En Falkland Islands o Malvinas
En esta ciudad la gente saluda todas las mañanas con “good morning”, y a la tarde con un “good evening”. Los hoteles sirven el desayuno a las 6 y hasta las 9, no más. Y ese desayuno incluye chorizo, huevos fritos, panceta cortada gruesa y frijoles en salsa (nunca una lágrima y dos facturas). La gente toma el té, invariablemente, a las cinco de la tarde, no toman mate cocido ni mucho menos mate dulce. No toman mate, bah. Acá nadie dice chabón, che, boludo, ni mira a Tinelli o Gran Hermano. Miran la BBC o el noticiero local, FI News, aunque los lugareños tienen pocas señales en el cable. Esos pueblerinos tienen la tez blanquísima, los cachetes rosados y el cabello castaño, lacio. Por las calles no hay VW Up, más bien está lleno de camionetas Land Rover, y los choferes van por la izquierda de las calles. A las 18, tras el té, los trabajadores ya están en los pubs tomando cerveza.
A esta localidad, los argentinos la llaman Puerto Argentino, más por una reivindicación patriótica (y utópica) que otra cosa.
Los pobladores la llamaban Port Stanley, y ahora Stanley, a secas.
Es la capital de un archipiélago de 772 islas pequeñas y dos más grandes, que los británicos llaman East Falklands y West Falklands y los argentinos llaman Isla Soledad a la del este e Isla Malvina a la del oeste. Están en el océano Atlántico Sur, bastante más cerca de la Patagonia argentina que de Londres. Pero el asunto de la disputa territorial quedó medianamente zanjado hace 40 años.
La controversia es de larga data. Francia, España y Reino Unido se atribuyeron el descubrimiento de las islas, pero nunca apareció una prueba definitiva de qué navegante las divisó por primera vez. Dicen que en abril de 1502 Américo Vespucio oteó de lejos un conjunto de islas que bien podrían ser éstas, en 1520 Andrés de San Martín, tripulante de la expedición de Magallanes, dibujó un primer mapa y las incluyó. Y que otro barco español, comandado por Alonso de Camargo, llegó a las islas en 1540 y se quedó de marzo a diciembre, queriendo colonizarlas.
El gobierno británico insistió hasta bien avanzado el pasado siglo XX que fue John Davis quien las descubrió en 1592, aunque sabido es que, para esa altura, hacía años que el archipiélago ya estaba en los mapas españoles. Tras una fallida expedición británica de 1749, frustrada por la corona española, el 15 de setiembre de 1763 una expedición francesa liderada por Louis Antoine de Bougainville zarpó de Saint-Maló con el fin de establecer una colonia en estas islas. Luis XV había dado el aval y los barcos debieron hacer escala en Montevideo, donde fueron recibidos por el gobernador Joaquín de Viana.
Bougainville hizo un segundo viaje, con futuros pobladores, en 1765. La población ascendía entonces a 150 personas. Pero un año después, en nombre de Su Majestad, las islas cambiaron de dueños. A fines del siglo XVIII, España logró de forma oficial expulsar a los ocupantes británicos. La guarnición española se vino a Montevideo en 1811 para luchar contra el gobierno insurgente de Buenos Aires.
Argentina, desde entonces, considera que pasó a ser heredera de la soberanía española en las islas.
Gran Bretaña pisó fuerte en 1833 cuando la fragata de guerra HMSD Clio, al mando del capitán John James Onslow, retomó la posesión de las islas en nombre del rey del Reino Unido. El capitán argentino José María Pinedo bajó la cabeza, juntó sus hombres y volvieron a su país.
En esta serie de pulseadas bélicas y diplomáticas hubo una precuela del 82. Fue un combate naval el 8 de diciembre de 1914, al comienzo de la Primera Guerra Mundial. Una escuadra alemana peleó contra una británica, y ganó la segunda, fondeada en Stanley. La flota alemana fue destruida y resultó muerto el comandante Maximilian von Spee.
El último capítulo es el más conocido en la historia reciente: al comienzo de abril de 1982 la Junta Militar que gobernaba autoritariamente Argentina ordenó la invasión de las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur. “Si quieren venir que vengan, ¡les presentaremos batalla!”, vociferó en un balcón el dictador Leopoldo Fortunato Galtieri. El 2 de abril las Fuerzas Armadas argentinas desembarcaron en Stanley y sacaron de prepo a los soldados británicos que estaban casi como meros administrativos.
