Por The New York Times | Thomas L. Friedman

La década pasada lucía bien para los regímenes autoritarios y desafiante para los democráticos. Las ciberherramientas, los drones, la tecnología de reconocimiento facial y las redes sociales parecían hacer que los líderes autoritarios eficientes fueran aún más eficientes y las democracias, cada vez más ingobernables.

El mundo occidental perdió la confianza en sí mismo, y los líderes rusos y chinos se lo restregaron e hicieron correr la voz de que los caóticos sistemas democráticos eran una fuerza que se había agotado.

Y luego sucedió algo inesperado: Rusia y China se extralimitaron.

Vladimir Putin invadió Ucrania y, para su sorpresa, provocó una guerra indirecta con la OTAN y Occidente. China insistió en que era lo suficientemente inteligente como para crear una solución local a una pandemia, con lo que dejó a millones de chinos desprotegidos y, en la práctica, inició una guerra contra uno de los virus más contagiosos de la Madre Naturaleza: la mutación ómicron del SARS-CoV-2. Esto ha llevado a China a imponer cierres en todo Shanghái y en partes de otras 44 ciudades, lo que afecta a unos 370 millones de personas.

En pocas palabras, Moscú y Pekín se están enfrentando a fuerzas y sistemas mucho más poderosos e implacables de lo que habían pensado. Y esas batallas están exhibiendo, al mundo entero y a sus poblaciones, las debilidades de sus sistemas. Ahora el mundo tiene que preocuparse por la inestabilidad en los dos países.

Temamos.

Rusia es un proveedor clave de trigo, fertilizantes, petróleo y gas natural para el mundo. Y China es el origen o un eslabón crucial de miles de cadenas mundiales de suministro industrial. Si Rusia está aislada y China está cerrada por un periodo de tiempo prolongado, todos los rincones del planeta resultarán afectados. Esta situación ya no es una posibilidad impensable.

Comencemos con Putin. Se tranquilizaba con la idea de que como su ejército había aplastado a un grupo variopinto de opositores militares en Siria, Georgia, Crimea y Chechenia, podría acabar con rapidez con un país de 44 millones de personas, Ucrania, que durante la última década se había estado moviendo hacia Occidente y tácitamente estaba siendo armado y entrenado por la OTAN.

Hasta ahora, ha sido una debacle militar y económica para Rusia. Pero lo que es igual de importante: ha mostrado con precisión lo mucho que el “sistema” de Putin se sustenta en mentir hacia arriba —todos les dicen a sus superiores lo que quieren oír, hasta a Putin— y en perforar hacia abajo, para extraer los recursos naturales de Rusia, con lo que unos cuantos rusos se han enriquecido en lugar de liberar los recursos humanos del país y empoderar a la mayoría.

La Rusia de Putin se basa básicamente en petróleo, mentiras y corrupción, y ese no es un sistema que pueda resistir.

Se podía ver desde el preludio de la guerra, cuando Putin celebró una reunión televisada con sus principales asesores de seguridad nacional y nada menos que Serguéi Naryshkin, el director del Servicio de Inteligencia Exterior de Rusia, lucía confundido sobre qué mentira era la que Putin quería que le contara.

Putin dijo que se debería permitir que las provincias de Donetsk y Luhansk, en el este de Ucrania, se convirtieran en Estados independientes, y, para confirmarlo, le preguntó a sus asesores. Pero Naryshkin parecía pensar que Putin quería que le dijeran que los dos territorios deberían anexarse a Rusia. Mientras Naryshkin tartamudeaba con la respuesta equivocada, Putin, sin una pizca de ironía, le dijo dos veces que “hablara directamente”, como si eso fuera posible en la Rusia de Putin. Solo después de que Naryshkin le dijera a Putin la mentira que quería oír, Putin espetó: “Puedes sentarte ahora”.

¿Cuántos militares rusos que vieron esa humillación estaban listos para decirle a Putin la verdad sobre Ucrania cuando la guerra empezó a ir mal? Cuando el ejército ruso se enfrentaba a sus enemigos en Georgia, Siria, Crimea y Chechenia, Rusia podía simplemente bombardear indiscriminadamente cualquier problema. Pero ahora que el ejército de Putin combate contra el muy motivado ejército de Ucrania y su industria armamentista, respaldada por armas de precisión más sofisticadas de la OTAN y entrenamiento de la organización, ha comenzado a mostrarse la podredumbre. Las fuerzas logísticas y de tanques de Rusia quedaron despedazadas y ahora yacen como depósitos de chatarra en el oeste de Ucrania.

Y es difícil ponderar lo incompetente que tuvo que ser la Marina rusa para permitir que el buque de guerra al mando de su Flota del mar Negro, el crucero lanzamisiles Moskva, fuera impactado, según se informa, por dos misiles antibuque desarrollados por los ucranianos, llamados Neptuno, y sufriera daños tan graves como para que se hundiera la semana pasada. Se trata de la mayor pérdida en 40 años de un barco naval en combate.

