Nació de madrugada, medio de golpe y medio de apuro. Fue hijo único, en 1963, de un hombre de cincuenta años y de una mujer de cuarenta. Enseguida, se lo llevaron al Centro, a un apartamento en el que viviría hasta los veinte años, en Yaguarón entre 18 de Julio y Colonia.

Al lado, estaba el diario El Día y él lo sabía porque, mientras crecía, se paraban los diarieros a las 5 de la mañana a pelearse por los diarios impresos. Y como no había jardín, su infancia fue un poco eso: salir y recorrer entre el asfalto. Alrededor, tenía cines, galerías, tiendas de juguetes, disquerías, maquinitas, pools, heladerías y bares de pizza o chivitos. Había, cada tanto, desfiles de carnaval en 18 de Julio.

Adolfo Sayago, a quien le dirían Fito, siempre estuvo encantado de vivir en el Centro de Montevideo.

En el mismo edificio donde vivía él, también vivía un amigo suyo. Iban ambos al colegio Crandon y, cuando volvían, elegían entre todos esos atractivos para un par de niños. Si los cines pasaban cuatro películas ese día, ellos entraban al cine a las dos de la tarde y salían a las ocho de la noche, con los ojos grandes de haber visto y escuchado tantas historias western.

Los veraneos eran en Punta del Este, en La Paloma o en Carrasco, donde se quedaban hasta marzo. Era otro Carrasco, más balneario, con más pinos y con menos calles. Esos dos fueron los lugares que más lo marcaron: el Centro y Carrasco.

Si bien iba al colegio hasta las cinco de la tarde y tenía amigos, Fito era muy solitario. Sus padres volvían de trabajar a las siete u ocho. Además, era hijo único. Pero se manejaba. Jugaba con témperas, juntaba materiales, armaba cosas con lo que encontraba.

Tiene déficit atencional, pero solamente se lo descubrirían cuando diagnosticaran a su hijo, años después. Eso quería decir que pasaba en la dirección bastante seguido por inquieto y distraído.

En liceo, fue aún peor. Se volvió un tanto ingobernable y recuerda muy bien entrar a la sala de biología, rescatar a los sapos que estaban por discar y tirarlos para abajo del edificio con un paracaídas hecho de bolsa de Tienda Inglesa.

No tenía maldad, pero era inquieto. Cuando se ponía a leer, podían pasar tres o cuatro páginas y tenía que volver a empezar porque no tenía idea de lo que había leído. Sin embargo, cuando usaban libros con fotos o con ilustraciones, Fito se acordaba bien. Su mente funciona de manera fotográfica y, por eso, en los escritos sabía si un país exportaba cereales, o no, porque se acordaba del signo gráfico en el libro.

Pero era ese mismo Fito el que se concentraba mirando las revistas de sus padres y, con pinturas témperas, pintaba paisajes en el escritorio de su padre. Los domingos, en su casa, se comían ravioles de Dos Leones y usaba las cajas como marco, pintaba arriba de eso. Iba, día a día, usando lo que tenía y lo que podía encontrar.

La que lo motivó, realmente, fue su abuela materna porque ella misma hacía muchas manualidades. Cuando Fito empezó clase de pintura en serio, era su abuela quien lo financiaba, comprándole los materiales. Incluso, cuando él quería ir a las maquinitas o al cine en el Centro, le vendía los cuadros que hacía. Ella, muy generosa, se los compraba a precios bastante altos.

Fue en quinto de primaria donde se enfrentó a un maestro que lo inspiró. Ese año, aprendió dibujo de José Arditti y empezó clase de pintura extra curricular en el Crandon.

Si todos sus amigos siempre dijeron que iban a ser policías, abogados, arquitectos, él siempre dijo que iba a ser pintor y jugador de básquet. Y así fue, porque jugó al básquet en Nacional hasta los 23 años.

En el Crandon no se jugaba tanto al fútbol como sí se jugaba al voleyball o al básquet. Su sueño era jugar en Nacional, el cuadro del que era hincha y al que iba a ver con su padre al estadio, pero no tenía equipo juvenil. Y el día que empezó a haberlo se apersonó solo y empezó a jugar.