Entre mayo y junio de aquel 82 se desarrollaron las batallas entre argentinos y británicos. La bravuconada tribunera de Galtieri con el fin de aglutinar a su población y hacerla olvidar de las violaciones a los derechos humanos en su tierra tuvo un saldo sangriento: en la guerra fallecieron 649 argentinos, 255 británicos y tres isleños.
Cuarenta años después, aunque en el día a día de Stanley y otras islas, nadie habla de la guerra, con ojos atentos se pueden ver algunas huellas del conflicto.
Las huellas de la guerra
Me hospedo en el hotel Malvina (sí, Malvina), que queda entre la calle Ross y Thatcher Drive (sí, por Margaret Thatcher). La suspicacia se termina en la página web del hotel: Malvina House fue construido por el británico John Felton y llamó al lugar Malvina, para homenajear a su hija más chica, nacida en 1881. Aclara: “Malvina es un nombre muy común en Escocia y no tiene nada que ver con el nombre con el que los argentinos llaman a la isla”.
El domingo 13 de noviembre se celebró el Remembrance Sunday, un día en que los británicos recuerdan a todos los suyos caídos en guerras, desde la Primera Guerra Mundial, la Segunda, la del Golfo, Vietnam y la de 1982. La jornada fue gélida, ventosa y con lluvia. Primero hubo una misa en la catedral anglicana, nutrida de 130 excombatientes que llegaron en un avión Royal Air Force fletado desde Inglaterra, todos con sus uniformes y sus charreteras.
En el jardín de la entrada había varias gigantografías de amapolas —red poppy, la flor que recuerda a los caídos por su resiliencia, porque crece en cualquier condición— y siluetas de combatientes recortadas. Hubo, por esos días de noviembre, doscientas cincuenta y cinco siluetas de soldados diseminadas por la ciudad, clavadas con estacas en el césped o la tierra.
Esa mañana del Día del Recuerdo se cantó el himno de las Falklands y otros himnos intercalados con coros que se llamaron El Rol del Honor, el Acto de la Paciencia, o La Oración del Señor. El ritual sagrado se llevó adelante con la puntualidad esperada y durante la ceremonia no voló una mosca.
Luego hubo un desfile, con toda la pompa británica, encabezado por los veteranos de guerra y un maestro de ceremonias que los invocaba. Las Fuerzas Armadas locales acompañaron la procesión hasta la Cruz del Sacrificio. Frente a la cruz —rodeada de isleños, decenas de combatientes de guerras varias y sus familiares, periodistas y curiosos— bajo una pertinaz lluvia se recordó a cada uno de los británicos caídos en defensa del reinado. La sensación térmica era de algunos grados bajo cero, pero nadie parecía perturbarse por el clima hostil.
Un día antes, algunos veteranos de guerra y la gobernadora de las islas (cargo dispuesto por Gran Bretaña) llevaron flores hasta el memorial de los caídos en Malvinas/Falklands en 1982, el “año de la liberación”, como lo llaman. A unos metros está el busto a Thatcher, “la dama de hierro”, a quien le agradecen su férreo liderazgo.
Pero, veamos, esas ceremonias se desarrollaron en noviembre, cuando en toda Gran Bretaña se recuerda a los combatientes que perdieron la vida en el campo de batalla.
El cementerio de los soldados argentinos en el caserío de Darwin o el de los soldados británicos en San Carlos no reciben visitas todos los días. Grupos de turistas llegan hasta ellos una vez por semana (porque esa es la frecuencia de los vuelos comerciales de Latam, vía Chile, con escala en Río Gallegos, provincia argentina de Santa Cruz).
Los jóvenes argentinos que llegan como visitantes tienen más interés en ver los pingüinos reyes que el cementerio de sus compatriotas, contó Julio Úbeda, un chileno que vive en la isla y trabaja acompañando turistas. “Por favor, pongan en sus artículos que hagan más publicidad para que la gente venga. Si vas a una agencia de turismo en Uruguay o Argentina, no te venden venir a conocer las Falklands. Y cuando vienen, no les importa llegar hasta el cementerio; quieren ver los pingüinos, les caen simpáticos”, comentó Úbeda.
