En Falklands, o Malvinas
Imagine un país sin inseguridad, donde haya una cárcel apenas para 10 personas, pero que ni siquiera esté completa de reclusos, donde el mayor altercado pase por un navegante beodo que dijo alguna palabra de más en un pub, poca cosa. Un país sin robos, sin hurtos, sin crímenes.
Ahora imagine un país casi sin desempleo, donde el 99% de sus habitantes tengan uno o más trabajos.
Agréguele que la educación es gratuita, y cuando el adolescente cumple 15 o 16 años el país le paga sus estudios en el exterior, adonde quiera emigrar para formarse mejor. Y después, el muchacho no tiene obligación de volver, aunque la mayoría vuelve.
Suponga, además, que ese país no tiene partidos políticos. Tiene gobernantes, claro, pero —sígame la corriente— son una suerte de ministros, que ni siquiera son tales, porque no tienen poder ejecutivo, no pueden mandar. Estos miembros de una asamblea legislativa —ocho— deben negociar entre ellos, discutir, buscar consensos para establecer normativas. Y como en cualquier democracia, gana la mayoría y el resto acata pacíficamente. Los legisladores que “perdieron” buscarán convencer mejor en otros asuntos cotidianos del lugar.
Este país tiene uno de los PBI per cápita más altos del mundo, superando los de los países nórdicos. Y exporta productos marítimos y ganaderos que son bien apreciados en gran parte del mundo. La economía es sólida, no tienen inflación, no hay protestas ni movilizaciones populares por reclamo de aumentos salariales o rebaja de impuestos.
Súmele colonias varias de pingüinos de todo tipo, lobos y elefantes marinos, y distintos tipos de aves que hacen las delicias de los turistas, y entonces claro, suman divisas al país desde el sector turismo.
Usted pensará que ese país no existe, que es más bien una isla en el mundo que vivimos. Pero existe. Es una isla, sí, o mejor dicho, un archipiélago con dos grandes islas y otras 772 pequeñas. Se llaman Falkland Islands o Islas Malvinas, según quien las invoque, tienen una larguísima historia de disputa territorial y están a 480 kilómetros de la costa patagónica argentina, pero están bajo la tutela (sobre todo en Defensa) del Reino Unido. Son, por denominación oficial, un territorio ultramar del Reino Unido y, como tal, disfrutan de gran autonomía interna. No dependen económicamente de Su Majestad (la reina o, ahora, el rey).
El conjunto de islas suma, en total, 12.000 kilómetros cuadrados de superficie y sus habitantes se definen como “isleños”, con un sentido de pertenencia al terruño que envidiaría cualquier nación.
Vecinos molestos
No es todo color de rosa, de todos modos. Los 3.600 habitantes de las Falkland Islands (o Islas Malvinas, llámele como quiera) tienen sus preocupaciones, que no pasan por la educación de sus hijos, la inseguridad o el desempleo.
Leona Roberts, una de las dos mujeres que integran el grupo de ocho MLA (member of legislative assembly, o miembros de la asamblea legislativa) dice que la pregunta de qué les preocupa a los isleños no es fácil de responder: “Desde cuestiones importantes como los asuntos medioambientales y las relaciones internacionales, hasta cosas más pequeñas. Lo medioambiental es prioridad absoluta, desde mi punto de vista. Lo otro es la infraestructura”.
Lo de la infraestructura es claro: sus altos costos logísticos son un problema para exportar o impulsar obras públicas. El clima —por lo general frío y húmedo, algunos días con lluvias— y los altos precios no les permite asfaltar más de cinco kilómetros por año. La señal de internet es lamentable y los costos laborales aumentan por la falta de mano de obra. Es decir: sobra empleo, falta gente.