Practicaban todo el año, se bañaban con agua fría y jugaban en cancha abierta, que les comía un par de championes por mes, seguro. Cuando Nacional llegó a primera, perdieron contra todos los equipos. Así fue como Fito recibió educación emocional, a través de la frustración y a través del caerse para levantarse.

Y aunque en ese momento se estaba dedicando al básquet, le llegó la hora de ser pintor. En 1985, le dieron la oportunidad a él y a tres alumnos más de José Arditti de exponer en el Museo Didáctico Artiguista, en Maldonado.

Su profesor le decía que era imposible que pudiera vivir de la pintura en Uruguay, pero él pintó sus obras para la exposición y se le vendieron todos los cuadros enseguida. A esa altura, eran playas, pueblos de pescadores y el mar. Siempre fueron temáticas que atrajeron su pincel, pero no sabe por qué.

Esa primera exposición fue la que le dio dinero para irse a estudiar a Europa y fue, también, el puntapié inicial de una carrera en la pintura que nunca terminaría y que lograría que, en un cuadro con una playa, estuvieran concentradas todas las playas de Uruguay, y ninguna, al mismo tiempo.

A partir de esa exposición en 1985, empezaste a exponer cada vez más y, por lo tanto, a vender cada vez más. ¿Cómo hiciste para pasar de tus ritmos de producción artística a ritmos ajenos?

Lo que me enseñó mucho sobre eso fue Japón. La primera exposición a la que fui ahí, llevé 45 obras y se vendieron en un día y medio. La exposición duraba cuatro días. Hay mucho más volumen de gente, también, y mi temática tiene significado para ellos. Yo descubrí cosas de mi pintura gracias a ellos. Por ejemplo, el simbolismo: el faro, el bote, el agua, la fuerza.

Japón es una isla y le pasa a todos los japoneses que, si su padre no fue algo relacionado al mar, lo fue su abuelo. Ahí empecé a crecer mucho, lo cual me sirvió y, por suerte, me agarró bastante joven. Desde hace unos años que dije que no lo hacía más eso. Sin embargo, me dio un oficio bárbaro, incluso podía experimentar con otras cosas mientras llevaba obras que no se vendían acá u obras que eran bastante chicas.

Pero, claro, los ritmos eran otros y hace unos ocho o nueve años decidí que me quería quedar por acá. Por suerte sigo viviendo de la pintura en Uruguay, si bien a Japón tengo que agradecerle porque durante trece años de mi vida pasé tres meses al año en Japón.

Yo que soy una persona bastante organizada y prolija, me refiero al tema finanzas, eso me sirvió para tener un fondo económico. Por ejemplo, cuando vino la crisis, yo estaba trabajando en Japón. A mí no me afectaba.

¿Y la crisis de la pandemia? Porque esa afectó algo más allá de lo económico...

Cuando empezó la pandemia, me dio para estar tranquilo, para tener un tiempo. Me pasaron cosas maravillosas en ese momento, porque los primeros meses de la pandemia mi había ido a vivir a Punta del Este. Alquilé un taller a media cuadra del apartamento donde vivo y me empezaron a pasar cosas. Estaba todo el mundo muy sensible y los encargos que hacía la gente era de recuerdos que tenían ellos. La idea no es que cuelgues un cuadro, sino colgar una historia, algo que sea para ti y para tu familia algo más que un cuadro de una playa. Que sea algo que a ti te guste, que tenga que ver con una experiencia que hayas tenido en tal lado y eso armarlo juntos.

El invierno se me pasó volando. Conocí gente porque no estaba acostumbrado a estar delante de una galería, que en realidad es mi taller. La gente pasaba, me visitaba gente que no conocía, se presentaban. Me permitió acercarme mucho más a la gente que le gusta mi obra y ver que teníamos mucho más en común de lo que pensábamos.

¿Por qué fuiste a Japón por primera vez?

