Fotos: Javier Noceti | @javier.noceti
Adelante venía una mujer caminando rápido, agitada, de tacones de sonido consonante. Entró, como por reflejo o por memoria, por el marco blanco de una puerta en Luis Franzini, con esquina en Carlos Berg.
Entré segundos después y la mujer ya estaba poniendo algo en su bolsa. En esos segundos ya había comprado. Parada desde el marco blanco de una casa antigua de dos pisos, remodelada y pintada, me sorprendió un hombre de delantal. Le dije que lo estaba esperando a Hugo y él enseguida entendió que, si le hubiera dicho Hugo Soca, quizá tendría que preguntarme mi nombre. Pero no, Hugo solo y, solo eso, significa intimidad.
Me dieron una mesa cerca del marco blanco, me sirvieron un cortado, me preguntaron si estaba a gusto y si precisaba algo más. "Nada, gracias", dije, cuando un grito atravesó la sala: "¡Cariños, ya estoy contigo!".
Lo estuvo, después de un rato, en el que se quedó atendiendo a una mujer, otra, con la que hablaba de algún tipo de negocio, pero con la que hablaba también de la vida.
Mientras, noté las paredes color azul, el piso de madera, las lámparas modernas formadas por círculos metálicos, los cuadros, los empleados de remera polo amarilla y delantal de jean, el olor a pan, el olor a café, la presión del agua hirviendo, la luz de la mañana, Hugo caminando hacia acá. Hugo en su casa. Hugo disculpándose, sonriendo, pelado, alto, robusto, con una camisa de lino verde, bronceado.
***
Antes de nacer, su madre había salido a cazar liebres. Se trepó a un alambrado para pasarlo y sintió una contracción. Al día siguiente, se fue rumbo al hospital de Pan de Azúcar con un vecino y ahí nació, el 6 de marzo de 1975.
Su madre, su padre y sus dos hermanas, con las que se llevaba quince y trece años, vivían en lo que en aquel momento era la Colonia Victoriano Suárez, una zona rural entre Pan de Azúcar y Punta del Este.
De esa primera casa no tiene recuerdos, pero sabe por su madre que había muchos árboles frutales y una quinta. Sobre por qué tuvieron que mudarse de casa, ni él se acuerda ni su madre le contó. Había cosas de las que no se hablaba y esa era una. Sus recuerdos de vida empiezan ahí, más o menos, a partir de los cinco años. Era un rancho de barro, donde la cocina era a leña y el baño era afuera, que quedaba en la ruta 93, kilómetro 113.
Hasta que tuvo dieciséis no hubo luz eléctrica. Hugo Gabriel Soca González, como dice su documento, hacía los deberes de la escuela con luz de vela o con luz de farol.
Fue un niño al que le gustaba estar impecable. Si se ensuciaba en el campo se ponía a llorar y, hasta que no lo cambiaran, el llanto seguía. Era tranquilo, pero también era muy soñador. Le decía a su madre que él iba a estar en la tele y que iba a escribir libros. Ella le contestaba que esas cosas no le pasan a la gente de campo.
Su madre era una mujer con carácter. Empezó a trabajar la tierra con ocho años y nunca paró. Hubo una semana en la que Gabriel, porque así le decían en su casa, se levantó alunado casi todos los días. Primer, segundo, tercero, cuarto y quinto día, su madre le preguntó si iba a desayunar y él nada, no respondía. Al sexto, le dio dos trompadas que le marcaron los cachetes y desayunó perfectamente. "Fueron las mejores trompadas de mi vida, nunca más me aluné. Hoy no tolero a la gente que se aluna, imaginate que nunca tendría una pareja alunada, ni por sombra".
Trabajaba desde las cinco de la mañana. Se levantaba, prendía la estufa de cocina a leña y se iba a darle maíz a las gallinas, a ordeñar las vacas y a plantar la fruta y la verdura. Tantos años de verla trabajar incansablemente, le enseñaron a Hugo el respeto por la tierra. Sobre todo, le educaron el paladar con comida casera y fresca.
