Fotos: Javier Noceti / @javier.noceti
Fernando Butazzoni tenía 15, estaba en Las Piedras, leía a Marx, a Engels, a Sartre, a Proust, hacía y escribía teatro, y soñaba con hacer la revolución. Butazzoni tenía 20, estaba en Montevideo, exclamó cánticos contra el gobierno de Pacheco Areco, tiró alguna piedra, fue preso y fue invitado a irse del país. Butazzoni tenía 25, estaba en Cuba, leía a Hemingway y quería escribir como él. Pero escribía como Butazzoni y no le fue mal: con Los días de nuestra sangre, un puñado de cuentos, ganó el prestigioso Premio Casa de las Américas. Y ahí supo que ya era escritor, aunque nadie le hubiera dado un diploma que avalara eso. Ya estaba legitimado.
Butazzoni tenía 26, estaba en Nicaragua, y hacía la revolución. Peleó en el frente de batalla del Frente Sandinista de Liberación Nacional contra la tiranía de Somoza. Intervino, armado, en la toma de Managua, la capital nicaragüense. Butazzoni tenía 27, seguía en Nicaragua, empezó a colaborar con crónicas en publicaciones latinoamericanas y europeas, escribió su primer libro de poemas (De la noche y la fiesta) y el mismo año su primera novela (La noche abierta). Era novelista, claro, pero también era periodista y poeta.
Butazzoni tenía 30, vivía en Suecia, y seguía escribiendo. De todo un poco, lo que sea. Lo que importaba era escribir. Tenía 31, vivía en Italia, en Friuli, la región noreste italiana de donde son oriundos los Buttazzoni (con doble t, como eran originalmente), y ese año —1983— viajó como corresponsal de guerra a Centroamérica.
De pronto, ya tenía 32, ya era padre hace rato, y escritor hace más. Volvió al país con el retorno de la democracia. Como periodista, acompañó la fundación de Brecha.
Tenía 61 y escribía la novela que cualquier periodista sueña con escribir, aunque suene raro: un texto con mucha investigación periodística, nutrido de documentación, pero escrito de forma amena y atrapante. Las cenizas del Cóndor (2014) pretende contar la historia de Aurora, pero hace mucho más que eso: cuenta los pormenores más macabros de una asociación internacional para perseguir, torturar, desaparecer y matar ciudadanos disidentes a los regímenes autoritarios del Cono Sur.
Butazzoni hoy tiene 70, es feliz y atormentado. Tiene una esposa, dos hijos, cuatro nietos, 21 libros (entre cuentos, ensayos, columnas, poesías y novelas), 17 premios recibidos en países varios de América Latina y Europa. Tiene un dolor de espaldas que lo tiene a maltraer, quizás consecuencia de los años en los que estuvo guerreando, quizás porque algunos años, en Cuba, cuando extrañaba locamente Uruguay, también fue albañil.
Y tiene un libro nuevo, Nosotros los vencidos (Alfaguara, Penguin Random House): cuenta la historia de siete uruguayos que en setiembre de 1973 estuvieron acosados por el régimen dictatorial de Augusto Pinochet y quisieron escapar cruzando la cordillera de los Andes a pie.
Y tiene un anhelo: seguir colaborando para que la cosa cambie.
“Recuerdo los años 60 y 70 con una mezcla de alegría, y cierta visión alocada de aquella época. Hay cosas que haría de vuelta, una y mil veces, y hay cosas que no haría nunca más. Volvería a luchar por la liberación de un pueblo sometido a una dictadura feroz como la de Nicaragua”
Periodista, escritor, guionista. ¿Cuál es tu vocación?
Escribir. Investigar y escribir.
Tu vínculo más primitivo con alguna expresión artística es con el teatro: actuaste y escribiste obras de teatro. ¿Qué te atrajo del teatro?
