Hasta hace poco estaba convencido que se había ido a los tres años a vivir a Salto. Pero no, su madre le aclaró que se fue de Montevideo con un año de vida. Los siguientes diecisiete los viviría en la otra punta del país.
A su madre le gustaba Salto. Le parecía un lugar ideal para criar hijos y, si algo era seguro, es que quería tenerlos. A su padre, en cambio, le gustaba Montevideo. Ahí lo fascinaba la oferta cultural. Sobre todo, el cine y los libros. Pero se habían conocido en Montevideo, así que ahí vivieron con Juan Andrés Ferreira, su primer hijo, hasta que a su padre, recién recibido de arquitecto, le salió un trabajo en Salto. Después, fue su madre la que consiguió trabajo allá y fue donde crecieron todos: Juan Andrés, Juan Francisco y Juan Enrique.
Vivieron en una casa de jardín grande, con árboles a los que Juan Andrés se subía. Una de las paredes externas de la casa estaba manchada por la pelota de fútbol que él pateaba. Jugaba en la calle, descalzo, medio salvaje. Pero también había un lado introspectivo: cuando los adultos querían charlar, a Juan Andrés lo podían dejar con una hoja y unos lápices y pasaría horas concentrado en eso.
Fue a escuela y liceo público donde no era un gran alumno, pero tampoco uno malo. Eso sí, destacaba en dibujo y creía que en su vida iba a dedicarse a eso, a dibujar. Una maestra le dijo una vez que iba a trabajar dibujando para Disney.
"El Juan Andrés niño se odiaba", porque se veía feo, habían cosas que no le gustaban de sí y con las cuáles no se sentía cómodo. La adolescencia lo fue acomodando todo. Fueron años de descubrimiento, pero también años "volcánicos" porque siempre estaba estallando algo dentro suyo.
Por esos años también descubrió la música y la literatura. Pink Floyd y Kafka. Cuando se fue a examen de literatura, tuvo que ponerse a leer en serio y así descubrió La Metamorfósis, el primer libro que realmente lo impactó.
Fue Gregorio Samsa, el personaje principal, pero también fue el tono de humor y tragedia que lo fascinaron. Después de eso, se puso a leer todo. Su padre le traía de Montevideo más de Kafka: literatura, ensayos, biografías. De Europa, le trajo más de Pink Floyd: disco, remera, revista.
La adolescencia también vino con cosas prohibídas, como fumar y tomar, e ídolos de la música.
En Salto estuvo hasta los dieciocho. A partir de ese momento, vivió en Montevideo. Estudió en Montevideo. Se formó en su oficio en Montevideo. Estudió producción audiovisual en la ORT porque el cine le gustaba muchísimo. Aunque no era solo ver cine, también era pensar en términos cinematográficos, imaginar en esos mismos términos, el proceso de creación de una película.
Los primeros dos años fuera de su casa vivió en una residencia universitaria, donde aprendió a convivir con doce personas más y donde conoció con quien se iría a vivir cuando se fue de la residencia, otro chico de apellido Ferreira. Eso fue un año y, después, Juan Andrés se mudó solo.
Y al periodismo entró a través de una pasantía con Rosalba Oxandabarat, directora de Cultura de Brecha en aquel entonces. Transcribía sus notas, la acompañaba a ver cómo entrevistaba y, sobre todo, aprendía.
Fue la primera vez que estuvo en una redacción y todo aquello le encantó. No por el periodismo, sino por la escritura. Además, era una profesión que le permitía ver más cine, estar en contacto con la gente de cine y escribir sobre cine. Cuando quiso acordarse, ya trabajaba en la sección de Espectáculos del Observador, donde se quedó muchísimo tiempo.
En 2018, publicó su primera novela, Mil de fiebre. Fue una novela extensa de un autor que nunca había publicado literatura. Después de hacer la entrevista para esta nota, Juan Andrés volvió a escribirme al día siguiente. Y a los días, de vuelta. Algunas preguntas, algunas cosas, le habían quedado en la cabeza y quería agregarlas, o comunicarlas, o simplemente decirlas. No importaba.
Quedó en claro que Juan Andrés Ferreira vive y mastica sus experiencias.
¿Cómo aprendiste a escribir?