Y ni qué hablar el "buenos días", "buenas tardes", "por favor" y "gracias". En la mesa no se hablaba, él no podía a no ser que le preguntaran directamente, porque solo hablaban los adultos. Tampoco se le ocurría levantarse de la mesa hasta que no terminaran todos de comer.
"De mi padre nunca he hablado mucho porque siempre se han ido para el lado de la abuela o de la madre", dice Hugo, mientras que recuerda un hombre que fumaba mucho, que era delgado y que hablaba poco.
Tendría cuarenta años cuando nació Hugo, cosa que hoy es común, pero en aquellos años y en el campo esa edad correspondía, más bien, a un abuelo. Cuando su padre lo llevaba a la escuela, le preguntaban exactamente eso, si era su abuelo.
En la escuela eran doce y él hacía horario de diez de la mañana a tres de la tarde. Empezó yendo a caballo, después caminando con compañeritos y, más tarde, llegó una bicicleta.
A su primer día lo llevó su padre y fueron a caballo. Era blanco y se llamaba Confianza. "La relación con mi padre no era una relación de padre e hijo, era una relación donde si yo tenía una duda no le iba a preguntar a mi padre, si tenía un deber no iba con mi padre, yo no iba a nada con mi padre". Iban a la feria juntos, sí. Si lo quería, sí, obviamente. Si supo la identidad de su padre, no, jamás.
Se decía que había sido adoptado y cree que se conoció con su madre en un baile. Tampoco está seguro de todo eso, porque de eso tampoco se hablaba. Sí sabía que era militar y que se dedicó muchos años a serlo.
Con el tiempo se enteró, a cuentagotas, que cuando él tenía un año y medio les tiraron la casa abajo. Su madre salió corriendo con él debajo del brazo, y con sus hermanas, y su padre fue a esconderse a los cerros. "No sé qué pasó y no se habló del tema nunca más. Sé que la casa la tiraron y los árboles frutales los cortaron", dice.
El padre falleció a causa de un accidente, aunque no instantáneamente. Primero, pasó por internación y unos días después, con quince años, Hugo lo enterró en el cementerio de Pan de Azúcar. Previo a eso, hubo un velorio que duró veinticuatro horas. "Recuerdo que un amigo de mi padre me quería hacer darle un beso en el cachete, no pude, me negaba, siempre fue una cosa que me costó mucho. Es más, no voy a los cementerios", agrega.
El padre de Hugo se había ido y nunca le había dicho te quiero. Nunca, en sus quince años de vida, recuerda habérselo dicho, ni que se lo dijera a él. Tampoco recuerda haber compartido un abrazo, ni caricias.
Si lo enterraron el jueves 31 de mayo de 1990, el viernes 1 de junio él y su madre tuvieron que levantarse e ir a la quinta a trabajar la tierra. Los Soca González eran productores rurales, cosechaban y vendían en la feria de Maldonado los domingos, pero la naturaleza y sus ciclos no entienden del dolor de velar.
Los domingos a las dos de la mañana pasaba un camión a buscarlos. Ahí cargaban sus verduras y se iban a la feria a vender. Llevaban, también, los quesos de su madre y los huevos de campo. Y llevaban verduras raras para la época, porque Hugo siempre quiso plantar las que nadie más plantaba.
Cuando los vecinos de la feria lo veían con tomates cherry y berenjenas, le decían"tas loco, gurí, dejate de joder con eso, quién te va a comprar esas porquerías. Esas verduras nadie las come".
La feria tampoco les daba tanto dinero. Hugo habla de su familia y dice que eran una familia rural muy humilde. "Éramos tan pobres que yo me tenía que poner un pantalón, lavarlo y ponérmelo húmedo al otro día", recuerda.
