Por Brian Majlin
bniljam
Esta crónica podría empezar de muchos modos, pero necesita hacerlo por el ingreso apelmazado de miles de cuerpos que peregrinaron hoy, 2 de setiembre de 2022, a la Plaza de Mayo, el sitio histórico que contiene no solo a la Catedral y la Casa Rosada, sino que contiene a la historia argentina. Allí ocurrió el bombardeo en junio de 1955; allí se congregan cada semana, desde abril de 1977, las Madres de Plaza de Mayo; allí se convocaron cientos de miles de personas en la Semana Santa de 1987, durante el gobierno de Raúl Alfonsín —al que habían vitoreado en ese mismo sitio en aquel diciembre de 1983 que marcó el retorno democrático—; y también allí, no podía ser de otro modo, ocurrió la masacre del 20 de diciembre de 2001. En esa plaza, entonces, también se centra esta historia en minúscula que quedará en la Historia en mayúscula: el día en que cientos de miles de personas abarrotaron el centro porteño en un feriado apurado por la necesidad y la urgencia para repudiar el intento de magnicidio a la vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner.
Hay una línea indivisible que une los hechos malditos y también los celebratorios de la democracia argentina en ese lugar. Apenas pasado el mediodía, la avenida de Mayo, que une la Plaza del Congreso en línea recta hasta la Plaza de Mayo y desemboca en la Casa Rosada, es una marea de banderas, organizaciones políticas, sindicales y civiles que van llegando a destino. También se observan lo que cierta prensa llama personas o gente suelta —como si las que se organizan colectivamente no tuvieran el mismo estatus—, y muchas familias embanderadas en el celeste y el blanco. Hasta la avenida 9 de Julio aún pueden caminar, después de allí, la marea humana es un entrelazado de cuerpos y sonido: canciones, bombos, merchandising, gritos, risas, algunos llantos, y mucha liturgia.
“Vengo porque siempre estamos para defender la democracia. Cómo no íbamos a estar. Mis hijes tienen que aprender eso desde ahora”. Vanesa y Joaquín sonríen. Van en familia hacia la movilización con la convicción de que aquello que se ha puesto en juego es la democracia. A la pregunta de por qué movilizarse, responden con un acto reflejo: “¿Cómo no hacerlo?”. La liturgia también es como un cuerpo que reacciona ante el dolor, ante el temor por el ataque y el qué hubiera sido si, que se hizo carne en el cuerpo social, apareció el folclore tradicional: pincharon a la democracia y la democracia reaccionó.
Mientras la oposición desfila por los medios de comunicación tratando de explicar su repudio, pero su distancia, las Abuelas de Plaza de Mayo hacen su entrada ecuménica por el centro de la plaza y abren, a su paso, la marea de gente: las aguas se parten ante ellas, y el canto de la agrupación estalla entre los aplausos: “Olé, olé olé olá, olé olé, olé olá, como a los nazis, les va a pasar… a donde vayan los iremos a buscar”.
El canto, que remite a los militares y cómplices civiles de la última dictadura militar (1976-1983) en Argentina, es un himno que entonan ahora miles de personas emocionadas. Hay algo del miedo que se exorciza colectivamente, en ese acontecimiento grupal. En ese defender la democracia de modo rápido y asertivo.
“Vamos a defender este modelo porque esto ya lo hicieron antes con Irigoyen, con Perón y también ahora. La ultraderecha está al acecho y no dejaremos que pasen”, dice Oscar, un jubilado de ojos cristalinos y barba canosa, que asoma detrás de un tapabocas. Llama a mantenerse unidos, firmes, expectantes. Celebra la masividad de la convocatoria, exige también el esclarecimiento de lo ocurrido.
Nos sacuden dos coletazos de la movilización, nos empujan, sin quererlo, los militantes de una de las cientos de corrientes presentes: Patria Grande. Vienen cantando: “Somos de la gloriosa Juventud Peronista; somos los herederos de Perón y Evita. A pesar de las bombas de los fusilamientos los compañeros muertos los desaparecidos... ¡No nos han vencido!”, Oscar se pierde y, a lo lejos, levanta su puño. Aparece Ximena, con una remera de Cristina estampada y semiborroneada, una bandera y una cámara de fotos. Ha venido a defender a “ella”, dice, “a ella y a la democracia”, porque esto que ha ocurrido, insisto vehemente, es una barbaridad. Y no va a ser la única que pida esclarecimiento: “Yo culpo de esto a la derecha, sí, pero también a Bigote, como es, a Aníbal Fernández (ministro de Seguridad), y a la custodia de Cristina, no puede ser que el tipo haya pasado así nomás”.
A metros del vallado que separa la marcha de la Casa Rosada se erige un escenario. Se espera la presencia de diferentes líderes. Empiezan a aparecer diputados, intendentes y dirigentes. Todos los ministros nacionales, que terminaron hace instantes la reunión de Gabinete, empiezan a desfilar por la zona. Las banderas, las caras, el aire impregnado de humo y pólvora (de choris, de petardos y bombas de estruendo), todo compone un mapa reactivo y defensivo, un modo de ser democracia.
La multitud sonríe. En general, hay un clima festivo. Hay terror y miedo, sí, y así lo dicen casi todos repetidamente. Pero también hay una alegría sobrevolando, una forma colectiva de celebrarse mutuamente. De seguir cantando que con la democracia no se jode —así cantan—, que si la tocan a Cristina, ya se sabe, no se quedarán en sus casas.
En el ranking de las evocaciones crece fuerte el discurso del odio, la idea de que no hay locos ni lobos sueltos, de que el odio y la grieta engendran odio y grieta. De que nada llegó de la nada: “Yo ya no milito —dice Juana, con su hija en brazos—. Pero hoy había que estar acá, por mi hija, por que crezca en un país democrático. Porque si ese disparo salía no sé qué habría pasado. Porque no puede volver a pasar”.
Por Brian Majlin
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