Explica John Birmingham, otro de los miembros de la asamblea legislativa, un rol full time que les impide tener un empleo formal: “La vida es más complicada ahora que cuando ustedes nacieron (se refiere a nosotros, un grupo de cinco periodistas sudamericanos que rondamos los 40 años). Hoy hay más tecnología, pero también más burocracia, más reglas internacionales que hay que seguir. Nos autogobernamos, pero hay un vínculo con el Reino Unido en defensa y asuntos internacionales. Tenemos que seguir normas internacionales. Si Gran Bretaña firma un acuerdo en la ONU para no venderle armas a Rusia, entonces nosotros tampoco venderle cosas a Rusia. De hecho, apoyamos a Ucrania dándole refugio y estamos en contra de la invasión rusa. Hemos recibido barcos con ucranianos aquí. Les dimos refugio y ellos nos pagaron con botellas de vodka”, dice Birmingham, y se ríe.
La palabra “invasión” y la comparación con la situación de los ucranianos no fueron elecciones antojadizas, se me ocurre. El veterano de guerra Jeremy Larken, que peleó en 1982 comandando el HMS Fearless, ya había advertido (quedó dicho en la primera crónica sobre las Falklands): “Miren Ucrania, no quieren saber nada con ser rusos. Bueno, el 92% quiere ser británico”. Larken —como otros excombatientes y también lugareños— aludía así a la autodeterminación de los pueblos. Esto es: los isleños no quieren ser argentinos; quieren ser británicos o isleños, sin más.
En 2013 hubo un referéndum local en Falkland Islands y el 99,8% opinó que se sentía británico. A comienzos de los 80, antes de la guerra, ese porcentaje era de 95%. Un censo de 2021 dice otra cosa: que un 70% se identifica como isleño o británico, o una combinación de ambos. Como sea, no hay porcentaje para la identificación como argentinos, aunque haya cinco viviendo entre los pobladores de las Malvinas o Falklands. Ni se les cruza por la cabeza.
A propósito de Argentina y de las preocupaciones de los falklanders, Birmingham dice que viven bajo una “leve amenaza”, y lo explica. “Yo creo que en 1982 Argentina inventó la guerra como una distracción, por lo que estaba pasando en su país. Les pareció una buena idea. Hasta ahí había un vacío legal, de quiénes eran las Falkland Islands. Ahora está claro, negro sobre blanco en la Constitución: es territorio británico. Podemos decir que estamos bajo una leve amenaza”.
Joaquín Sánchez Mariño, periodista argentino e hijo de un excombatiente, le pide si puede ser más específico. ¿Cómo es eso de la leve amenaza? Birmingham contesta: “¿Alguno de ustedes vive en un apartamento? Bueno, seguro alguna vez tuvieron un vecino ruidoso. Argentina es algo así. Entonces, decimos: ‘No pasa nada, ya va a pasar’. No lo tomamos de forma dramática”.
La asambleísta Leona Roberts dice que, de todos modos, con ese vecino ruidoso pudieron tener un vínculo fluido y amigable que permitió llegar a acuerdos por permisos de pesca o de vuelos, pero eso fue con el gobierno de Mauricio Macri. Desde que está Alberto Fernández el diálogo se cortó, ya no hay cooperación alguna. Ya no es un buen vecino del edificio al que ir a pedirle un poco de yerba.
Sigue Roberts: “Somos conscientes de que Argentina hará todo lo posible para entorpecer la relación de las Falklands con otros países de la región. Es como una suerte de bullying de un país de 40 y pico de millones contra uno de 3.600 personas. Han bloqueado vuelos, han prohibido pesca y permisos de pesca, y han impedido vuelos humanitarios”.
Ejemplo: cuando las Falklands quisieron enviar equipos de fútbol, rugby o hockey a competir a otros países de Latinoamérica, Argentina exigió que no les dejaran competir. “Es un berrinche infantil”, opina Roberts, de 49 años. “¡Deberíamos estar cooperando!”
Las islas destinaron recursos del erario público para hacer oír su voz en la ONU. Quieren hacer prevalecer la autodeterminación del pueblo. Argentina dice que solo se sentaría a hablar con Gran Bretaña al respecto. “No nos escuchan a nosotros. ¡Es una visión colonialista! Las Falklands deben tener voz en esto. Mi familia ha estado aquí desde hace nueve generaciones. ¿Cómo pueden ignorar nuestra historia?”