Solían hacer trueques por verduras con algún vecino, pero también era común hacerlo con los gitanos. Aparecían esas mujeres de polleras largas, esos hombres robustos y barbudos de pelo oscuro a intercambiar fuentes, platos, jarras, ollas, todos esmaltados. Y en lo de Hugo pagaban con quesos, verduras, frutas, huevos.
A veces, acompañaba a su madre a los supermercados a comprar las pocas cosas que no producían en su casa: harina, azúcar, sal y no mucha cosa más. El resto, venía de las vacas, los pollos, los patos, los chanchos y de la tierra. Hugo le pedía a su madre que le comprara algo y ella le contestaba, "m´hijo no podemos, no hay plata". Hugo le prometió que algún día la llevaría a un supermercado a comprar todo lo que se le antojara. Ese día llegaría.
Entre los quince y los dieciseis años, después de fallecido su padre, le dijo a su madre:
-Ma´, mirá que no quiero que me digas más Gabriel.
- M´hijo que pavada.
- No, Hugo Soca.
Gabriel Soca era un nombre largo y él quería algo con más personalidad. En el nombre Hugo sentía mucha actitud. Aunque en su casa le siguieron diciendo Gabriel toda su vida, empezó a decir que su nombre era Hugo frente a profesores, directores, ascriptos y compañeros de liceo.
Fue al liceo Departamental de Maldonado, al de Pan de Azúcar y al de Piriápolis. Se cambió tantas veces porque solo podía ir cuando le coincidieran los horarios de ómnibus. "Si iba a hacer tercero, y tercero en el liceo al que iba tocaba de mañana, yo ya me tenía que cambiar a otro porque no tenía ómnibus para ir", agrega.
Y se pasaba el día entero esperando ómnibus. Hubo un año que se tomaba la ONDA a las diez de la mañana, entraba a la una de la tarde y después volvía a su casa a las once de la noche.
Si ya eran pocos los de la zona rural que hacían el esfuerzo de ir a los liceos, cuando empezó la discriminación por ser del campo quedaron muchos menos. Hugo recuerda que les dijeran: "Canaritos, ¿dónde dejaron el caballo y el carro?". De todas formas, Hugo era tímido, así que no llamaba tanto la atención.
El primer día de clases fue con su mejor amiga, Rosita, que era una de las vecinas de Hugo. Ellos estaban convencidos de que se sentarían juntos y se pondrían de pie frente al mundo, pero la mala fortuna hizo que la distancia del abecedario entre las iniciales de sus apellidos fuera lo que definía quién estaba en qué clase.
A ella le tocó en una clase y a él en otra. Cuando sonaba el timbre para salir al recreo, Hugo se quedaba parado en la puerta de la clase, para no perderse, y cuando sonaba, volvía a entrar.
Mientras tanto, la tierra seguía sin entender los tiempos ajenos y Hugo seguía trabajando con su madre para poder mantenerse. En verano era cuando más trabajaba, porque en invierno había clases. Los días de calor bajaba al campo a las cinco de la mañana y a las siete y media desayunaba huevo frito, churrasco y pan casero. A las once y media subían a cocinar y solía haber alguna comida de olla o ensalada de papa. Después de la siesta, a la hora cuando el sol está más fuerte, bajaban de vuelta a seguir trabajando un poco más. En invierno, hacían todo de una tirada porque empezaba a hacer mucho frío y anochecía más temprano.
"Teníamos muchos huevos de pato, o matábamos un pollo y lo tirábamos en la cocina a leña con papa y boñatos... se comía tan rico... arrancar las ciruelas del árbol... se me hace agua la boca".
En algún momento hubo televisión. Se cargaba una vez al mes en Pan de Azúcar y se miraba solo una hora por día, el informativo. Sin embargo, fue con esa misma televisión que Hugo descrubrió Utilísima, el canal de cocina. Apareció un mundo gastronómico que no significaba cocinar con su madre o su abuela, o pedirle las recetas a las madres de sus amigos.
