Ana Duarte reside en Lisboa, Portugal, y hasta hace dos años y medio trabajaba como cocinera en un restaurante. La tarea conllevaba una cuota relevante de estrés, por lo que decidió cambiar el ajetreo de las cocinas por la paz y tranquilidad del cementerio. A los 39 años, dice que como sepulturera ha ganado calidad de vida y estabilidad económica, pero aún no ha logrado librarse de la mala fama que tiene la profesión en la sociedad.
“Una cremación no termina en cenizas. Al final quedan los restos óseos calcificados que son triturados. Todo el proceso dura aproximadamente una hora y media, durante la cual tengo que vigilar la cámara de combustión, comprobar el funcionamiento del quemador y controlar las altas temperaturas, superiores a los mil grados Celsius, mediante un mecanismo con botones”, explica Duarte en entrevista con la reportera local Sónia Calheiros, publicada en el periódico luso Visão.
“Mi hermano también es sepulturero, pero no puedo pedirle ayuda porque este horno no es el mismo modelo que el del cementerio donde él trabaja. Allí tienen una computadora y nosotros tenemos un ‘dinosaurio’”, bromea.
“Diariamente se realizan varios entierros y entre tres y cinco cremaciones, y, cuando no estoy en el crematorio, limpio el cementerio, utilizando sopladoras y desbrozadoras o barriendo las calles. Es un trabajo muy físico”, relata.
“Aunque no tengo por qué hacerlo, sé los fundamentos de cómo cavar una tumba, pero en las cremaciones también tengo que disponer de un armazón que me ayude a llevar el ataúd al transportador”, describe. A mano limpia, semejante tarea resultaría engorrosa o impracticable. “Ayer mismo me tocó un ataúd que pesaba 168 kilos”.
Después de 18 años como cocinera, Duarte quiso cambiar de carrera por razones económicas.
“Cuando me presenté a varios concursos para entrar en el Ayuntamiento de Lisboa, este, de ayudante de operaciones de sepulturero, fue el primero y el más rápido en aceptarme. No lo dudé, mi hermano también me animó, me dijo que no era para nada lo que la gente piensa, no era extraño y era tranquilo. Mi esposo, que es operador de un centro de llamadas, preguntó si estaba segura del cambio. Y a mis hijas [de 19 y 21 años] les parece muy gracioso y orgullosas se lo cuentan a sus amigas: ‘¡Miren, mi madre es sepulturera!’’.
A la gente le da un poco de miedo la palabra “cementerio”, pero ese no era el caso de Ana Duarte. “No es lo mismo que trabajar en un jardín. En invierno tenemos ropa para usar afuera cuando hace frío y llueve; en verano, con el calor, es horrible. Sin embargo, los turistas vienen aquí a pasear, los vecinos vienen con sus perros y traen a sus niños, como si realmente fuera un jardín”, explica.
“El olor fue el mayor impacto inicial”
“Esta profesión era totalmente nueva para mí. Tuve que aprender a crear más empatía cuando asisto a funerales. Tengo que tratar con familiares y tienen muchas preguntas sobre cómo es la cremación. Hay mucha gente que todavía piensa que abrimos el ataúd y sacamos los cuerpos, porque desconfían de la profesión”, dice.
“No sé de dónde viene el prejuicio, pero existe. Mis colegas dijeron: ‘¿Otra mujer aquí? Lo que necesitamos es un hombre fuerte’. Vine con confianza, entiendo que este es un mundo de hombres, pero vine aquí a trabajar y ya está”, sostiene.
“Aprendí a estar mucho más tranquila. La mayor diferencia que sentí cuando salí de la cocina del restaurante hacia el cementerio fue la calma y el silencio. Gané calidad de vida, menos horas de trabajo. En la cocina eran 12, saliendo tarde por la noche y entrando temprano por la mañana. Aquí somos siete, también con turnos, de 7 a 15 o de 11 a 19 horas, pero el sueldo ha mejorado, he ganado estabilidad económica”, resume.
“El cementerio tiene diferentes olores. Imagina un panteón lleno de cuerpos muy antiguos, de finales del siglo XIX, y ahora la familia quiere tener algo de espacio para los nuevos muertos. Es necesario exhumar, abrir la tumba y sacar los restos, es un olor que no puedo describir, no se parece a ningún otro… No es azufre, es más bien como huevos podridos, pero treinta veces peor. Al principio parecía que se me metía en la ropa y en la piel, pero ya no me importa, ahora es tolerable”, asegura.
“El olor fue el mayor impacto inicial, peor que el aspecto visual, como el de tener que mirar dentro del horno para ver en qué etapa estaba la cremación. Es mucho más impresionante que los cuerpos carbonizados que vemos en las películas”, cuenta.
“La única situación que me hace volver a casa sintiéndome realmente deprimida
son los funerales de bebés. Lamentablemente, ya he incinerado cuatro bebés y ver
el dolor de los padres es surrealista. El sufrimiento de esas personas es mucho
peor que el de otros funerales. En estos momentos mi pensamiento es que Dios es
injusto. Y lo peor es tener que explicar a los padres que cremar a un bebé no
produce cenizas, porque es un cuerpo muy pequeño, sin huesos, solo cartílagos”,
refiere.
“Tenemos que crear mecanismos de defensa. Generamos una armadura, pero tenemos que tener la fuerza de voluntad para crear ese escudo, para ser emocionalmente fuertes. A veces me desconecto un poco y pienso en cosas prácticas de mi vida, como qué voy a preparar para cenar o si mis hijas estarán en casa. Lo hago para distraerme de ese sufrimiento, porque no siempre puedo ser emocional”, confiesa.
“También he tenido grandes sustos cuando mis compañeros saltan de las tumbas”, cuenta, en palabras que dejan claro que el humor y la diversión también tienen su lugar en este sitio supuestamente lúgubre y solemne.
“He visto episodios inusuales que nos hacen querer reír. En un funeral al que asistieron solo tres personas, la hermana, el cuñado y el hijo del difunto, un hombre entró al cementerio gritando y diciendo que el difunto era su esposo. Su familia lo sabía, pero no lo querían cerca. Marido y cuñado terminaron peleándose”, dice.
“En los grandes funerales, con más gente, la herencia es el tema que primero surge. También tuve que cerrar las puertas del crematorio para detener a una señora que quería entrar por la fuerza. Ella dijo que quería ‘ver a su marido ardiendo en las llamas del infierno’ y otra me advirtió: ‘No le quites el calzado a mi marido, son zapatillas Nike’”, concluye.
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