Fotos: Javier Noceti / @javier.noceti
Ida Vitale (99) ya no se acuerda que cuando la llamaron para notificarle que había ganado el Premio Cervantes, el más importante para los escritores en lengua castellana, estaba regando las plantas. Tampoco recuerda cuál fue el primer libro que leyó, o el primero que publicó. No se acuerda cómo era el Uruguay de los 50, dizque la Suiza de América. Y le cuesta evocar su vida en Estados Unidos, junto a su difunto marido, cuando eligió el exilio. Claro, la poeta está a menos de dos meses de cumplir 100 años, y los años no vienen solos.
Sin embargo, todavía parece hacer gala de algunos atributos que la definen: su humildad rayana casi en el absurdo, su mordacidad y su fina ironía.
En noviembre de 2018, a días de haberse alzado con el Cervantes, recibió a este cronista en el mismo living de su apartamento en Malvín en el que ahora vuelve a oficiar de anfitriona. Allí dijo, por ejemplo, que escribir poesía “no es un trabajo”, sino “una obligación interior, una irreverencia, por lo menos”. También dijo, en aquella entrevista para Seré Curioso, que al volver a Uruguay con la restauración democrática ella y su esposo no se adaptaron. Añadió: “Tengo la teoría de que cuando los militares pasan por un lugar, todo cambia”. Y recordó un poema breve que aludía a una paloma y que cuestionaba con sorna el régimen dictatorial, “pero ni se dieron cuenta”. Ida Vitale ya no recuerda ese poema.
Simpática y servicial, Ida tiene motivos para seguir activa: recientemente se exhibió en salas de cine un documental con su nombre, con el que María Arrillaga la homenajeó, sus libros siguen vendiéndose en librerías, y ella acude a presentaciones y conferencias como si fuera una chiquilina. A punto de convertirse en centenaria, la poeta hace gala de su humildad (llevada al paroxismo) y del bello arte de la elección de las palabras. La propuesta, esta vez, fue repasar toda una vida, década por década.
“Nadie me instaba a escribir poesía, en cambio el liceo me exigía escribir en prosa. En casa había libros de poesía. María Eugenia Vaz Ferreira estaba (había sido amiga de mi tía fallecida), Delmira [Agustini] también estaba presente.”
Nació el 2 de noviembre de 1923 y creció en el barrio Pocitos de Montevideo. A su casa llegaban cuatro diarios por día, en una casa de familia culta. ¿Qué libros recuerda haber leído en sus primeros 10 años, cuando estaba en la escuela?
Yo prefería leer libros de hadas. En casa había una biblioteca no muy grande, de una tía que había muerto. Siempre pensé que me hubiera entendido con ella más que con el resto de la familia, por los cuentos que hacía mi abuela. Sobre todo, era bichóloga [sic], se dedicaba a animalitos y plantas, historia natural era el mundo de ella. Esos primeros libros me los leía un tío que estaba enfermo, era con el que yo me llevaba mejor; aparte de todo, era muy paciente, muy lector. Él era hermano de esa tía que había fallecido, eran 11 los hijos de mi abuela. Pericles era mi tío, tenía un nombre que había que soportar en la vida, ¿no? Pero no me acuerdo del primer libro que leí. ¡Cómo me voy a acordar! Yo leía mucho. Había una tía que era la directora de la Escuela República Argentina, y ahí tenían una biblioteca a la que yo podía recurrir. Era una ventaja que tenía como sobrina: poder aprovecharme de los libros de la escuela.
En su casa había libros italianos y franceses, que eran de esa tía fallecida. Hace cuatro años me dijo que el primer poema lo escribió a los 13 años, cuando estaba en el liceo. Esa es su segunda década. ¿Cómo evoca a la Ida jovencita que empezaba a escribir?
Escribir fue una actividad privada para mí, no creo que le haya mostrado algo a un profesor. ¿Sobre qué escribía? Sobre el amor no, a esa edad hubiera sido precoz… Supongo que habré escrito algo parecido a algo que haya leído antes. Las cosas vienen por imitación. Tenía buenos profesores. En casa no me daban mucho para leer, y los que había eran en italiano, así que no creo haberlos leído antes de pasar por mis clases de italiano. Tuve una buena profesora de italiano y una excelente profesora de francés, así que pude aprovechar esos libros.