También había radio. Hugo escuchaba Aquí está su disco y su madre Radio Carve. Y por ahí salían los mensajes de los que había que enterarse: si había muerto alguien y si había velorio, si tenías una carta para retirar en Pan de Azúcar y si tu hijo había faltado a la escuela o al liceo.
Eso, eran los mensajes fuera de casa. Para saber lo que pasaba dentro, para saber si alguien había entrado, estaba Campeón, un perro. Cuando él ladraba en el medio del monte, Hugo escuchaba, "dale, Gabriel, vamos a ver qué ladran los perros". A las dos de la mañana, su madre salía con una escopeta o un revólver y empezaba a los tiros.
"Si le doy, le doy, está en mi propiedad", decía. Era muy común que robaran un ternero o una oveja. Ella defendía todo.
Murió haciéndolo. En 2020, un cáncer de mama antiguo hizo metástasis en su cuerpo hasta que no aguantó más. Ella le pidió a Hugo que hiciera todo lo que pudiera para mantenerla con vida porque quería seguir viviendo. Y Hugo lo hizo, hasta que la medicina lo permitió.
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En 1998, Mario Levrero escribió un relato breve en el que aparece un perro llamado Campeón, como el perro que ladraba para avisar si había alguien en los cerros en la casa de Hugo. Su título es Historia sin retorno Nº 2 y fue publicado como parte de La máquina de pensar en Gladys.
"Un perro, Campeón. Vivía solo con él y llegó a incomodarme. Lo llevé al bosque, lo dejé atado con una piola que pudiera romper con un poco de perseverancia y volví a casa.
En un par de días lo tuve rascando la puerta; lo dejé entrar.
Se me hizo intolerable; lo llevé a un bosque más lejano y lo até a un árbol con una piola más gruesa (sabía que el defecto no estaba en la piola sino en la fidelidad del animal; quizás tenía la secreta esperanza que esta vez no pudiera liberarse y muriera de hambre).
Volvió algunos días después.
Entonces supe que el perro volvería siempre. No me atrevía a matarlo por temor a los remordimientos; y pensé que aunque lograra efectivamente perderlo, en un bosque más lejano aún, viviría con el temor constante de su regreso; atormentaría mis noches y enturbiaría mis alegrías; me ataría más su ausencia que su presencia.
Entonces dudé apenas un instante ante la majestad del bosque compacto que se alzaba ante mis ojos -umbrío, imponente, desconocido-; resueltamente, comencé a internarme, y seguí internándome hasta que, finalmente, me perdí."
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Su hermana más grande, Doris, se casó cuando Hugo tendría cinco años. Con el hijo de ella, su sobrino, se lleva tres o cuatro. Su segunda hermana, Inés, se fue, también casada, a los siete años de Hugo.
"Dos mujeres hermosas, yo sentía mucho orgullo", dice. Cuando iban caminando por la calle y los hombres se daban vuelta para mirar a una de sus hermanas, a Hugo le encantaba. Doris, además, era muy coqueta y, para él, eso era fascinante.
Cuando era un niño, si a Hugo le ponían algo que no le gustaba, o que no combinaba, lloraba hasta que lo cambiaran. Alguna vez le pusieron algo celeste con algo rojo y se hizo cambiar. Los joggings, por ejemplo, los detestaba. Y más detestaba los que le traían del Chuy que, después, se tenía que poner para clase de Educación Física.
A los doce años ya elegía él que ponerse y qué no. Se le compraba ropa una vez cada mucho tiempo, pero si no le gustaba no se la ponía. Desde Montevideo, Doris también le mandaba ropa y solía embocarle.
Lo mismo le pasó, toda la vida, con las mesas. Por más humilde, la mesa tenía que estar puesta. No toleró jamás los centro de mesa lleno de papeles y llaves, que no se sacaba para poner los platos y los cubiertos.