Sigo aprendiendo. Leyendo y escribiendo, imitando, viendo cómo escribían otros, tratando de escribir como ellos. Yo sigo aprendiendo de ese modo porque leyendo ves qué querés y qué no. "No quiero cometer este error", o "me gustaría ver cómo resuelve esto", porque escribir es eso, es solucionar problemas que te genera la propia escritura. Estás todo el tiempo en una micro aventura que está buena. No quiero caer en la frase hecha de que uno siempre está aprendiendo, pero es así, ese cliché es absolutamente cierto.
¿Empezar por el periodismo fue una forma de apagar ese fuego y esas ganas de escribir?
Fue encenderlo más, avivar la llama. Igualmente, yo con el periodismo tengo una relación conflictiva. Si uno trata al lenguaje como un dios, a veces, en el periodismo y no en todo el periodismo, sucede que te cagás en ese dios. Yo tengo un inmenso respeto por el lenguaje y, en algunas realidades del periodismo, el cuidado del lenguaje no importa tanto, sino que importa la primicia.
Hay cosas en las que no me siento para nada periodista y no me identifico con el periodismo. Esto es, prácticamente, un sincericidio y, prácticamente, me estoy pegando un balazo en una pierna, pero a mí la primicia nunca me interesó. Yo, como periodista, soy muy mediocre, nunca me interesó sacar una nota de tapa, no tengo esa motivación.
De verdad, me considero un periodista muy mediocre. Conozco algunas herramientas de las que se usan en el periodismo, pero no me siento periodista. Una de esas herramientas es la escritura y, en la escritura con tiempo, puedo manejarme de una forma, más o menos, decente, pero necesito tiempo. A mí escribir me lleva tiempo y, hay veces, que algunos géneros periodísticos no te dan ese tiempo.
Trabajé en El País y fracasé porque trabajé en una sección que se llamaba Ciudades. Excepto la parte de escribir, porque escribir me gusta, había muchísima cosa que no me interesaba, no me movía, no vibraba. Pero eso también es un error de juventud porque es trabajo, hay que preocuparse. Si iba a subir el boleto o no, a mi no me interesaba porque yo andaba caminando. Eso es inmadurez, al menos así lo identifico en esa época en El País. Francamente, tenía que escribir rápido y yo no escribo rápido. Soy muy lento y, de verdad, me lleva mucho tiempo escribir.
Durante un tiempo laburé a ritmo diario, no sé cómo hice en esa época, supongo que también era la sección en la que trabajaba. En Espectáculos escribía varias páginas por día, no me acuerdo cuántas, pero las escribía. También era joven y había una parte de disfrute, estaba la llama muy encendida. Después, laburé generalmente con cierres semanales, después mensuales. Laburé un tiempo en la revista Pimba, que era una revista de bolsillo que salía una vez al mes. Ahí laburaba escribiendo y hacía la edición también. Estaba más a gusto con cierres semanales o cada quince días.
El ritmo diario no es el mío. Si tengo que hacerlo hoy, a esta edad, lo hago porque ya tengo oficio, pero prefiero no hacerlo.
Me metí en el periodismo, y más precisamente en el periodismo cultural, porque me interesaban el cine, la música, la escritura y los libros. Me considero una persona curiosa a la que le gusta compartir. Eso, creo, me liga con el periodismo cultural. Además, me gusta mucho escribir.
El tema es que escribir también me cuesta mucho. Cada día más. En Uruguay el periodismo escrito es un trabajo que está muy mal remunerado. Los periodistas de prensa, como muchos otros trabajadores en Uruguay, tienen que recurrir al multiempleo, lo que afecta de manera considerable la calidad de su trabajo. Hay gente que lleva esta realidad mejor que otra. Yo, que soy muy limitado, no la llevo muy bien, al menos no siempre la llevo bien, algunas veces me cuesta más, otras menos, pero por lo general me cuesta mucho. Porque, entre otras cosas, no escribo rápido.
Cuando era joven escribía más rápido, sobre una página que se estaba incendiando, no recuerdo de quién es esta frase, pero me parece bastante ilustrativa, y creo que convencido de que lo hacía bien. No creo haberlo hecho bien, la verdad. No todo el tiempo. No leo las notas que escribo, no tengo un archivo de notas ni algo parecido, así que no sabría decirlo con seguridad. Lo que escribo ahora, por lo general, es muy pobre. Soy consciente de que el problema es mío, no del periodismo escrito.
