Por Nicolás Dovat
Fernando Duque tiró sus trofeos. Tampoco conservó fotografías, con excepción de la que ilustra este artículo. Ahí está Fernando Duque, esperando para dar de volea en el Sudamericano de Guayaquil de 1982.
Pero ahora estamos en una cafetería del barrio Palermo, la tarde en la que Duque nos llevó a viajar por el tiempo…
Los chinos no tenían títulos internacionales en tenis de mesa —ni en ningún otro deporte— cuando Fernando Duque nació, el 6 de noviembre de 1957, en Minas, entre Galicia y La Paz. Con nueve años, jugó al ping pong con otros niños en el Club Juventus. Con los años lo apodaron Memo, como al personaje de La Pequeña Lulú. A los 13, se federó, y con 14 pasó a filas de la Asociación de Empleados de Despachantes de Aduana, sin saber que trabajaría como administrativo en esa institución durante varias décadas. Con 15, viajó a China como jugador de la Selección Uruguaya de Tenis de Mesa, y los primeros rivales de la gira fueron los mozos de un hotel.
“Nos cagaron a pelotazos”, reconoce hoy, a casi 50 años de ese viaje. Fue en esa época en que Duque y una camada de jóvenes desplazaron a los más veteranos que, como dice ahora con sorna, “no trascendían mucho”. Poco después, disputó un Sudamericano en Brasil y un torneo internacional en Córdoba, donde le ganó la final a un mendocino: “Era local en Argentina porque jugué contra un mendocino y con los cordobeses tenían tremenda pica”.
Cuando habla ahora, varias décadas más tarde, Duque se detiene para evocar el olor de la goma que tenían sus paletas. En ese entonces, Duque jugaba con una Kenny Style de goma verde. A simple vista parecía una paleta clásica, pero era una reliquia muy difícil de conseguir, hecha con madera de tilo, lo que la hace más liviana y fácil para controlar.
El nivel de Duque fue en aumento y le trajo nuevas oportunidades, como ser invitado a participar de torneos en el exterior, a los que viaja costeando pasajes y estadía a través de familiares y amigos. En los viajes hay más dirigentes que jugadores -“Como en toda delegación deportiva”, toca y sigue-. Duque representa a la Selección Uruguaya en Argentina, Brasil, Ecuador, Paraguay, China, Corea del Sur, Taiwán, y Nigeria.
China, o Mao jugando al ping pong de traje
El viaje a China fue en 1973. Por entonces, los chinos ya tenían 14 títulos mundiales de tenis de mesa (singles masculinos y femeninos; dobles masculinos y femeninos).
Los tenismesistas chinos ya eran los mejores del mundo, aunque no siempre lo fueron. En la primera mitad del siglo XX, dominaron los países de Europa del Este, como Hungría y la ex-Checoslovaquia; en los años 50, comenzó a dominar Japón —que incorporó una espuma entre la madera y la goma de la paleta—, y casi una década después, China obtuvo su primer título mundialista gracias un jugador de Hong Kong llamado Yung Kuo-Tuan, también conocido como Rong Guotan.
En su regreso a Montevideo, Duque trajo el famoso Libro Rojo de Mao, que entre sus numerosas ilustraciones tiene una del propio líder comunista jugando al ping pong de traje y zapatos de vestir. El libro llegó forrado para no levantar la sospecha de los militares de la dictadura.
Ya de vuelta en la rutina de Montevideo, Duque se sorprendió con un rostro familiar: encontró a Su Ye-Fu, entrenador taiwanés de tenis de mesa, que había sido enviado a Uruguay en el 73 como “embajador deportivo” (parte de un plan político de China que mandaba entrenadores a países latinoamericanos). Con él mejoró la técnica y aprendió nuevos efectos.
“Estábamos fascinados, imaginate”, recuerda hoy, mientras repasa la foto que lo tiene al centro. Está segundo, a la derecha de Su Ye-Fu —“que no era chino”, aclara—. El resto de sus compañeros eran José Olivencia, Pablo Lago, Osvaldo Smith, Ismael Pérez y un proyecto de basquetbolista, Horacio Tato López. Muchos años más tarde, tras haber sido dejado afuera en un torneo, Tato pasaría a dedicarse al básquetbol, una historia que registró en un libro biográfico: El camino es la recompensa.
