Es mediodía en la zona de Plaza Irlanda, un barrio residencial de Buenos Aires. En el hogar de la familia Chomnalez, la intensidad de las últimas horas se refleja en unas cuantas tazas de café a medio tomar sobre la mesa y un desorden irrelevante. Decenas de fotos de Lola pululan por las habitaciones, como con vida propia, y recuerdan que allí creció la adolescente argentina asesinada a sus 15 años recién cumplidos, y que hoy sería una joven de 21.
Hace siete años y medio que quienes se sientan a esa mesa esperaban una noticia como esta. Algo parecido a la alegría sienten estos padres, Adriana y Diego, que tal vez cuando menos lo esperaban se enteraron de que la Policía y la Justicia en Uruguay habían encontrado al presunto asesino de su hija.
-La verdad es que estoy muy contento, ¿sabés?- dice un Diego Chomnalez nervioso y algo agitado, en un tono muy distinto al que tres semanas atrás, en Montevideo, se dirigió a los medios para expresar su indignación por la pasmosa investigación judicial en torno al homicidio de Lola. Parece otro hombre.
-Pero va para largo esto, ¿sabés? Tranquilo- irrumpe Adriana Belmonte en su versión más admirable: la voz de la mujer que sobrevivió los dos primeros años sin otra claridad que la certeza de querer morir junto con su pequeña, su única hija, alternada con la sensación de que era todo una broma macabra y que su Lolita seguía viva; la misma mujer que después se armó de valor para estudiar el expediente, imbuirse de los términos judiciales más técnicos, “apersonarse” ante “el caso Lola” y sus actores casi siempre pasajeros, para luego, con esa fuerza que toda madre puede evocar, lograr mover lo que parecía fosilizado.
La noche que la Policía detuvo a Leonardo Sena, el miércoles 18 de este mes, Adriana estaba en un zoom con su contadora, y Diego, en su sesión de terapia. Nadie les había avisado lo que sucedería, pero sí sabían que el juez Juan Manuel Giménez Vera, que en otro momento les había parecido algo desapegado a la causa, se aferraba con inusual hermetismo a una o varias líneas de investigación. Lo sabían por persistentes, no porque se los hubieran comunicado. De todas maneras, no tenían expectativas puestas en eso.
¿Es cierto? Un mensaje de WhatsApp con esa pregunta en el celular de Adriana abrió un abismo. El corresponsal en Rocha de un medio uruguayo, Subrayado, se había enterado de la detención. Enseguida llamó al abogado a cargo de la causa, Juan Raúl Williman, que le confirmó la información. No les habían dicho antes “para no ilusionarlos” después de tantas decepciones. Jorge Barrera, el otro abogado que había trabajado para ellos sobre todo al comienzo, estaba en camino a Rocha y los iría actualizando de las novedades.
Entonces, varias “cosas que sucedieron” les hicieron sentir que esta no sería una falsa alarma más. Diego cuenta una de ellas: un amigo que siete años y medio atrás compuso una canción para Lola –“Vuela alto”, que se encuentra en Youtube-, se había levantado ese día con la idea de escucharla después de mucho tiempo.
Otra señal de la “conexión” que tienen con su hija la contó Adriana en el medio argentino La Nación +. La semana anterior ella había tenido un sueño premonitorio: en él se le aparecía Lola y le señalaba los números 12, 18 y 19. “Yo llamo a Juan y le digo: ¿vos sabés si va a pasar algo el 18 y 19? Decime porque Lola me los mostró en sueños…”. Williman le contestó que el 12 iban a mantener una reunión con la Fiscalía para saber cómo venían avanzando las pruebas de ADN para ubicar a quien había dejado rastros de su sangre en las pertenencias de Lola. “Estás muy conectada”, dice ella que le comentó.
Con la detención de Sena, Williman le dijo a Adriana que tenía erizada la piel: el 18 fue el día que lo arrestaron; el 19, el que lo procesaron. En medio de la conmoción, Barrera bromeó: “Pasame los números de la lotería”.
El caso Yara, inspiración y motor
Cuando Adriana Belmonte empezó a reunir fuerzas para pelear por justicia, conoció el caso del homicidio de la adolescente italiana Yara Gambirasio, ocurrido en 2010. Hace un mes, Adriana dijo a La diaria que ella tenía en mente ese caso porque la fiscalía había hecho “una enorme labor para encontrar al femicida”.
Yara tenía 13 años cuando desapareció de camino a su casa en Brembate di Sopra, Italia. No hubo testigos y durante tres meses no se supo nada de ella. Finalmente, un hombre encontró su cuerpo sin vida en un terreno; tenía varias heridas y rastros de violencia sexual. El asesino había derramado una gota de sangre en la ropa interior de Yara, y con ese indicio la fiscal Letizia Ruggieri ordenó tomar muestras de saliva a unas 20.000 personas.
En cierto momento de esta investigación, un profesor universitario descubrió que la prueba de ADN estaba mal hecha en hasta 500 ciudadanos y debieron reanalizarlas. Con las muestras obtenidas ubicaron a un joven cuyo examen revelaba que no era el asesino, pero que estaba emparentado con él. Los investigadores se enfocaron, entonces, en sus familiares. Así hallaron que “Ignoto 1”, como le denominaban al homicida desconocido, era descendiente de un fallecido conductor de ómnibus llamado Giuseppe Guerinoni.