Hiciste un camino que empezó con el judo y terminó en el budismo zen, ¿cómo fue?
Empieza con el judo en Salto. Era chico cuando empecé con judo y lo practiqué hasta que empecé liceo. Al tiempo, hice un poco de karate, pero estaba muy colgado con el fútbol y el básquet, así que abandoné. Retomé las artes marciales estudiando ya en Montevideo y fue a través del aikido que llegué al zen.
En el camino, yo me había lesionado jugando al fútbol y le pedí a mi sensei, mi instructor, un libro. Sobre todo en esa época, a mi todo me tenía que venir a través de los libros. Con el zen descubrí, precisamente, lo contrario.
Hay un cuento zen que es muy bueno en ese sentido. Es la historia de dos monjes, donde un monje más veterano se le acerca a un monje joven y le dice que tiene el sutra del nirvana, pero que hay partes que no entiende, a ver si lo puede ayudar a interpretarlo. El otro monje le dice que sí, pero que no sabe leer, que se lo lea así lo ayuda a interpretar. El otro monje le dice que no, que cómo lo va a ayudar a interpretar si ni si quiera sabe leerlo. De hecho, es más o menos así: cómo me vas a mostrar la verdad que dicen estas palabras si no sabés reconocer las palabras.
El otro monje le dice que la verdad no tiene nada que ver con las palabras. La verdad es como la luna, las palabras son el dedo. Yo puedo señalarte la luna con el dedo, pero tenés que ver más allá del dedo. Confundir las palabras con la verdad es confunidr el dedo con la luna.
Yo vivía mirando el dedo, todo lo metía por ese lado, el del intelecto. Para mí los libros no son la vida, aunque para mí leer es una de las actividades que más gozo y más satisfacción me da. Es una de las pocas actividades en las que puedo pasarme horas sin hacer otra cosa, en quietud absoluta, pero el mapa no es el territorio.
Volviendo, yo le pedí a mi instructor un libro para leer mientras estaba lesionado y me dio un libro sobre zen. Yo estaba practicando aikido y me pareció que no tenía nada que ver el zen con el aikido, pero sí, tenía muchísimo que ver. Para algunas personas, el aikido es zen en movimiento. Leí ese libro y dije, "es esto, esto es lo que estoy buscando". Enseguida encontré un dojo, o un sendo, y empecé a practicar.
Desde entonces, estoy practicando. Tuve algunas interferencias porque durante un buen tiempo practiqué tai chi, que me hizo muchísimo bien a todo nivel, pero el zen es mi camino. Es curioso porque ese libro era de un maestro zen que fue el que divulgó el zen en Europa en la década del sesenta y setenta. Uno de sus primeros discípulos fue el primer maestro zen español y fundó el primer monasterio zen en España, que se llama Luz Serena a donde me terminé yendo a vivir siete meses.
¿Cómo interfirió esa experiencia con la publicación de Mil de fiebre?
Fue una experiencia increíble porque eso me permitió estar en la práctica de una manera que no logro hacer acá, viviendo en una ciudad. Allá estás en un entorno adecuado para la práctica porque hacés meditación. La meditación implica sentarse y no hacer nada, que es la cosa más difícil del mundo.
En ese lugar teníamos meditación en la mañana, en la tarde, y todo lo que sucedía a lo largo del día era práctica de zen, que es meditación, estar en el momento presente, en atención plena. Las condiciones ahí estaban favorables para hacer eso. Después, en el medio de eso teníamos retiros de silencio que son alucinantes. Siempre tuve un cuelgue con los japoneses, siempre me pegó de alguna manera.
Ahí en el monasterio laburé mucho en la cocina que no es un ámbito en el que me guste estar, lo hago, pero no lo disfruto. En el monasterio, durante mucho tiempo, trabajé en la cocina y la cocina es un dojo, un lugar de práctica. Va desde cómo elegur los alimentos, estar preparando las cosas para tus compañeros, el tiempo que le dedicás a lavar, a cortar, a no desperdiciar el tiempo ni los alimentos. Eso es práctica porque las enseñanzas están en esos actos. Ahí estás viendo la impermanencia y también las relaciones de interdependencia entre todo los fenómenos de todos los seres. Entonces, el acto de comer es un acto espiritual, el de cortar las verduras, el de lavar el arroz. Eso es una de las cosas que me maravilla del zen, cómo hace de lo material lo espiritual y de lo espiritual algo material.