“Acá puedo andar borracha a las 3 AM”
En Stanley, la capital de las Falklands, viven 2.500 personas. Una de ellas, desde hace siete años, es la uruguaya Verónica Iriarte. Bióloga marina de profesión, eligió mudarse a las islas por trabajo. Siempre se dedicó a los cetáceos (ballenas, delfines marsopas) y algo menos con lobos y leones marinos. Llegó a trabajar como observadora científica a bordo, aprovechando que la pesca representa el 60% de los ingresos de las islas. Era una de los seis observadores a bordo, pasaba 15 días asignada en un barco, en el mar, y otras dos semanas en tierra.
Hoy trabaja para el gobierno de las Falklands, en el departamento de Pesquerías, una parte del directorio de Recursos Naturales. Integra el departamento de Mitigación de Captura Incidental de Aves y Mamíferos Marinos.
“Que los animales tengan accidentes con los barcos es inevitable. Porque se acercan a los barcos e interactúan, se pueden chocar accidentalmente con los barcos o quedar atrapados en la red. La exposición de la red en la superficie es muy poca, entre cinco y 15 minutos cuando sube la red, pero en ese breve instante hay interacción con aves y lobos marinos. Yo entreno observadores que van al mar; ellos están ahí, realizan las observaciones, colectan los datos que yo después analizaré. Y luego escribo recomendaciones para el tomador de decisiones, para que —por ejemplo— redacte nuevas reglas. Si la directora lo aprueba, yo escribo el policy y lo ponemos en la licencia de pesca”, me explicó en el pub Waterproof de Stanley.
Las licencias de pesca son la principal herramienta que tiene las islas para recaudar. Con ellas hacen más caja que con cualquier otro tributo. En 1986, Londres autorizó a las islas a cobrar permisos de pesca en las aguas del archipiélago. Y entonces los ingresos de las islas se incrementaron un 500%.
Un dossier repartido por el gobierno de las Falklands da cuenta de que recaudan unas 100 millones de libras por año (unos 123 millones de dólares). De ese presupuesto anual, 30 millones de libras provienen solo de las licencias de pesca, unos 35 millones de tributos varios, entre 20 y 30 millones de libras más por ganancias de empresas estatales y 15 millones en ganancias por inversiones.
Verónica vivió en México y antes en Brasil. Es una suerte de trotamundos que se muda a sitios que necesitan mano de obra en su métier. “Después de Brasil me fui a Uruguay buscando laburo, pero no pintó. Tuve un año sabático y después trabajé en Secundaria, porque de algo había que vivir”. Y volvió a emigrar. No extraña nada el país, dice.
“Para mí, la calidad de vida es tener trabajo. El trabajo te da dignidad, independencia y libertad. Puede ser acá o donde sea. Acá todo el mundo tiene empleo. Y no existe la inseguridad. Yo puedo andar borracha a las 3 de la mañana por la calle y sé que no me va a pasar nada. En Uruguay no puedo”, afirma.
Amanda Curry Brown, de nacionalidad estadounidense y jefa ejecutiva del Corporate Management Team (equipo de gestión institucional) y asesora de los ocho asambleístas elegidos por la gente, reparte un dossier con datos del censo 2021 que ilustran de qué va la buena calidad de vida en las islas Falkland. El repartido dice que el empleo total es superior a 97% y esta es una de las tasas más altas del mundo, que los ingresos promedio en un hogar son de 53.100 libras (unos 65.300 dólares) al año, o que el 85% de la población opinó en el censo del año pasado que su salud era “buena” o “muy buena”, en un promedio de satisfacción personal de 8 en 10.
Curry Brown destacó, además, la buena sinergia entre las islas Falkland y Uruguay, que “cooperan” y “trabajan juntos”. Por ejemplo, se han unido para intercambiar conocimientos sobre medioambiente y comparten corrientes migratorias de aves que van de un sitio a otro. Hoy las islas suelen enviar lana de muy buena calidad, pero sucia, a Uruguay. Acá se limpia, se procesa y se vende con otro valor agregado a otros mercados.