Miguel Ángel Carrizo, Alberto Fernando Chávez, Hugo Daniel Cavigioli, Horacio José Echave, Guillermo Ubaldo García, Guillermo Raúl Ojeda, y la lista de nombres tatuados en lápidas al pie de cruces blancas con sus rosarios y estampitas pegadas se alterna con alguna lápida con restos todavía no identificados que rezan: “Soldado argentino solo conocido por Dios”.
El cementerio, al aire libre, tiene mármoles donde están los nombres de los 649 muchachos jóvenes que murieron en la guerra, hace 40 años. El viento suele mover los rosarios colgados en cada cruz. No hace falta ser argentino para sentirse conmovido aquí.
El tour por las huellas bélicas del 82 incluye memoriales varios: el de un gurkha nepalés que falleció 10 días después de terminada la guerra, desactivando una mina (su sitio de descanso dice: “Murió limpiando el campo de batalla”) o la evocación, en el medio de una zona agreste, al lugar donde pereció el teniente coronel Henry Jones, el oficial británico al frente del 2° Regimiento de Paracaidistas, también en Darwin. O el de un tal Taylor, un piloto del avión Harrier, el avión estelar de los victoriosos, que fue derribado por soldados argentinos.
En Goose Green, otro settlement (debería traducirse asentamiento, pero no como los entendemos en Uruguay), el almuerzo para periodistas sudamericanos fue en un salón municipal desangelado. Parece un amplio local para clase de catequesis o de reunión vecinal. En un pizarrón quedó anotado: “Happy Liberation Day”, que alguien escribió el pasado 14 de junio, día en que se recuerda el fin de la guerra.
El significado del lugar es histórico: allí estuvieron retenidos durante un mes unos 100 pobladores cuando los argentinos llegaron al lugar. Para evitar que como radioaficionados se comunicaran con los británicos y les informasen de las armas que tenían, los soldados argentinos los encerraron allí y les impidieron el contacto con el exterior, sin maltrato alguno.
A sólo unos metros de allí, un locatario levantó un museo: recortes de prensa, mapas, balas, metralletas, cascos, banderas, y fotos del desembarco británico en San Carlos. “Back where we belong” (De nuevo donde pertenecemos) titulaba The Sunday Express del 23 de mayo de 1982. “Y ahora, una taza de té para el liberador sediento”, rezaba un colgado que acompañaba una foto donde un soldado británico recibía una taza de té que le daba un lugareño detrás de un portón.
De vuelta en el Malvina, al regreso del paseo por los cementerios, algunos veteranos que se sabían importantes aceptaron entrevistas, a sabiendas de que debían hurgar en recuerdos dolorosos. “Yo estaba a bordo del (buque) Sir Galahad, en el que fuimos bombardeados el 8 de junio (de 1982). Mi memoria es frágil… Recuerdo que llegamos y fuimos atacados. Vimos el barco prendido fuego y la gente intentando escapar”, recordó John Lamb, uno de los marines que peleó en Falklands/Malvinas.
Lamb hoy tiene 61 años, tiene el pelo cano y ama la cerveza rubia. “El equipamiento de los argentinos era bueno, pero sus soldados carecían de una buena preparación, de buen entrenamiento. Nosotros sí estábamos bien entrenados y las autoridades argentinas enviaron chicos a pelear”, dijo.
El hombre, ya jubilado, recuerda la llegada a San Carlos, el asedio argentino, el auxilio que llegó de un helicóptero británico y sus heridas. En ese episodio se quebró una pierna y sufrió algunos cortes en la otra. Lo llevaron de urgencia a otro barco y de ahí lo trasladaron a un hospital en Montevideo.
Unas horas después, en la batalla de Bluff Cove, ese mismo 8 de junio, perdió algunos amigos. “No se crean que fue fácil, eh. Perdimos 255 soldados y tres civiles (NdeR: tres mujeres que fallecieron como víctimas colaterales de ataques británicos). Es cierto que los argentinos perdieron más, pero no fue pan comido”, comentó.
Lamb tenía 20 años cuando la guerra, era soltero y no tenía hijos. Dice que hizo lo que la Patria le encomendó, él solo se limitó a cumplir con su deber.
—Y al regreso, ¿qué le dijeron sus padres? ¿Estuvieron de acuerdo en que atravesara el mundo para venir a pelear esta guerra?
John Lamb se toma unos segundos para pensar la respuesta. Luego aborta un llanto, hace puchero, y acota: “No quiero hablar de eso”.