El querer estar impecable lo trae desde chico. Hugo le pone pienso a la estética, tanto en cómo se ve él como en las mesas que sirve.
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Aparece detrás del mostrador, lejos de la mesa, pero lo suficientemente cerca para poder percatarse de que Hugo estaba ahí, que podría hablar con él. Es una señora que pide por harina integral, que todavía no llegó al Almacén, pero que se puede encontrar en otras partes.
El empleado detrás del mostrador le dice a la señora que ese producto todavía no llegó y le pide si le puede averiguar, con el cuello un poco torcido, mirando hacia la mesa donde está sentado Hugo. Antes de que el empleado pueda acercarse él mismo, la señora ya está saludándolo, interrumpiendo.
Le consulta personalmente por la harina que ella siempre consigue en el Almacén. Se le agrandan los ojos mientras mira a Hugo.
- Sabés que quedaron en traerme, pero, ¿sabés dónde vas a encontrar? En el mercado, ahí tienen.
- ¿Dónde es?
-¿Dónde es el mercado...? Ahí, en Ellauri.
- No te preocupes, yo busco.
- Poné Eco Mercado en Google y ahí lo tenés. Te digo porque ellos tienen.
- Me llevo la miel, igual.
- Bueno, muy bien. La miel es riquísima.
- Gracias.
- Gracias, querida.
A punto de retirarse, la señora vuelve rápido, como si se le hubiera ocurrido una idea de cómo seguir esa conversación.
- ¿Sabés que es divino lo que hacés?
- Bueno, muchas gracias, cariño.
- Es algo que se nota que lo hacés con cariño.
- Y es real, de eso no hay duda.
Antes de empezar la siguiente oración, la señora retira su billetera de su cartera y empieza a trabajar entre las tarjetas de crédito para sacar una tarjeta de presentación.
- Y yo trabajo en esto... Si necesitás algún seguro...
La señora entrega la tarjeta de cartulina blanca con letras negras. Se la da a Hugo solo mirándolo a los ojos.
- Bueno, perfecto, cariño. Muchas gracias, que pases bien.
Nos mantenemos en silencio hasta que la señora sale por el marco blanco, taconea con sus zapatos la escalera breve de la entrada y se va. Enseguida, como contándome un chisme, Hugo acota, "esto es continuo".
"El uruguayo no es cholulo, pero a mí me pasa todo lo contrario. Esté donde esté, los mensajes son cientos y también en las redes. Es un fanatismo que la gente no puede evitar, no lo puede evitar. Hay gente que me dice que no es cholulo de nadie, pero que no sabe qué le pasa conmigo que necesita tocarme, necesita una foto, decí que yo soy así y está todo bien."
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Le parecía que la odontología iba a ser una profesión con futuro así que, para salir del campo, se fue a Montevideo a estudiar para ser odontólogo. Ya había hecho algunos cursitos de cocina, porque había poca cosa en Pan de Azúcar y Maldonado, pero la cocina no era una profesión de la cuál vivir.
Mientras tanto, se quedaba en lo de su hermana, en Montevideo. Fue a dar el examen de ingreso al Clínicas y lo perdió, había ido sin estudiar. Así que sin saber mucho qué hacer, se fue al Mercado Modelo a comprar verduras y semillas. Y se volvió al campo.
Cuando llegó, le dijo a su madre que iba a empezar a plantar y a vender en la feria de vuelta. Se puso una remera vieja, un short y empezó a carpir y a plantar. Y fue a la feria y vendió hasta que, después de un año, supo que no estaba yendo por donde él quería.
Así que se fue a Punta del Este a buscar trabajo. Empezó en un local de empanadas y en una óptica. Hugo tenía veintiún años. Cuando volvía a Montevideo, haciendo algunas temporadas en Punta del Este, hacía cursos sueltos de cocina y dormía en lo de su hermana. Pero estando en la capital, se empezó a mezclar su vida privada con la convivencia. Iba a boliches gay a escondidas, no le decía.
