Corre Martínez, corre.
Son las 7 de la mañana en Atenas y el día es soleado, hermoso. Arrancó fuerte, nada de empezar trotando como los tibios. El Partenón, que vio minutos antes de salir, lucía majestuoso. “El entorno es divino, se ve el mar, todo pipí cucú”, dijo Fernando Martínez, un hombre maduro de 48 años, un par de semanas después, en su cómodo sofá de Pocitos. Pero cuando todo era “espectacular” el sábado 30 de setiembre y la vista de la capital griega era asombrosa, no se puso a pensar que le quedaban 246 kilómetros por delante, y que recién llegaría al otro día a los pies del rey Leónidas en Esparta.
No corría ni el bondi hace 26 años. Era un pibe de 22 que había llegado de Durazno a trabajar en la capital. Consiguió empleo como carnicero en Tienda Inglesa y poco después, era el encargado de la carnicería.
Ya estaba casado Fernando Martínez. Se casó con 20 años, y pronto él y su esposa tuvieron un hijo, Facundo. Tenía 24 cuando dejó el supermercado para poner su propia carnicería (carnicería Facundo), en la Curva de Maroñas. “No tenía plata, pedí un préstamo y con 12.000 dólares compré las máquinas. Pero me agarró la crisis de 2002 y no le pude pagar a nadie. Era un desastre total. Pero firmé algunos convenios y fui pagando de a poco, financié todas las deudas a cinco años. Me quedé sin empleados, y fui pagando a de poquito”, dijo.
Se consideraba un tipo exitoso. “¡Tenía mi propia carnicería!”, recuerda con orgullo. Y con eso podía darle de comer a su esposa e hijo de 6 años.
Con eso ya estaba hecho, dice. No soñaba con estudiar, mucho menos con correr.
Fumaba una cajilla de 20 cigarrillos por día. Y así todos los santos días (menos en las mañanas, nunca le gustó fumar de mañana) hasta los 42, cuando le dio un infarto y casi se muere.
El infarto que le cambiaría la vida para siempre. Y para bien.
La cosa empezó a cambiar cuando se separó de su esposa, y empezó a pensar que lo único que tenía era “ser carnicero”. Allí se planteó terminar el liceo, con 31 años, para así poder cursar estudios universitarios. Pensó en Ingeniería de Sistemas, porque le gustaba “todo lo que tiene que ver con la computación, hacer páginas web, todo eso”. Entonces, lo hizo: se inscribió en el Dámaso en 2013, aprobó dos materias de 4° que le quedaban, hizo todo 5° y 6°. Entonces, fue bachiller —quién lo diría, el carnicero que había crecido en un asentamiento duraznense, era dueño de su propio negocio y ahora bachiller— y entonces apeló a una beca en Universidad ORT para estudiar Ingeniería en Telecomunicaciones. Era 2014 tenía 39 años. Le dieron una beca del 40% y comenzó a estudiar. “La idea era dejar la carnicería por el estudio, pero al final le terminé comprando la parte de la carnicería que tenía mi esposa, y me quedé yo con la carnicería, sin tener que dejar los estudios”, contó.
Tenía 40 el carnicero, tenía un hijo adolescente, una exmujer y pronto, también tendría un infarto y como consecuencia, un stent en el cuerpo.
Mientras corre por Grecia, Martínez piensa. Piensa que el camión de los rezagados a él no lo va a levantar, que no abandonará en ninguno de los 75 checkpoints que tiene la mítica carrera Spartathlon, que no se esforzó tanto y superó dos infartos (uno y medio, a decir verdad) y corrió 50 kilómetros por día entrenando para abandonar como un pusilánime. Podrá llegar más temprano o un poco más tarde, pero nada de decir “no puedo más, no puedo más y aquí me quedo”, como dice la canción. A lo sumo podría bajar algo la velocidad para tomar agua u orinar a un costado del camino.
El primer infarto fue en 2017, cuando tenía 42 años. “Empecé a sentir como una acidez fuerte… Estaba en el Beto Carrero, en Brasil, y sentía que algo me quemaba por dentro. Lo que menos pensaba era que estaba sufriendo un infarto. Y yo arriba de una montaña rusa enorme. ¡No me pelé de asco!”.