Antes de irme, días antes, estaba convencido de que la novela no salía. Ya había pasado por varias editoriales. Una de las editoriales a las que le presenté la novela fue Ediciones B, donde era editor Joaquín Otero que ahora es editor de Penguin.
Me acuerdo que me reuní con él y me dijo que queria editar la novela, que no sabía cómo pero que lo iba a hacer. Pero era realmente cara y tenía muchos obstáculos. Era una novela muy extensa de un tipo que nadie conocía. No estaba fácil, pero Joaquín se copó buscándole la forma. Mientras lo hacía, Penguin compró Ediciones B. Yo ya me olvidaba del asunto de la novela porque había salido la posibilidad de ir al monasterio y, a días de irme, Joaquín me dice que tiene ganas de publicar la novela en Literatura Mondadori, a ver si me seguía interesando.
Firmamos contrato, todo a las apuradas, días antes de irme y me fui. Hice la corrección de la novela estando en el monasterio y, aún así, se me escaparon cosas que después fueron subsanadas en la tercera edición. El monasterio no interfirió, se dio todo como se tenía que dar. Yo volví en agosto 2018 y la novela se publicó en noviembre.
Volviendo para atrás, hablemos de aquel taller de Roberto Apratto, ¿fue punto de inflexión?
Sí, claro. Ahí aprendí a leer y sigo aprendiendo a leer. Apratto me sacó la foto ya en el primer relato que escribí ahí. Fue el único taller que fui en mi vida. Publiqué dos cuentos en mi vida y uno lo escribí en el taller de Apratto. La historia de la novela está muy relacionada con ese cuento que escribí, por las sensaciones que estaba buscando, por el tipo de personajes que estaba investigando para ese cuento.
¿Entonces Mil de fiebre empezó a escribirse ahí?
No en ese momento, vino después, pero por el influjo de ese relato y por la consigna. Había sido que escribiéramos sobre una situación en la que está todo bien, pero en el fondo está todo mal. Así fue que hice el cuento y muchas sensaciones de ese cuento, personajes, ambientes descritos, volvían cada tanto cuando me decidí a escribir una nueva historia, que terminó desembocando en una de las historias de Mil de fiebre.
El taller de Apratto me dio, además de que me permitió conocer autores que nunca en la vida iba a conocer, a leerlos y leerlos con atención. Cuando dije que me sacó la foto, fue con un tema de que yo escribía de una manera muy desordenada. No era un problema en sí mismo, pero para lo que yo quería sí. Me di cuenta por las observaciones que me hizo, pero también por las lecturas que me daba para tener en cuenta. Para mí fue clave.
Y antes de Mil de fiebre llegaste a editar un libro de cuentos de autores con pseudónimos, ¿verdad?
Sí, pero no son cuentos. En realidad, es una selección de crónicas apócrifas. Pueden leerse, si se quiere, como cuentos. Lo que hace, en realidad, son parodias periodísticas. Fue un juego que hice que estaba muy relacionado con un amigo con el que sacábamos un fanzine que se llamaba El Garrote. Era cualquier cosa, un enchastre, pero nos divertíamos mucho haciéndolo. Ahí empezaron a surgir algunos personajes y la idea fue reunir algunos de esos personajes/autores/periodistas que escribían sobre determinados temas.
Como era un juego en que todo era falso, nunca me cerró del todo que sea yo el autor. Me sentía como una especie de traductor de eso y, de hecho, terminé firmando en la ficha "Traducción: Juan Andrés Ferreira". Era un juego, un intento de parodia de hacer humor con algunos géneros periodísticos y con algunos temas que a mí, en ese momento al menos, me parecía divertido hacer. La mayoría de los que aparecen ahí son autores que, supuestamente, eran miembros del staff de ese fanzine que hacíamos.
¿Y de dónde nace la inquietud de escribir una novela? Porque no todo el mundo que escribe quiere hacer una novela.
