Por The New York Times | Maria Abi-Habib
Hace unas semanas, las pandillas enfrentadas se apoderaron de varios vecindarios por todo Puerto Príncipe, Haití, yendo de puerta en puerta, violando mujeres y niñas, asesinando a los hombres, decapitando a muchos de los adultos y luego obligando a los niños que acababan de convertirse en huérfanos a unirse a sus filas.
Una mujer, Kenide Charles, se refugió con su bebé de 4 meses debajo de una cama, mientras esperaba que bajara la intensidad de los enfrentamientos. Esto nunca ocurrió, así que escapó, cruzando los controles de las pandillas con su hijo en alto sobre la cabeza a manera de bandera blanca humana.
Esta semana se cumple un año desde que el presidente haitiano Jovenel Moïse fue asesinado en su casa en uno de los vecindarios más ricos de la capital mientras decenas de policías se hacían a un lado para dejar pasar a los magnicidas. Muchos haitianos no le tenían cariño al presidente que era muy impopular, pero pensaron que con su asesinato el país tocaría un nuevo fondo y entonces creyeron que podrían comenzar a escalar para salir.
En cambio, el panorama sigue siendo desalentador y un aparente estado de anarquía se está arraigando en algunas partes del país.
El homicidio de Moïse fue el resultado de una conspiración extensa en la que se vieron involucrados exsoldados colombianos, informantes de la Administración de Control de Drogas (DEA, por su sigla en inglés) de Estados Unidos y ciudadanos estadounidenses. También se acusó a funcionarios del gobierno haitiano de haber participado. Se espera que un sospechoso clave en el asesinato comparezca en un juicio en Florida. La comunidad internacional prometió ayudar a resolver el homicidio del presidente y evitar que el crimen incrementara la magnitud de una montaña de impunidad que ha plagado a Haití durante siglos.
Sin embargo, la gran cantidad de cuestionamientos en torno al asesinato de Moïse sigue sin ser respondida, lo cual ha contribuido a que haya un gobierno central fracturado y un dominio creciente de varias pandillas.
La violencia que hace poco sacudió el vecindario empobrecido de Charles durante dos semanas en mayo es una muestra de cuán despiadada es la vida para muchos haitianos.
“No veo un futuro para mis hijos en Haití”, comentó Charles, de 37 años. “Incluso es difícil alimentarlos”. Su hija mayor, Charnide, de 9 años, estaba sentada nerviosa al lado de su madre, con trenzas a la altura del hombro adornadas con cuentas color lavanda.
Cuando Charles por fin pudo regresar a su vecindario a las afueras de la capital de Haití, toda la manzana donde alguna vez estuvo su casa había sido reducida a cenizas. Los cuerpos de al menos 91 víctimas estaban tendidos a lo largo de las calles o en sus casas, mientras el ataque dejó al menos 158 niños huérfanos, muchos de los cuales luego fueron reclutados por las pandillas, según la Red Nacional de Defensa de los Derechos Humanos, una organización monitora de derechos con sede en Puerto Príncipe.
Al igual que a muchos haitianos, a Charles le preocupa que, si Moïse no obtiene una justicia verdadera, ¿qué posibilidades tiene ella de una vida digna en un país con algunas de las tasas más altas de desigualdad en el mundo?
“Vivo en un país en el que el presidente fue asesinado”, comentó Charles. “Si a un presidente le pasan cosas de este tipo con todos esos guardias, ¿qué me pasará en mi casa? ¿Y cuando vaya caminando por la calle? ¿Y a mis hijos?”.
Dos investigaciones sobre el magnicidio de Moïse, una a cargo del gobierno haitiano y otra de Estados Unidos, han producido varios arrestos.
En Haití, los sospechosos encarcelados por el asesinato no han sido llevados a juicio, incluidos dieciocho exsoldados colombianos considerados por muchos como los peones en la conspiración. Los jueces y los asistentes jurídicos en el caso han recibido amenazas y les han ordenado cambiar los testimonios de testigos.
Además, un sospechoso clave en el magnicidio —el primer ministro haitiano Ariel Henry— despidió a funcionarios gubernamentales que lo citaron para interrogarlo sobre el caso. Hay registros telefónicos que indican que Henry habló con el hombre acusado de organizar el asesinato, Joseph Felix Badio, un exfuncionario del ministerio de Justicia, en los días previos y las horas posteriores a la muerte de Moïse. El primer ministro ha negado haber cometido algún delito y Badio sigue en libertad.