Nick Moody (60), otro veterano que esperaba su turno para hablar conmigo, fingió atender una llamada y se excusó, para luego retirarse.
Un compañero suyo llega —con su uniforme verde oliva con medallas colgando, boina verde, podría ser actor perfectamente— y se presenta ante los periodistas: “¿Están buscando historias?”. Es Gary Platts, tiene 59 años, fue ingeniero después que soldado en la guerra, y quiere exorcizar algunos recuerdos que todavía lo atormentan.
Leones liderados por burros
“Perdí varios amigos. Estaba cagado hasta las patas, a decir verdad. Realmente pensé que iba a morir en la guerra, y no es un lindo sentimiento. Luego me puse a pensar y vi que varios compañeros que estaban conmigo no lo lograron y solo Dios sabe por qué yo sí. La tristeza siempre vuelve. Perdí camaradas, compañeros, amigos. La vida continúa para mí, pero las pérdidas también continúan”, dice.
Platts es respetuoso y de buenos modales; tiene la sensibilidad a flor de piel. “Ponete a pensar: en estos 40 años yo tuve tres esposas, tres hijos y cuatro nietos. He tenido una gran vida, realmente. Eso me hace pensar en lo que se perdieron de vivir mis compañeros, cuya vida quedó trunca. Chris, Mick y Goosey no tuvieron nada de eso que tuve yo: no tuvieron esposas, no tuvieron hijos, no tuvieron nietos”.
En San Carlos está el cementerio de los británicos caídos en las Falklands. De un lado, algunas lápidas homenajean la memoria de los que pertenecían a la Royal Army (el Ejército), del otro los Marines (cuerpo de la Armada) y sobre el mármol de granito gris, los nombres de los 255 soldados que murieron en batallas. Hay amapolas rojas recortadas y frases que agradecen su coraje y dicen que nunca los olvidarán. El sitio parece uno de esos cementerios privados: mucho verde, paisajes increíbles, el tono lúgubre maquillado por la naturaleza.
Una vez en Stanley, 40 años después, sigue Platts con la visión heroica pero triste de su análisis en retrospectiva: “Fue muy duro para los argentinos. Yo sentí pena por ellos. Yo pensé que yo era joven, pero ellos eran más jóvenes que yo. La Defensa británica es realmente una muy buena organización militar. Entrenamos realmente muy duro, éramos y somos muy buenos como fuerza militar. Teníamos años de entrenamiento; yo era Comando, así que era un soldado muy bien entrenado”.
A Platts le preocupa demostrar empatía con los periodistas sudamericanos, especialmente con Joaquín, el colega argentino (e hijo de un excombatiente en Malvinas). “Ellos estaban mal equipados, mal entrenados, mal alimentados, pero realmente pelearon duro; fueron bravos esos chicos”, dijo.
Por la mañana habíamos estado en un muelle de madera, en San Carlos, donde reposaban algunas gaviotas y otras aves. En ese lugar desembarcaron los británicos aquel 21 de mayo, en Isla Soledad (para los argentinos), a 105 kilómetros de la capital Stanley o Puerto Argentino. Los ataques aéreos argentinos a la flota británica, a modo de “bienvenida”, en ese Estrecho de San Carlos que une las dos grandes islas de Malvinas tienen un nombre bélico: “el callejón de las bombas”. Recuerda uno de los pocos momentos agrios para los británicos: las fragatas y barcos anfibios bajo el acoso porteño. Fue un espejismo que les dio esperanzas. Quizás, pienso, motivó la famosa tapa de revista Gente con el título: “Estamos ganando”.
Platts piensa en las Fuerzas Armadas de Argentina en aquel 82 e ilustra la situación con una frase inglesa que nació en la Primera Guerra Mundial: “Lions led by donkeys”. Esto es: los combatientes fueron guerreros valientes (leones), pero estaban liderados por seres cobardes y poco inteligentes, las autoridades militares (burros).
“Mirá, Galtieri…”, dice y se interrumpe. “A mí no me gusta hablar de los políticos. Pero ellos no pelearon una guerra justa. Deberían hablar con los isleños y preguntarles qué piensan. No era un debate sobre la libertad, era sobre democracia. Y Galtieri no era un demócrata. No puedes culpar a los soldados por venir a pelear. Los chicos fueron profesionales, eran muchachos muy jovencitos. No te puedo decir cuánto lo siento por ellos”, afirma Platts, quien fue a la guerra para arreglar puentes, hacer demoliciones o acarrear agua. Todo eso después de guerrear, claro.