Volvió a Montevideo y lo primero que hizo fue ir a consultar al Casmu, su mutualista. “Me hicieron estudios y me dijeron que un coágulo me molestaba, que no pasaba sangre. Después se destapa cuando no pasa sangre y ahí la persona no muere. Me hicieron una prueba de troponina, algo que despide el corazón cuando está sufriendo, es como unas enzimas. Tenía una vena, la del infarto, 99% tapada y la otra como un 90% tapada. Por eso me pusieron un stent”. Un stent es una malla extensible que se utiliza para abrir arterias y venas, que han sido previamente tapadas u obstruidas.
Un mes después, le hicieron una angioplastia, y le colocaron otro stent en otra arteria del corazón tapada.
El cardiólogo Alejandro Crocker le habló claramente. Le explicó que los humanos tenemos tres arterias, una del lado derecho y dos del costado izquierdo. “A vos te dio en el derecho. Donde la arteria coronaria se hubiese obstruido totalmente, no sobrevivías, ya que no te iba a llegar oxígeno al corazón. Pero te salvaste, así que festejá un nuevo cumpleaños. Sos un afortunado, ahora depende de vos”, le dijo.
Y trascartón, Crocker lo aconsejó, con una advertencia: “Si vos seguís con tu estilo de vida actual, en dos años estás acá de nuevo y te pongo otro stent y en cinco años te pelás. Dejá de fumar y empezá a hacer ejercicio. No te pido más”, le dijo.
El cardiólogo se enteraría por los portales digitales que su paciente, seis años después, sería el tercer ultramaratonista en el mundo, metería podio en la Spartathlon griega tras correr un día entero. Sí: un día entero.
Cuando escuchó ese consejo, Fernando Martínez pesaba casi 90 kilos. Hoy pesa 66.
Hizo caso Martínez: primero, dejó el cigarrillo. Después, empezó a trotar por la rambla. Y le gustó. Siguió corriendo, y ahí se apasionó. “Se me volvió adicción salir a correr. Me empecé a copar y vi que mejoraba mi salud. Ví que había algo ahí…”
Había algo “ahí” sí: había una nueva forma de vida.
Martínez se salteó la 5K. En 2017 empezó por una 10K, la carrera San Felipe y Santiago, de Montevideo. “No sé cuánto tiempo puse, pero yo estaba feliz por haber corrido esa carrera. Yo no sabía nada del mundo running, y me sentí parte de algo. Ahí dije: ‘Esto es lo mío’”.
Después corrió la San Fernando de Maldonado. Después, convenció a compañeros de facultad de que corrieran junto a él. Y varios se sumaron.
“Mi primer desafío fue mejorar mis marcas, lo que me estimulaba era la competencia. Al principio, yo competía contra mí mismo, después le quería ganar a mis compañeros de facultad que tenían 23 o 24 años, cuando yo tenía 43”, dice apoltronado en el sofá.
Corre Martínez, corre.
Entrenó cinco meses para correr la 10K de la montevideana San Felipe y Santiago, y “era la persona más feliz del mundo”. “El running me cambió por completo. Era llegar a la meta y quería que me sacaran fotos y subirlas a las redes. Me hacía feliz sentirme parte de una comunidad sana, y que yo estaba cambiando las cosas. Terminaba y al otro día quería volver a entrenar, para seguir mejorando”, recuerda.
-Pero en la San Felipe y Santiago no habías ganado nada…
-Había ganado vida. Sentía que tenía salud, no sólo física, si no también salud mental.
A Fernando Martínez le gusta salir a correr escuchando música. Incluso cuando compite. Suele elegir música brasileña, por su ritmo. Pero a veces también elige folclore uruguayo o canto popular. Ha competido escuchando Los Olimareños, dice. “No por el ritmo, claro. La música es una compañera”, agrega, como si hablara del mate. A veces corre escuchando algún podcast.
-Evidentemente, eras bueno en resistencia, porque te convertiste en ultramaratonista. ¿Qué hay que tener para correr tanto tiempo sin parar?
