Por Ignacio Palumbo
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Tengo un muy vago recuerdo de visitar la redacción de Guambia cuando era niño. La oficina era blanca, había muchas computadoras y muchísimos más papeles desperdigados por ahí. Mi abuelo me dejaba sentarme en su silla y jugar a algo, me parece que eran unas carreras de autos. Si no, lo veía a él jugar al solitario.
Yo no tenía más de cuatro años. Con el tiempo crecí y tomé dimensión de dónde estaba: allí se creaba una de las revistas de humor más importantes del país. Y mi propio abuelo la dirigía.
Antonio falleció el mes pasado. Muchas personas escribieron por su partida: desde gente que jamás lo conoció pero que se vio influenciada por Guambia o El Dedo, hasta viejos compañeros de trabajo que había tenido; algunos incluso publicaron artículos recordando su vida profesional y cómo contribuyó tanto al periodismo en dictadura como al ambiente cultural después.
En cada tuit o nota se lo recuerda como alguien entrañable, que “hacía que las cosas sucedieran” y que siempre luchaba.
Primero que nada, déjenme agradecer a todos por sus palabras. Leer —o escuchar, en el caso de algunos programas radiales— cómo cada uno recuerda a Antonio y qué impacto tuvo en su vida ayudó muchísimo en el duelo. Siempre vi en él a alguien querido y me hace feliz saber que también se extendió a su vida por fuera de la familia.
Pero, justamente, ahora quiero hablar de lo que nadie mencionó: cómo era Antonio en familia.
Toñito, como me gustaba llamarlo, siempre fue un niño. Tenía una sonrisa en la cara todo el tiempo y siempre estaba jorobando a alguien: alguno de sus nietos, sobrinos o yernos, quien fuese.
Esos mismos sobrinos y nietos tuvieron su primera experiencia laboral gracias a Antonio, ya que los contrataba para trabajar en Espacio Guambia. Mis “primas” —primas de mi madre, en realidad, pero al crecer siempre las llamé así— atendían la barra, hacían de mozas y se encargaban de otros puestos eventuales que mi abuelo necesitara, mientras él hacía todo lo demás. Mi hermana y yo, con nuestra corta edad, íbamos más que nada de visita, jugábamos en la cocina y a veces quedábamos a cargo de cobrar la entrada, siempre con algún adulto a cargo.
Desde que tengo memoria, Toñito vivía en Malvín. Mis padres, mis hermanas y yo, en el Prado. Al estar tan lejos eran contadas las veces en el año que nos veíamos, principalmente eventos como cumpleaños o Navidad, pero pasábamos de vernos quizás tres veces por año a estar dos meses juntos en La Floresta, almorzando y cenando prácticamente todos los días. Nos sacaba a pasear en su Twingo amarillo, le sacaba el techo y nos dejaba pararnos y mirar para afuera, porque sabía lo mucho que nos divertía. Nos malcriaba un montón, como un abuelo de bien.
De hecho, fue cuando cumplí seis años que recibí, de él, uno de los mejores regalos de mi vida: un PlayStation. Creo que recuerdo ver a mi madre molesta con su padre, porque “cómo le vas a regalar eso siendo tan chico, se va a distraer un montón…”. No le gustó el regalo.
A mí me encantó.
A mis 17 años decidí que quería ser periodista y, cuando empecé la facultad, muchos me dijeron “qué bien, sigue los pasos del abuelo” (y un poco me enorgullecía, porque era por esa época cuando tomaba conciencia de quién era él aparte de mi abuelo). Pero la realidad es que la vocación por el periodismo, si es que efectivamente la tengo, nunca surgió de ahí. Antonio no me dio eso.
Lo que sí me dio fue un PlayStation. Eso sí cambió mi vida. Eso sí me forjó. A partir de ahí continué por un camino que me hizo lo que soy hoy: un poco nerd, curioso por aprender cosas nuevas, bastante ducho en el inglés —gracias a que todos los juegos estaban en ese idioma— y, más que nada, me hizo nunca dejar de ser un niño.
Quienes conocieron a Antonio saben de su pasión por los juegos. No solo se dedicó al humor político e hizo que parte de su vida profesional girara en torno a eso; en la familia, para mí al menos, él era el humor. Siempre sonreía y les tomaba el pelo a todos; era el único que se negaba a participar del amigo invisible familiar, pero era el primero en cantar quién había hecho tal o cual obsequio; cuando jugábamos al Trivia él quedaba “en penitencia” en un rincón porque siempre soplaba las respuestas, a tal punto que llegábamos a usarlo como comodín, no solo porque supiera las respuestas sino porque —como me enteré después— él había editado el juego para Uruguay. El de la caja negra, al menos.
Incluso en sus últimos meses, cuando no se podía levantar de la cama, siempre buscaba alguna excusa para quejarse, pero no de mala gana (aunque sí la estuviera pasando mal y el reclamo fuera genuino); lo hacía en un tono burlesco, jocoso. Siempre con su sonrisa pícara detrás, escondida y, cuando le seguías la broma, se le escapaba. Era muy jodón, sí, pero súper dulce detrás de eso.