Por estos días se procura la circularidad del proceso: que la lana mejorada por manos uruguayas vuelva a exhibirse a las Falklands como producto terminado. En 2021, Uruguay exportó 240.600 kilos de lana —por un valor de 1.223.600 dólares— que originalmente vino de las islas. Este año fue más: se comercializaron a otros países 304.200 kilos de lana de ovejas isleñas limpiados por mano de obra uruguaya, a un valor de 1.800.000 dólares. “Trabajando en conjunto se puede sumar valor agregado a los productos como la lana”, dijo Curry Brown, oriunda de Indiana. “Tenemos una estrecha relación con Uruguay, que retomamos tras la pandemia”, agregó.
Otros datos: este territorio multicultural —después de la guerra— donde conviven 86 nacionalidades distintas, tiene uno de los PBI per cápita más altos del mundo (109 mil dólares), superando el de Suiza (83.000) o Noruega (82.000). En los últimos años, el desempleo, en algún momento, se llegó a situar en un insignificante 1%, y la inflación ha sido menor del 3% en el último lustro.
Y lo dicho: la salud y la educación son gratuitas.
La Asamblea Legislativa —que Birmingham y Roberts integran— tiene la facultad de aprobar leyes “para la paz, el orden y la buena administración” de las islas, sujeta a la aprobación de “Su Majestad” (el rey Carlos), que actúa a través de su ministro de Relaciones Exteriores. Para eso, Gran Bretaña tiene una oficina gubernamental en las Falklands dirigida por la gobernadora Alison Blake. Los MLA o asambleístas son ocho y se eligen cada cuatro años. Hoy están en funciones Peter Biggs (Medioambiente e Infraestructura), Mark Pollard (Servicios Comerciales), Gavin Short (Desarrollo económico), Roger Spink (Servicios gubernamentales y servicios legales y reguladores), Teslyn Barkman (Energía y recursos naturales), Ian Hansen (Protección pública) y los mencionados Birmingham (Salud) y Roberts (Educación).
Respecto a la enseñanza, vale señalar una particularidad de las islas: cuando el estudiante llega a 15 o 16 años (aquí estaría terminando el ciclo básico), puede ir a terminar sus estudios secundarios al exterior y luego ir a la universidad, y las islas le pagarán su educación. Esto sin obligar a los muchachos a que vuelvan al país. “Muchos lo hacen, muchos vuelven, para devolver a las islas lo aprendido, tras haberse formado afuera”, explicó la asambleísta Roberts. Su hijo, por ejemplo, emigró a Gran Bretaña —la mayoría elige ir a “la madre patria”— a estudiar música.
“Lo vemos como una inversión, no como un gasto. Cuanto mejor formados estén nuestros jóvenes, más educada será la población de las Falklands”, dijo Leona Roberts, quien se define de izquierda, como Birmingham (“yo diría centroizquierda”, matiza). Ambos dicen que cuando le proponen algo a los pobladores no piensan en términos de izquierda o derecha. Es más, Roberts dice que cuando piensa en seguridad pública, quizás sea considerada de derecha. “Pienso lo mejor para la gente”. Vale recordar que en las Falklands no hay partidos políticos.
Sigamos con las bondades: la exploración de petróleo mejoró las perspectivas económicas, especialmente a partir de 2010, según un informe de BBC Mundo, pero la pesca y la agricultura continuaron siendo las principales fuentes de ingreso.
Hay que sumar el turismo: en 2019, el año previo a la pandemia, hubo 73.000 visitantes que llegaron en cruceros, una cifra bastante más alta de los 20.000 que llegaban a comienzos de este siglo XXI. Y casi 2.000 más llegaron en avión. Hay una empresa turística —hábil para los negocios— que ofrece servicios de ferrys uniendo las dos grandes islas (Falklands Este y Oeste), para que los visitantes divisen de cerca distintos tipos de pingüinos, lobos y elefantes marinos.