-Primero, pasión. Si no tenés pasión por esto, no podés correr tanto tiempo, tantas horas. Lo difícil no es correr un día entero, es entrenar para correr un día entero. El tiempo es una excusa, porque si vos le dedicás un 5% de tu día al deporte, ya lo tenés dominado. Lo que tenés que tener es pasión para hacer eso.
Y él, que se convirtió en maratonista porque le dijeron “hacé ejercicio”, luego pasó a ser ultramaratonista “por casualidad”, dice.
Él se había preparado para competir en un torneo de la Agrupación de Atletas del Uruguay que era una 5K. Era 2020 y cuando estaba por celebrarse la carrera, llegó la pandemia que paralizó al mundo y la competición se pospuso. Él siguió entrenando, continuó corriendo, y entonces, terminó anotándose en una ultramaratón.
“Yo andaba volando”, dice hoy. En la pista de atletismo Darwin Piñeyrúa había carreras de seis, 12 y 24 horas. “Cualquier persona elegiría correr primero la de seis. Pero yo no me anoté en las de 12 horas. ¿Por qué? Porque la de seis horas arrancaba a las 5 de la mañana y terminaba a las 11. Ahí me dijeron que se podía caminar. Me dijeron: ‘Tenés que estar seis, 12 o 24 horas en la pista, y podés caminar, trotar o correr. El que haga más vueltas a la pista en esas horas, gana’. También se puede parar. Lo único que no podés hacer es salir de la pista. Incluso, tus familiares te pueden acercar alimentos, para comer algo mientras trotás o corrés”, informa él.
Estuvo 12 horas, hizo 122 kilómetros y fue una de las mejores marcas del momento. Salió segundo en la competencia, detrás de quien ostentaba el récord nacional.
Fernando Martínez, un perfecto desconocido que trabajaba de carnicero en Maroñas, llamó la atención de todos los que estaban metidos en el metier del atletismo. Tanto así que se le acercó el seleccionador de atletismo de Uruguay, Tysson Piñeiro, y le dijo: “Tenés marca como para integrar la selección”. Y así, fue seleccionado.
Y se puso a estudiar: cómo funcionan las células cuando una persona corre, cómo funcionan las mitocondrias, cómo funciona el metabolismo del atleta.
Después de la ultramaratón en Montevideo en la que fue segundo y lo llamaron a correr representando al país, en agosto de 2022, con 46 años, se fue hasta Berlín (Alemania) a correr una 100K, y ahí fue el mejor uruguayo. En noviembre de ese año viajó a San Pablo (Brasil) a correr una continental de 24 horas, y la ganó. Ese día hizo el récord nacional de ultramaratón.
Al volver, se iba corriendo —no es una metáfora— hasta su carnicería, allá se bañaba, se ponía el delantal y cortaba carne.
-Un amigo tuyo me dijo: “Les ganó a los argentinos en Argentina, y les ganó a los brasileños en Brasil”. Si fuera fútbol sería una tremenda proeza. ¿Es igual en atletismo?
-Absolutamente. Decimos que es un Maracanazo. Ganarles a los brasileños en San Pablo, con los atletas que tienen, es una hazaña. Yo me tenía fe porque estaba bien entrenado, pero nunca había corrido una de 24 horas. Hasta ahí, había corrido una de 12, la 100K de Alemania. Llevaba un año y poco de ultramaratonista. Me fue genial, batí el récord nacional por 20 kilómetros, al mejor brasileño le saqué 25. Ahí empezaron a conocerme en el exterior.
Fernando Martínez tuvo un pre-infarto en febrero de este año. Ya era un ultramaratonista connotado en el continente, ya había mudado su estilo de vida por completo y llevaba una vida saludable. Por esos días preparaba una carrera en la pista del Prado —estaba corriendo 900 kilómetros por semana, como parte del entrenamiento— y a falta de una semana del día de la competencia, redujo la carga de la preparación para lograr su mejor forma física, algo que los atletas llaman tapering. “Ahí sentí el mismo dolor en el pecho que en el infarto anterior. Yo pensaba: ‘No puede ser que me esté pasando esto, ¡si yo hice todo bien y cambié mi vida!”. Hoy explica que fue un “pre-infarto”, y que gracias al deporte pudo identificar lo que le estaba sucediendo, y prevenir algo peor.