Me ha dicho que le resultaba más fácil escribir poesía que prosa…
Supongo que los contenidos algo influyeron. Nadie me instaba a escribir poesía, en cambio el liceo me exigía escribir en prosa. No tengo buena memoria de esa época, así que podría inventar una cosa u otra… En casa había libros de poesía. María Eugenia Vaz Ferreira estaba (había sido amiga de mi tía fallecida), Delmira [Agustini] también estaba presente.
Me voy a su tercera década: del 43 al 53 Uruguay vivía su auge, su plenitud, éramos la Suiza de América, los campeones del mundo, la época de las vacas gordas. ¿Cómo lo recuerda usted?
Éramos un país estupendo, por lo visto… Supongo que a esa edad no tenía las mismas inquietudes que después. Yo leía los diarios. En casa no se tenía la costumbre de hablar de política en la mesa, sobre todo porque había discrepancias: mi abuela era blanca y no tenía problemas en hablar de política, y los hijos se callaban porque eran colorados. Mi abuela provocaba en la mesa, porque sabía que ellos no pensaban lo mismo. Yo tendía a estar del lado de mi abuela, porque estaba en contra de un tío, médico, que era un desastre… En el fondo agradezco que haya existido, porque me permitió discriminar, comparar, una cosa que en general uno no hace en la adolescencia, porque acepta. Mi tía era algo así como la culta de la familia, era la directora de la escuela a la cual yo iba.
¿Cómo era Uruguay en esa época de bonanza? Yo me preocupaba más por cómo era mi casa, lo otro de afuera me parecía normal. En casa la norma era no hablar de política en la mesa. Pero mi abuela sí lo hacía, era provocadora.
Para 1953, cuando usted cumplió 30 años, había publicado ya dos libros de poesías: La luz de esta memoria (1949) y Palabra dada (1953). ¿Qué características se podría decir que tuvieron sus dos primeros libros?
Cabe suponer que deberían ser bastante malos…
¿Por qué?
Porque eran mis comienzos. Además, los modelos que yo tenía en casa de lectura eran muy curiosos: como le dije, libros italianos y franceses, Delmira, lo que dábamos en el liceo.
¿Cómo recuerda sus dos primeros libros?
Nunca los recuerdo. No se me ocurre recordarlos.
¿De qué escribía en esa época?
No tengo la menor idea. Supongo que se lo habré mostrado a algún profesor, antes de atreverme a publicarlos. Eran poesías. No recuerdo sobre qué escribía, hace muchísimos años que no tengo esos libros en mis manos. Imagino que tendría alguna relación con lo que había leído. En casa nunca propiciaron la lectura de poesía.
Usted había estudiado Humanidades, y ejerció la docencia…
Yo empecé Derecho. Primero Introducción al Derecho, pero era un engaño, porque no tenía nada que ver con el derecho. Era una cosa más cultural, tentadora, pero cuando uno entraba a la facultad, veía que no tenía nada que ver con el derecho.
Casi con 40 años colaboró en el semanario Marcha; entre 1962 y 1964 dirigió la página literaria del diario uruguayo Época. Fue codirectora de la revista Clinamen e integró la dirección de la revista Maldoror. ¿De qué vivía: del periodismo literario o de la poesía?
Vivía de las clases que daba de literatura en el liceo. ¿Quién ha vivido de la poesía en Uruguay? Que yo sepa, nadie. Ahora, dar clase es otra cosa.
¿Cómo recuerda la generación del 45? Me dijo hace unos años que era “primario” y hasta “escolar” hablar de la generación del 45 (donde estaban, entre otros, Juan Carlos Onetti y Mario Benedetti) dado que eran muy distintos y cada uno “agarró por su lado”.