Dos elementos. Primero, la posibilidad de expresarme, con una potencialidad que yo no sabía que tenía en otros ámbitos. Y segundo, el grupo, un grupo extraordinariamente lindo, fructífero y entrañable. Esto fue en Las Piedras, donde yo me crie. Nací en Montevideo, pero viví en Las Piedras hasta que rajé del país. Era un grupo de amigos y amigas, se nos ocurrió hacer teatro y empezamos a hacer teatro en el liceo de Las Piedras (que ahora se llama Manuel Rosé, pero en esa época era el único). Yo hice buena parte del liceo en el nocturno, porque trabajaba, y el teatro era una expresión de socialización y de estrechamiento de vínculos con ese grupo. Había amigos y profesores que nos iban a ver, era todo muy amateur.
A fines de los años 60 integraste movimientos estudiantiles de resistencia al gobierno de Jorge Pacheco Areco. ¿Cómo recordás esos tiempos convulsionados?
Como una época muy fermental desde el punto de vista personal, y de crecimiento intelectual. Y como una época de estrechamiento de lazos, que ya no eran solo de amistad, sino de solidaridad con mucha gente que no conocíamos. Por ejemplo, los trabajadores de los frigoríficos, que estaban en conflicto. Y una época de un gran agite, con manifestaciones, algunos palazos, ocupaciones de liceos.
Yo tenía 15 años, y la recuerdo como una época donde había una camada de gente, todos más o menos de la misma edad —15, 16 años— y leíamos filosofía, leíamos a [Jean-Paul] Sartre, a [Karl] Marx, capaz que no entendíamos un pomo, pero los leíamos, discutíamos, leíamos mucha literatura, veníamos a Montevideo para ir al teatro. Recuerdo haber participado de algunas exhibiciones de películas que eran barriles de pólvora, como por ejemplo, Z, la película de Costa-Gavras, o Queimada de [Gilio] Pontecorvo, o La batalla de Argel [también de Pontecorvo], que se exhibió unos días y después fue prohibida por el gobierno “democrático” de la época. Fue una época muy fermental para mí, muy convulsa, muy compleja, también por mi edad y por el momento histórico.
Fuiste arrestado varias veces al comienzo de los 70. ¿Qué hiciste para que te detuvieran?
Nada, participar de manifestaciones. Y en esas manifestaciones siempre había siete u ocho que terminaban “en cana”. Terminabas en cana unas horas, con algún cachetazo, cosa que hoy puede horrorizar, pero en esa época era parte del ritual, del ritual democrático de la época.
En 1972 te fuiste al exilio. Elegiste el Chile de Salvador Allende, pero el golpe de Pinochet en setiembre de 1973 —a propósito, el escenario de tu último libro— te llevó a exiliarte en Cuba. Pero tu ideología no solo te llevó a tener que irte de tu país, sino a luchar, en el más literal de sus acepciones. En 1978 se sumaste a las filas de la resistencia nicaragüense contra la dictadura de Anastasio Somoza y un año después estuviste en el frente de batalla como oficial de artillería como miembro del Frente Sandinista de Liberación Nacional. Participaste de varias batallas, y en la toma de ciudades, como la capital Managua, y otros pueblos. ¿Cómo recuerda el afamado escritor de hoy al joven guerrillero comprometido de fines de los setenta?
Te diría que con una mezcla de alegría, y cierta visión alocada de aquella época. Hay cosas que haría de vuelta, una y mil veces, y hay cosas que no haría nunca más.
¿Cuáles sí y cuáles no?
Son muchas, prefiero no revelarlas…
Bueno, ¿cuáles volverías a hacer?
Por ejemplo, luchar por la liberación de un pueblo sometido a una dictadura feroz. Cuando yo me fui a Nicaragua, primero me fui porque podía, porque tenía la capacidad física, el entrenamiento y el conocimiento adecuado, para poder participar y sobrevivir. Y segundo, porque me parecía que era la más justa de las causas. La dinastía de Somoza llevaba décadas en el poder, y eran los dueños absolutamente de todo. Lo digo y no me creen: eran dueños de los árboles del ornato público. No eran públicos, ¡eran de Somoza! Eran los dueños de los adoquines con los cuales se pavimentaron las calles después del terremoto del 72. Había una miseria absoluta, que yo además la vi, no me la contaron, porque la miseria no se borra con un triunfo revolucionario. [Vi] niños desnutridos, enfermedades terribles, malaria, leishmaniasis, aquello era un espanto… Lo veo con esa mezcla: era un poco ingenuo pensar que iba a salir todo bien, que la revolución iba a triunfar y que yo iba a sobrevivir.