Esa vez le colocaron dos stents más. “Esto se debió a que uno de los stents anteriores se me había tapado de colesterol y también tenía obstruida otra arteria. ¿Por qué pasó esto? Porque había dejado de tomar el medicamento para el colesterol, ya que pensaba que no lo necesitaba. Pero según me explicó el doctor, es algo genético y tengo que tomar de por vida ese medicamento”.
Corre Martínez, corre como Forrest Gump.
En marzo de este año fue a correr a Argentina y realizó 256 kilómetros en 12 horas. Por supuesto, ganó la ultramaratón. “Batí un récord sudamericano que tenía un brasilero, de allá por el 2005”, dice. Se refiere así a Valmir Nunes, el único sudamericano en hacer podio en la Spartathlon de Grecia, que la ganó en 2001 y fue tercero en 2007. En la carrera de Mar del Plata, Nunes perdió a merced de Fernando Martínez. Según el duraznense, el brasileño vive en Estados Unidos y se dedicaba profesionalmente al atletismo, 24-7 como dicen ahora.
Corre Martínez, el carnicero. Y corre con la camiseta de Peñarol por Grecia.
La cosa fue así: un ultramaratonista contactó al club aurinegro y le propuso armar un plantel de atletas. “Traeme a los mejores”, dijeron en Peñarol, según Martínez. Y allá fueron, por ejemplo, Carla Dadomo y Fernando Martínez. Fue Fernando el que cerró el acuerdo con el club: les darían 125 dólares a cada atleta mirasol por cada primer premio obtenido. Por récord nacional o récord sudamericano también cobrarían algo del club, siempre cuando corran con la camiseta de Peñarol.
“No es mucho, pero algo es algo. Antes no nos daban nada”, dice Fernando.
Él convenció fácilmente a Leonardo Viñas, el presidente de Atletismo del club. Le dijo: “Yo voy a Brasil y no me gana nadie, voy a Argentina y no me ganan. Acá en Uruguay tampoco me gana nadie. Me tenés que ayudar para ir a la Spartathlon. Ayudame y te aseguro que vas a tener la victoria más importante de un atleta uruguayo en su historia”. Y Viñas compró. El club le dio 1.000 dólares para costear el viaje a Europa.
Corre Martínez, por Grecia. Y no es precisamente una calle del Cerro.
Ve, mientras corre, que otros corredores hacen un pequeño parate, orinan rápidamente sobre un costado, y siguen como si nada. Hay mujeres que sin importar que las miren, se hincan y hacen sus necesidades a la vera del camino. Él lo vio, por ejemplo, en la 100K de Berlín. Dirá Fernando que hay una regla tácita entre los corredores: nadie debe detenerse a mirar indiscretamente a un colega. Son asuntos fisiológicos que cada uno no puede soslayar y no es de la incumbencia de sus rivales. Por otra parte, están todos preocupados en seguir corriendo, en no parar.
Sigue corriendo. “Después que pasás el llano, seguís hasta el puente Corinto, hay como un canal. Y lo primero que aparece es una carretera, como si fuera la Interbalnearia. Son 80 kilómetros. Eso está lindísimo, llanito, no pasa nada”, recreó.
El panorama se complica después, al pasar los 110 kilómetros. “Tiene de particular que hay 3.000 metros positivo, esto quiere decir que la suma en kilómetros en subida da 3.000 kilómetros. Y empieza a hacerse cuesta arriba cuando llevás hechos 120 kilómetros de haber corrido…”
A los 150, en tanto, empiezan a subir el monte Partenio, una montaña empinada que, según Martínez, son como tres cerros Pan de Azúcar… pero luego de haber corrido 150 kilómetros.
