Raúl extraña la cantina del Tabaré y salir en camión, con los pies colgando mientras tocaba el redoblante. Cristina añora una televisión más fresca y auténtica, menos guionada. Alberto echa de menos un fútbol más ganador, con más discusiones folclóricas en el bar y sin VAR, claro. Gerardo recuerda cuando el Parlamento era una verdadera caja de resonancia, cuando los legisladores ofrecían sesudos discursos con argumentaciones a la altura del recinto (no como hoy, que concursan por ver quién tiene más retuits). Y Gabriel sabe que hubo tiempos de “vacas gordas”, donde la guerra en otro continente nos favorecía más que perjudicarnos.
Lo curioso del asunto es que ellos —Raúl Castro, Cristina Morán, Alberto Kesman, Gerardo Caetano y Gabriel Oddone— se atajan tomando distancia de la nostalgia, esa palabrita tan en uso este mes de agosto, en un país que se toma una noche para celebrarla.
Y convocados a pensar, los cinco consultados para este informe terminaron admitiendo que sí extrañan el Uruguay que alguna vez fue y ya no es. Aunque les cuesta admitirse nostálgicos, como si fuera algo vergonzante.
Todos tienen en común otra cosa: extrañan un Uruguay donde la convivencia era más saludable y armónica, donde las discusiones eran solo eso y se superaban con argumentos y un apretón de manos. Añoran un país más civilizado y no dividido en polos irreconciliables.
Utopía retrospectiva
El historiador Gerardo Caetano (64) propone revisar qué dice la Real Academia de la nostalgia, y recita: “Pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos”, como primera acepción. “Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”, como segunda.
Y reflexiona que, pensándolo bien, este sentimiento abunda entre los uruguayos, y quizás lo del recuerdo de la patria tenga algo que ver con que este es un país fundado por los inmigrantes que bajaron de los barcos. Aquello que los gallegos definieron como “la muerte chiquita” o los brasileños definen maravillosamente con la palabra “saudade”.
“En Uruguay creo que es un sentimiento bastante generalizado, que puede enganchar con esta idea de un país en el que tuvo un rol importante la inmigración, y que en política, en historia política, puede cruzar todos los actores. No es algo propio de derecha o izquierda, conservadurismo o progresismo”, apunta, en una mesa del Bar Rodó.
El historiador apela a la historia: José Artigas es “casi la expresión de nostalgia”: protagonizó una revolución popular derrotada, su idea federal de una Liga de Pueblos Libres terminó frustrándose, y él, desahuciado, terminó sus días en el Paraguay. “Esa idea del mito de los orígenes, en el caso uruguayo, es un mito propio de los países jóvenes, que se aferran a un pasado fundacional que luego se trunca, después es objeto de veneración, pero también en algún sentido, en la veneración hay como una nostalgia”, señala.
Pero hay otra nostalgia. El economista Ramón Díaz, desde una perspectiva liberal, planteaba que “el mejor momento de Uruguay” se dio en ese lapso del siglo XIX, previo al batllismo, en donde este territorio funcionaba con casi nula presencia del Estado: “Una expansión liberal capitalista que él y otros añoran, y que chocó contra una fundación temprana del Estado ampliado, que no nació con el batllismo, si no antes, pero que éste heredó”, alecciona Caetano.
En su soliloquio, Caetano se acerca a nuestros días. Y apunta que una figura liberal como Jorge Batlle hablaba de “volver a ser”. Es lo que llama una “utopía retrospectiva”: volver a ser la Suiza de América, la sociedad hiperintegrada, el país laboratorio.
—También Ernesto Talvi, en la campaña electoral de 2019, hablaba de volver a ser el pequeño país modelo al que llegó su padre desde Macedonia…
—Sí, pero mezclaba cosas complicadas, porque la referencia al país modelo era invocar a alguien que si algo no fue es nostálgico: Batlle y Ordóñez. El Pepe Batlle fue un progresista, y tenía una visión con la que confrontó a Herrera y a muchos, de construir el futuro contra el pasado. A Batlle lo acusaban de porvenirista, de estar obsesionado con el futuro y de cortar con las tradiciones. Talvi tenía mucho más que ver con Jorge Batlle que con Don Pepe. Batlle era puro futuro.
¿Y hoy? ¿Qué tanto extraña este Uruguay otro tipo de política, otro tipo de Parlamento?