Sin embargo, el ADN no coincidía totalmente con ninguno de sus hijos, lo cual complejizaba aún más la trama. Volvieron a tomar más muestras, ahora solo en mujeres. Con más pesquisas se logró encontrar a la madre y se descubrió que “Ignoto 1” era fruto de una relación clandestina. Ese hijo desconocido, el responsable de la muerte de Yara, se llamaba Massimo Giuseppe Bosetti; era casado, padre de tres hijos y no tenía antecedentes penales.
Este viernes, en Buenos Aires, Adriana vuelve exaltada sobre esta historia: sobre cómo ofició de motor e inspiración para ellos, y sobre las coincidencias que terminó teniendo con la investigación del crimen de su hija.
En el caso de Lola, durante años, cada semana, se había activado la búsqueda del milagroso “matcheo”, aunque sin éxito. Ahora, con el hallazgo de la directora del Registro Nacional de Huellas Genéticas de la Policía Científica, la genetista Natalia Sandberg, y ante la seguridad de que su inquietud estaba bien orientada, Adriana y Diego admiten que habían empezado a dudar de la Policía Científica uruguaya.
-Nos pusimos a leer todas las investigaciones y yo digo: ¿qué pasa si no están tomando bien el ADN? Quería saber si el método era obsoleto. Y ese fue el pedido que se hizo en la reunión con el fiscal de Corte, Juan Gómez- dice Adriana-. Mientras estuvo (Jorge) Larrañaga se hacía; cuando murió, lo cortaron.
-Ella insistió mucho con eso. Fíjate cómo está todo relacionado- comenta Diego.
Meses atrás, habían hecho gestiones y logrado junto con Williman que se retomara el cotejo semanal. Se volvió a hacer el 9 de noviembre pasado, dicen. Todo parecía depender de ellos, de su insistencia.
Ahora, la investigación había avanzado por carriles silenciosos pero efectivos, tal como ellos habían querido y pedido hasta el cansancio.
El día después de la noticia
El viernes 19 amaneció demasiado temprano para Adriana, que a las tres de la mañana se despertó y luego, aturdida por la adrenalina, no pudo retomar el sueño. A pesar del cansancio, lo que predomina ese mediodía post noticia es una mezcla de “alivio y esperanza”, dice.
-También alegría, pero canalizada. No sé si alegría es la palabra, por ahí me siento mal de decirlo. Son unas mezclas… de haber remado tanto, de haber investigado tanto, de haber… ahora siento que algo pasa. Ahora hay una luz en el camino. Falta pero es algo, e importante. Hay un movimiento de la causa después de tanto estanque.
Faltan muchas verdades aún: cuántos asesinos eran, si había una mujer como indicaban los investigadores o no, si el hombre que algunos testigos vieron en la playa aquel diciembre de 2014 era Leonardo Sena o no; falta saber el móvil del homicidio, falta saber qué rol tuvo efectivamente Ángel Moreira –“el Cachila”-, quién la enterró, y qué actitud adoptarán de ahora en más los dos hombres ubicados en la escena del crimen.
Diego está contento, es cierto, pero también está rabioso. Se despacha con comentarios sobre los responsables de la muerte de su hija, que luego pide no replicar.
-Seguro que fue un intento de violación, porque Lola era tan fuerte… Mi hija hacía esas gimnasias de telas. Era muy fornida, pura fibra, dura como el granito, ni como la madera. Y no se dejó violar, por eso la mataron. No se dejó, no se dejó- imagina Diego.
-Ya es un abuso o una violación que te agarren y te lleven a una duna- opina Adriana.
La duda ahora es qué pasará con Moreira, cuya sentencia en primera instancia estaba pronta a ser dictada por el juez Giménez Vera cuando esta noticia estalló. A diferencia del fiscal anterior, Rodrigo Vaz, la fiscal actual, Jessica Pereira, pidió que se lo condene por encubrimiento y no por coautoría de homicidio.
-A mí que no me vengan con que el Cachila solo miró. Si al tipo lo carean, necesariamente van a ir los dos presos más tiempo. Porque esto no fue una platea de asesinos- advierte Diego.
En la conferencia de prensa que las autoridades policiales dan ese día para informar sobre el procesamiento de Sena como presunto homicida de Lola, el juez responde sobre Moreira. Dice que él no está “atado a la calificación jurídica del fiscal”, de modo que podría tipificarle otro delito en base a las pruebas conseguidas. También insiste en que aún no se sabe con certeza qué ocurrió aquel 28 de diciembre de 2014: “Todavía me falta para tener un cuadro claro de lo que pasó”.
-Por eso -repite Adriana-: esto recién empieza. Esto no es carnaval carioca. Pero es un alivio.
Hasta ahora, los padres de Lola han vivido en una suerte de “duelo congelado” que no consiguen procesar hasta tener la verdad completa. Sin embargo, la detención del dueño de la sangre entre las pertenencias de su hija hoy los encuentra con la energía suficiente para seguir peleando por justicia.
-Estamos en camino: el tipo está adentro- dice Diego, y aunque no puede evitar ver el largo trecho por delante, su esposa coincide:
-Estamos en camino.