Nigeria y los años de dictadura
“Odisea de siete uruguayos en Nigeria”, tituló un diario local en 1975. Los jugadores de tenis de mesa de la Selección Uruguaya aterrizaron en el país africano y se encontraron con un panorama desolador: dictadura en marcha, un compañero del equipo enfermo de Malaria (Eduardo Rosini, que hoy trabaja en el Banco de Seguros del Estado) y tres días sin salir del aeropuerto. Duque tenía 17 años y le tocó jugar en un estadio que era “dos o tres veces el Cilindro”.
Durante la ceremonia inaugural del torneo, Duque esperó un poco impaciente y, cuando le tocó desfilar a Uganda, se oyó un coro casi general por Idi Amin, dictador ugandés que en 1971 había dado un golpe de Estado y se había nombrado a sí mismo como presidente, cargo que ostentaría hasta 1979.
De ese viaje, el jugador rescata la amistad que hizo con el brasileño Aristides do Nascimento, jugador carioca que difundió el tenis de mesa en su país. En Nigeria se enfrentaron en reiteradas ocasiones y, si bien eran parejos, Duque estaba un poco por encima —según recuerda—.
Tres años después, se volvieron a encontrar, y el brasileño estaba en otra cosa. “El tipo me destrozaba. Te mostraba el pasaporte y tenía escrito ‘table tennis player’ (jugador de tenis de mesa)”, señala ahora Duque con una servilleta arrugada que tiene en la mano. El brasileño le sacó esa ventaja porque después de Nigeria se había ido a entrenar ocho meses a Suecia y seis a Japón, dos de los países más fuertes en tenis de mesa detrás de China.
Durante el final de su estadía en Nigeria, en las inmediaciones de un hotel donde se hospedaban integrantes de la selección uruguaya, Duque se encontró con uno de los mejores boxeadores de toda la historia, el estadounidense Archie Moore.
“I’m Uruguay”, le dijo entonces y, como toda respuesta, recibió un mensaje contundente: “Dogomar, Dogomar”. Moore se refería así al boxeador uruguayo Dogomar Martínez, con quien había peleado en 1953 en Buenos Aires, en un combate que había dejado sin aire a los presentes.
Playa Ramírez, el lugar de entrenamiento
En el antiguo edificio del Jockey Club, en Avenida 18 de Julio, entre Andes y Convención, se disputó el campeonato uruguayo de tenis de mesa en 1980. Un día de torneo podía comenzar a las 9 de la mañana y terminar a las 10 de la noche. Duque se presentó con algunos viajes encima y mucha preparación física —corridas maratónicas sobre la arena de la playa, varias horas de mesa por día y un entrenamiento físico riguroso—, y se perfiló para lo que sería su primer título de los nueve consecutivos que obtendría entre 1980 y 1988.
“Desde el punto de vista físico, corría muchísimo: hacía fondo y una prueba de resistencia muy exigente. Todos los días había algo. Lo completaba con mesa cuatro o cinco veces por semana. Tengo miles de horas en mesas”, explica. Y cuenta más: “En invierno, corriendo por la Playa Ramírez, pensaba para mis adentros: ‘Soy el campeón, no me van a quitar el título’. Se ve que tenía una agresividad que la trasladaba a la mesa”.
En ese campeonato, le tocó enfrentar a Álvaro Duque, su hermano menor. El padre de ambos, Hugo Duque, dirigente en aquel entonces de la Federación Uruguaya de Tenis de Mesa, le insinuó a su hijo Álvaro que no debía hacerle mucha fuerza a su hermano, y provocó indignación en ambos. El mayor ganó “con trabajo”.
En abril de ese año, Duque comenzó a trabajar como despachante de Aduanas, pero renunció para irse a un viaje de competencia de tres meses por Corea del Sur y Taiwán. En el trabajo no lo dejaban, pero, con la suerte que tienen los buenos jugadores, lo reincorporaron. Sobre diciembre, renunció otra vez para irse a jugar un Sudamericano.
“Tenés que ir [al torneo]”, recuerda que le dijo su padre. Duque cambió su trabajo por uno de menor sueldo —y en un puesto de menor jerarquía—, que le ofrecía la posibilidad de viajar como tenismesista. Un mes después, su padre murió de un ataque al corazón. Las ganas de ir al Mundial de Yugoslavia ese mismo año, se esfumaron, y regresó a su cargo de despachante.