Los pingüinos y los caracara
Los pingüinos son la cara visible del turismo de las Falklands: los llaveros tienen una cara de pingüino, los peluches son pingüinos, los libros de fotografías de las islas tienen pingüinos y los buzos y remeras de “yo estuve aquí” tienen pingüinos dibujados.
Tiene sentido: hay más de un millón de pingüinos reproductores: reyes, gentoo o papúas, magallánicos, de penacho amarillo, macaroni y rockhoppers, y los más agraciados: los pingüinos reyes.
Además, más del 70% de la población mundial de albatros de ceja negra está aquí. Hay, en las Falklands, más de 220 especies de aves.
En 345 kilómetros cuadrados hay 40 reservas naturales nacionales. Y un área de descanso para más de 25 especies de ballenas y delfines.
A Sea Lion Island (La isla de los leones marinos) se llega por avioneta, desde Stanley. Forma parte del archipiélago de Malvinas, y está situada a 14 kilómetros al sureste de la isla Falklands Oeste. Una especie de hostel —con pista de aterrizaje en frente— recibe a los visitantes. Para entrar al hostal hay que descalzarse.
Sea Lion tiene apenas cinco residentes: los que regentean el hotel. El dueño es un lugareño, pero allí trabajan cuatro chilenos preparando las comidas, tendiendo las camas y limpiando. La chilena es una de las comunidades más grandes entre los habitantes de todas las islas: conforma el 10%.
Tras el recibimiento de rigor y algunos consejos, los trabajadores del lodge —así llaman al hostel— invitan a recorrer la isla a pie, a divisar los distintos tipos de pingüinos, así como los lobos y elefantes marinos. Solo advierten: “¡Cuidado con los caracara!”. Los caracara son aves rapaces de unos 60 centímetros de largo, de cabeza negra, cuello entre blanco y gris y torso y pecho pardo. Son aves “garroneras”, que suelen atacar por detrás, raspando con sus garras cabezas de visitantes trasnochados.
De eso puede dar fe Stewart, un inglés que estaba de paseo con su esposa. Una cicatriz ensangrentada daba cuenta del ataque traicionero de un caracara. Quizás porque no hizo caso y se acercó mucho al nido donde estaban sus crías. Es un ave muy celosa de su espacio. El colega argentino bromeó que como ave territorial que es, protege el suelo argentino y ataca a los británicos que osan ocupar terreno ajeno.
Más allá del algún caracara que nos intimidó (y esta vez sí, cara a cara), el paseo fue por demás gratificante. Decenas de pingüinos magallánicos —un tipo de pingüino patagónico que hace nido en las Falklands, proveniente de las costas de Argentina y Chile— suelen caminar en barra, y se confunden con otros de penacho amarillo. Los pingüinos, para nada intimidados por la presencia de turistas, pasan al lado de elefantes marinos que simplemente descansan o se espolvorean con arena.
El avistaje de fauna tuvo un episodio más. Una cruz y una placa en recuerdo a un combatiente que pereció en la guerra de 1982 quedan opacados por una colonia de pingüinos rockhoppers que se dan cita las tardes en un acantilado de ensueño. Estos avanzan en saltitos graciosos, y se cruzan con otros, de penacho amarillo.
La biodiversidad de la zona se completa con elefantes marinos, las focas más grandes del planeta. Verónica Iriarte, la uruguaya que trabaja como bióloga marina en las islas, me había dicho que, a su juicio, lo más maravilloso de las Falklands eran estos elefantes marinos bebés. “Estos elefantes marinos recién destetados están desesperados porque la madre les da teta 23 días y se va. Son unos ‘lechoncitos’ que pesan 200 kilos. Están aprendiendo a nadar, juegan en la orilla, la grasa se transforma en músculo, y se van a hacer su primer viaje al mar. ¡Esos días son fantásticos! Ellos se te acercan, a ver si te sale leche. Para mí, es increíble”, dijo. Está claro: en su foto de Whatsapp ella posa con un ejemplar de estos.