La ultramaratón se puede resumir así: son 246,5 kilómetros atravesando carreteras, caminos de barro, senderos de rocas y otras piedras, la subida al monte Partenio en horas de la noche y con temperaturas gélidas. Se trata de una carrera que une las ciudades griegas de Atenas y Esparta, y recrea la leyenda de Filípides, un antiguo corredor ateniense que fue enviado a Esparta para pedir auxilio en la guerra greco-persa en el 490 AC (ver película 300 de Zack Snyder, donde aparecen retratados el rey Leónidas, Jerjes I, rey Darío, Dilios y otros), antes de la batalla de Maratón.
Arrancaron 394 atletas el sábado 30 de setiembre, a las 7 de la mañana desde Atenas. Pero algo más de un tercio no llegará a la meta, porque se habrán dado por vencido antes. “Hay algo así como un 30% que cae como moscas… Llegan caminando a un checkpoint, y dicen que no pueden seguir más. Ahí dejan su chip y su número. Y los pasan a buscar en un vehículo”.
Fernando Martínez no será uno de ellos. No se lo perdonaría.
Se habían anotado unas 10.000 personas para correrla. Pero no basta con querer. Para poder participar de un sorteo hay que tener una marca: 170 kilómetros en 24 horas para las mujeres, 180 en las mismas 24 horas para los hombres. Si tenés un 30% más de la marca que se pide como requisito, el deportista gane el derecho de participar sin sorteo. Es el caso de Fernando: está sobrado. Había corrido 230 kilómetros en 24 horas. Él y su compañera Carla Dadomo no precisaron sorteo para correr en Grecia. Precisaron costearse la aventura.
-¿Cómo financiaste tu participación?
-Tenés que vender mucha carne, mucha (bromea).
Trabajó mucho, sí. Además, contó con 1.000 dólares de Peñarol, rifó camisetas que el club le dio para que sorteara y su esposa también lo ayudó con dinero. Así costeó los 5.000 dólares que le costó participar de la mítica ultramaratón (850 sólo de tique para poder participar). Todo sin apelar a un solo auspiciante que le diera algo de dinero.
Martínez sigue corriendo. Ya es de noche y las temperaturas son realmente frías, debajo de los 5 grados. “Yo soy de los más rápidos, estoy entre los primeros, y así y todo no pude llegar de día a Esparta. Media hora antes de llegar, oscurece y tenés que activar una linterna, y vas por caminos sinuosos subiendo una montaña”.
Fernando Martínez, el carnicero que corre, nunca tuvo un entrenador o un coach.
Tampoco lo apoyó nunca una marca, un sponsor.
Todo fue a pulmón, vaya el juego de palabras. “Yo te estudio todo. Me preguntaba: ¿Qué pasa con mi cuerpo cuando corro? ¿Cómo reacciona mi organismo? Y ahí me ponía a leer sobre cómo funcionaba el hígado. No me bastaba con que me lo contara un profesional, yo buscaba leerlo. Buscaba en un tutorial de YouTube: qué pasa con el cuerpo humano cuando la persona corre”.
Y escuchando a nutricionistas, entendió una de las claves de su éxito: el ayuno intermitente, que realiza desde hace cinco años. Empezó a hacerlo para mejorar los resultados de su diabetes y le funcionó. “Yo ceno a las diez de la noche y hasta las 15 horas del otro día no como nada. Lo he hecho hasta por 24 horas, pero dejé, porque por todo lo que corro, tengo que comer dos veces al día para recuperar”, explica.
“Al no comer, vos gastás grasa, en vez de consumir carbohidratos, empezás a gastar grasa y así adelgazás”, dice. Supo, leyendo, que los desayunos intermitentes lo ayudan en la densidad mitocondrial. “Los corredores tenemos un límite: cuando se nos acaba el glucógeno (el azúcar almacenado que tenemos en el cuerpo), empezamos a bajar otro combustible, que es la grasa. Yo siempre utilicé grasa, y eso es una ventaja para mí”, dice. Esa sería, sostiene Martínez, una de las ventajas contra sus competidores en la Spartathlon de Grecia.
El Monte Partenio está en las inmediaciones de Tegea. Según la mitología griega, esta montaña fue el lugar donde fueron abandonados Atalanta y Télefo al nacer. Se decía que, durante las guerras médicas, en este monte se había aparecido el dios Pan al corredor Filípides para anunciar a los atenienses que la lucha les sería favorable y que él iría a ayudarles en la batalla.
