Roberto Canessa volvió a su casa con 19 años y lo primero que admiró fue la vegetación. El pasto, las flores, todo le recordaba a la vida. Esa vida que no veía desde hacía más de setenta días, cuando el avión en el que viajaba con sus compañeros y amigos del equipo de rugby del Old Christians Club chocó con la cordillera andina. Regresó a su casa después de lo que parecía el fin de su vida.
Gustavo Zerbino, otro de los 15 sobrevivientes, no aguantó hasta su casa para admirar la naturaleza. La primera vez que vio pasto luego de la montaña lo tomó con sus manos y se lo devoró como la lechuga más exquisita. También bebió, en ese instante, el agua que caía del deshielo, como si fuese de un manantial.
Para José Luis “Coche” Inciarte, el momento en el que supo que su vida volvía a la normalidad fue cuando vio sobrevolar los helicópteros que venían a rescatarlo. Cuando lo acostaron en los Maitenes tomaba la alfalfa con las manos y la observaba con atención. Mientras una militar curaba su herida, otro soldado le regaló un chocolate y eso fue lo primero que comió. “Ahí se acabó la tragedia”, dice.
Allí mismo fueron atacados por una horda de periodistas. Entre ellos, recuerda Roberto, noticieros de todas partes.
—Hola, soy de la BBC de Londres.
—¿Usted qué hace acá?
—Ustedes estaban muertos y resucitaron.
—No, yo siempre estuve vivo.
—El mundo entero está hablando de esto y quieren saber.
Roberto tuvo en Chile su primera comida. Bananas que encontró en un restorán. La primera noche en el hospital de San Fernando, los médicos solo les daban jaleas, cuenta Coche. Por ese motivo, decidieron asaltar la cocina del hospital y llevarlo todo a la sala de CTI donde estaban los que no podían moverse. Comieron pan, queso, dulce de leche, torta, entre otras cosas. Al otro día, en el hospital había un revuelo por el robo y en su cama estaban todas las huellas del crimen. “Yo no fui, se vinieron acá, les juro”, le decía a las enfermeras.
En el hospital de San Fernando, a Gustavo se le apareció Pinochet en medio de una ducha. Los llevaron como invitados de honor al Sheraton bajo la firma de que se hacían responsables de lo que podía pasar. En ese hotel les organizaron un banquete con todo tipo de alimentos. La cocina estuvo abierta las 24 horas del día durante su estadía. Comían cada dos horas. Engordaban de a varios kilos por día.
Coche estaba internado en una de las salas de CTI junto a Javier Methol, Álvaro Mangino y Roy Harley en San Fernando cuando vio por primera vez a su madre. Ella estaba de túnica blanca y los miraba detenidamente a los cuatro. Según ella, eran todos iguales: “cetrinos, verdes, barbudos”. Él la llamó con el poco volumen que su cuerpo podía expresar. “Mamá”, dijo, y ella se acercó. Ambos se pusieron a llorar. Poco se pudo decir entre ellos hasta que el médico entró y le pidió que se retirara. Cuando ingresó su novia, ahora esposa, le pasó lo mismo. Antes de que se fuera, Coche les pidió que, por favor, no se olvidaran de ir a buscarlo al otro día.
—Nosotros teníamos otra expectativa de cómo iba a ser todo si Parrado y Canessa lograban llegar. Pensábamos llamar a Montevideo a nuestras madres a decirles “Vieja, estoy acá”. De ahí tomarnos un tren de Santiago a Buenos Aires y cruzar en el Vapor de la Carrera de noche a Montevideo. Teníamos mucha inocencia, pero jamás nos imaginamos las repercusiones de la tragedia. Nos fuimos dando cuenta de a poco.
Uno de los días en Chile, Gustavo se escapó del hotel a un club para almorzar. Cuando miró por la ventana, estaban jugando al fútbol. Un partido de verdad. “Yo había perdido 40 kilos y, caminando como podía, me paré a mirar por la ventana. Cuando me reconocieron, pararon el partido y me dijeron si quería jugar. Entré a la cancha y, como pude, jugué al fútbol. Salió en el diario eso”.
Las primeras Navidades de regreso las pasaron en el Sheraton. Aunque para algunos las fiestas eran igual que todos los otros días que celebraban sus vidas, para Coche eran fechas importantes.
—Esa Navidad yo había determinado en la montaña que sería el último día de mi vida. Caducaba mi vida y con ella el sufrimiento. Era importantísimo saber hasta cuándo iba a sufrir, porque sino la angustia era insoportable. Yo no sabía cómo, pero me iba a morir ese domingo 24. Ese día un uruguayo organizó una fiesta en el hotel para nosotros y fuimos con nuestra familia. Me fui pronto a dormir, pero fue divino. El día que me iba a morir estaba tomando champagne con mi familia.