Va a sonar muy rimbombante y pretensioso, pero había una necesidad. Es ilusoria, en realidad, porque no es tan importante escribir en mi vida, pero tenía una necesidad que era prácticamente de vida o muerte. Tenía que hacerlo, no podía más. Tenía que encontrar el momento del día para poder habitar esos espacios y escribir y escribir. Y leer, porque también fue eso, leer mucho. Escribir también es leer, pero yo necesitaba hacerlo, necesitaba escribir esa historia. Era una necesidad casi vital. Pienso que es una cuestión como el hambre, que necesitaba hacerlo en algún momento. Tenía que comer y, en algún momento, tenía que dedicarle unas horas a escribir.
En una profesión tan desordenada como es el periodismo, ¿te costó encontrarlo?
Obvio. Me costó, pero lo encontré porque la necesidad era muy fuerte. Lo encontré temprano en la mañana y me lo puse como disciplina. Todos los días lo hacía, a los Stephen King. Sin embargo, cuando veo mi biblioteca y veo algunos de los autores que están ahí pienso que no me puedo tomar en serio esto, si yo no escribo no es para tanto, no pasa nada. Realmente lo siento así, pero en ese momento tenía demasiada necesidad. Era tan fuerte que no me permitía ver que no pasaba nada si yo no escribía.
¿Cómo elegís a tus personajes?
Los personajes lo eligen a uno. Yo sé que suena mágico, pero en realidad yo lo siento así. En mi experiencia, los personajes me eligieron a mí. Yo tengo una idea con la que empiezo. David Lynch tenía una imagen muy bonita en la que decía que el acto creativo es como estar en un lugar a oscuras e ir encendiendo fósforos. De repente se iluminan partes, pero enseguida se te apaga el fósforo, uno se entusiasma y quiere er más y más. Para mí, el acto creativo es un poco eso, es empezar a escribir y ver qué hay detrás, reconstruir esa zona que se iluminó. Después, hay todo una zona oscura que querés ver y eso me entusiasma muchísimo.
A mí me pasó con esta novela que había personajes que empezaba a buscar, a ver qué más había ahí y, lo que había ahí, iba apareciendo solo. Por eso, en realidad, pienso que los personajes lo buscan a uno. Hay cosas que le pasan a los personajes que yo no tenía planeadas, pero sucedieron porque estaba en la naturaleza de los personajes y en las relaciones que se fueron dando, hay cosas que fui descubriendo durante la escritura.
Los géneros como cuento corto y poesía tienen algo de espontaneidad, en el sentido que se tarda menos en hacerlos, pero una novela lleva muchísimo tiempo y en tu caso tardó varios años. En ese tiempo, te habrás vuelto consciente de la construcción de esa novela, ¿eso te generó alguna traba, esa autoconsciencia del acto creativo?
Ahí hay dos cosas. No creo que un cuento se escriba rápido. Hay un escritor que a mí me encanta que se llama Ted Chiang, un autor de ciencia ficción, que solo escribe cuentos y está años haciendo un cuento. Es un escritor muy lento, muy minucioso, no le falta nada y no le sobra nada. En mi caso, un cuento también me puede llevar mucho tiempo.
El caso de la novela es un laburo de carpintería, sacando, agregando, corrigiendo. Yo tengo la suerte de que tengo muy buenos lectores amigos, muy sinceros, que fueron leyendo Mil de fiebre en las primeras versiones y me señalaban cosas que a veces yo no veía. El otro siempre es espejo, entonces te está mostrando cosas que vos no ves del todo. En mi caso, se pareció bastante a correr. Implicaba, primero, calentar un poco, estirar los músculos, empezar a trotar, acelerar y llegar a la meta. En el camino, pasaban muchas cosas, por ejemplo, me estoy quedando sin aire, no puedo más, no quiero saber más de esto, falta menos y de repente tenías energía para un poco más, eso por el lado del trabajo.
Uno de los autores a los que solés hacer referencia es David Foster Wallace y, sobre todo, su novela Broma Infinita. ¿Qué hay en ella que te fascina?
