Por The New York Times | Lauren Larson
Durante un mes, tras una ruptura amorosa a principios de junio, oscilé entre la manía empoderada y la angustia tipo “Cumbres borrascosas”. Si hubiera tenido acceso a los páramos escoceses, habría deambulado por ellos todas las noches como el brusco y atormentado héroe del libro, Heathcliff, de pelo salvaje y corbata desordenada, pero estaba en Austin, Texas, donde no hay ni un solo páramo y hace demasiado calor para deambular. Así que, como había hecho después de otras rupturas, me dediqué a la terapia de compras.
Una vez me gasté 100 dólares en un gorila de madera. En otra ocasión, compré un filodendro que desde entonces se ha apoderado de mi casa como en “Jumanji” (si tu objetivo es purgar el recuerdo de un amante, te sugiero una planta menos invasiva).
Sin embargo, tras este último rompimiento, abandoné la órbita de la terapia de compras y me adentré en el plano de la adicción a las compras. Lamentablemente, lo único que consideré demasiado caro fue hablar con un terapeuta. En lugar de eso, compré un boleto de avión a México para ir con mi hermana a un resort demasiado caro para mí. Contraté una tarjeta de crédito Chase Sapphire Reserve, con su cuota anual de 550 dólares y sus impresionantes beneficios de viaje, pensando que así podría hacer más viajes a México.
Me gasté 165 dólares en un masaje de tejido profundo y 130 en una suscripción anual a MasterClass. Aproveché las rebajas en la lencería La Perla, que siguen siendo increíblemente caras (un escote perfecto sí tiene precio: 173 dólares).
Después de haber estado meses sin DoorDash por un propósito de Año Nuevo, empecé a pedir comida a domicilio de nuevo. Mi ex y yo cocinábamos juntos a menudo, y hacer la cena sola me deprimía. Al revisar las transacciones de mi tarjeta de crédito a final de mes, con la mano sobre la boca, deseé haber hecho un presupuesto.
Los asesores financieros suelen animarnos a que tengamos un fondo de reserva para cubrir pequeños gastos que no contemplamos, como imprevistos o reparaciones en casa. Pero somos menos propensos a hacer un presupuesto para contingencias emocionales, aunque es probable que nos permitamos un capricho cuando acontecen, nos alcance el dinero o no.
Scott Rick, científico del comportamiento de la Universidad de Míchigan, fue coautor de un estudio de 2014 que demostró que la terapia de compras puede reducir la tristeza residual porque devuelve la sensación de control. Su estudio descubrió que incluso las compras hipotéticas y simuladas son tranquilizadoras, lo que podría dar validez a quienes se relajan construyendo casas en Los Sims.
“Ir de compras es una cuestión de elecciones”, afirmó Rick en una entrevista. “Se trata de ‘quiero A y no B’. Ejerces cierto control en esos resultados simples de lo que te llevas a casa”.
Señaló que elegir entre opciones agradables, como colchas veraniegas, otro producto que compré después de mi ruptura, probablemente sea más sanador que elegir entre opciones desagradables, como costosas reparaciones en el hogar.
“Eso ayuda a interrumpir ese ciclo negativo de pensamientos y sentimientos tristes”, dijo. “Puedes volver a ser el arquitecto de tu propio destino”.
Amanda Clayman, terapeuta financiera de Los Ángeles, señaló que durante toda nuestra vida nos han enseñado a procesar nuestras emociones a través del consumismo. Cuando éramos niños, por ejemplo, aliviábamos nuestros nervios ante un nuevo año escolar con las compras de regreso a clases.
“Nos han condicionado y enseñado a procesarlas así de muchas formas”, explicó Clayman. “Para nosotros es más natural recurrir a un campo de expresión y procesamiento consumista que decir: ‘Estos son mis sentimientos; voy a tirarme en un sillón a meditar sobre esto durante las próximas dos semanas’”. Clayman sugirió que, en lugar de intentar mantener un control total sobre nuestro comportamiento y sentirnos culpables cuando no lo logramos, deberíamos darnos permiso —dentro de lo razonable— de seguir nuestros impulsos. Cuando le propuse la idea de un presupuesto de ruptura para las personas que batallamos con consolarnos “dentro de lo razonable”, Clayman se mostró entusiasmada.
“Al hacer este tipo de labor presupuestaria, una de las cosas en las que insisto mucho es en que asignemos dinero —luego de cubrir las necesidades básicas— o por lo menos tiempo para sanar internamente”, comentó.
Me di cuenta de que, en cierto punto de mi bacanal posruptura, mis gastos habían dejado de ser terapéuticos y se habían convertido en un mero hábito, al igual que otros comportamientos surgidos de la tristeza, como quedarme acostada en la cama una hora más después de que sonara el despertador y escuchar exclusivamente a Billie Eilish. Supuse que un presupuesto podría haber servido como límite no solo para mi terapia de compras, sino para mi lamentación general.
Así que me sorprendió que Rick, que estudia el dinero en las relaciones, desaconsejara un presupuesto de ruptura, al menos en la forma en que yo lo había concebido, es decir, un fondo que procuraría incrementar constantemente mientras durara la relación.
“Cuando tienes un plan de respaldo, te esfuerzas menos en lo que estás haciendo”, afirmó.
Aclaró que no se oponía a las rupturas ni a los divorcios, y que estaba de acuerdo en que algunas relaciones debían fracasar. Agregó que apoyaría un fondo para rupturas “si es algo que tú y tus amigas deciden cuando tienen 18 años y no están en una relación duradera, algo como: ‘Oh, esto es algo que deberíamos hacer para el futuro por si alguna vez terminamos con alguien’. No creo que sea bueno hacerlo a los tres meses de relación”. Es probable que gastemos más al terminar una relación. ¿Por qué no hacemos un presupuesto para ello? (Kiersten Essenpreis/The New York Times)
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