Ahora, una cosa es compartir la lucha de otros por un pueblo oprimido, y otra cosa es acompañarlos literalmente en la lucha, en el campo de batalla, en un país que no es el tuyo…
Bueno, alguien tenía que hacerlo. El Frente Sandinista tenía mucha gente, mucha tropa, pero le faltaban expertos, le faltaba artillería, y le faltaba un empujoncito, digamos.
¿Eras, entonces, un idealista, un romántico? ¿Querías cambiar el mundo?
No sé, eso nunca lo reflexioné. Yo creía, y creo, que el mundo hay que cambiarlo. Hay que darlo vuelta como una media. Pero no sé si atrás de un gesto o de una actividad eso es lo que me movía. Sería arriesgado decir que yo quería cambiar el mundo. La verdad que no sé.
Empezaste a escribir cuentos, poemas, novelas, ensayos. Volviste a Cuba, viajaste a Suecia, te radicaste un año en Italia. ¿Qué te movía? ¿Cuál era el combustible para tu escritura?
El combustible para mi escritura siempre fue el Uruguay, como una abstracción. Yo empecé a escribir cuando yo vivía en una especie de exilio dentro del exilio. Yo vivía en Cuba, pero no en La Habana, donde había muchos uruguayos, sino en una provincia del oriente cubano que se llama Olguín, donde había muy pocos (éramos tres o cuatro nomás). Por lo tanto, me sentía muy solo, muy aislado, porque además, no llegaban prácticamente noticias de Uruguay… Fue como un ejercicio de rescatar el Uruguay a partir de la escritura, de lo que yo recordaba, o lo que me imaginaba, con torpeza o ingenuidad, tal vez.
Yo recuerdo que en un momento determinado —año 75, 76— leí Adiós a las armas, de [Ernest] Hemingway, y si sería soberbio que pensé: “Ah, pero, yo puedo escribir así”. Después entré a estudiar a Hemingway, a leerlo en inglés, y me di cuenta que no podía escribir como Hemingway de ninguna manera, pero sí que podía escribir. Eso me impulsó, y tuve una suerte gigante porque el primer libro que escribí, que era una colección de cuentos, lo mandé a un concurso, el premio Casa de las Américas. En ese momento, ese concurso era extraordinariamente importante en toda América Latina, y muy respetado… y lo gané. Tenía 25 años, fui uno de los ganadores más jóvenes en la historia del premio. Yo dije: “No voy a ser escritor. Soy escritor”.
Y ese fue, tal vez, un motor. Si yo no hubiera estado en esas circunstancias, si no hubiera escrito ese libro, si no hubiera ganado ese premio, no hubiera sido escritor.
“Tuve una suerte gigante porque el primer libro que escribí, una colección de cuentos, lo mandé al premio Casa de las Américas. Era extraordinariamente importante en toda América Latina, y lo gané. Tenía 25 años. Yo dije: ‘No voy a ser escritor. Soy escritor’”.
Con la reinstauración democrática volviste al país. Fuiste miembro fundador de Brecha, fundaste y dirigiste la revista Índice Universitario, condujiste En vivo y en directo en radio Sarandí, fuiste corresponsal de Clarín, condujiste Aquí y ahora en M24, entre muchos otros trabajos. ¿En cuál de ellos te sentiste más realizado como periodista? ¿En dónde entendés que pudiste aportar más?