Hasta que un día se cansó y, con veintitrés años, le contó sobre su homosexualidad.
Él siempre supo que le gustaron los hombres. Cuando tenía cinco años, fue con su padre y los compañeros de su padre a la playa, iban a jugar al fútbol. Hugo, sentado en un banco con otros niños, vio cómo los hombres se fueron a las duchas. Enseguida sintió admiración por el cuerpo masculino.
Más de grande fue que procesó ese recuerdo y entendió que su atracción hacia los hombres siempre había estado presente. Siempre.
Sin embargo, muchas personas que lo conocen le dicen que quedan sorprendidos al enterarse. "Tampoco fui un tipo que anduviese insinuando nada, fui muy tranquilo", dice. Nunca recibió ni un solo insulto relacionado con su sexualidad. Es más, nunca se sintió discriminado por ser homosexual, pero sí por ser del campo.
Cuando le contó a su hermana, ella no se aguantó y llamó a su madre a decirle. Cuando fue el turno de Hugo de llamar a su mamá, le dijo que Doris ya había hablado con ella, pero que tenía que contarle él. Y ella le respondió que una madre siempre sabe todo de su hijo. Ahí terminó el tema, nunca lo hicieron sentir incómodo al respecto y todo fluyó con mucha naturalidad.
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A Hugo lo llama uno de los empleados del Almacén y, al pasar, le señala al hombre de servicio técnico que estaba esperando frente al mostrador. Lo saluda y se toca el bolsillo buscando la billetera. Sonriendo, lo mira de lejos y le dice:
- Tenías que venir a sacarme plata, vos.
Mientras abre la billetera y busca un billete, agrega:
- No tengo novio, pero te tengo a vos todos los meses. Es lo mismo, casi.
Se ríe él, se ríe Hugo, me río yo. Mientras tanto, el hombre de servicio técnico se acerca a buscar el billete que sacó Hugo. El hombre lo toma y cuando está levantando sus pertenencias para irse, Hugo agrega:
- Portate bien, chiquito.
Sonríe. Su madre le enseñó a no deberle dinero a nadie, "m´hijo, aunque vos no tengas un peso, no gastes ese peso que no tenés". Al día de hoy, le paga en el acto a sus proveedores y no queda en deuda con nadie.
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Al tiempo de estar en Montevideo, se alquiló un monoambiente en Santiago de Chile y Canelones y se fue a vivir solo. Empezó a vender comida que cocinaba él y fue una época durante la que salía mucho por la noche. Estaba de fiesta los jueves, viernes, sábados y domingos. Quizá, algún otro día más.
Una vez, pasó por Av. 18 de Julio y Gaboto y vio un cartel que le cambiaría la vida. Decía "Sucré Salé, especialidades francesas". Con veintipocos años entró, preguntó si precisaban personal y, como era noviembre, le dijeron que no, pero que en marzo sí.
Y en marzo fue y entró a trabajar ahí.
Estuvo ocho años como jefe de cocina en Sucré Salé (Bulevar Artigas 1271), y aprendió cocina francesa profesional, hasta que lo despidieron. "Era muy seria y la gente me prefería a mí", dice sobre por qué su jefa lo despidió.
Ese mismo año, Hugo se había ido a vivir con Gabriel, un hombre que estaría a su lado trece años. Siempre había dicho que, hasta los treinta, no quería una pareja y, cuando conoció a Gabriel le faltaba un mes para cumplirlos. Un año después, estaban viviendo juntos.
Aunque eran dos, el presupuesto de Hugo se había agrandado y no era el mejor momento para quedarse sin trabajo. Por suerte, lo llamaron de Cactus y Pescados en Punta del Este para ser jefe de cocina durante la temporada. El 26 de diciembre de ese mismo año, se subió a un ómnibus y se fue hacia una cocina nueva. Después de una temporada en la que trabajó dieciséis horas por día, volvió a Montevideo y lo llamó su ex jefe de Sucré Salé para decirle que se iban del país y que iban a entregar el local a la Alianza Francesa. Querían darle la concesión del restaurant a él porque era natural, ya lo conocía muy bien y entendía su funcionamiento.