Para que el buque ruso insignia, a cargo de coordinar todas las defensas aéreas de la flotilla, que llevaba 64 misiles de defensa aérea S-300F Rif, fuera eliminado por misiles antibuque enemigos tuvo que haber pasado una serie de fallas en la detección y respuesta a un ataque.

Por si fuera poco, los misiles Neptuno no son necesariamente “destructores de embarcaciones”. Es más probable que fueran diseñados para ser “destructores de misiones”, pensados para desactivar el radar y el sistema electrónico de navíos sofisticados como el Moskva, no para hundirlos.

Así que compadezco al comandante que tuvo que decirle a Putin que el buque de guerra más imponente y aterrador de Rusia en el mar Negro —su favorito, según los rumores— había sido hundido por un misil ucraniano lanzado por primera vez en una guerra.

China es un país mucho más serio que Rusia: no se sostiene en el petróleo, las mentiras y la corrupción (aunque tiene mucho de esto último), sino en el trabajo duro y los talentos de manufactura de su población, dirigida de manera férrea y vertical por el Partido Comunista Chino, que es inflexible pero parecía ansioso por aprender del extranjero. En el pasado, al menos, estaba ansioso por aprender, pero recientemente menos.

El éxito económico de China, y el sentimiento de orgullo derivado de este, parece haber hecho pensar a sus líderes que era posible enfrentarse solos a una pandemia. Al producir sus propias vacunas, en lugar de importar mejores vacunas de Occidente, y al utilizar su eficiente sistema autoritario de vigilancia y control para detener los viajes, realizar pruebas masivas y poner en cuarentena a cualquier persona o vecindario donde aparezca la COVID-19, China apostó por una política de “cero covid”. Si lograran superar la pandemia con menos muertes y una economía más abierta, enviarían otra señal al mundo, una gran señal: el comunismo chino es superior a la democracia estadounidense.

Pero Pekín, mientras se mofaba de Occidente, se volvió asombrosamente negligente al vacunar a sus mayores. No fue un factor tan importante cuando China pudo detener la propagación de variantes anteriores del coronavirus con sus estrictos controles de población. Pero ahora sí es relevante, porque las vacunas chinas Sinopharm y Sinovac, aunque son efectivas para reducir la hospitalización y la muerte, parecen no ser tan efectivas contra la variante ómicron como las vacunas de ARNm fabricadas en Occidente. En China, más de 130 millones de personas “de 60 años o mayores no están vacunadas o han recibido menos de tres dosis”, lo que las pone “en mayor peligro de desarrollar síntomas graves de covid o morir si contraen el virus”, informó The Financial Times recientemente, citando un estudio de la Universidad de Hong Kong.

Esto ha llevado al gobierno chino a optar por el cierre total de Shanghái, que ha sido tan mal gestionado que, según los reportes, los residentes han tenido que pelear por comida.

David L. Katz, un experto en salud pública y medicina preventiva de Estados Unidos y quien escribió al inicio de la pandemia uno de los primeros ensayos sobre cómo manejar la covid —que ha resultado profético—, me explicó que el problema de tener la política draconiana de cierres que China ha impuesto, garantiza que su población desarrolle poca inmunidad nativa, que se adquiere por haberse contagiado y sobrevivir al virus. Por lo tanto, dijo Katz, si el virus muta a nivel mundial, como sucedió con ómicron, y tienen “una vacuna poco efectiva, no hay inmunidad natural en la población y millones de personas mayores no están vacunadas, el escenario es malo, y no hay una salida fácil”.

No puedes jugar con la Madre Naturaleza o hacer propaganda con ella; ella es despiadada.

¿Cuál es la moraleja de esta historia? Los sistemas autoritarios de alta coerción son sistemas de baja información, por lo que a menudo se ciegan más de lo que creen. E incluso cuando la verdad se filtra, o la realidad —materializada en forma de un enemigo más poderoso o de la Madre Naturaleza— los golpea con tanta fuerza que no pueden ignorarla, a sus líderes les resulta difícil cambiar de rumbo porque sus pretensiones de ser mandatarios vitalicios se sustentan en sus alardes de infalibilidad. Y es por eso que Rusia y China están en apuros.

Estoy muy preocupado por nuestro sistema democrático. Pero mientras podamos votar para reemplazar a los líderes incompetentes y mantener ecosistemas de información que expongan las mentiras sistémicas y desafíen la censura, podemos adaptarnos en una era de cambios vertiginosos, y esa es la ventaja competitiva más importante que un país puede tener estos días.

Thomas L. Friedman es columnista de Opinión sobre temas internacionales. Se incorporó al periódico en 1981 y ha ganado tres premios Pulitzer. Es autor de siete libros, incluido From Beirut to Jerusalem, que ganó el National Book Award. @tomfriedmanFacebook