Platts sigue: dice que la guerra es “una mierda”, que él, un adolescente menor de 20, llegó a Falklands pensando en “matar argentinos”, y que se fue no queriendo empuñar nunca más un arma, no tener que volver a combatir en su vida. Hoy, con la madurez que evidencia, estrecharía las manos de los soldados que mataron a sus amigos. Su propio hijo es militar, quiso ir a pelear a Afganistán e Irak, y “por suerte” no le tocó.
Antes de ir por su Guinness negra, señala que no fue una guerra fácil. Primero hubo que vencer las dificultades logísticas, viajar muy lejos de casa, vencer las inclemencias de un clima frío y húmedo en un escenario rocoso y árido. “Los combatientes rivales fueron el segundo enemigo a vencer”, dijo. “No fue una guerra fácil, no. Ellos (los argentinos) hicieron lo suyo: cumplieron con su deber”.
Vestigios que siguen ahí
En frente al hotel Malvina está el Historic Dockyard Museum. El folleto dice que ahí se puede ver la historia completa de las Falklands, su vida silvestre, su gente, y se puede descubrir “quiénes somos ahora”. Ahí, entre representaciones de fauna isleña y barcos antiquísimos, hay un par de pisos dedicados a la guerra del 82. Hay un cartel que dice “Bienvenidos a Puerto Argentino” y una escopeta que fue de un porteño; hay decenas de fotos en blanco y negro, hay miniaturas del buque Canberra o el Conqueror, hay una sala titulada La Pared del Recuerdo con 255 fotos con el rostro de cada caído, hay una yerba mate Águila, una cajita de té Boldo y una petaca de Criadores, pertenencias que alguna vez tuvieron como dueños a los rivales. Y una tapa de un Sunday Independent, que en letras catástrofe tituló: We’re so very proud of you! (¡Estamos orgullosos de ustedes!)
En una sala pasan un documental sobre la guerra, con testimonios de pobladores en aquellos ochentas, con imágenes de los “invasores” argentinos, y que termina con la bandera de Gran Bretaña izándose, para que quede claro que, para ellos, la historia tuvo un final feliz.
El museo está emplazado entre el mar y la Ross Road. Por esa calle —que no homenajea al personaje de Friends embobado con Jennifer Aniston— hay un chalet con un mensaje escrito en cartulina para los argentinos que atinen a pasar por allí, como visitantes en noviembre. Está dirigido “a la nación Argentina y su gente” y dice: “Serán bienvenidos a nuestro país cuando dejen de reclamar su soberanía y reconozcan nuestro derecho a la autodeterminación”. Es el mensaje del dueño de casa, claro, pero no parece muy lejano del sentir popular por estos lares.
Por esos días de visita en la isla, cuatro veteranos de Falklands (Malvinas) ofrecieron una charla gratuita para los vecinos en un salón comunal. Hablaron los septuagenarios Michael Clapp, Jeremy Larken, Nick Vaux y Guy Sheridan. Todavía no caía el sol, pero ya todos bebían su cerveza y se anunciaba que ni bien terminara, habría cena gratis para todos.
Jeremy Larken, con su flema british, aceptó gustoso una entrevista tras la charla con los pobladores. El hombre —83 años, impecablemente trajeado, aires de mayordomo de la reina en The Crown— fue capitán hace 40 años y tuvo a su cargo a toda la tripulación del HMS Fearless (Sin Miedo, así se llamaba el barco).
Contó que él y su tropa llegaron el 21 de junio (de 1982) a las Falklands, cuando desembarcaron en San Carlos, y aunque hicieron tareas de inteligencia no pudieron burlar a los argentinos, que los bombardearon. Y volvió a decir lo de Platss: efectivamente el ejército británico estaba mejor preparado y más entrenado que las fuerzas argentinas; que no fue culpa de los soldados adversarios en el campo de batalla, sino de sus jefes.
Y luego contó una anécdota que lo vinculó al general Ricardo Lucero, uno de los héroes argentinos. Dijo Larken: “Lucero fue prisionero nuestro, y él esperaba ser maltratado. Pero nosotros no éramos así. Él se sorprendió de lo bien que lo tratamos, cuando lo detuvimos y estaba herido. Tengo una grabación que atesoro: un médico nuestro lo atendió, y cuando se recuperó, volvió a Argentina y creo que estuvo bien. Aunque tengo entendido que después murió, no sé si en otra guerra”.