El periodismo escrito es lo que más me atrae, o me atraía, porque es una especie de género en extinción. Y mucho más en papel, porque el periodismo escrito en formato digital tiene esencias distintas al periodismo escrito en papel. Yo fui uno de los integrantes del grupo fundador de Brecha, que empezó a trabajar ahí desde el número cero, pero los grandes motores de Brecha desde antes que existiera fueron [Hugo] Alfaro, [Eduardo] Galeano, Guillermo Waksman, mirá vos, todos muertos… Pero sí, el periodismo escrito es lo que más me satisface, porque lo que me satisface es escribir. Siento que ahí es como que alguien me sopla al oído, y salen las cosas.
En radio Sarandí, junto a Alfonso Lessa, condujeron un especial de entrevistas notables, con connotados escritores internacionales, pero al poco tiempo lo levantaron. ¿Por qué?
Cuando arrancamos con Alfonso En vivo y en directo, era muy reciente la creación de la Comisión para la Paz de Jorge Batlle. Y se nos ocurrió hacer una mesa redonda, al aire, en vivo, en la cual estuvieran al aire gente vinculada al tema de los más diversos pelos. Recuerdo que estuvieron el hoy ministro del Interior, Luis Alberto Heber, cuya madre había sido asesinada [N. de R.: Cecilia Fontana de Heber murió al beber un vino envenenado, en setiembre de 1978], estaba Gerardo Bleier, cuyo padre era un desaparecido, estaba el Pepe Mujica, el general García, que había estado en la comandancia en jefe del Ejército, y esa mesa redonda tuvo un impacto terrible, porque se vio que había posibilidades de diálogo entre gente que, aparentemente, no tenía ninguna posibilidades de sentarse a conversar. Eso fue a mediados de año [2000] y a fin de año se levantó el programa. Yo no puedo decir que fue censura. Por ahí pasaron Tomás Eloy Martínez, [José] Saramago, Arturo Pérez-Reverte, un montón de intelectuales, no sólo escritores.
Trabajaste en la Intendencia de Montevideo. En 2005 estuviste al frente de de Promoción Cultural, y en 2008 —gobierno departamental de Ricardo Ehrlich— te hiciste cargo de la comunicación de la IM. Te pasaste al otro lado del mostrador. Pasaste a filtrar qué se comunica y qué no, y cómo se comunica desde la intendencia, o a qué medios darle entrevistas y a cuáles no. ¿Cuán importante es la Intendencia de Montevideo y lo que hace el intendente de la capital en la agenda mediática de todo el país?
Eso depende un poco de cómo se comuniquen las actividades. Yo no filtraba la agenda periodística del intendente, para nada, ni le sugería a quién darle entrevistas y a quién no. Ehrlich es un tipo muy aplomado, pero muy frontal y claro en sus decisiones, un hombre entero. Jamás se le hubiera ocurrido no darle una entrevista a alguien, por otro motivo que no fuera el tiempo. Sí intervine en cómo comunicar, cómo llegar a la mayor cantidad de gente posible, es un departamento que tiene un profundo impacto en todo el país. Y pese a que es la capital del país, el tratamiento que por lo general se le ha dado desde el gobierno, no es un tratamiento acorde con la capitalidad del departamento. Al ser capital, genera un montón de actividades, necesita un montón de recursos que, de repente, otras capitales departamentales, no tienen esa demanda, esa cantidad de actividades.
Yo recuerdo que, por ejemplo, llegaba una delegación internacional y el gobierno de Montevideo tenía que tener algún tipo de gesto institucional (presidentes, reyes, etcétera) y no había plata. Así de sencillo, y eran gobiernos nacional y departamental del mismo signo, el Frente Amplio.
¿Por qué la IM es tan frenteamplista desde hace décadas? Alguna vez Raúl Sendic dijo que si el Frente ponía a una heladera en Montevideo, ganaba la heladera. ¿Por qué es así?
Primero, no creo que la gente vote a una heladera. Me parece que eso es desmerecer la capacidad crítica de la gente. Y esa capacidad crítica es la que la ha llevado a votar al FA. La población de Montevideo tiene más información, tiene más sentido de lo que se hace y lo que no se hace, tiene más capacidad de contraponer lo que es Montevideo respecto a otras grandes ciudades como Buenos Aires, Rosario, San Pablo o Curitiba. A partir de ahí se va generando un espíritu crítico —el mismo que hace que la gente no vote heladeras, sino personas o programas— y eso creo que ha generado un cuerpo que, por supuesto, no es inamovible. Es un cuerpo que se restaura permanentemente, con cambios de ideas, de opiniones, de liderazgos. Yo no creo que el FA tenga asegurada ninguna plaza fuerte inexpugnable.