“Lo más parecido que tenemos acá es el cerro San Antonio, pero al lado de eso, el San Antonio es una papita para nosotros. Para equipararlo, imaginate subir y bajar el cerro San Antonio 800.000 veces”, exagera Martínez.
“Cuando llegás arriba de la montaña, te abrigás y ves sólo luces rojas, y tenés que ir como en zigzag. Y ahí no podés correr, tenés que caminarla durante un kilómetro y medio, trepando la montaña. Y después que la subiste, tenés que bajarla. Y tiene la misma dificultad, porque tenés que irte frenando para no caerte de pico al piso”.
Fernando Martínez se tomó 23 horas, 32 minutos y 59 segundos en correr la Spartathlon. Y con ese tiempo, se metió en el podio.
Dice que pudo hacer ese tiempo —récord nacional, por supuesto— por su entrenamiento. Tanto en junio como en julio, Fernando hizo 1.000 kilómetros en cada mes, con el promedio de 250 kilómetros por semana. Es decir que la cantidad de kilómetros que él acumulaba a pie en una semana, luego la haría en un día.
“Yo ahora salgo y te hago 50 kilómetros, y estoy cansado, pero es tanta la resistencia que tenemos que no lo siento. Vos capaz que vas a correr una 10K y arrancás corriendo fuerte, pero después te vas quedando. Eso a mí me pasa, pero después de 240 kilómetros. Nosotros hicimos un acumulativo: 250 kilómetros por semana, más la parte positiva, que es entrenar repechos, subidas y bajadas”, dice repantigado en el sofá, quietito, como si estuviera descansando.
Cuando corrió por Montevideo, yendo y viniendo a la carnicería (de Pocitos a Maroñas) para entrar y salir de su negocio, lo hizo escuchando música brasileña o folclore. Por Grecia no podía ir escuchando a Los Olimareños en los auriculares. Está prohibido distraerse con música.
Dice Fernando Martínez que al principio fue todo un disfrute. “Los entrenamientos te sirven para entrenar la cabeza, también. Cómo reaccionar si tenés sed, si estás cansado, si te sentís fatigado o cómo reponerte ante cualquier adversidad. Si vos le das información a tu cabeza, la mente te dice: ‘Tu vida está en riesgo, tenés que parar. ¡Pará!’. Pero con los entrenamientos y entrenando igual fatigado, eso te asimila a lo que vas a sentir cuando vas 200 kilómetros y tu cabeza te dice que pares. Ves que estás acostumbrado a sufrir, entonces decís: ‘Esto ya lo he hecho, así que no pasa nada’. Y seguís corriendo”. He ahí su fórmula.
Estábamos en la noche, cuando atravesó (subió y bajó) el Monte Partenio, caminando. “El frío, el dolor, te duele to-do. Todos sufrimos, no hay ultramaratonista que no sufra. Lo que hacemos con el entrenamiento es estirar el sufrimiento lo más que podemos. El premio tiene que ser muy grande para no caerte”.
Martínez pasó los 200 kilómetros a pie y se pregunta “¿qué hago acá?”. No ve casi nada, le salen perros al cruce, y ahí recuerda la respuesta: está corriendo una carrera mítica, que evoca un hecho histórico que alguna vez le enseñaron en clase, allá en Durazno (¿se lo enseñaron?). Es una carrera “mala”, se corre “en malas condiciones”, explica él: lo dicho de los perros, las espinas que se clavó, los autos que le pasaron por al lado. “Pero yo estaba compitiendo, yo sabía que iba a hacer historia, por lo que estaba haciendo. Quería ese tercer puesto y me estaban pisando los talones. Es un estrés impresionante y te aferrás al dolor”, confiesa.
-¿En qué pensabas? En los últimos 20 o 10 kilómetros, ¿en qué pensabas?