Espere un poquito. Cuando uno habla de “generación” y de “influencia”, sobre todo piensa en la generación en que uno se formó. Onetti era mucho mayor que yo, era otra generación, y yo en esa época no lo conocía. Onetti, en ese momento, era conocido por la gente grande que escribía, no por los que empezábamos.
Respecto a “la generación del 45”, yo no me hago responsable de las cosas que inventan los críticos, que buscan una manera clara y coherente de agrupar a la gente. Supongo que [nos agruparon] porque publicábamos libros, pero no sé si en esa época uno se reconocía como de una generación u otra. Creo que era más bien como una organización de los críticos, que no tenían nada que ver con uno.
Cuando usted cumplió 50 años, el país ya estaba en dictadura, desde junio de 1973. Usted se exilió en México al año siguiente, junto con su marido, Enrique Fierro. ¿Era perseguida por sus ideas en ese momento? Le pregunto porque usted no escribía textos panfletarios y no emitía juicios lapidarios en sus poesías contra la dictadura, como sí lo hizo Cristina Peri Rossi, por ejemplo. ¿Por qué se fue del país?
Yo perseguida no era. ¿Qué me iban a perseguir a mí? No me sentiría cómoda, eso es otra cosa. Sí es cierto que no nos gustaba el clima en Uruguay. No sé qué pasó, supongo que a él lo contrataron y por eso nos fuimos. En ese momento uno tenía bastante contacto con México, por las editoriales. Argentina y México eran los países que proporcionaban libros, a nosotros no nos llegaban libros de Chile, por ejemplo.
A Peri Rossi no la tengo tan leída, como para decir que en todo momento fuera lapidaria contra el régimen. Si usted lo dice, debe ser así… Yo nunca pensé la poesía como un arma política. Ver la poesía como un arma política exige estar colocado en una posición de supuesta influencia. Yo no pensaba tener lectores a los cuales dirigirme.
¿Pero era militante de algún sector político cuando se dio el golpe de Estado?
No. Nunca pertenecí a un partido. En mi casa nadie perteneció a ningún partido, aunque tuvieran su pensamiento, su ideología. Mi abuela sí tenía obsesión por la política, era blanca y sentía que el mundo era todo colorado y eran todos enemigos.
Igual, me contó anteriormente que escribió una poesía breve, en la que hablaba de una paloma, que sí tenía una crítica velada al régimen, pero creía que ni cuenta se dieron los militares…
¿Ah sí? ¿Le dije eso? Puede ser… No me acuerdo. ¿Sobre una paloma? Tendría que revisar mis libros, y no es algo que haga a menudo.
Sírvase té a gusto. Tiene leche, si quiere ponerle.
“Yo nunca pensé la poesía como un arma política. Ver la poesía como un arma política exige estar colocado en una posición de supuesta influencia. Yo no pensaba tener lectores a los cuales dirigirme.”
Hábleme de esos años en México, cuando conoció a Octavio Paz, de quien se hizo amiga, conoció a Rulfo, a Cortázar, fue escritora fantasma de García Márquez… Y siguió escribiendo.
A Cortázar lo vi alguna vez nomás. Yo no era nadie para estar en ese ambiente. García Márquez fue otra cosa, porque yo estuve muy cerca de Álvaro Mutis, y él era muy amigo de García Márquez. Yo a él lo veía en la casa de los Mutis, pero evitaba verlo, porque yo tenía que ellos eran muy amigos, y yo sobraba. Me parecía espantoso que los Mutis pudieran sentir que yo iba a su casa para ver a García Márquez. Evitaba ser indiscreta. A Octavio Paz lo recuerdo, él dirigía la revista en la que yo trabajaba. Fue muy cordial, abierto y generoso con lo que veníamos de afuera. Yo escribía mucho en esa época, pero siempre tuve cierto miedo de acercarme mucho y que pensaran que estaba aprovechando una situación. Agradecía que me permitieran escribir como una mexicana más. Yo escribía para Vuelta, la revista de Octavio. Después tuvo otra revista, cuyo nombre no me acuerdo. A veces las revistas se cortaban, porque había que financiarlas, y si no tenía un diario grande detrás, se caían.
