Nota publicada originalmente en diciembre de 2020
La vida en Murcia, una zona de España históricamente pobre, era muy dura en los tiempos franquistas. Aún así, Andrés Martínez del Águila y su esposa, Antonia Pérez, se las arreglaban para sustentar un hogar con nada menos que diez hijos.
Andrés trabajaba como albañil con la ayuda de su hijo mayor, José Antonio, de 16 años. El segundo de los vástagos, Manuel, de 14, estaba empleado como chapista.
La tercera en la lista era Piedad, quien con 12 años cuidaba de sus hermanos pequeños y realizaba las labores de la casa. En los ratos libres colaboraba también con la economía familiar, puliendo piezas de motocicletas. Jesús, de 10, Cristina, de 8, y Manuela, de 6, también ayudaban lijando. Los cuatro más pequeños, dada su corta edad, no tenían labores asignadas. La madre, Antonia Pérez Díaz, se dedicaba a la cocina y realizaba trabajos en la calle.
Según informara el periódico local La Opinión, la numerosa familia residía en una vivienda humilde ubicada en la zona de Carril de la Farola de la capital murciana.
La tragedia golpeó a la familia el 4 de diciembre de 1965, cuando la pequeña María del Carmen Martínez, de once meses, dejó de respirar. Como la bebé no había mostrado signos de una enfermedad preexistente, el médico declaró que había sucumbido a una meningitis. No era la primera muerte en la familia, que cinco años antes había perdido a un bebé de dos meses.
Piedad durante su breve estadía en el Hospital Provincial de Murcia
Conmovida y en profundo luto, la familia enterró al niño. Antonia imaginó que ese sería el mayor dolor que sentiría en toda su vida. Pero la pesadilla no había hecho más que comenzar.
Apenas cinco días después, el pequeño Mariano, de dos años, murió en circunstancias que seguían siendo un misterio para los médicos. Y el día 14, cinco días justos después de Mariano, dejaba de existir la pequeña Fuensanta, de 4 años, que había pasado a ser la menor de la familia.
Tres muertes en tan corto lapso no parecían casuales. Los vecinos se inquietaron al pensar que tal vez la familia tuviera una enfermedad contagiosa de cinco días de incubación o un extraño virus. Pronto comenzaron a circular rumores de toda clase y el ruido llegó a las autoridades.
La familia entera fue ingresada en el Hospital Provincial de Murcia. Inicialmente se pensó en alguna extraña afección o una intolerancia alimenticia. Todos los miembros de la familia fueron sometidos a diversas pruebas. No se les encontró nada anómalo y fueron dados de alta para que pasaran la navidad en su hogar. El día 4 de enero de 1966 fallecía el cuarto hermano, Andrés, de 5 años. Todos los decesos se produjeron en orden ascendente de edad, y en niños que, hasta su repentina muerte, gozaban de excelente salud.
Fue entonces que comenzó a manejarse una hipótesis criminal. Según recuerda el medio El Español, las vísceras de Andrés y Fuensanta fueron enviadas a Madrid para su análisis en el Instituto Nacional de la Salud, donde no se detectó la presencia de ningún virus. Las remitieron después al Instituto de Toxicología. Posteriormente los cuerpos de los cuatro pequeños fueron exhumados. Tras su examen forense, el dictamen no dejaba dudas: todos habían sido envenenados.
Con uno de sus hermanitos
Se buscaba un tóxico letal como causa de tantas muertes. En los cuerpos de los infortunados niños había huellas de DDT (dicloro difenil triclor) y de cianuro potásico. En la Universidad de Murcia sacrificaron 21 animales (conejos de indias y algunos perros), para determinar el poder mortífero de la mezcla. Se desconocía si las víctimas lo habían ingerido accidentalmente en algún alimento o les había sido suministrado exprofeso.
La investigación se centró primero en los padres. Antonia -la madre-, de 36 años, uno menos que su marido, se encontraba embarazada de siete meses, por lo que se la mantuvo retenida en la sala de maternidad del Hospital Provincial San Juan de Dios. Al esposo le hicieron una evaluación de estado mental. Sin embargo, pronto las miradas comenzaron a dirigirse a la pequeña Piedad: era ella quien se ocupaba de cuidar de sus hermanos y quien les daba la comida.
El investigador y escritor murciano Francisco Pérez Abellán cubrió en aquel tiempo el caso y escribió lo siguiente "De pronto los niños empezaron a morir, siempre del menor al mayor, uno tras otro. Era la tragedia de los Martínez del Águila. Internaron a todos, los mantuvieron en cuarentena, pero siguieron muriendo".
"Al final, un policía listo descubrió lo que pasaba: la niña pequeña conocía la existencia de unas bolas de veneno que se utilizaban para dar lustre a las piezas plateadas de las motos, un veneno mortal. Dicen que el poli se llevó a la niña a tomar un café, y empezaron a jugar como si el poli quisiera echarle a la pequeña la bola de arsénico en la leche, pero ella puso mala cara y dijo que era veneno", narraba el reportero.
Portada del semanario El Caso
una vez descubierta, la niña detalló su modus operandi: hacía unas bolas con el producto que usaba para limpiar las motos, al que le añadía raticida. Luego, soltaba la mezcla en la leche de sus víctimas.
En su declaración, la niña dijo que los tres primeros asesinatos los había cometido por orden de su madre, y el último "por propio impulso". La investigación finalmente exculpó a la progenitora, que dio a luz a su nuevo hijo mientras permanecía detenida en el ya mencionado hospital.
El motivo de los crímenes habría sido la intención de quitarse de encima la tarea de cuidar de sus hermanos. Dado que era la mayor que permanecía en casa cuando los padres y los hermanos machaban al trabajo, comenzó a envenenar a los pequeños porque eran los que más tiempo le ocupaban. Quería librarse de todos para estar libre y salir a jugar con sus amigas.
Los médicos la consideraron una niña normal, pero que padecía una psicopatía. Totalmente responsable de sus actos, actuaba con malicia premeditada, se dictaminó.
En el caso de Piedad, su patología mental se combinaría con el denominado "síndrome del cuidador quemado", que afecta en ocasiones a personas que se encargan de cuidar por largo tiempo a personas dependientes, y acaban desgastadas y estresadas por la responsabilidad y el esfuerzo.
Tras la resolución judicial del caso, y resultando imposible enviar a prisión a una niña de su edad, Piedad fue ingresada en el convento de las Oblatas, que acogía a "niñas descarriadas o en situación de riesgo".
Ilustración del semanario El Caso
De acuerdo con el informe de El español, durante el internamiento se mostraba dulce, alegre y con muchas ganas de ser una niña y disfrutar jugando. Le gustaba hacer calceta y estaba casi todo el día con un costurero en la mano. Su ilusión era irse a vivir con su tía Loli, que no tenía hijos.
Luego de esa etapa, el rastro de Piedad se pierde. Versiones extraoficiales señalan que habría tomado los hábitos religiosos. Otros, sin embargo, estiman que salió en libertad años después de los crímenes y comenzó una nueva vida.
En caso de estar viva, tendría actualmente 67 años.
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