En el avión de vuelta, Roberto sintió de nuevo ese olor a plástico del fuselaje y se dijo a sí mismo: “Bueno, acá moriremos todos…”. Ahora, cada vez que viaja, la gente se tranquiliza al verlo; por estadística, no debería pasarle dos veces.
La vuelta a Uruguay, recuerdan, fue como el regreso de un Mundial de la Selección Uruguaya. El aeropuerto estaba desbordado. En Avenida Italia había una caravana enorme llena de gente emocionada, cantando, gritando. Los llevaron directo al colegio Stella Maris, en Carrasco.
Al llegar, miles de personas esperaban para verlos. Tanta gente los intimidaba. Los amigos y familiares de todos los pasajeros, sobrevivientes o no, hacían una cadena humana para protegerlos de la marea de gente que se les venía encima. Gustavo vio entre esas personas a su hermano, pero no lo dejaron frenar a abrazarlo. Esa fue una de las emociones más fuertes. Allí dieron la conferencia de prensa.
—Yo pensaba, si el mundo nos dio por muertos, ahora que no vengan a decirme nada. Yo quería seguir con mi vida y que cada uno se ocupe de lo suyo —comenta Roberto cinco minutos después de despedir a uno de sus pacientes de cardiología pediátrica, que le pide una foto antes de irse.
En esa conferencia, a Coche le tocaba contar cómo habían sobrevivido todo ese tiempo. “Queríamos decir la verdad, pero frente a nuestro pueblo. Yo lo iba a decir, pero no me salían las palabras. Entonces, Pancho Delgado me dijo: “tranquilo, yo me encargo”. Y lo contó con las palabras más mágicas. Cristina Morán estaba en la primera fila y al escucharlo se puso de pie, como todos, aplaudió y nos mandó a descansar a casa”.
Cuando Gustavo llegó a su casa, lo esperaban cientos de personas afuera. Se tomó el tiempo para abrazar a cada uno de sus nueve hermanos. Arrancó pasto y se lo llevó para adentro. “Verde esperanza”, pensó. Entró a su cuarto, abrió el ropero y olió su almohada. Admiró todo aquello que en la montaña intentaba olvidar para no hacerse daño.
En la puerta de lo de Roberto lo esperaban, también, sus allegados. Un amigo lo abrazó tan fuerte que le rompió los lentes. Su novia se lanzó a sus brazos. Él sintió su perfume fuerte y el pelo en su cara. Intentaba asimilarlo todo. La primera conversación con su madre fue confortadora.
—Quedate tranquilo, ya estás en casa.
—Mamá, vengo de comerme a los muertos.
—¿Y qué importa eso?
La reacción de su padre no fue tan calmante. Roberto tenía miedo de qué fuera a pensar la gente al respecto de su alimentación. Pero era eso o morir. Fue humillante, dice, y causó un altísimo precio emocional. Rescata la capacidad del ser humano de acostumbrarse a todo. Igualmente, siempre pudo mantenerse en paz con su conciencia. Eso se lo atribuye a su madre.
La madre de Gustavo había logrado subirse al helicóptero en San Fernando. En todo el camino, venía abrazándolo, tocándole la cara, admirándolo, como una madre que ve a su hijo muerto. Le contó todo. Nunca tuvo problemas con hablar de lo sucedido, pero en cuanto volvió a casa, no le preguntaron nada más. Lo escuchaban en radios, diarios o televisión. En su casa le protegían de los tormentos de los Andes.
Coche entró a su casa y encontró todo como nuevo, y eso que era una casa antigua. “Me pasó lo mismo en el hospital de San Fernando. Admiraba las paredes tapizadas, las cortinas, y cuando me acosté en esa cama fue el cuarto más lindo que vi en mi vida”. La puerta estaba llena de gente, el ómnibus 104 pasaba por su calle y tocaba la bocina. Volver, para él, “fue paz, fue felicidad”. Aunque, acostumbrado al silencio de la montaña, los ruidos lo atormentaban y encontraba dificultades para dormir. Los primeros meses se sentía demasiado mimado. Cuando le preguntaban qué quería comer él decía “cualquier cosa, pero que esté bien cocida”. Recién de grande pudo volver a comer el asado jugoso.
Los primeros treinta días desde el regreso, Gustavo se tomó el tiempo de visitar a cada una de las familias de los fallecidos en el accidente. Había sido el último en ser rescatado de la montaña y traía en un bolso recuerdos de cada uno de ellos. Era durísimo ver a esas familias destrozadas, pero él sentía que era la voz de aquellos que ya no la tenían.
