre las visiones del mundo de McElroy y Pell para que sus sucesores siguieran compartiendo una iglesia en 2123.
¿Es concebible? Siendo alguien que concuerda casi en todo con el diagnóstico de Pell, puedo leer a McElroy y encontrar puntos de debate razonables, sobre todo en relación con la función de las mujeres católicas en el gobierno de la Iglesia. En teoría, uno puede imaginarse un catolicismo con más monjas y mujeres laicas en cargos importantes que conserve sus compromisos doctrinales básicos, del mismo modo que (partiendo de la reciente entrevista del Papa) uno puede imaginarse una Iglesia que se oponga de manera rotunda a la discriminación injusta o a la violencia estatal contra los homosexuales, y que también siga manteniendo la regla de la castidad y la centralidad del matrimonio sacramental.
Pero las síntesis no solo pueden establecerse por escrito; tienen que ponerse en práctica en los corazones de los creyentes. Y, en este momento, la tendencia es hacia diferencias irreconciliables, hacia una visión del futuro del catolicismo, a ambos lados de sus divisiones, donde el debate actual solo puede resolverse con cuatro simples palabras: nosotros ganamos; ellos pierden. Ukrainian artillerymen fire toward Russian fortifications inside the city of Kreminna, Ukraine on Dec. 31, 2022.. (Nicole Tung/The New York Times). Arzobispos y cardenales durante los servicios funerarios del papa Benedicto XVI en la Basílica de San Pedro en Roma, Italia, el 5 de enero de 2023. (James Hill/The New York Times).
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