“El atajo para tratar la nostalgia es la nostalgia del país batllista”, contesta Caetano. Otros, más liberales al estilo Ramón Díaz, añoran el país que no pudo ser, porque llegó, precisamente, el Estado benefactor de Batlle. Otros —no le cabe duda al entrevistado— extrañan la disciplina y el sentido de autoridad de los militares al mando. Así como otros tienen nostalgia de la URSS y otros recuerdan con cariño al ruralismo de Benito Nardone.
Caetano tiene un berretín: le gusta releer diarios de sesiones parlamentarias. Pero no recientes, sino de varias décadas atrás. Si bien reconoce que en los años 40 o 50 el Palacio Legislativo era mucho más elitista y “había que changar mucho” para llegar a ocupar una butaca, las sesiones parlamentarias eran una consecución de discursos floridos y argumentos fundados.
“Yo con mis estudiantes puedo debatir sobre el diario de sesiones parlamentarias de los años 20 a los 50. Citaban a los clásicos, las metáforas eran sublimes, ¡eran homéricas! Hoy eso no existe”, dice Caetano, sin animarse a decir que hoy un legislador puede llevar a una persona a la que supuestamente se le pegan tenedores en el cuerpo.
Más allá de eso, había —dice Caetano— una política “más argumentativa, menos crispada, en donde se debatían argumentos, y en donde los contenidos valían más que la forma de decir o la búsqueda de likes. Eso sí se extraña, pero no desde la nostalgia, sino desde la necesidad de cambiar”.
Economía es la de ahora
¿Y en economía? ¿Los uruguayos extrañan otras épocas? Gabriel Oddone (58) dice que ahí hay una línea divisoria: los de su generación, los cincuentones, seguramente vivieron una etapa del Uruguay que sentía mucha nostalgia de un país “más próspero y más cohesionado”, como el que existió en la década de 1940 y 1950 (cuando éramos campeones del mundo). Y, por otro lado, los que ahora tienen 30 o algo menos, no tienen la misma percepción, en primer lugar, porque el pasado de sus padres no les despierta nostalgia.
“Si mirás 30 años para atrás —con la excepción de la crisis de 2002, que es un accidente muy grave— claramente Uruguay ha tenido un desempeño positivo. Las personas que tienen menos de 40 años no sienten eso que sentíamos algunos de nosotros, que cuando éramos jóvenes supimos que nuestros padres habían vivido un pasado glorioso, y que ahora ya no lo tenemos. Los jóvenes sienten que lo que están viviendo ahora, o en los últimos años, es próspero”, sostiene el economista, socio de CPA Ferrere.
Y como buen uruguayo, grafica con una imagen futbolera: todos nosotros tenemos una o dos generaciones de familiares que no hablan de Maracaná, pero un muchacho de 18 o 19 años no extraña aquellas épocas, porque creció viendo a una Celeste competitiva, que clasifica siempre a los mundiales y le da pelea a cualquiera. No vieron el Uruguay de Luis Cubilla divorciado de Casal y los “repatriados”, las ausencias en el 94, el 98, el efímero pasaje en el 2002 y el nuevo faltazo en 2006.
“Lo mismo pasa en economía: los que tienen menos de 40 son ciudadanos más globales, encuentran otras realidades que son más atractivas que Uruguay, pero no tienen la sensación de una lápida sobre sus espaldas, aquello de que el país de sus padres era mucho mejor. Y nosotros sí lo sentíamos. Yo escribí un libro que se llama El declive, donde mi principal motivación era entender qué le había pasado a Uruguay, un país que tenía una renta per cápita similar a la Bélgica o Nueva Zelanda a principios del siglo XX, y se convirtió en un país con una renta de la tercera parte de esos países”, explica.
—¿Pero extrañamos otra época en materia económica o no?
—Yo creo que no. En promedio, ni la clase política, ni los economistas, ni la opinión pública, tienen la sensación de extrañar una época porque las personas que vivieron esa etapa dorada ya no están vivas. Creo que más bien tenemos desafíos hacia adelante.
Es más, dice Oddone que las políticas económicas del país en la supuesta bonanza de los años 50 eran “bastante desorientadas respecto a lo que el país precisaba”. Y desde la recuperación democrática de 1985 para acá, hay una política económica “homogénea”, que si bien tiene muchas cosas por resolver, ha hecho que el país creciera.
