Chen Mizrahi usa el pelo atado, tiene la tez blanca, barba de color negro y un tatuaje rojo y negro en su brazo. Sus ojos son marrones; su mirada en una primera instancia parece dura, pero después de unos minutos se ablanda. Llega a la sala de un hotel montevideano en la que se realiza III Foro de Latinoamérica e Israel contra el antisemitismo, junto con su traductor. Mizrahi tiene 34 años y habla en hebreo e inglés. Ya ha visitado 75 países. Creció en Jaffa, un distrito de Israel con “muchos árabes”, y trabaja en una empresa de turismo. Dice que hace un mes y cuatro días vivió el momento más violento de su vida.
El principio de una guerra
La madrugada del 7 de octubre había sido normal para Mizrahi. A las cinco de la mañana había llegado al festival Tribe Of Noza que, según sus organizadores, buscaba celebrar “la amistad, el amor y la libertad infinita”. En una primera instancia esperaban a 6.000 personas, pero finalmente asistió la mitad.
A las seis de la mañana, una hora después de haber llegado, cuando ya estaba amaneciendo, el joven israelí se acercó al DJ de la fiesta, para saludarlo. Él, su amigo, pasaba música y Mizrahi, mientras, sacaba fotos con su celular. El resto bailaba la música, como si no fuera el comienzo de otra guerra.
Diez minutos después, exactamente a las 6:10, la fiesta terminó: sonó la alarma. Pero no la escucharon todos en la fiesta.
Mizrahi insiste: “Aquí ustedes no saben cómo suena un misil, cómo suena una alarma. Pero yo sí sé. Sé que, si suena, tengo que ir a una sala más segura. Si aquí sonara, no sabrían qué hacer, todo el mundo entraría en pánico. Lo más loco de esto es que para mí esto es algo normal y para otra gente [de otros países] es una locura”.
Entonces, él y quiénes lo acompañaban sabían qué era lo que tenían que hacer. Lo primero: bajar la música. Como sucede a menudo cuando alguien termina una fiesta, recibió abucheos desde la ignorancia de un público sediento por la música electrónica. Nadie entendía qué era lo que estaba pasando.
Sobre una tarima con un toldo blanco, donde estaban el DJ de la fiesta y su equipo, comenzaron a gritar, a intentar guiar al público. Mizrahi, que antes había dejado su cámara fija para filmar la fiesta, movía sus manos.
De pie en un escenario de madera, Mizrahi comenzó a gritar. Sus manos envolvían su boca para amplificar el sonido, sus brazos se movían, intentaba que lo escucharan, señalaba la salida. Se tenían que ir.
Lo primero que hizo Mizrahi fue dirigirse hacia una estación de telecomunicaciones del Ejército, que tiene una radio. Intentó comunicarse al mismo tiempo en el que escuchó una bomba explotar: “Pedí que fueran rápido al lugar de la fiesta”, que era en el desierto del Néguev, a cinco kilómetros de la frontera con la Franja de Gaza.
Al mismo tiempo que el israelí pedía ayuda, un “árabe se acercó a la radio y dijo que su gente estaba en camino para matar”. Mizrahi corrió junto con dos amigos al estacionamiento del festival.
“Cuando corríamos al estacionamiento vi que había tres personas secuestradas. Los agarraron, les pegaron con su arma en las piernas y los dejaron contra el piso. Les dijeron que si se movían los mataban. Ahora entiendo que los estaban secuestrando, en ese momento no. Yo estaba a unos 400 metros”, recuerda.
En medio del caos, Mizrahi pudo detectar un auto oficial de Israel, similar a una van, en el que viajaban “muchas personas adentro”. Casi que no quedaba espacio, recuerda, pero igual se subió con sus amigos. Se recostaron como el resto. Eran unas 13 personas.
Si bien la salida del festival estaba cerca de la carretera, no podían tomar ese camino porque el grupo terrorista Hamás lo estaba bombardeando. Entonces pareció mejor idea tomar una ruta alternativa: una bicisenda.