Todo. La Broma Infinita es como con Kafka en La Metamorfósis. Hay momentos que es tan divertida que no podés creer lo graciosa que es y, a veces, es tan triste que no podés creer lo demoledora que puede ser. Cómo se mete en distintas percepciones que los personajes tienen de la realidad, los discursos que se hacen sobre sí mismos, que es algo que me interesa mucho. Además, está escrita del Cielo. Me pasa con Shakespeare también, cada tanto ojear Hamlet es impresionante, ese personaje tan vivo. Con la Broma Infinita me pasa que, a veces, quiero leer algunas cosas de Mario, uno de los personajes, y me dedico un rato a pasear por sus historias. La Broma Infinita me parece suprema, es un libro que a mí me cambió la vida.
El propio Foster Wallace una vez le dijo a un periodista que la literatura trata de ser un ser humano. A Shakespeare también se le atribuye esa universalidad, ¿creés que Mil de fiebre es así de universal?
Mil de fiebre es una novelita lumpen al lado de eso. Es un intento. Yo puedo mirar un partido del Atleti y Barcelona, y disfrutar muchísimo, pero después cuando juego al fútbol no puedo ni siquiera imitar una de las peores jugadas que hicieron. Acá lo mismo.
Yo en eso soy muy consciente de lo poca cosa que es Mil de fiebre. No quiere decir que no me haya costado muchísimo, fueron años de trabajo. Lo que sí soy consciente es que hay una cosa que dice Pablo Casacuberta, que es que en sus libros él intenta mostrarse lo más desnudo posible. A mí me gusta pensar que intenté, que me mantuve lo más desnudo posible mientras escribí.
Denis Johnson daba tres consejos a sus estudiantes y uno de ellos era: "escribe desnudo, lo que implica escribir aquello que nunca te atreverías a decir". Eso estuvo presente, sí, pero creo que también hubo algo más: la idea, la intención de desaparecer. Una de las cosas que me resultan fascinantes de la literatura es que me permite desaparecer.
Y en ese sentido, ¿la literatura sirve para algo?
Lo que pasa que siempre estar buscándole un beneficio a todo lo que uno hace puede ser peligroso. Si uno siempre le está buscando el beneficio a leer, hay veces que ni siquiera lo a hacer. Estás demasiado rato quieto, te va a molestar el cuello, se te va a cansar la vista, hay un cantidad de cosas que no te van a resultar muy beneficiosas. Pero al mismo tiempo pienso que sí, que sirve, es el dedo señalando a la luna. No es la luna, ni la verdad, pero te la señala. Es un instrumento para acercarse a la verdad, no es la verdad.
Es un instrumento a través del cual accedés a partes de vos que, tal vez, de otra forma no accederías, o quizá accederías a otro costo. A mí me pasa con la lectura que, y tal vez me pasa un poco con la música, nada me pone tan en ese lugar como la literatura. Incluso el cine, que a mí me gusta mucho, hace tiempo que no miro nada, ni siquiera series. Con una película siempre soy consciente de que estoy viendo una película, hay momentos con la música o la literatura que soy eso, estoy ahí.
Mil de fiebre llegó a su reconocimiento máximo el año pasado, con el premio del MEC. ¿Cambió algo cuando pasaste de ser "periodista" a un escritor premiado?
Gracias por las comillas, yo digo que trabajo en periodismo, no que soy periodista. Todavía no lo sé, pero en términos materiales sé que el premio me va a permitir cambiar el sofá. Lo que sí he notado han sido las expresiones de cariño de gente que quiero, que es gente alegrándose. Eso lo he notado de distintas maneras, sea públicamente o recibiendo mensajes, llamadas, correos.
Onetti en alguna instancia dijo que "Onetti no lee a Onetti" porque si se volviera a leer se corregiría eternamente, ¿a vos te pasa?
Cuando volví a leer Mil de fiebre era porque iban a hacer una nueva edición y estaba la posibilidad de corregir algunas cosas. No llegué a leerla toda, leí algunas partes y decía, "yo esto lo escribiría de otra manera", pero eso implicaba cincuenta páginas más. Ya entrar en esa rosca no me interesa, pero si me pongo a leer lo que escribí no podría, creo que es interminable. Creo que a todo el mundo que tiene algún vínculo con la escritura le pasa, a mí me pasa. Yo no leo mis notas, no las leo porque enseguida encuentro cosas a corregir y eso con Mil de fiebre también me pasa.
Tenés más que tatuajes, mangas de tatuajes, ¿por qué?