Solo un dato: Uruguay tiene un PBI per cápita mayor —mucho mayor— que el de Argentina, que tiene una economía estancada desde 2011, y mayor que el de Brasil, con una economía “virtualmente estancada” desde 2014. Uruguay, excepto algún año de desaceleración, no ha parado de crecer.
“No me gustaría volver a los 60 o los 70 en términos económicos. Si miro esa época es como imaginarme en Argentina. La Argentina está ensayando experimentos económicos como los que Uruguay desplegaba en esos años, que condujeron a una economía muy débil, muy frágil, en los 60. Vemos acá al lado tipos de cambio múltiples, subsidios cruzados que nadie sabe muy bien a quién van, faltante de reservas, crisis bancarias recurrentes”, enumera.
Las crisis del 82 y la de 2002 fueron dos episodios puntuales, con elementos dramáticas y consecuencias muy negativas para la población, pero que duraron períodos cortos de tiempo. “Uruguay ya en 2003 se estaba recuperando y en 2005 estaba en franco proceso de expansión. Y si bien la crisis de 1982 tuvo consecuencias más largas y una recuperación más lenta, favoreció la recuperación de la democracia”, observa.
Y si nos vamos a las últimas dos décadas —cambio de signo de gobierno incluido—, Oddone es conteste en que esta coalición gobernante y la anterior, de izquierda, tienen énfasis distintos, ideas diferentes respecto a, por ejemplo, cómo concebir las políticas sociales o la asignación de recursos, o incluso respecto a qué rol darle al Estado y cuánto de importancia al mercado. Pero en materia económica son más las similitudes que las diferencias, porque se ha continuado una misma política macroeconómica.
“En la estabilidad fiscal, en la apertura económica, en el cumplimiento de los compromisos con el sector privado u organismos internacionales, hay una línea de continuidad, más allá de énfasis o prioridades de cada uno. Eso lo hace predecible y confiable. Uruguay se destaca en la región, y es algo que no podíamos decir hace 40 o 50 años atrás”, observa el economista.
Más bar y menos VAR
Alberto Kesman dice que no lo tiene que pensar. Lo tiene clarísimo: extraña las épocas gloriosas del fútbol uruguayo, las de fines de los 80 con Peñarol campeón de la Copa Libertadores de América y Nacional campeón de América y del Mundo, que extraña la Celeste que ganó el Mundialito del 80, que ganó las Copas Américas del 87 y el 95 en casa. “Y en todo caso la última fue hace 11 años, en 2011, así que también se puede hablar de nostalgia”, acota.
Pero más allá de copas, añora un fútbol “menos estresado”, con jugadores mejor predispuestos al diálogo con la prensa y con la afición, cuando los portones de los lugares de entrenamiento estaban abiertos de par en par. “Antes no había tanto drama en el jugador. Ahora están los misterios, los secretos, costumbres (estas) que no son uruguayas, que vienen de afuera. Antes los jugadores lograron mucho más, cuando las cosas se daban diferente”, dice.
Antes, opina el Mariscal, se jugaba un fútbol más romántico, más disfrutable. “Hoy la gente está pensando que si pierde es por el juez y si gana es porque pusieron huevo. En aquella época se ganaba porque se ganaba. Tenías coraje, tenías huevo, pero tenías condiciones futbolísticas. Si bien no había tantas transferencias de futbolistas, surgían figuras como siguen surgiendo ahora. Pero hoy el jugador está encerrado, estresado”.
Ese “encierro” de los jugadores es, a su juicio, lo que vino a empeorar el balompié criollo. Hoy al futbolista le dicen qué día puede hablar y qué día no, qué día debe hablar en conferencia de prensa y qué días no debe atender a nadie. Eso a Kesman lo solivianta. “Uruguay es un país de tres millones de personas, que tiene que mantener sus tradiciones. Y la tradición de Uruguay no es tener ese tipo de estrés”.
El relator de 970 Universal y periodista de Telemundo no cree en ese discurso de bar de que “antes se jugaba por amor a la camiseta” o que antes un jugador de un grande ni loco aceptaría pasarse al tradicional rival. Cubilla fue multicampeón con los dos grandes, Ildo Maneiro pasó de ganar todo con Nacional a ponerse la de Peñarol y Pablo Forlán al revés. Y por más que ahora cobren suculentos salarios con varios ceros, cuando entran a la cancha, los jugadores juegan por los colores, dice.