“Intentamos ir a un kibutz, pero no tomamos el camino correcto. El chofer no sabía qué hacer. Siguió manejando y después de cinco minutos unos terroristas comenzaron a dispararnos”, dice el israelí.
En ese intercambio de disparos, dos amigos de Mizrahi resultaron heridos. A uno lo balearon en la pierna, al otro a dos centímetros del corazón. “¡Ayuda! ¡Ayuda! Tenemos balas en el cuerpo, necesitamos ayuda”, gritaban sus amigos lastimados. Mientras, el chofer seguía manejando.
Pudieron escapar y a 20 minutos encontraron un tanque abandonado. Allí había un grupo de civiles israelíes que habían ido a la fiesta y cuatro policías que se habían quedado para escoltarlos.
“Bajé mi ventana y le pregunté a la Policía qué teníamos que hacer. Cuando salí del auto, los terroristas comenzaron a balearnos. En ese momento no entendía qué estaba pasando. Dispararon como 20 balas; me dieron en el brazo. Cuando terminaron de tirarnos a nosotros, dispararon al auto, que se calentó y voló. Primero salía humo, después se prendió fuego. Las ventanas explotaron, y mis amigos, que estaban baleados, seguían en el auto; su espalda se estaba quemando”, rememora Mizrahi.
Todos los ocupantes del auto lograron salir y esconderse en el tanque abandonado, donde esperaron “varias horas” y empezó un nuevo tiroteo.
Mizrahi recuerda que los soldados de su país disparaban poco porque apenas les quedaban balas. Entonces tiraban de a dos o tres balas. Era esporádico. Si las tiraban en grandes cantidades, se terminaban.
Después de cuatro horas de tiroteo, había “muchas personas heridas”. Mizrahi se sacó su remera y la cortó para frenar el sangrado de las heridas de los lastimados.
“Eran como ocho o 10 personas. Les pedí a todos que tuvieran buena energía, porque lo necesitábamos de todos”, cuenta.
Mizrahi dice que en ese momento, en que el sonido de las balas era el “tétrico plan B” de la fiesta de música electrónica a la que había planeado ir, solo estaba asustado “porque no tenía un arma”. El resto de las personas con las que estaba sí tenían miedo.
Como cuidó de ellos, también se convirtió en el “médico” del grupo. Los soldados le dijeron que hiciera lo que tuviera que hacer. También le pidieron que trepara a la parte de arriba del tanque para agarrar más balas. Y él fue.
Si en un día normal subir el tanque requiere dos minutos, ese día a Mizrahi le tomó 20. “No fue fácil”, confiesa.
Mientras trepaba escuchaba los disparos, que no cesaban. Pidió a los soldados que también dispararan, porque no podía subir. Hasta que pudo; fue escalón por escalón. Al regresar encontró a uno de los soldados manchado de negro y muerto por las bombas y granadas que le habían tirado. Y cuando probaron las balas que Mizrahi había bajado se dieron cuenta que no servían; eran para una ametralladora MAG.
En definitiva, estaban en un tanque abandonado, no tenían municiones y volverían a dispararles durante una hora y media.
Mizrahi también se ocupó de salvar a una joven que había llegado con la Policía. Salió del tanque, la sacó del auto, la llevó en sus brazos. Se agachaba, corría, se recostaba en el piso, se escondía detrás de los autos. Y la refugió con el resto de los civiles y soldados, que eran unos 30 en total.
“Otros policías pudieron llegar adonde estábamos nosotros. Nos dieron más municiones y terminamos siendo el grupo más grande. Hablé con el oficial y le pregunté qué podíamos hacer. Respondió que la Armada estaba en camino. Llegaron una hora después. En total, creo que todo duró siete horas. La Armada llegó con ocho soldados, pero no salimos enseguida. Ellos tenían misiones específicas, como salvar las rutas [garantizar la circulación]; no a nosotros ni a nada más, porque necesitaban usar los autos”, explica el israelí.