“No creo que la gente vote a una heladera. Me parece que eso es desmerecer la capacidad crítica de la gente. Y esa capacidad crítica es la que la ha llevado a votar al Frente Amplio”
Hablemos de tus libros. ¿Qué te propusiste lograr con Las cenizas del Cóndor (2014)?
Lo que yo quería era contar la historia de Aurora Sánchez. Una historia íntima, personal. Cuando vos llegás a la página 120 o 150, ya está todo claro, el quién es quién. Después me di cuenta que había otra historia, me puse a investigarla, y me di cuenta que los sociólogos, historiadores e investigadores habían hecho era lo que los protagonistas del Plan Cóndor habían desechado, entre otras cosas, por borrar las fronteras. Los uruguayos represores podían actuar en Paraguay, los paraguayos en Santiago, los chilenos en Bolivia. Los investigadores, con alguna excepción, dijeron. “El Plan Cóndor en Argentina: acá está”, “el Plan Cóndor en Chile: acá está”, “el Plan Cóndor en Uruguay: acá está” y así, y me parecía que era un contrasentido. Había una enorme cantidad de conexiones, justamente por el no reconocimiento de fronteras, que también se expresaban en la peripecia de Aurora, que recorrió varios países del Cono Sur desconociendo o “violando” las fronteras. Eso era un elemento muy central para entender la historia de Aurora, y bueno, y eso me llevó a entender cómo operaba la Guerra Fría en el Cono Sur en aquella época, por qué operaba mucho más en Buenos Aires que en otras ciudades, y terminó siendo un ladrillo de casi 800 páginas.
Las cenizas del Cóndor es un mix de varios géneros: es una investigación periodística exhaustiva, es un gran reportaje, pero también tiene ficción y es una novela. En un tema tan arduo, doloroso, jodido diría, como el Plan Cóndor y sus implicancias, ¿cómo se hace para producir un texto que encante al lector y se devore 800 páginas sin parar? ¿Cuál es la receta?
¡Si yo supiera, la repetiría! Creo que en el arte, y creo que la literatura es un arte, pese a que yo escribo híbridos…
¿Lo tuyo es literatura o es periodismo?
Es las dos cosas. El otro día [el periodista] Roberto López Belloso me decía: “Se puede hacer periodismo con cine, con fotos, con exposiciones, y vos hacés periodismo con literatura, con novelas”. Entonces, yo no tengo fórmula. Sí tengo un procedimiento de trabajo. Yo después me di cuenta, cuando había escrito Las cenizas… y tuvo el éxito que tuvo (aunque me desagrade esa palabra, porque se ha prostituido mucho), me di cuenta que iba a ser muy difícil que eso ocurriera nuevamente en el futuro, y que yo iba a estar ligado a ese libro por el resto de mi obra. Y bueno, con eso cargo: intentar repetir una receta —que no conozco, además— para producir un efecto similar en los lectores. Yo busco otra cosa. No busco miles de admiradores. Me gusta tener muchos lectores, me da alegría, pero no creo que sea la función principal con la cual yo abordo la escritura.
¿Tenés muchas expectativas por la serie que haga HBO (hoy en manos de Warner)? ¿O temés que se pierda fidelidad en el formato audiovisual?
Vos sabés que no me genera ningún interés. Sí, le llega a mucha gente, pero al final, la gente termina viendo la serie y no leyendo el libro. Creo que son dos actos culturales e intelectuales distintos: mirar una película o una serie y leer un libro.