Pero Hugo tenía solamente diez dólares. No estaba ni cerca de tener la plata que pedían en Sucré Salé. En ese momento, su hermana le dijo que ella sí tenía ese dinero, que se lo prestaba y le dio cincuenta mil dólares para conseguir la concesión. En menos de un año, Hugo ya le había repagado.
Empezó a potenciar los puntos fuertes del restaurant y a atacar los débiles. Lo mismo hizo consigo mismo, empezó a estudiar cocina francesa, ya teniendo hechos los cursos de sommelier y pastelero en Gato Dumas.
Salió a perfeccionarse al mundo. En sus treinta viajó y aprendió del origen de las comidas y de las recetas. Estuvo en Francia, Italia, Perú, Marruecos, Brasil. Cerraba Sucré Salé en mitad de diciembre y desaparecía todo enero y febrero en sus viajes.
Fue estudiando y se fue perfeccionando. En aquellos años Gabriel, su pareja, trabajaba en una automotora y la dejó para ir a trabajar con Hugo. "Ahí aprendí que nunca más trabajo con una pareja, llegás a tu casa y el tema es el trabajo y llegás al trabajo y el tema es la casa", dice.
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En una de sus idas a Cactus y Pescados en Punta del Este, Hugo vio por la ruta un auto carbonizado. Tres horas después de llegar, lo llamó Paula, una de sus mejores amigas, y le dijo que Javier había fallecido en un accidente en la ruta, carbonizado, con su pareja y la sobrina de él. Se largó a llorar enseguida.
Para él, Javier no solo era uno de sus mejores amigos sino que fue un gran amor. "Yo me enamoré de él como nunca me había enamorado en la vida y él se enamoró de mí, pero ninguno de los dos nunca dijo nada", dice. Hugo iba a su casa, se quedaba a dormir, en el trabajo pensaban que era su pareja, pero no lo eran porque nunca habían hablado de lo que le pasaba a uno con el otro.
Cuando los dos se establecieron con sus parejas se vieron menos. Un día se juntaron a comer y Javier le confesó que toda la vida había estado enamorado de él. Siguió un silencio y Hugo le confesó que él también lo había estado.
Más nada.
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Tona era la mamá de su mamá. Era esa abuela que usaba pañuelo en la cabeza, polleras por debajo de la rodilla y saquitos. Ella también venía de una familia rural y, con su marido, se iban a Piriápolis y recorrían la rambla vendiendo sus verduras. Cuando volvían, habían vendido todo.
Cuando Hugo tuvo treinta y nueve, o cuarenta, llegó la hora de renovar el contrato de Sucré Salé con la Alianza Francesa. Cuando estaba por firmar, largó la lapicera y le dijo a los directores que no iba a hacerlo.
Venía de una crisis de pareja, de sentir la incoherencia entre aplaudir la cocina uruguaya, pero hacer comida francesa, de sentirse avejentado y de entender que un cambio sería fundamental.
Decidió que su próximo proyecto sería un restaurant de comida uruguaya, de esa comida que hacían las abuelas, esa que había definido la infancia de todos. Quería una casa antigua en una esquina y encontró la casa perfecta en Luis Franzini y Carlos Berg. "Todo el mundo me decía que estaba loco", por querer hacer funcionar un restaurant de esas características.
Quiso ponerle un nombre que contara una historia y, un día, pensando en recetas lo encontró. Le pondría Tona, el sobrenombre de su abuela Petrona porque, para él, la identidad de la cocina uruguaya pasa por muchos de los platos que hacían las abuelas: lengua a la vinagreta, albóndigas, buñuelos, tortilla de papa.