Otro sitio turístico ineludible en las Falklands es Volunteer Point (Punta Voluntario), un asentamiento al noroeste de la Isla Oeste. Se llega a este lugar tras tres horas en camionetas Land Rover en un recorrido a los saltos, eludiendo pozos y siguiendo huellas. Todas las mañanas se dan excursiones de pickups con un solo destino: el avistamiento de pingüinos reyes en Volunteer Point.
La ONG ambientalista Bird Life International la identificó como un área “importante” para la conservación de las aves. El terreno es privado. Su propietario cobra entrada —en este caso, gentileza del gobierno de las Falkland Islands— para poder subir a Instagram las fotos y videos de los paseantes rodeados de pingüinos reyes.
Dicen que hay 300 pares de pingüinos, que aquí se crían, en la parte más septentrional de su hábitat. Los pingüinos reyes están casi extintos en las Malvinas; los que quedan están en Volunteer Point, donde también hay elefantes marinos del sur.
Algunos lucen peludos, como alfombrados con cabellos color chocolate para darse abrigo en invierno. Son los más chiquitos, los que todavía no han madurado. Una vez que van creciendo y llegando a la adultez, van perdiendo su pelaje y quedan en blanco y negro, con un copete amarillo. Caminan con la cabeza erguida, con un andar elegante, como jactándose de la realeza a la que remite su etimología.
Son varios cientos, y los visitantes pueden caminar entre ellos, sacarles fotos y filmarlos. Para eso están, para eso el propietario cobra entrada. A Verónica, la bióloga uruguaya, no la deslumbran los pingüinos, quizás porque cuando era adolescente solía limpiar los que llegaban empetrolados a las costas de Maldonado.
La asambleísta Leona Roberts había dicho que la protección del medioambiente era una prioridad del gobierno isleño. Esto es: preocuparse por la biodiversidad, los planes para atender el cambio climático y el control de la polución, pero también el desarrollo económico sustentable (la administración responsable de la pesca, innovación en la agricultura y consideraciones medioambientales para industrias).
Solo con la pesca obtienen el 60% de los 110 millones de libras (134 millones de dólares) de ganancias totales, pero es un riesgo apostar todo a la pesca. “Un año de mala pesca nos mata. Por eso tenemos que tener reservas”, explicó Birmingham.
¿Cannabis legal? Otras prioridades
Dos de las autoridades legislativas de las Falklands aseguran que integran un gobierno progresista. “¡Somos open-minded!”, se ufanó Birmingham. Hace siete años fue aprobado el matrimonio igualitario. Fue el primer territorio británico en aprobar el casamiento entre dos personas del mismo sexo. ¿Marihuana legal? “No hemos ido tan lejos, hoy no está arriba de la mesa”, acotó la asambleísta Roberts.
“Tenemos otras prioridades”, apunta Birmingham, responsable de las políticas sanitarias de la isla, mientras ofrece una taza de té a las cinco de la tarde. Remozar las instalaciones del puerto, una nueva central para procesar y vender combustibles, ampliar los centros educativos (han quedado chicos, con la inmigración creciente) o renovar el hospital público son algunas de ellas.
Las Falkland Islands son un grupo de islas, pero también un país. Es raro que sus gobernantes —que no son ministros, ni tienen un presidente— no pertenezcan a ningún partido político, que para convencer a sus habitantes de algo baste con votar y resolver por mayoría simple entre los ocho asambleístas: cuando una idea tiene cinco votos, se aplica. ¿Y si cuatro opinan una cosa y cuatro la contraria? “Tendrán que seguir discutiendo y negociando, hasta llegar a un acuerdo”, contestó Birmingham, como si estuviera explicando una obviedad.
En tiempos de polarización y “grietas”, tanta madurez política y ciudadana desconcierta. Pero así se autogobiernan estos ciudadanos rara avis, que se sienten británicos, pero antes que eso: isleños.