Por The New York Times | Megan Janetsky and María Silvia Trigo
Jeanine Añez, la expresidenta de Bolivia, fue sentenciada el viernes a 10 años de prisión luego de que fuera acusada de ocupar la presidencia de manera ilegal tras la renuncia de su predecesor, Evo Morales.
El juicio, el capítulo más reciente de la prolongada agitación política de Bolivia, ha despertado preocupación de que los líderes del país estén usando los tribunales contra sus adversarios políticos y de que la sentencia sea muestra de una crisis democrática más amplia en el país sudamericano y en la región.
“La democracia está en cuestión, no solo en Bolivia, sino en Latinoamérica”, dijo Gonzalo Mendieta, abogado y analista político basado en La Paz, sede del gobierno de Bolivia.
Añez fue detenida el 13 de marzo de 2021 en Trinidad, su ciudad natal, y fue trasladada a La Paz luego de que se emitiera una orden de captura acusándola de terrorismo y sedición. También fue acusada de otros delitos y retenida en prisión por casi 15 meses bajo la modalidad de “detención preventiva”.
El viernes fue sentenciada por el Tribunal Primero de Sentencia de La Paz, acusada de incumplimiento de deberes y de tomar resoluciones contrarias a la Constitución de Bolivia.
Luis Guillén, el abogado de Añez, le dijo a The New York Times que creía que el fallo del tribunal tenía motivaciones políticas y que el actual gobierno de Bolivia, liderado por un aliado socialista de Morales, incurrió en violación a la ley debido al trato que Añez recibió durante su detención.
“Vamos a agotar los recursos internos y luego acudir a organismos internacionales”, dijo Guillén.
Iván Lima, ministro de Justicia de Bolivia, negó las acusaciones y dijo que “no hay pruebas” para sustentarlas. “Somos un gobierno que está respetando las reglas del debido proceso y que está permitiendo que las reglas democráticas lleguen a todos los actores políticos”, dijo Lima en una entrevista.
Añez, una senadora conservadora otrora poco conocida, ascendió a la primera fila de la escena política de Bolivia en noviembre de 2019. En ese entonces, Morales, presidente del país durante más de una década, socialista y el primer líder indígena de Bolivia, perdió el control del poder y huyó a exiliarse a Argentina durante una serie de protestas violentas suscitadas por su cuestionada elección.
Añez dio un paso al frente y prometió fungir solo como presidenta interina de transición y convocar a nuevas elecciones, en las que no participaría. Pero casi de inmediato empezó a reformular la política exterior de Bolivia. Cristiana conservadora, introdujo símbolos religiosos a los procedimientos laicos del Estado y lanzó una campaña contra los seguidores de izquierda de Morales, quien durante 14 años en el cargo había enfatizado la importancia de la cultura indígena.
Después, su gobierno acusó a Morales de sedición y terrorismo, a pesar de que grupos internacionales de derechos humanos indicaron que las pruebas para respaldar esas acusaciones eran deficientes y dijeron que el caso contra el expresidente tenía motivaciones políticas.
El equipo de defensa de Añez ha sostenido que en 2019 se vio obligada a ocupar un vacío de poder, pero los seguidores de Morales dicen que su deposición fue un “golpe”.
El viernes, durante los alegatos finales, Añez se hizo eco de esa argumentación al decirle a los magistrados que era inocente y que su ascenso al poder fue “una consecuencia de todo lo que pasó” hace dos años.
“No moví ni un dedo para llegar a la presidencia”, dijo Añez.
Ella ha negado las acusaciones en su contra y dijo que era víctima de “persecución política”.
Pronto, Añez, de 54 años, se volvió profundamente impopular entre el pueblo boliviano por motivos que iban desde presuntas violaciones a los derechos humanos hasta su antagonismo hacia el partido de Morales, Movimiento al Socialismo (MAS), que sigue siendo el mayor del país. Tal vez lo más significativo, fue su impopularidad por su manejo de la pandemia y la perturbación económica subsiguiente.
Añez abandonó su campaña a la presidencia de Bolivia aproximadamente un mes antes del 18 de octubre de 2020, día de las elecciones, cuando los votantes eligieron al socialista Luis Arce, respaldado por Morales.
El miércoles, cuando los fiscales pedían la máxima sentencia en su contra y presentaban sus alegatos finales en el tribunal, en el exterior se reunió un grupo de manifestantes anti Añez, muchos de los cuales indicaron que su gobierno los había reprimido. Llamaron a que la exmandataria recibiera 15 años de condena, el máximo que contempla la ley, con gritos de “¡No se negocia con sangre derramada!”.
El fallo significa una victoria para el gobierno de Arce y el partido MAS, al reforzar su relato de que Añez llegó al poder con un golpe.
Pero la decisión también causa preocupación sobre la independencia del sistema de justicia de Bolivia, que, a decir de Cesar Muñoz, investigador sénior en Human Rights Watch, ha sido utilizado por gobiernos anteriores de ambos lados del espectro político, para ejercer “revancha” hacia sus enemigos.
“Nos preocupa lo que esto significa para la imparcialidad del sistema judicial”, dijo Muñoz. “Los que están en el poder han usado el sistema de justicia para sus propios fines políticos”.
El gobierno de Morales ha enfrentado acusaciones de persecución política por parte de periodistas y políticos opositores, así como de manipulación del sistema judicial con fines políticos.
Human Rights Watch dijo que el gobierno de Añez “presionó públicamente a fiscales y jueces para impulsar sus intereses”, que según el grupo, condujo investigaciones penales dirigidas a más de 100 personas vinculadas al gobierno de Morales por acusaciones de delitos de sedición y/o terrorismo.
Con el gobierno de Arce, Añez ahora enfrenta las mismas acusaciones de terrorismo por delitos que se dice cometió antes de su presidencia, y de los cuales Muñoz dijo que también hay pocas pruebas, así como acusaciones de genocidio durante su mandato.
El Departamento de Estado estadounidense, así como observadores de la Unión Europea, ha expresado preocupación por “señales crecientes de comportamiento antidemocrático y la politización del sistema legal en Bolivia”.
El fallo también sucede cuando otros líderes de América Latina muestran tendencias autoritarias.
En El Salvador, más de 36.000 personas han sido detenidas luego de que la Asamblea Legislativa autorizó al presidente Nayib Bukele a suspender algunas garantías constitucionales para acabar con la violencia de las pandillas. The Brookings Institution también ha observado “erosión democrática” en Haití, Honduras, Guatemala, Paraguay, Nicaragua y la República Dominicana.
“Cuando uno ve la región, se ve bastante convulsa”, dijo Mendieta, el abogado y analista de La Paz.
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