Y lo consideraron todavía más loco porque iba a vender buñuelos en un restaurant de buena categoría. Eran platos, más bien, de bar que Hugo iba a mezclar con cubiertos de diseño, copas de cristal y vajilla esmaltada, como la de los gitanos.
Ese mismo año, el New York Times fue a Uruguay, recorrió, y eligió a Tona como el restaurante identificativo del Uruguay. Los buñuelos salen en las fotos y el artículo fecha el 9 de abril de 2016.
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Hace siete años fueron a cenar a Tona Alva Sueiras y su marido, Jaime Clara. Hugo estaba empezando a incursionar en la televisión y precisaba algunos consejos por parte de Jaime, así que los invitó al restaurant.
Esa noche Alva comió buñuelos que, según relata ella, eran crocantes por fuera, blandos por dentro y fueron los más ricos que comió en su vida. Estaban bien acompañados por un alioli. Después, probó una emulsión de tortilla de papa, una tortilla procesada, que funcionaba como dip para el pan. Todo estaba servido en vajilla esmaltada.
Esa fue la primera vez que conoció a Hugo y le pareció un tipo con una ambición humilde, que tenía ganas de conquistar nuevos espacios y que tenía una conversación sensata.
Con el tiempo, se presentó la oportunidad de que Alva escribiera una biografía sobre Hugo y la llamó Tierra en los pies, en honor a esa infancia rural que definió al cocinero que hoy es Hugo. Hugo es interesante desde el momento en que se sabe que "todo lo que ha conseguido lo ha hecho laburando, a Hugo nadie le regaló nada", dice Alva.
En ese mismo libro, Alva escribe un párrafo, que en realidad es solamente una oración, que resume parte de lo que es Hugo: "a Hugo lo alimenta el gustar".
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En un país donde le decían que hacer libros de cocina no funcionaba, Hugo lleva vendidos más de veinte mil ejemplares y siete ediciones de Nuestras recetas de siempre, publicado en 2012, cuando todavía estaba con Sucré Salé. Ese libro ganó grandes premios internacionales dentro de la literatura gastronómica como el mejor libro de cocina latinoamericana y el tercer mejor libro de chefs del mundo.
Hugo fue el niño de campo que siguió sus sueños y, a pesar de las advertencias de su mamá, publicó dos libros (Nuestras recetas de siempre y Hugo Soca cocina), hizo un documental (Criollo), se le hizo una biografía (Tierra en los pies) y aparece en televisión (De la tierra al plato y Cena con mamá) y radio.
Consolidado Tona, quiso un vino que llevara su nombre y, después, un aceite de oliva virgen extra nacional. Tras la pandemia, Hugo repensó Tona y cambió su propuesta al Almacén de Hugo Soca, situado en el mismo lugar donde estaba el restaurant anterior.
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"Hola, cariño. Disculpá, tengo un atraso tan grande con responder mensajes. No doy abasto. Ahora estoy terminando unas charlas que tengo que dar de un nuevo emprendimiento y las tengo que terminar hoy a la noche porque las tengo que grabar mañana a las nueve de la mañana. A las nueve de la mañana grabo hasta las doce. Después, tengo radio. A la una me pasan a buscar para ir a grabar Cena con mamá hasta las diez de la noche. El viernes a la mañana tengo un rodaje de otra cosa y, después, a las doce, me voy a grabar Cena con mamá hasta las diez de la noche. El sábado tengo clases virtuales de mañana y, después, tengo el Almacén. El lunes me voy a grabar De la tierra al plato. El jueves grabo Cena con mamá, el miércoles grabo De la tierra al plato".
Enseguida me aclaró que no era que no quisiera juntarse de vuelta conmigo, que le encantaría, pero que los rodajes lo tienen ocupado. Educado, cálido, atento, en el siguiente audio de WhatsApp me ofreció vernos la semana próxima.