Y me gusta creer que ese amor por lo lúdico, por el humor, esa forma de ser picaresca, sí la heredé de él. No una profesión, sino un estilo de vida.
Abuelo, padre, tío, hermano y más
En 2016 cursé mi primera materia de periodismo en toda la vida. Los docentes nos mandaron hacerle una entrevista a una figura pública; yo, lógicamente, aproveché y le puse el micrófono enfrente a mi abuelo. Revisé mis archivos viejos y sigo teniendo el texto e incluso también el audio de esa conversación (que aún no escuché). Me puse a releer y encontré que también saqué testimonios de uno de sus sobrinos, que trabajó para Guambia, y de mi madre, que definió a Antonio como “el loco de la familia”.
Y creo que esa definición le encaja perfecto. Él era un loco (¿quién se iba a animar a hacer lo que él hizo en uno de los momentos más oscuros de la historia del país?) y tenía una inmensa familia.
Porque Toñito no fue solo mi abuelo, fue también el de Matilde, Elisa, Clara y Milagros. Fue padre de Catalina, Victoria y María. Esposo de Laura, primero (que falleció en 2023 y con quien conservó un buen vínculo tras separarse, o al menos esa impresión tuve al crecer), y de Pilar, después. Fue hermano de Alfonso, José Pedro, María Elena y Bernardo. Fue tío, tío abuelo y suegro.
Para cada una de esas personas Antonio era, sin dudas, el loco de la familia, pero también era mucho más. Como lo fue para mí. Cada cual lo recordará a su manera, con sus propios momentos grabados en la memoria.
Yo me quedo con las veces que me invitaba a comer a su casa. “Comprá ravioles”, me decía, e iba y pasábamos ese rato solos, sin ninguna otra nieta, hija, hermano o sobrino. Antes que cualquier enfermedad lo dejara en cama, antes de tener que ayudarlo a caminar; elijo recordar a mi abuelo como el viejo tonto y sonriente con el que pasé toda mi vida.
“Datos personalísimos”
Poco antes de la muerte de Antonio —cuando ya se veía venir que podía fallecer mañana, la semana próxima o dentro de un mes—, agarré su compu y la prendí. No sabía bien qué estaba buscando, quizás borradores de novelas que no había llegado a terminar; pero entre varios archivos encontré uno titulado “Currículum Dabezies”. Y me puse a chusmear.
Era lo que esperaba, efectivamente, su currículum. Pero algo me sorprendió.
Como no podía ser de otra forma, Antonio lo había escrito a su manera: con humor.
Las primeras dos páginas se leen como cualquier otro CV, muy profesionales y cargadas de la experiencia que tuvo mi abuelo a lo largo de su carrera. La tercera, no obstante, recibe al lector con la sección “Clausuras y esas ‘distinciones’”, en donde Antonio parece hacer alarde de las nueve clausuras definitivas que tuvo y lamenta no llevar registro de aquellos cierres “parciales” de las publicaciones que dirigió.
Luego, en la sección “Trabajos e incursiones varias”, dedica una parte a hablar de sus “Incursiones en innovación informática”, donde se jacta de importar y adquirir “el primer iPad llegado al país” en 2003, a pesar de que el aparato se inventó en 2010.
Pero mi sección favorita es la última: “Datos personalísimos”. Dado el título que le puso, no voy a compartir todo lo que allí escribió, pero sí algunos de mis detalles favoritos:
• Redes: No actualiza el Facebook, pasa del Twitter e ignora el Instagram. Es bastante holgazán para revisar los mails, pero los contesta. WhatsApp solo para la familia y amistades cercanas.
• Abuelo de Ignacio (1996), Matilde (1998) y las gemelas Elisa y Clara (2004) Palumbo Dabezies, y Milagros (2012) Figueira Dabezies.
— Ignacio es Licenciado en Comunicación y trabaja como periodista.
Sí, de sus cinco nietos, solo me destacó a mí, y me gusta presumirlo. Prosigo:
• Conocido veraneante de La Floresta, donde tiene casa y “me quedaría todo el año si no viviera solo”.
Por respeto a lo “personalísimo” de sus datos, no voy a compartir más.
Lo último que quiero destacar es que, al volver a encontrar la mencionada entrevista que le hice a él en 2016, recordé que minutos después de terminar vi en el chat de WhatsApp de la familia Dabezies lo contento que había quedado. No recuerdo el mensaje textual y lamentablemente lo perdí, pero había escrito algo así como “Muy buena entrevista me hizo mi nieto”.
Quizás parece poco, pero él tenía esa forma simple de expresarse. A esa edad, viniendo de él, me hizo inmensamente feliz.
Por suerte lo pude tener por la vuelta para que me acompañara y me hiciera feliz varios años más.
Te quiero mucho, Toñito. Y como te dijimos en 2019, dedito para arriba a este merecido homenaje.
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