Pues no precisamente. El general Lucero fue un piloto cuyo avión fue derribado en la guerra. Alcanzó a eyectarse de su asiento, cayó en paracaídas sobre el mar de San Carlos y fue detenido por los británicos. Estaba herido. Fue llevado al Fearless que lideraba Larken. Los enemigos le aliviaron el dolor con morfina antes de ser operado. Los británicos le salvaron la vida, dice la historia oficial. Se retiró como combatiente, y como piloto civil comenzó a trabajar en una empresa fumigadora. Murió, años después, en un accidente con su avión fumigador, tras haber superado los embates bélicos en Malvinas.
Larken también quiso opinar sobre los mandos militares de la época, en tiendas rivales. “Los argentinos tenían un gobierno que estaba haciendo cosas espantosas con su población. Hubo centenares de desaparecidos… Y mandó gente suya, joven, a la guerra. Mi trabajo era prevenir la guerra, no hacerla. La guerra es un espanto, pero al menos, debo decir que haber perdido la guerra fue un punto de inflexión para que el gobierno antidemocrático perdiera fuerza, y como consecuencia, sobreviniera la democracia”, sostuvo, como valorando entre tanta opacidad el vaso medio lleno.
Es la segunda vez que Larken vuelve a las Falklands tras el aciago 82. Dice que ellos, los británicos, creen en la autodeterminación de los pueblos. Y que la voz de los propios isleños debe ser respetada. “Creo que la ONU está de acuerdo conmigo. Es difícil comprenderlo para Argentina, yo lo entiendo. Entienden que ellos están mucho más cerca, y qué venimos a hacer nosotros, que estamos del otro lado del globo. Miren Ucrania, no quiere saber nada con ser rusos. Bueno, el 92% (de los pobladores de las islas) quieren ser británicos”, sentenció.
En rigor, en 2013 hubo un referéndum local en Falkland Islands y el 99,8% opinó que se sentía británico. A comienzos de los 80, antes de la guerra, ese porcentaje era de 95%. Un censo de 2021 dice otra cosa: que un 70% se identifica como isleño (eso de kelpers, por un alga autóctona, no les gusta en boca de un forastero) o británico, o una combinación de ambos. Como sea, no hay porcentaje para la identificación como argentinos, aunque haya cinco viviendo entre 3.600 pobladores de las Malvinas o Falklands. Ni se les ocurre.
El tour por las huellas de la guerra tiene una parada más, camino a Stanley. En algo que a simple vista sería un descampado se pueden ver un montón de fierros amontonados, como en una chatarrería de Camino Maldonado. Es el Monte Kent, y son los restos de dos helicópteros argentinos, un Chinook y un Puma, derribados el 21 de mayo de 1982 por dos aviones Sea Harrier británicos. Están ahí, abandonados, a la intemperie, como durante años estuvieron los restos del fuselaje del Fairchild de los uruguayos en la nieve de los Andes.
Ningún turista se puede llevar un trozo de esos helicópteros destruidos. Si intentaran llevarse algo como souvenir, la intención se frustraría en la aduana militar de Mount Pleasant, donde hay carteles que expresamente lo prohíben.
Esto de dos restos de helicópteros argentinos al aire libre en pleno monte es, si acaso, la imagen más vívida, más significativa de la historia misma de la guerra al alcance de la mano, sin curaduría de funcionarios de museo y folletos explicativos.
Toca volver al Malvina. No se confunda lector, lectora: las Falklands, con su rutina apacible y hasta lenta, lejos están de pensar en la guerra como asunto cotidiano. Este territorio británico de ultramar de 12.000 kilómetros cuadrados y algo más de 3.600 habitantes (2.500 en Stanley), con pésima señal de internet y apenas cuatro canales en el cable (¿Netflix? ¿Qué es eso?), tiene otras bondades. Aquí no hay inseguridad (más allá de algún pescador pasado de copas), la salud y la educación son gratuitas (los jóvenes emigran a Gran Bretaña con los estudios pagos por la gobernatura de las islas), el PBI se quintuplicó en cuatro décadas y es uno de los más altos del mundo y la tasa de desempleo raya el cero. Pero todo eso se los contaré en otra nota.