Por The New York Times | Marc Santora
KIEV, Ucrania — Tras siete días escondido en un húmedo y oscuro túnel en las profundidades de la planta siderúrgica de Azovstal en Mariúpol, mientras la ciudad ardía a su alrededor, el soldado Oleksandr Ivantsov estaba al borde del colapso.
El presidente Volodímir Zelenski les había ordenado a los soldados ucranianos que depusieran las armas tras 80 días de resistencia y se rindieran. Pero Ivantsov tenía otro plan en mente.
“Cuando acepté esta misión, me di cuenta de que era muy probable que muriera”, recordó. “Estaba dispuesto a morir en la batalla, pero moralmente no estaba dispuesto a rendirme”.
Ivantsov sabía que su plan podía parecer una locura, pero en aquel momento estaba convencido de que tenía más posibilidades de sobrevivir escondiéndose que entregándose a los rusos, cuyos abusos generalizados contra los prisioneros de guerra eran bien conocidos por los soldados ucranianos.
Así que hizo un hoyo en la pared para acceder a un pequeño túnel, escondió algunas provisiones y planificó permanecer escondido durante diez días, con la esperanza de que los rusos que habían tomado el control de la planta en ruinas bajaran la guardia para entonces, eso le permitiría pasar inadvertido entre las ruinas y abrirse camino hasta la ciudad que una vez llamó hogar.
Pero al cabo de una semana se había acabado las seis latas de pollo guisado, las diez latas de sardinas y casi todas las ocho botellas de agua de litro y medio que había escondido.
“Me sentía muy mal, estaba deshidratado y mis pensamientos eran confusos”, explicó. “Me di cuenta de que tenía que irme porque no sobreviviría ahí tres días más”.
El relato del escape de Ivantsov sobre su huida de Azovstal está respaldado por fotografías y videos de la ciudad y la fábrica que compartió con The New York Times. Fue verificado por oficiales superiores y por registros médicos que documentan su tratamiento después de llegar a territorio controlado por Ucrania. Aun así, su historia parecía tan inverosímil que los servicios de seguridad ucranianos lo hicieron someterse a la prueba del polígrafo para asegurarse de que no era un agente doble.
Ivantsov sigue combatiendo por Ucrania, ayudando a una unidad de drones fuera de la ciudad pulverizada de Bajmut, donde recordó su historia una tarde soleada. La contó a regañadientes, diciendo que no podía compartir ciertos detalles para proteger a los soldados ucranianos de Azovstal que siguen retenidos como prisioneros de guerra y a los civiles de los territorios ocupados que lo ayudaron a huir.
El 24 de febrero de 2022, cuando Rusia comenzó su invasión a gran escala de Ucrania, Ivantsov, de 28 años, se encontraba a miles de kilómetros lejos de allí; trabajaba como agente de seguridad marítima destinado a proteger los barcos de los piratas somalíes en el golfo de Adén, cerca del mar Rojo.
Había vivido ocho años en Mariúpol, cuando era una ciudad boyante. “Se construían carreteras, parques, un palacio de hielo, albercas, gimnasios”, dijo. El 14 de marzo se enlistó en el regimiento Azov, un antiguo grupo paramilitar de extrema derecha que se había integrado al Ejército ucraniano y dirigía la defensa de la planta de Azovstal.
Para entonces, la batalla por Mariúpol ya se estaba asegurando un lugar entre las más salvajes de la guerra. Mientras los rusos destruían la ciudad, miles de civiles y soldados se atrincheraban en la compleja red de búnkeres bajo la planta, un complejo dos veces más grande que el centro de Manhattan en Nueva York.
Y cada día que pasaba, los rusos estrechaban más el cerco en torno a Azovstal.
El 16 de mayo, cuando era evidente que los soldados ucranianos ya no constituían una fuerza de combate eficaz, Zelenski les ordenó que se rindieran.
Tardarían cuatro días en completar el proceso, lo que daba a Ivantsov tiempo suficiente para reconsiderar su plan. Pero ya estaba decidido.
“Les conté a todos mi decisión y, antes de que se marcharan, me despedí de ellos con un apretón de manos”, dijo de sus compatriotas, 700 de los cuales siguen cautivos en Rusia. “Los que tenían dinero me lo dieron”.
El 20 de mayo de 2022, el último soldado ucraniano se rindió e Ivantsov se escondió en el túnel. Además de la comida y el agua que había escondido, tenía algo de café, té y azúcar, así como un colchón y un saco de dormir.
Al séptimo día, cuando ya no le quedaba mucha agua, supo que tenía que marcharse. Se vistió de paisano, se deshizo de sus armas y salió al recinto de la fábrica. Miró al cielo por primera vez en días y quedó impresionado por el brillo de las estrellas.
También notó que los soldados rusos que controlaban Azovstal no hacían ningún esfuerzo por esconder sus posiciones. “Los soldados que patrullaban los alrededores de la fábrica llevaban linternas y hablaban en voz alta”, dijo.
Ivantsov pudo esquivarlos con facilidad, al agazaparse debajo de vagones de ferrocarril cuando alguno se acercaba demasiado.
Seis horas después, cuando el sol ya comenzaba a aparecer, llegó a la ciudad en ruinas. Le costaba poner en palabras lo que vio.
“Vi cuerpos de animales y de humanos”, recordó. “Había fragmentos de cuerpos. Podías ver un brazo por ahí, que un perro jalaba en alguna parte”.
Lograr salir de Azovstal fue solo el primer paso.
Relató que fue capturado una vez cuando aún estaba en la ciudad, pero se negó a dar más detalles. Llegar al frente le llevaría 18 días, cruzando unos 200 kilómetros tras las líneas enemigas.
Para entonces, tenía los pies ensangrentados y la espalda y las rodillas le dolían tanto que no podía caminar; había perdido más de 11 kilogramos. Cuando llegó el momento de cruzar a territorio ucraniano, se movía a base de adrenalina pura.
Pensó en cruzar un río que constituía una barrera natural entre los soldados, pero lo consideró demasiado peligroso. Al final optó por seguir los últimos 16 o 24 kilómetros por tierra, pasando entre minas y otras trampas explosivas.
“Tenía nervios de acero, sin emociones, sin pensamientos, solo determinación y un cálculo frío”, dijo. “Así es como me mentalicé. Ya había asumido que moriría”.
Pero lo consiguió, con ojos desorbitados y cara de loco, mientras se esforzaba por convencer a los atónitos soldados ucranianos de que su inverosímil historia era cierta.
Al final, le creyeron y mientras lo llevaban lejos del frente de batalla con destino a Kiev para recibir atención médica y rehabilitación, se detuvo en una gasolinera y compró un café y un perro caliente.
Era el mejor perro caliente que había comido y la mejor taza de café que había probado, dijo.