La cosa no pasa por ahí. Pasa por el encierro, insiste. “Los desarma, los cohíbe. Antes los futbolistas hablaban con todos… Hoy no, hoy los encierran. ¡El jugador tiene que relacionarse con la gente! Hoy les dicen qué día pueden hablar, y es una limitante que los perjudica, les quita confianza”, sentencia.
Estrictamente en la cancha, Kesman (72) cree que hoy el futbolista uruguayo está más pendiente de simular una falta en el área para que le cobren penal que de jugar al fútbol, de demorar el reinicio del juego en vez de darle dinamismo, y es por eso que la selección está plagada de futbolistas que juegan en el exterior: los que no se zambullen ante un simple roce, los que están acostumbrados a jugar a otra velocidad.
Y qué decir del VAR (Video Assistant Referee). Para Alberto Kesman, es “una exageración”. De acuerdo, puede servir para enmendar algunos errores humanos, pero ciertamente le quitan la picardía al deporte más popular del mundo. “El VAR serviría para algunas cosas, si se limitan, pero el que jugó al fútbol sabe que no podés cobrar un offside por medio brazo o el dedo de un pie”, ejemplifica. “Han hecho del fútbol un juego de playstation, y no es así, porque al fútbol lo juegan personas. Y la astucia de sacar una pequeña ventaja está bien. Cuando un jugador de adelanta notoriamente, sacando provecho de eso, ahí sí. Pero se exagera”, afirma.
La carne y el plástico
Raúl Castro (72) no comparte la añeja frase hecha que dice que “carnavales eran los de antes”. Él piensa que el que viene será siempre mejor. Será —espera— más popular, más extendido, más irónico. Pero luego de esa aclaración optimista, saca su extensa lista de nostalgias.
Tintabrava extraña la cantina del Club Tabaré, cuando la cancha era abierta. Ahora hay un gimnasio ahí, “muy bonito”, pero ya no es lo mismo, porque faltan “los espíritus del club”, que estuvieron presentes cuando él sacó Brindis por Pierrot en el 86, cuando salía de ahí con Falta y Resto. “¡Cómo no voy a tener nostalgia, si en esa época yo también jugaba al básquet en Tabaré!”.
También echa de menos la larga lista de tablados que había, con circuitos predeterminados: si iban a cantar al Cerro, ya hacían La Teja, Belvedere, Paso Molino y Nuevo París, y seguro sumaban ocho tablados, uno al lado del otro. Hoy una murga es capaz de atravesar todo el mapa de Montevideo con tal de hacer un tablado más, se lamenta.
La pintura con la que se pintaban la cara no era tan buena, pero eso permitía que hasta los niños se pintaran el rostro. Hoy cuesta quitarse el maquillaje.
“¡Salir en camión! Cuando yo salí por primera vez, salí en camión, con las patas colgando y tocando el bombo. Hoy sería imposible, pero era maravilloso verle la cara a la gente cuando pasábamos tocando marcha camión, con el bombo, el redoblante y los platillos. Hoy ya no se puede por una reglamentación, y porque las murgas van en bañadera, ¿viste? Es incómodo salir en camión para los artistas del carnaval de ahora. Pero tenía un romanticismo bárbaro”, se sincera.
Y la lista sigue: el corso sin vallas por 18 de Julio en el desfile inaugural, los desfiles de los barrios, y el carnaval sin glamour alguno. “Antes el carnaval no tenía glamour, no lo pasaban por televisión”, dice, y queda claro que lo extraña.
El veterano director de la Falta cree que la competencia del concurso choca de bruces con la esencia de la fiesta de Momo. “La esencia es que cada uno haga lo que quiera durante el tiempo que te toca, que es para burlarse de los amos. Y no importa tanto la calidad con que lo hagas, sino la profundidad y el ingenio con que lo hagas”, opina (y de esto sabe).
“La murga, el espectáculo carnavalero posta, tiene que armarse y desarmarse en cinco minutos. Tiene que funcionar de particular, en la esquina de un barrio y sin amplificación. Si así hacés reír, si así hacés emocionar, ya está. Lo demás está bárbaro, pero es decorado. La carne es lo que cantan, cómo lo cantan y con la intención con que lo cantan, la inteligencia con que está escrita la letra. Esa es la carne del carnaval”, asegura.