—Fui custodio de aquellos que se habían muerto físicamente en la montaña, pero que seguían vivos a través de los relatos. Solo muere aquel que se olvida, y esa fue una manera de traer vivos a sus hijos.
Tenía una promesa con cada uno de ellos. Algunos, le habían encomendado mandar cartas. Otros habían sido unos “increíbles seres humanos”, y las familias merecían que se les devolviera un poco de lo que ellos dieron para sembrar en sus hijos tal grandeza.
—“No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” —dice Gustavo citando a Juan 15: 13-17.
La fe fue esencial, durante y después de la cordillera. Pero su forma de vivirla no era igual a la del mundo. La sociedad de la nieve tenía sus formas y normas. Dios estaba presente, pero no en la iglesia, sino en el amor y la entrega.
—No creo que Dios intervenga y diga: “A él lo salvo, a él no”. Tenemos una fuerza interior que descubrir. Nos apoyábamos en la oración, pero a Dios no le pedimos los helicópteros, los fuimos a buscar caminando.
Para Coche, el accidente fue la respuesta a su fe. Charlando con Juan Antonio Bayona, director de la película Sociedad de la nieve que se estrenará este año por Netflix, este le decía: “Han pasado 50 años y ustedes todavía no saben qué ha pasado allá arriba”. Él le contestó que sí sabía. “Hubo alguien más allá”.
—Un andinista famoso que escaló el Everest nos acompañó para un documental al lugar del accidente y cuando intentamos hacer el camino que hicieron Canessa y Parrado dijo “No, esto no se puede hacer”. Y yo le contesté: “¿Cómo que no, si lo hicieron? Más con las ropas que tenían. Zapatos de fútbol, pantalones de vaqueros…”. “No se puede hacer, es imposible”. “Y cómo lo hicieron?”. “Esa es la pregunta”. Estuvo Dios. Estoy seguro de que en el camino había unas huellas más. No hay explicación racional más que la suerte, sino.
La vuelta para ellos fue más normal de lo que se esperaba. La gente suponía muchas cosas, asegura Roberto, pero la realidad era otra. De todas formas, Gustavo nunca volvió a ser el mismo de antes, afirma.
—No éramos sobrevivientes de nada, el mundo nos veía así.
Al fin y al cabo, seguían siendo jóvenes. Distintos, muy distintos, pero los mismos.
—Famoso de día, estudiante de Medicina de noche.
Roberto tenía claro que la confianza era necesaria, pero no podía dejarse llevar por la vanidad. Hasta el día de hoy la gente lo admira, pero él, al igual que en ese momento, entiende que eso es “problema del otro”.
—La vuelta al rugby fue algo pletórico. El entrenador nos había dicho que llevaría cinco años reconstruir el equipo. Ese mismo año salimos campeones.
Ninguno de los tres recibió tratamiento psicológico luego del evento. Roberto no cree necesitarlo. Coche lo tuvo de grande, pero por otros motivos. Gustavo, en cambio, no lo sabe, pero tampoco le preocupa.
—Nunca tuve ningún trauma ni pesadilla con lo sucedido, ni me acuerdo un solo instante de todas las cosas horribles que viví. Me acuerdo ahora porque las estoy contando.
Coche, en cambio, dice que, a veces en la noche, cuando se acuesta, piensa en cómo hacía para poder dormir en aquellas noches eternas. En ese frío insoportable, con tanta angustia. Los recuerdos para él son vívidos. “Solo me falta sentir el frío. Te juro que fue horrible, mucho peor de lo que te podés imaginar. Terriblemente mal la pasamos, fue muy largo, no se lo deseo a nadie. 72 días en 74 años parece poco, pero fueron tan intensos que se hicieron eternos. Allí conocí la verdad y desde entonces traté de vivir en esa verdad, incluso estando acá.”
Al cabo de unas semanas de llegar, algunos de los sobrevivientes, entre ellos Gustavo y Coche, fueron invitados a charlar con un equipo de psicólogos. Según Gustavo, más por curiosidad que por ayudar. Hubo silencio. No se animaban a preguntar. Al cabo de un rato, se pararon y se fueron.
A Roberto le da gracia ver cómo lo interpretan en las películas. A Coche le gusta verlas. Para Gustavo, los personajes no lo representan.
—Es una interpretación artística. Nunca nadie se animaría a ir al cine a ver una película que muestre lo que realmente vivimos.
En eso, Coche concuerda. “Cualquier película es un cuento de rosas al lado de lo que vivimos”.
Desde entonces, Coche volvió siete veces al Valle de las Lágrimas, el lugar del accidente.
—Es muy emocionante llevarles flores y charlar. Siempre era lo mismo ir: a la ida era joda, a la vuelta veníamos todos calladitos.