“Lo que yo quería con ‘Las cenizas del Cóndor’ era contar la historia de Aurora Sánchez. Una historia íntima, personal. Eso me llevó a entender cómo operaba la Guerra Fría en el Cono Sur en aquella época, y terminó siendo un ladrillo de casi 800 páginas”
Si miro tus últimos libros (Las cenizas del Cóndor de 2014, Una historia americana de 2017, Los que nunca olvidarán de 2020 y, ahora, Nosotros los vencidos, de 2023), veo algunos escenarios comunes: la historia reciente, la persecución, la tortura, el accionar de la guerrilla, el espionaje y el terrorismo de Estado en Uruguay y el Cono Sur todo. En estas temáticas comunes a tus últimos cuatro libros, ¿abrevan el autor y el guerrillero comprometido que fuiste? ¿O son una forma de contar historias viejas (o no tanto en términos históricos), para que nadie las olvide?
Hay una especie de falso mito, de que se han escrito muchísimos libros sobre el pasado reciente, y no es así. Ni siquiera son muchos. En mi caso, yo siento que escribo sobre temas que me interesan, que no son conocidos o son mal conocidos. No me interesa contar una historia que ya ha sido bien contada, por decirlo así. Me interesa contar elementos, anécdotas, entresijos de una historia que no se conoce o que se conoce mal. Y después, te diría que los temas de mis libros se me cruzan. Yo no los voy a buscar. No estoy viendo a ver qué tema investigo para mi próximo libro. La época desde mediados de los 60 hasta bien entrados los 70 es una época que conozco bastante bien.
Creo que somos muchos los escritores que, en el fondo, escribimos siempre el mismo libro. En este caso, hay variaciones de época: no es lo mismo escribir sobre el Uruguay del 64 o 65, que sobre el Uruguay del 70 o la Argentina o Chile de 1973 o 74. Son escenarios distintos. Pero en el fondo es como te decía: estoy escribiendo siempre el mismo libro. No sé si es por incapacidad, la gente no me dice: “Esto ya lo leí”. Son historias distintas, pero en el fondo, es siempre el mismo libro.
¿Quiénes fueron Socorro, Daniel, Gonzalo, Cristina, Juan, Enrique y Ariel, los uruguayos del Cajón del Maipo, los protagonistas de tu última novela Nosotros los vencidos (Alfaguara, Penguin Random House)?
Cuando en Uruguay del 73 la cosa ya era muy dramática, y los tupamaros ya habían sido derrotados, un grupo de gente que todavía estaba activa (ya sea clandestina o presa), esos fueron sacados del país, evacuados de alguna manera. Esto no quería decir que se subieran a una avioneta y se fueran. No, debían irse como pudieran. Estos muchachos fueron parte de esos grupos: gente que había estado presa, en general, por “asociación para delinquir”, “atentado a la Constitución”, etcétera, que fueron liberados con la condición de que abandonaran el país, en algunos casos. Y en otro, con la obligación de reportarse una vez por semana al cuartel.
Estos muchachos que nombraste se fueron todos, muchos de ellos se fueron con cédula de identidad falsa, a Chile, y allá se instalaron a vivir en una cabaña que estaba ubicada fuera de Santiago, en julio del 73. Un Chile que era una caldera a punto de explotar. Se instalaron a vivir en una cabaña fuera de Santiago, en una de las zonas más hermosas en todo el mundo, que es el Cajón del Maipo. En El Ingenio, un villorrio en el Cajón del Maipo, estaban instalados estos muchachos, cuando los sorprende el golpe de Estado. No tenían manera de escapar. Había un regimiento del Ejército entre ellos y Santiago de Chile.
Y se sabía que el régimen iba a perseguir ferozmente a los extranjeros…
Sí. Y fusilarlos, directamente, sin trámites. Entonces se les ocurrió que la única manera de zafar era escaparse, a pie, por la cordillera. Pero esa huida es fallida, los capturan, a unos los capturan los carabineros, la policía militarizada chilena, y a otros dos los captura el Ejército. Van todos a ese cuartel que queda a 30 kilómetros de El Ingenio, en Puente Alto. Tres o cuatro días después, a tres de ellos los ponen arriba de un ómnibus con otros presos y los mandan para el Estadio Nacional de Santiago, tres quedan en el cuartel, y no se supo nada de ellos. Esos muchachos que quedaron ahí, están desaparecidos. Y bueno, hubo investigaciones, hubo un juicio, hubo militares chilenos que fueron a juicio, fueron condenados, fueron a prisión algunos.