Todo eso está hoy disimulado por el profesionalismo que exige la competencia y la televisación. “Porque vos le ponés cinco cambios de ropa a un conjunto, y capaz que lo que está cantando no está bueno. Atrás viene otro conjunto, capaz que están vestidos con bolsas de arpillera y cantan tremendo cuplé, pero como no tienen cinco cambios de vestuario no pasan ni a la Liguilla. Entonces hoy la competencia se contrapone con la esencia. De eso también tengo nostalgia”, añade.
Para Castro, el concurso en el Teatro de Verano se asemeja a la fiesta de fin de año en la escuela, donde cada niño y cada clase tienen que lucirse. Pero el verdadero carnaval, cree, está en los tablados, cuando un viejo que los relojea desde la otra punta del mostrador le guiña un ojo y le da su aval: “Está bien la murga, Flaco”. “¡Ese es el premio de un carnavalero! Lo demás está bien, pero es plástico… porque las copas se oxidan y los trofeos se enmohecen. No hay vuelta”.
Todo guionado
Al igual que Raúl Castro y Gerardo Caetano, Cristina Morán (92) dice que ella no es nostálgica “para nada”. “Porque nostalgia es recordar con dolor. Mis recuerdos, trato que sean alegres, lo más positivo posibles”, comenta en el living de su casa de Parque Batlle.
En ese living, de paredes amarillas, hay portarretratos de Cristina con su hija Carmen y con sus nietos, una réplica de la baldosa con el sol que está en la peatonal Sarandí que la distingue como ciudadana ilustre de Montevideo, un cuadro enmarcando sus ojos jóvenes, una tapa de revista donde está caricaturizada y otra caricatura a colores de sus años mozos firmada por Arotxa. Sobre un aparador hay petates ornamentales varios, pero se distingue un Florencio a mejor actriz.
Pero aunque no se define nostálgica, extraña otros tiempos. “¿Qué añoro de la tele de antes? Las ganas, la pasión, la dedicación que le poníamos. Estábamos entregados a nuestro trabajo: había que hacerlo y no importaba la hora. Cuando se encontró la Cárcel del Pueblo, me llamó Omar de Feo, director del noticiero de canal 10, a las 6 de la mañana, y me dijo: ‘Cristina, aparecieron los secuestrados. La preciso’. ‘Bueno, espéreme que salgo para ahí’, le dije. Mi hija estaba con fiebre. La envolví en una frazada, la puse en el auto y salí para el canal. Se quedó en el canal, cuidada por mis compañeros, mientras yo me fui a la Cárcel del Pueblo. Eran otros tiempos…”.
La televisión de hoy no la entusiasman para nada. Cristina Morán, alguna vez apodada “La Señora Televisión”, siente que la programación actual perdió autenticidad, y que hoy todo está guionado. “Yo siento que todo está libretado: los diálogos, los chistes, las preguntas, ¡las respuestas! En los concursos de cocina esperan el puntaje de uno, para que luego hable otro y lo cuestione. ¡Todo guionado! No hay creatividad, no hay improvisación, no se le permite al comunicador que use sus palabras”.
Ella, que empezó a hacer teatro y TV en la década del 50 (la de las vacas gordas y Maracaná), rememora que hacía radioteatro y cuando les iba bien, de inmediato se transformaban en obras de teatro. “Si alguien se animara a reponerlos, tendrían audiencia, porque hay horarios fértiles para hacerlos”. Lo mismo opina de las fonoplateas: si el producto es bueno, seguro les irá bien.
La radio, antes, tenía una magia que permitía el vuelo de la imaginación de los escuchas. Hoy ya conocen la cara de los comunicadores de radio… porque son mismos que están en TV.
“¡Y los cines! El cine Censa tenía 2000 butacas, no 200 o 500, ¡2000! El Ambassador, el Trocadero, donde ahora hay una tienda de ropa y antes estaban los evangélicos. Hoy el Centro no existe… hay muchos locales vacíos, las galerías están vacías porque las mataron los shoppings. Pienso que en el Centro falta gente que pelee por darle vida a las galerías, y las hagan atractivas como los shoppings”, propone.
Sin redes ni grietas
Los cinco consultados coincidieron en señalar que el Uruguay de hace algunas décadas era más respetuoso y tolerante que el actual. “Al pasado hay que interpelarlo mucho, porque si no, es invencible. Hay como una cosa de que todo tiempo pasado fue mejor. Cuando uno envejece —y este es un país envejecido—, el pasado parece que siempre fue mejor”, relativiza Gerardo Caetano. Él, como historiador, sugiere no caer en el “facilismo” de romantizar el pasado.