Roberto volvió cuando su hija tenía 15. Ella decía que no le gustaba el lugar, pero que tenía fuerza.
—Yo sentía que mis amigos fallecidos me decían: “Roberto, estás hecho pelota, sos un veterano, mirá la panza que tenés”. Ellos seguían jóvenes, en onda. Y yo les decía: “Sí, ya sé, pero salí y volví, y quiero que conozcan a mi hija”.
Roberto y Gustavo hablaron con naturalidad del tema desde un principio. Eran conscientes de que su historia inspiraba y que de ella podían nacer cosas buenas.
Para Coche hablar del tema fue muy difícil. Tanto que, salvo por las primeras entrevistas y con su familia, le tomó 30 años. A su regreso, él se fue para el campo y decidió mantenerse alejado de todo por muchos años.
—Hasta en Viven casi ni aparezco, me parecía algo demasiado íntimo, como contarle a un desconocido sobre mi luna de miel. Antes me vivía enojando por lo que preguntaban. En Brasil la gente era mucho más invasiva. Me preguntaban qué gusto tenía la carne humana y me decían caníbal. Y yo, enojado, los corregía “inculto, fuimos necrófagos, yo no mataba para comer, comía muertos”. En Uruguay era un respeto total, no nos preguntaban nada.
Lo más difícil era hablar de los temas más tabú que rondaban al accidente. Coche recuerda cuando, en la ambulancia de camino al hospital, lo charló por primera vez con su hermano.
—Él me preguntó: “Che, Coche, ¿y que comieron allá arriba?” “Carne humana”. “Ah… Sí, claro, claro”. Quedó blanco. Se acostó en la camilla y yo me levanté. Cuando llegamos al hospital y abrieron las puertas los médicos nos miraban y preguntaban ¿A cuál de los dos es el que hay que bajar?”. El médico, lo mismo, pidió el día y se fue a su casa a asimilarlo. Fue horrible romper ese tabú, pero el pacto humano que hicimos fue tan honorable, precioso y ético, que si yo me muero quiero servir para ustedes y que el resto te dijera lo mismo. Yo cuando lo pienso nos imagino agarrados de la mano. Creo que no estábamos de la mano, pero como dice Carlitos Páez, queda bárbaro pensar que sí.
Gustavo agradece a aquel sobreviviente de 19 años por haberle enseñado a creer en su intuición. Quiere seguir siendo aquel joven que veía al mundo como un lugar para soñar, descubrir y vivir. Le gusta sentir la adrenalina de no ser espectador de su propia vida. Alega que no tiene ningún consejo para dar, ni nada para enseñar, pero solo su testimonio ya es una gran enseñanza.
Coche tenía una libreta de todo lo que iba a hacer si se salvaba. “Casarme con mi novia. Irme a vivir al campo. Plantar un árbol. Tener hijos.” Todo lo cumplió. “Pensé que el momento más fuerte de mi vida fue cuando vinieron los helicópteros a buscarnos, pero cuando nació mi primer hijo me di cuenta de que no tenía comparación. Nunca me imaginé que tendría nietos, pero tuve 9. La vida me sonrió.” Sin emabrgo, fue cuando comenzó a dar charlas que entendió verdaderamente el sentido de su vida.
—Me hacía muy bien, eran como mi terapia. Yo siento que el motivo por el que sobreviví fue para dar testimonio de lo que pasó allá arriba, de la existencia de Dios y de su hijo Jesús. Para nosotros fue un nuevo nacimiento el salir de allí. Lo que ví de los hombres allí era una entrega increíble. Era dar y darse. Ese es el sentido de la vida. La felicidad no se encuentra, hay que buscarla. Y está en dar y darse.
Si bien dice que para él no es un orgullo haber vivido lo que vivió, porque preferiría estar con su amigo Gastón Costemalle tomando mates y mirando a sus nietos, está orgulloso de haberlo vivido con los que no volvieron y con los que sí, que son quienes “le dieron la vida”. De lo único que se arrepiente es de no haberse dado más por los demás.
Sobre su familia, cuenta que tanto sus hijos como sus nietos prefieren no preguntar mucho sobre el tema.
—Al Coche de 24 años le diría “no subas a ese avión”. Al de después de los Andes le diría “seguí con lo mismo, vas bien. Pero no pienses tanto todo. Confiá y actuá más”. Que al fin y al cabo, estoy acá y que he vivido.
Roberto piensa en él hace 50 años y siente lástima y piedad, pero orgullo por todo lo logrado. Su pasado ha optimizado sus logros médicos, cree. Se siente como un “mimado del mundo”.
—Mercedes Sosa canta Gracias a la vida. Bueno, yo tengo esto. La vida ha sido muy buena conmigo.