“Somos muchos los escritores que, en el fondo, escribimos siempre el mismo libro. No es lo mismo escribir sobre el Uruguay del 64 o 65, que sobre el Uruguay del 70 o la Argentina o Chile de 1973 o 74. Pero en el fondo estoy escribiendo siempre el mismo libro”
En 2003 escribiste “Carta de un viejo disidente”, donde te revelás crítico del rumbo que tomó la revolución cubana. ¿Por qué a la izquierda uruguaya le cuesta tanto reconocer la dictadura de los hermanos Castro?
Yo creo que porque, en el fondo, la palabra dictadura tenía dos acepciones contrapuestas en la izquierda uruguaya: una es la dictadura de los regímenes de derecha, pro Estados Unidos, y otra era la dictadura del proletariado, que estaba en la columna vertebral del pensamiento de muchos movimientos de izquierda. Recuerdo una entrevista que le hizo Barbara Walters, la periodista norteamericana, hace 30 o 40 años a Fidel Castro, y le preguntó por qué en Cuba había una dictadura del proletariado. Y Fidel le dijo: “Yo creo que es una dictadura de todo el pueblo”. En el fondo es una falacia, porque si es de todo el pueblo, no tiene por qué haber dictadura.
Creo que ahí hay un factor determinante. La revolución cubana es una rémora del siglo XX, y esa rémora es parte de la cultura de la izquierda. Por más que ha habido reflexiones, y mucha autocrítica… ¿Nadie se acuerda que Galeano escribió “Cuba duele” hace una pila de años? Yo publiqué una serie de notas muy críticas en el año 90, después de haber sido invitado a Cuba y haber sido jurado en el premio Casa de las Américas y el honor de hacer el discurso inaugural. Estuve como un mes en Cuba, y después escribí una serie de notas muy críticas, que me valieron el encono de buena parte de los compañeros de la izquierda. Lo que está claro es que hay una reflexión que está a medio hacerse. Y hasta que no se complete y no se verbalice, y no se discuta, va a seguir siendo una espina en la planta del pie de la izquierda.
¿Ves un periodismo serio, riguroso y que investiga realmente en Uruguay?
Sí, hay. No sé si hay periodismo, hay periodistas. En muchos sitios hay periodistas serios que investigan, lo que pasa que hay otro problema, que es económico. Si vos tenés que hacer un informe, ya sea para la TV, la radio o un medio digital, y tenés 15 días, es un producto. Ahora, si vos tenés que hacer eso una vez cada tres días o una vez por semana, el producto va a ser otro. Podés hacer buenas investigaciones porque llamaste y te atendieron, pediste un documento y te lo dieron, pero no es lo normal. A mí me pasa que solicito una entrevista y me paso dos meses de brazos cruzados esperando que me la concedan, y eso es normal en periodismo. Hay muy buenos periodistas jóvenes también, pero tienen ese problema: la inmediatez, que rápidamente se transforma en trivialidad. Y la falta de rigor.
¿Extrañás una redacción de semanario o un estudio de radio?
Extraño, sí, pero sé que no existen más. Incluso los estudios de radio antes eran lugares burbujeantes, entraba y salían invitados, periodistas tremendos… Tengo nostalgia de algo que se fue para siempre.
Más temprano hablamos de tu compromiso, desde el periodismo al campo de batalla. ¿Creés que colaboraste para que cambie algo?
Tengo que seguir colaborando, para que algo cambie. Tengo que seguir.
¿Sos feliz?
Soy feliz, y muy atormentado. Pero soy feliz, sí. Tengo una buena vida, y las cosas malas que me pasan en la vida son lo que me toca en el reparto. Tengo que asumirlas con sabiduría y con alegría también.