La primera vez fue en 1999, en una exposición. Esta galería, antes de una crisis en Japón, trabajaba con cuadros de la gran siete, después, bajaron a unos europeos y, después, precisaron vender cuadros más accesibles. Ahí fue cuando descubrieron el MERCOSUR.

Ellos vinieron acá a buscar pintores y pararon en el hotel Victoria Plaza. En el lobby había un cuadro mío, grande, y preguntaron por ese cuadro. Como acá nos conocemos todos, me llamaron por teléfono y, en menos de un mes, estaba en Japón.

Pero antes ya habías conocido el exterior, estudiaste afuera.

Estuve en Estados Unidos, hacía cursos de verano. Hice lo que yo pensaba que me faltaba acá. Para llegar a esos cursos tenías que pintar perfecto, académicamente, hiperrealismo. Llegabas ahí y a hacer un croquis en dos o tres minutos y, después, a pasarlo a una pintura. Era un ejercicio que estaba bueno. Yo veía que a mí me faltaba alguna cosa y por eso hice los cursos. Estuvo bárbaro.

¿Y en Europa?

Estudié la mayor parte en Estados Unidos, en Los Ángeles. Después, sí, estuve en Europa, pero fue más a conocer pintores que vivían allá o a visitar lugares de arte, como Montmartre. También recorrer museos, toda esa parte. Eso fue lo que más hice.

Sinceramente, una de las cosas que más me ayudo, que me hizo llegar rápido a poder vivir de la pintura, fue que tuve una excelente relación con los pintores de acá. Cacho Tejera, Enrique Medina, Carlos Páez Vilaró... yo era un poco el "che pibe", hacía algunas tareas y organizaba alguna exposición. Ahí también exponía y ponía dos o tres cuadritos. Así, me empezaron a presentar. Me abrieron mucho las puertas y son personas que ya no están, pero que extraño como loco. Yo siempre estaba con ellos, son gente de primera y terribles pintores.

¿Gracias al arte conociste el mundo?

Con Enrique Medina hicimos dos exposiciones en Holanda. Pero mismo, hubo trece años que me dediqué a Japón. Eran ocho exposiciones por año. Iba y estaba una semana en una ciudad, otra en otra. Así durante un mes y pico. Después, volvía y lo mismo.

¿Qué te dejó a nivel personal viajar?

En Japón es el lugar donde más aprendí. Si bien en Tokio era donde anclaba siempre, recorrí todo Japón. Me iba a ciudades chiquitas y de ellos aprendí el orden. Aprendí a estar solo y disfrutarlo. Sin embargo, soy una persona que vivo en pandemia, lo decía hablando con un amigo, porque vivo pintando solo todo el día, con la radio o con música.

Aprendí el respeto a la gente mayor. Para ellos son un símbolo de sabiduría. Fui a una ciudad que tiene aguas termales y me metí en una piscina y vi dos parejas de americanos y dos de japoneses. Habían peleado en la misma guerra y el respeto que se tenían, con el que se hablaban de todo. No podía creer que hubieran vivido una misma guerra. Yo les decía que capaz que se habían cruzado y tenían la obligación de matarse en aquel entonces. Me quedé charlando con ellos un rato enorme y me explicaron su filosofía.

Eso de los japoneses es impresionante, el cómo viven. Son culturas milenarias y tienen mucho respeto a la persona mayor y al arte. Tuve la oportunidad de estar con los más grossos de allá y charlar con ellos. Son personas de ochenta y largo de años pintando cosas que no entendés cómo pudieron lograr eso.

Siempre aprendés cosas, pero estas me dejaron descolocado.

También aprendí a organizarme y a prestar más atención porque te perdías en un aeropuerto y estabas horas para llegar.

¿Cómo te manejabas con el idioma?

Allá tenía el inglés, que fue fundamental. Pero había ciudades que tenía que tener traductor al inglés porque nadie sabía hablarlo. Es un mito eso de que los japoneses saben todos inglés.

¿Cuál es tu proceso de pintar un cuadro?