Duque recuerda que los últimos dos tantos de la final del uruguayo de 1981 los jugó llorando. Como había sucedido en la edición del año anterior, perdió con Lago en una de las primeras rondas y quedó en la zona de perdedores, pero quedó primero y alcanzó la final. Allí volvió a encontrarse con Lago, a quien le ganó en dos oportunidades para obtener el título de campeón uruguayo de 1981, torneo que llevó el nombre de su padre, Hugo Duque. “Fue lo que más quise en mi vida. Nada he querido más que obtener ese campeonato”, dice visiblemente emocionado.
Siempre ganaba Borg
La tarde cae en la cafetería; suena una canción brasileña de décadas atrás. Las pocas personas que están allí especulan con la identidad del entrevistado, que ultima su segundo o tercer cortado antes de continuar con el relato.
“Otra cosa que me decían: ‘Siempre ganás vos, ¿qué pasa con el resto?, ¿son todos ciegos?’ Este es un deporte individual que, a diferencia del deporte colectivo, en el que te puede salvar un compañero, requiere de un misterioso empuje personal. Yo recuerdo siempre una nota que le hicieron a Guillermo Vilas en El Gráfico. Vilas era buenísimo, pero siempre ganaba [Björn] Borg”.
“‘Vilas, ¿qué pasa que está todo bien, pero gana siempre Borg?’, le decían. Había un montón de tenistas de alto nivel, pero ganaba siempre Borg. Ese tipo tenía algo que se llama ‘killer instict’ [instinto asesino]”.
“Humildemente, me identifico [con Borg]. Creo que cuando competía, podía estar mi vieja enfrente y yo sentía que tenía que destruirla deportivamente. Con lealtad, pero siempre buscando aniquilar al contrario”, cuenta.
El pensamiento que generó silencio
El tenis de mesa es, para este deportista, una disciplina “súper completa” en la que transcurre mucho tiempo y nadie se da cuenta. Proporciona una cantidad de reflejos y “no solo prevalece la técnica y la concentración, sino también el carácter”. “Por eso, debo ser escorpiano”, dice Duque, como para descontracturar, ya que no cree mucho en los horóscopos.
Duque también cuenta cuando no la vio. En el año 76, se disputó una prueba de equipos continental y le tocó enfrentar al colombiano Mario Bedoya. Se conocían de un torneo de infantiles en Brasil y también habían estado juntos en Pekín. El escenario era el Palacio Peñarol y en las gradas había amigos y conocidos de Duque. Todo iba saliendo bien, o casi todo.
“La prueba de equipos no era a tres sets como hoy, era a dos. Le iba ganando 1 a 0 y en el segundo set iba cómodo 15 a 8. Sin pensar mucho, metía todo. Me di cuenta de que le estaba ganando a Mario Bedoya. Lo pensé un instante y no sé qué sucedió. Me pasó por arriba”, cuenta y, ni bien termina, queda en silencio. Un silencio más prolongado que el anterior.
“Tenía el partido casi ganado. Eso es miedo a la victoria. Yo lo experimenté. Eso existe. Es una punta que está buenísima dentro de la psicología del deporte”, expresa como distanciándose del recuerdo.
Retirarse a tiempo
En 1988, se retiró de las mesas como Campeón Nacional. Los años anteriores no están tan frescos en la memoria del tenismesista, al menos no en lo relacionado al deporte. En el año que se retiró, obtuvo su noveno título consecutivo y el décimo en sus 20 años de carrera. Cuenta que tuvo la oportunidad de ir a entrenar a Moscú (Rusia) con una beca que le permitía ser técnico de la Selección Nacional a su regreso, pero no la aceptó porque ya estaba desligado del deporte. “Hubiera estado bueno”, reconoce.
Unos meses después de su retiro, Duque recibió una llamada telefónica del Hogar Húngaro. Lo querían en sus filas para jugar la prueba de equipos que contaba con varios compañeros del tenis de mesa. Entre ellos, su hermano Álvaro. Participó y el equipo ganó el torneo. Las celebraciones fueron en un baile ubicado en Garibaldi y Urquiza. “Muy cálido”, recuerda.
—¿Siguió jugando al tenis de mesa?
—La vida me llevó por otros caminos. Después no quise jugar más. Me han invitado a [la categoría] senior, pero no me quería exponer. Sentía que era el campeón y no me quería exponer. Capaz que, si hoy se diera de ir a chivear, iría. He declinado muchas proposiciones. Otro día te cuento, cantamos una murga y jugamos un ping pong.