-Me decía: “Fernando, no podés perder con este brasilero. No podés perder ese tercer puesto y el podio. Todo el mundo está pendiente de vos y están siguiéndote en Uruguay”. Y ahí aceleró el ritmo. Dice que si no hubiera tenido a Valdenir Jandosa detrás (llegó cuarto, a 5 minutos de él), quizás hubiera llegado al trotecito, pero él no permitiría que el mejor ultramaratonista actual de Brasil le empañara todo el esfuerzo.
El domingo 1° de octubre, a las 6.33 de la mañana de Grecia, Fernando Martínez llegó a los pies de Leónidas. Fue el segundo latinoamericano en la historia en subirse al podio, el primero había sido el brasileño Valnir Nunes, en 2007.
En un asado con ex compañeros de facultad de Ingeniería, Fernando Martínez les avisó a sus amigos que él no iría a Grecia a competir: iría a ganar la carrera.
Se había fijado un plan para los entrenamientos: correr 1.000 kilómetros por mes a razón de 250 por semana, y 10.000 metros en “positivo”, subiendo y bajando repechos. Ahí vio que sus marcas eran muy buenas. Las comparó con las de sus futuros rivales en la app Strava, donde están las marcas de todos los ultramaratonistas del mundo. Y vio que él podía competirle de igual a igual a los mejores.
“¡Voy a ir a ganarla!”, exclamó en ese asado, y todos le festejaron la bravuconada. No le erró por mucho. De algún modo, Fernando Martínez ganó.
-¿Qué ganaste?
-Nada. Bueno, unos sorbos de agua del río Evrotas, considerado un río sagrado, una ramita de olivos, y dos placas de reconocimiento: una en Esparta y otra en Atenas.
Fernando dice que no es del todo cierto eso de que basta con soñar muy fuerte algo para lograr. “La clave está en ponerse objetivos posibles, que sean desafiantes, pero posibles. Yo jamás lo soñé cuando empecé… pero se fue dando”, dice con un atisbo de timidez, en el hombre (casi cincuentón) que está convencido de sus posibilidades.
Él primero quería mejorar sus propias marcas, luego quería ganarles a sus amigos 20 años menores que él, después quería ser el más rápido de su categoría, a continuación, quiso ser el mejor ultramaratonista del país, y finalmente, quiso meterse en el podio de la famosa Spartathlon europea. Y logró todo lo que se propuso.
Pero para eso se levantó entre las 4 y las 5 AM para correr, corrió hasta la carnicería y de ahí de regreso a su casa, metió 500 kilómetros en 15 días, hizo ayuno intermitente, subió y bajó repechos, atravesó un infarto y un preinfarto, vendió mucha carne, ahorró dinero, y gracias a su pareja Ana, se permitió días libres para compartir con la familia.
Ella lo acompaña a todos lados (a Argentina, a Brasil, a Alemania, a Grecia) y como psicóloga le aguantó la cabeza cada vez que Fernando estuvo a punto de frustrarse y parar, detenerse. No había tiempo para parar.
Fernando Martínez llegó a la meta el domingo 1° de octubre a las 6.33 de la mañana griega. El lunes se volvió a Montevideo, y el martes 3 estaba cortando carne en la carnicería. Es más, ese día, como todos los martes y los jueves, trabajó todo el día, no como los lunes y miércoles, en que su esposa atiende la caja, para que él pueda seguir corriendo.
-“El éxito y el fracaso son dos grandes impostores”, dijo Rudyard Kipliing. ¿Qué es el éxito para vos?
-Cuando yo era sólo carnicero me consideraba exitoso, por el contexto en el cual yo había salido. Allá en Durazno vivía en un cantegril. Tener mi propia carnicería me hacía el tipo más feliz del mundo. “Pah loco, lo que logré”, decía yo. Yo trabajaba en la carnicería de Tienda Inglesa y competía con mis compañeros, a ver quién era el mejor. Es… la superación constante. Si uno está conforme con lo que ha actuado, con las herramientas que tiene en ese momento, ese es el éxito: terminar conforme. Llegar a un momento de tu vida y estar feliz con lo que has hecho”.
Al otro día, Fernando Martínez, envió un Whatsapp con una respuesta algo más elaborada: “Una persona exitosa es aquella que trabaja por alcanzar sus objetivos y no abandona ante la adversidad”.