Otra investigación que encabeza el gobierno de Estados Unidos tampoco ha producido respuestas y más bien ha generado sospechas de un vínculo entre los asesinos y agencias estadounidenses de inteligencia, incluida la CIA. Uno de los principales sospechosos en el caso, Mario Palacios, un exsoldado colombiano, fue extraditado a Florida en enero para ser enjuiciado.
El Departamento de Justicia dejó estupefactos a los observadores cuando le solicitó al tribunal de Miami donde se iba a presentar el caso de Palacios que nombrara a un “oficial de seguridad especializado en información clasificada” para que impidiera que el testimonio del sospechoso se hiciera público porque tiene un vínculo no revelado con agencias de inteligencia de Estados Unidos.
La DEA se ha negado a responder preguntas relacionadas con varios de los sospechosos haitianos en el caso que han sido informantes de la agencia. En mayo, el Comité Judicial del Senado reprendió a la DEA por no responder a las preguntas sobre su conducta en Haití.
La justicia también ha sido elusiva para los dieciocho exsoldados colombianos presos en Haití. Se han quejado de haber sufrido tortura a manos de la policía haitiana y de no tener suficiente comida ni acceso a duchas o baños. Han cambiado cinco veces al juez del caso y los colombianos todavía no se reúnen con un abogado, doce meses después de su encarcelamiento.
El ministerio de Justicia de Haití no respondió a varias solicitudes para ofrecer comentarios.
“Ni siquiera los ha escuchado un juez. No se han presentado cargos”, mencionó Diana Arbelaez, la esposa de uno de los exsoldados acusados.
“No hay ninguna evidencia, porque, si la hubiera, tendrían cargos en su contra”, agregó. La vicepresidenta colombiana, Marta Lucía Ramírez, comentó que el gobierno estadounidense estaba ansioso por que el acusado enfrentara un juicio y culpó al fallido sistema judicial de Haití por dejar a los hombres en el limbo. Ramírez planea visitar a los hombres en la cárcel. La violencia que arrasó con el vecindario de Charles fue parte de una ola que consumió buena parte de Puerto Príncipe en abril y mayo, en la que fueron desplazadas 16.000 personas catalogadas como refugiados internos, según Naciones Unidas. La organización agregó que la violencia producto de las pandillas había forzado el cierre de 1700 escuelas en la capital y sus alrededores, con lo cual más o menos 500.000 niños se quedaron fuera de las aulas. Algunas escuelas han sido blancos de las pandillas que buscan estudiantes para secuestrarlos a fin de cobrar una recompensa.
“Se ha denunciado violencia extrema, incluidas decapitaciones, descuartizamiento y quema de cuerpos, así como asesinatos de menores acusados de ser informantes de pandillas rivales”, informó Naciones Unidas en mayo.
“También se ha utilizado la violencia sexual, como la violación en grupo en contra de niños de apenas 10 años, por parte de miembros armados de las pandillas para aterrorizar y castigar a la gente que vive en las zonas controladas por pandillas rivales”, agregó la ONU.
Muchas agrupaciones de ayuda humanitaria aseguran haber tenido dificultades para implementar sus programas a causa de la violencia o porque las pandillas exigen sobornos para trabajar en sus territorios. Cuando pueden entrar en los vecindarios, ven las dificultades con las que viven los niños.
“Cuando cierran las escuelas de los niños, no tienen nada que hacer y los padres necesitan trabajar. ¿Qué pasará?”, cuestionó Judes Jonathas, gerente sénior de programa para Mercy Corps en Haití, una de las organizaciones de ayuda más grandes que operan en el país. “Es un peligro inmenso. Son imanes enormes para las pandillas”.
Apenas unas semanas después del asesinato de Moïse, un terremoto violento que sacudió el país dejó sin vida a más de 2000 personas.
“Hay varias crisis en Haití”, comentó Jonathas. “¿Te puedes imaginar a un niño en Haití hoy? ¿Qué clase de opciones tiene en el futuro? ¿Qué tipo de persona será?”. Una escena en las primeras horas del día en una calle de Puerto Príncipe, Haití, el 16 de agosto de 2021. (Adriana Zehbrauskas/The New York Times) Sandra Bonilla, cuyo marido es uno de los dieciocho exsoldados colombianos implicados en el asesinato del presidente haitiano que están encarcelados en Haití, en su casa en Colombia, el 5 de julio de 2022. (Nathalia Angarita/The New York Times)