“¡A Cristina Morán hay que hacerle un monumento!”, exclama. “Iban sin ningún libreto, era improvisación pura. No estoy haciendo el elogio de la improvisación, más bien estoy haciendo un elogio de una sociedad complicada, pero que tenía humor y ese humor fluía. Hoy el humor es reírse de los agravios, de las confrontaciones, del espectáculo del ataque, de la guerra. Yo no creo en esa política”, sentencia.
Caetano cree que hoy, a nivel mundial, predominan “sociedades de enojados”, donde tienen su auge los anti-establishment que desafían el statu quo grafiteando muros.
Él recuerda cuando Zelmar Michelini, con su vozarrón, esgrimía discursos incendiarios, en interpelaciones que solían terminar con la caída de algún ministro, pero luego, se acercaba y le ofrendaba caramelos al interpelado. O la sociedad hiperintegrada con familias como la de D’Elía, con José al frente de la CNT y su hermano Héctor presidente de una asociación de bancos.
Caetano dice que no tiene sentido negarlo: en Uruguay hay grieta. “Hay gente, en todos los partidos, que construye deliberadamente la política en función de la polarización. Que miente, que agravia, que no le interesa argumentar”.
Gabriel Oddone también anhela volver a vivir en una sociedad más integrada. “Cuando yo jugaba al fútbol en la Liga Universitaria recorría toda la ciudad, iba a jugar a cualquier cancha. Tengo la sensación de que mis hijas, cuando van a hacer deporte, solo conocen una parte de Montevideo. Y hay una parte que no la conocen. Eso supone que la sociedad se fragmentó y que hoy se vive en círculos concéntricos en términos geográficos”, comenta.
Es una suerte de “disgregación urbana”, dice, que dificulta la convivencia entre los uruguayos de distintas clases sociales.
Por eso, entiende Oddone, es necesario aplicar políticas públicas para acortar la brecha entre los orientales: fortalecer el transporte público, la enseñanza, el sistema nacional de salud, para recuperar la integración social que tenía el país en los 40, los 50 y los tempranos 60.
La rambla montevideana es un buen ejemplo de que otrora se hicieron las cosas bien: una normativa impidió que haya construcciones sobre la línea costera, y eso hizo que las playas uruguayas sean todas públicas. “Si vas al Pacífico, a Centroamérica, vas a ver construcciones que avanzan sobre el mismo mar, haciendo que el acceso a la playa no sea público. Eso fue visto claramente por nuestros gobernantes hace muchísimos años y genera una matriz de convivencia que todos disfrutamos y nos hace ejemplos de Latinoamérica”, sostiene.
Kesman se pone nostálgico: “Éramos respetuosos, amables, educados, ¡éramos hinchas de nuestro fútbol! Hoy parece que el fútbol fuera una guerra. Si una persona es hincha de un equipo odia al del tradicional rival, es su enemigo, cuando en la propia familia hay hinchas del otro cuadro”.
Si acaso la mejor ilustración de cómo han cambiado los tiempos y se han crispado los ánimos es recordar que hasta la década del 90, la Ámsterdam y la Colombes eran tribunas compartidas por hinchas de los dos grandes, algo hoy impensable.
Raúl Castro dice que cuando él comenzó a salir, había murgas de derecha, coloradas. Cuando ganó las elecciones Óscar Gestido, Asaltantes con Patente cantaba: “General, hay que apretarle la tuerca, mándelos a cargar la caña hueca, rápelos a esos barbudos, que un héroe macho y puro desde el cielo va a aplaudir”. “Eso, de izquierda, no es”, acota.
Hoy todo se “partidizó” más, cree él. Y le llama la atención la sorpresa de algunos por la supremacía de murgas identificadas con la izquierda. “Yo les digo: muchachos, tienen un espacio precioso en el carnaval. ¡Hagan una murga que le dé pa’ adelante al gobierno de Lacalle! Se podría llamar ‘La Gran Coalición’. Hasta el título les doy”, ironiza.
Cristina Morán, quizás, sea quien mejor resume lo que los consultados dijeron en algún momento de cada charla. Ella extraña el Uruguay sin redes sociales en el que se crio, dice, donde iban al Sorocabana o al Café Brasilero y discutían de fútbol o de política, pero terminaban todos a las risas.
“Extraño una mejor convivencia entre los uruguayos”, concluye.