Arranco muy temprano en la mañana. Hay días que arranco a las cinco porque a mí la mañana me rinde que es un infierno. A veces, ya lo tengo planteado desde el día anterior. Por ejemplo, ahora estoy trabajando en una serie que es cómo yo veía el puerto de Punta del Este cuando era chico. Entonces, empecé a dibujar a partir de ahí, de elementos que me voy acordando o lo otro que estéticamente voy agregando. Generalmente, esos cuadros los termino el mismo día o al siguiente, si no son muy grandes.

Y voy tomando temas. Ahora estoy con una onda más melancólico, pintando José Ignacio desde el año ´70, cuando era chico e iba ahí. Me acuerdo que había una casita nada más, o dos, y personas que pescaban tiburones. El faro ni siquiera estaba como está ahora.

Este invierno estuve en el lugar donde yo quería estar, viviendo en Punta del Este. Estoy a una cuadra y media del Muelle Mailhos y a dos del Emir. Una mañana, que no sabía qué pintar, me fui y vi un amanecer maravilloso cerca de Los Dedos, donde están las primeras rocas.

Viví un momento mágico en el que se sentía la fuerza y el ruido del mar, pero cuando rompía tenías, abajo, un espejo de agua que reflejaba todo y quedaba toda la espuma ahí. Salí corriendo y dije, "¿ahora cómo hago para pintar esto?".

Estuve diez días trabajando sobre eso. Iba agregando y sacando, porque también es un juego en el momento que empezás a tener un diálogo contigo mismo. Tiene mucho del gusto de uno. Como estaba en el lugar donde quería estar, pinté en paz y feliz de la vida.

En tu fanatismo por Nacional, también pasaste por la dirigencia, ¿cómo llegaste hasta ahí?

Ese fue un malentendido, me arrepiento toda la vida. Yo ayudaba mucho en Nacional y un día me llamaron para empezar a trabajar en el Parque Central. Se iba a renovar y, con un grupo de amigos con los que íbamos a comprar un palco, me fui metiendo y llegué a la etapa de hacer.

Me fui metiendo hasta que hicieron una lista y decidí poner mi nombre sexto, porque no tenía interés de ser nada. No me interesaba la parte política de los clubes. Hay una frase que me dijo Eduardo Ache que es que la ignorancia es la base de la felicidad en los clubes. Y tenía razón.

Era imposible que yo saliera para acompañar en la lista, pero me pusieron cuarto. Así que no fue imposible y terminé siendo directivo del club. De ahí pregunté en qué podía ayudar y había que dar una mano en hacer los carnés nuevos, en la estética del club. Para mí era una satisfacción porque yo estaba disfrutando de eso.

Después, cuando empezó la parte política no era fácil. Hubo muchas cosas que no estaban buenas. Yo le decía a algunos dirigentes que si hacían esas cosas que hacían en el club, pero en su empresa, los echaban. Y me decían que yo no sabía los códigos del fútbol.

Cuando alguien te habla de los códigos del fútbol es porque algo mal estás haciendo. O hacés las cosas bien o las hacés mal, en el fútbol, en tu vida o en tu empresa.

Me hizo un mal espantoso, terminé con ataques de pánico. Me di cuenta que no era para mí y me han llamado de vuelta y digo que no. Ya aprendí. Fue un año y renuncié porque no daba para más el tema de las guerras internas. Aunque haya sido hace once años, hay gente que me cruza en la calle y me pregunta si sigo en la directiva.

Recibí un golpe enorme. Yo, con mi viejo, me iba del colegio para ir a ver a Nacional cuando jugaba entre semana. Iba al Parque Central a ver las prácticas, me había la rata del colegio para ver. Se me cayó una parte de mi vida en un momento y, después, me di cuenta que eso funciona así. Es como aprendo yo, reventándome la cabeza contra la pared.

El año pasado te mudaste a Punta del Este... ¿qué fuiste a buscar?

Montevideo ya me había saturado hacía mucho tiempo. Tuve muchos episodios de inseguridades y cosas que pasaron, pero toda mi vida quise vivir en Punta del Este. Primero, estaban los chicos que eran muy chicos, después, la familia, esto y lo otro. Ahora, los chicos son todos grandes y dije que me iba a vivir a Punta del Este, el lugar donde yo quiero vivir.