Porque me fascinan los tatuajes. De ser por mí tendría más, me gusta la modificación coporal. Tengo mangas porque empecé haciendo un tatuaje y seguí metiendo. Cuando me quise acordar pedí que lo rellenaran.
¿Cuál fue el día más triste de tu vida?
Cuando murió mi hermano. Tengo el recuerdo perfecto de cada momento. Desde el momento en que llegó mi tío a avisarme, cómo me lo dijo, todo lo que pasó ese día, ir a ver el cuerpo. No tengo duda que fue el peor día de mi vida.
¿Y el más feliz?
Sinceramente, no lo sé. Sí sé que hace un tiempo me mandaron unas fotos de la época en el monasterio y se las pasé a mi madre. Ella me dijo que nunca me vio tan feliz como en esas fotos, tan pleno. Eran fotos de todo tipo, desde yo carpiendo, en la sala de meditación o en la cocina quemándome mientras hacía una paella vegetariana. Posiblemente, esa fue una de las etapas más felices de mi vida. También fue muy dura porque hubo mucho sacrificio, mucho trabajo interno. También creo que el día más feliz todavía no lo viví, seguramente esté por llegar.
¿En qué momento de tu vida sentiste mayor libertad?
Escribiendo Mil de fiebre, nunca fui tan libre, nunca. Escribiendo ficción, es ahí donde todo sucede.
Me di cuenta de que también me siento libre cuando corro. El running es algo relativamente nuevo en mi vida. Arranqué a correr en serio, e incluso a estar en un grupo de running, en 2016 y 2017. Antes, si lo practicaba de tanto en tanto, me parecía aburrido. Hay algo que me di cuenta ayer, que volví a correr, estaba mal de la rodilla y tuve que parar unos días, cuando corro a veces me viene un ataque medio Forrest Gump: quiero seguir corriendo. Seguir y seguir y seguir. A pesar de que ya puedo estar sintiéndome recontra cansado.
¿Algo que nunca te hayan preguntado?
Nunca me habían preguntado cuál fue el día más feliz de mi vida.
¿Algo que la vida te haya hecho aprender a los golpes?
Varias cosas. Una, que si querés tener algo, conseguir algo, tenés que trabar mucho. No sé si a los golpes, pero es algo que tengo presente día a día. También no hay un día en que no sienta que hable demás. Nunca, todos los días, si me pongo a pensar, tuve una oportunidad de quedarme callado. Eso no lo aprendí a los golpes, pero es algo que veo a diario. Es increíble que se relacione con el silencio, pero una cosa que aprendí a los golpes es a no guardarme las cosas para decirlo en otro momento.
Si murieras hoy, ¿irías al cielo o al infierno?
A mí me cuesta responder eso porque para mí el cielo y el infierno están en la tierra. Recurro a otro cuento zen. Hay un samurai que le pregunta a un maestro zen si existe el cielo y el infierno. El maestro le dice que le está haciendo una pregunta estúpida y el samurai le dice que cómo lo va a tratar así, se enoja y saca la espada. El maestro le dice que ahí está el infierno. Apenas se da cuenta que está siendo preso de su ira, le pide perdón. El maestro le dice que ahí está el cielo.
Y yo creo que es así. Si hoy me muero, se muere el yo, la construcción consciente de un yo, de un Juan Andrés. Pero ahí hay partes de mí que se van a transformar en otra cosa. No me quiero extender mucho, pero en realidad nacimiento y muerte son conceptos. Yo trato de estar presente donde estoy en el momento, trato.
Si me muriera ahora, se muere de esa forma, pero hay partes de mí que van a estar en la tierra, en los árboles, en las nubes. Hay un cambio, una transformación. No es que no le tenga miedo a la muerte, creo que hay una cosaa en el zen que, después de cada sesión, se golpea un madero y se dice un recitado. Dice, "ustedes, practicantes del dharma que buscan la vía, vida y muerte es el asunto escencial, el tiempo pasa rápido como una flecha, a ustedes que buscan la vía humildemente les pido prestad atención al momento presente".
Entonces, la presencia de la muerte no es una amenaza, es una realidad. Todo está en permanente transformación, todo está naciendo y muriendo todo el tiempo. Las células de nuestro cuerpo mueren, otras vuelven a nacer en cuestión de horas. Por eso, trato de mantenerme atento.