La espera trajo consigo más explosiones y una evacuación guiada por Mizrahi. Los árboles comenzaron a volar, se prendieron fuego. La gente “sentía pánico”. Volvieron a los autos y comenzaron a manejar. Las balas, dice, les llegaban de todas las direcciones. La gente “estaba lastimada”.
El primer auto logró salir para un kibutz en el que se quedaron cuatro horas y sus ocupantes están, hasta ahora, a salvo.
Otro, en el que iba Mizrahi, se demoró. “Mi jeep volvió porque nos seguían disparando y debimos volver a la zona de guerra. Allí estaba el comandante, que me preguntó qué hacía ahí: “Te dije que evacuaras”, me recordó. Le dije que no podía, porque el soldado que me tenía que llevar había tenido que volver. Me respondió: ‘Voy contigo’, y nos llevó”, cuenta.
De fondo sonaban los tiros del intercambio entre Israel y Hamás. El auto logró escapar y encontró una ambulancia, que luego los llevaría al hospital.
“¿Qué puedo hacer? Esa no es la vida que elegí, es la elección de Dios”, dice Mizrahi.
Los días después
El joven israelí sabe que esa madrugada salvó a muchas personas, y por eso se siente héroe más que sobreviviente. Sin embargo, cree que sucederá como con el Holocausto: “Al final de la historia no tenemos héroes, solo sobrevivientes”. Siente que, en unos años, cuando les cuente esta historia a sus nietos, lo verán así, como un sobreviviente.
Este 6 de noviembre Mizrahi llegó a Uruguay para participar del III Foro de Latinoamérica e Israel contra el antisemitismo, en el que fue vocero. También estuvo en la conmemoración de los 85 años de la Noche de los Cristales Rotos en la Nueva Congregación Israelita de Montevideo.
Mizrahi considera que Uruguay “no es un país libre en cuanto a las religiones”, porque escuchó que hubo manifestaciones a favor de Palestina y vio un grafiti en apoyo al país árabe.
“Creo que si hay personas pro Palestina, no entienden lo que sucede en Israel y tienen que despertarse. Creo que no conocen la verdad”, sentencia.
Su verdad es que “en todo el mundo hay gente buena y mala, en toda la humanidad. Tu podés elegir de qué lado querés estar. No se puede tener dos lados malos, porque en ese caso, lo que tenés es uno que miente. En todas las noticias que se emiten desde Israel no hay mentiras”.
Desde el ataque se cuida más. “En la noche, aquí en el hotel, tranco la puerta de mi habitación. Yo no sé quién coopera con Hamás. Le pueden mandar una foto mía a alguien, identificarme, venir al hotel y hacerme daño. Es muy fácil. Pero nosotros, los israelíes, no hacemos eso. Después de lo que nos hicieron tengo miedo. No sé dónde me puede encontrar”, confiesa.
Para Mizrahi, la situación que atraviesa Israel y su pueblo en este momento “es como el Holocausto”, pero insiste: “No nos damos cuenta”. Por eso, asegura, está en Uruguay para contar su historia.
El israelí dice que de noche llora porque tiene mucha gente conocida en Gaza. Desde el 7 de octubre hasta ahora murieron 27 de sus amigos. El DJ de la fiesta desapareció; no lo “tiene” más.
A pesar de ser un hombre alegre, la realidad le cae. “Me acuerdo de mis amigos y pienso en todos los que están en Gaza. Es duro, porque ahora, en este momento, Israel está bajo ataque. Es muy difícil ordenar mi corazón y mi mente. Yo lo siento porque soy de ahí, mi país está bajo guerra, pero no le gustamos al resto del mundo”, concluye.
Las cifras
El Ministerio de Salud de Gaza, que dirige Hamás, indicó el 6 de noviembre que desde que atacaron a Israel se murieron más de 10.000 personas. Israel informó que en el ataque del 7 de noviembre fallecieron 1.400 israelíes y secuestraron a más de 200, de los cuales solo unos pocos han sido liberados.