Hace cuatro años que me estaba por ir. Buscaba lugar, pero al final me quedé en el apartamento que tuve toda la vida, que heredé de mis viejos. Estoy fascinado y feliz.

A nivel de tu obra, no solo experimentaste con lo bidimensional, sino que también con lo tridimensional. Por ejemplo, con tu serie Velas.

Primero, pasé por el tema de la madera, la serie que se llama Bibliotecas. En un momento, hace ya unos años, me habían ofrecido para hacer algo y siempre tuve la idea esa de las velas. Claro, era lo que veía todos los días de la ventana de mi casa, los veleros corriendo. Empecé a trabajar y como aprendí a hacer los moldes y, algo que me gusta es la textura y el brillo, arranqué e hice esa primera exposición, mezclando la madera. Ese es otro juego más con la tercera dimensión y ahora lo estoy trabajando en acero.

¿Qué rol cumplen las redes sociales, específicamente Twitter, para ti?

Empecé con Twitter por el tema de leer a distintas personas y es una manera de leer las noticas seleccionadas. Empecé con eso y charlaba con alguien hasta que un día quise subir algo. Empecé a hacerlo y fue un feedback con la gente. Yo le contesto a todos, salvo a algún boludo.

Para pelearnos vamos a tener mil causas, ahora, para ser amigos... Yo fui a un asado que hicieron twitteros. Fui al segundo, y no sabía si iba a conocer a alguien, había como ochenta personas y terminé conociendo gente fabulosa. La semana pasada hicimos un asado acá, éramos muy pocos. Vino gente del Partido Nacional, del Partido Colorado y ningún problema. Tenemos más cosas afines para pasar bien que para pasar mal.

Instagram es más frio, pero también es la manera de mostrar lo que yo hago. Te exponés a la crítica, pero es parte de eso.

Sin embargo, tenés Twitter, pero no WhatsApp.

No, porque el WhatsApp es para líos. Es algo más personal, después te meten en grupos. Yo lo veo cuando veo a mis hijos y a mis amigos, están las 24 horas del día con el celular. Es más, Twitter lo usaba desde la computadora. Me tomaba un rato, me sentaba, leía. Además, a mi ritmo, que estoy todo el día con la vista fija en algo, me hace muy mal el celular. Me gasta mucha energía.

¿Cuál fue el momento en que sentiste mayor libertad en tu vida?

Creo que siempre, nunca me siento atado a algo. Siempre me consideré una persona libre, más pudiendo hacer lo que hago y vivir de eso. Creo que siempre, es más bien un estado de libertad, por eso me fui de Montevideo porque estoy acá y es una libertad en todo sentido.

¿Cuál fue el día más triste de tu vida?

Cuando falleció mi madre y cuando falleció mi tía, esos dos. Yo tengo una tía del corazón, que era hermanastra de mi madre. Para mí, era mi tía y, cuando se murió, estuve un mes paralizado, apabullado, triste. Está bien porque cada uno tiene los duelos como puede, pero estaba triste de verdad.

¿Y el más feliz?

Cuando nació mi primera hija, María Soledad. Después vinieron los otros tres.

¿Algo que la vida te haya enseñado a los golpes?

Casi todo. He aprendido a los golpes todo, como lo del fútbol. También porque soy muy confiado de la gente y, a veces, es la mejor manera de aprender.

¿Cuál es tu posesión física más valiosa?

Ninguna, yo no soy muy apegado a las cosas materiales.

¿Qué es felicidad para ti?

Es difícil, pero que esté todo en equilibrio. Digo la familia, los seres queridos y tu persona. Si tú no estás bien, no estás bien con todo lo demás. Si vos estás equilibrado y bien con todo, eso es la felicidad.

Si murieras hoy, ¿irías al cielo o al infierno?

He hecho fuerza para las dos cosas, pero considero que me iría al cielo. Me considero un buen tipo y creo que sí, iría al cielo. Esperemos que me dejen entrar.