En la siguiente década, usted y su marido volvieron al país, en 1985, pero no se hallaron…
En ese momento, cuando termina un proceso, hay mucho movimiento de gente… La gente que estaba en el proceso suele ser descartada y suele entrar otra gente. Yo sentía que estaba fuera de la competencia, porque había estado fuera del país y volvía.
Ustedes no se sintieron del todo cómodos. Y se volvieron a ir, en este caso a Estados Unidos. Su marido se fue a dar clases a la Universidad de Austin, Texas.
¡Qué bueno que es tener alguien con buena memoria, que se acuerde! [Se ríe a carcajadas.]
¿Por qué cree que no se sintieron a gusto en Montevideo?
Bueno, en realidad, objetivamente los que padecieron las cosas, los que se quedaron y la pasaron mal acá, tenían más derecho que los que nos habíamos ido y la habíamos pasado bien en otro lado. Entonces, era un poco raro venir de afuera y quitarle el lugar que había estado acá. Supongo que eso nos pasó.
Yendo a la poesía, en 1980 publicó Jardín de Sílice, en Caracas; Elegías en otoño (México, 1982), y Entresaca (1984). ¿Cómo podría definir su escritura de esos años, fuera del país? ¿Qué tienen en común esos tres libros?
Cierta torpeza, me imagino. [Se ríe.] No sé… la necesidad de escribirlos. No sé, realmente.
¿Usted no toma té? Está frío, no lo deje enfriar.
No se haga problema, ya tomo el té. Usted se hace la humilde, ¡y ganó un Cervantes! Por algo se lo dieron…
Por cierta pura buena voluntad.
Le preguntaba de qué escribía en esa época, en los 80, fuera del país.
Yo no he tenido temas. Circunstancias, que es otra cosa. No sé, pienso en [Pablo] Neruda, él sí tiene temas continuados. Hay una unidad en la obra de Neruda.
¿Usted no tiene temas a los que recurra con frecuencia?
Supongo que sí.
¿Cuáles?
Qué sé yo… Supongo que, en mi caso, antes que la vida prima la lectura. El mundo, mi mundo. Claro que el mundo muchas veces se mete en el mundo de uno, no hay manera de evitarlo.
“Yo no he tenido temas. Circunstancias, que es otra cosa. No sé, pienso en [Pablo] Neruda, él sí tiene temas continuados. Hay una unidad en la obra de Neruda.”
A sus 70 años estaba con su marido, Enrique Fierro, en Austin. En 1994 escribió, junto con él, Paz por dos. ¿Se sintió cómoda escribiendo un libro a cuatro manos? ¿Se hace más fácil si el coautor es su pareja o tuvo que hacer demasiadas concesiones?
Yo admiraba mucho la poesía de Enrique, traté de no dejarme influir, porque cuando uno admira mucho a alguien, inconscientemente, tiende a imitarlo. Mecánicamente, hay una influencia. Yo trataba de eludirla. A mí me gustaba mucho lo que hacía él, pero también me gustaba mucho lo que hacía [Ruben] Darío y no se me ocurrió nunca imitarlo. Yo siempre he sentido el peligro de tener mucho entusiasmo por algo, y a la vez tratar de mantener cierta distancia. Yo no tuve que hacer concesiones en ese libro. Yo lo respetaba tanto como para no tener que negociar nada. Basta admirar mucho una cosa para crear una valla defensiva. Él escribió sus poesías, y yo las mías. Cada uno escribía lo suyo.
En el 96 publicó Jardines imaginarios. ¿La suya era una poesía “esencialista”?
Esas son cosas que inventan los críticos. Hay una terminología que uno nunca entiende muy bien de dónde sale… Yo creo que cualquier poeta escribe de sus cosas esenciales. Decir que alguien es “esencialista” es como decir que es humano. Esos son nombres que inventan los críticos.
“El esencialismo es un punto de vista filosófico según el cual, detrás de todo lo que es aparente y accidental está lo esencial y necesario. El esencialismo es la enseñanza según la cual algo, un objeto, es lo que es en virtud de su esencia. Ida Vitale es una poeta uruguaya basada en el esencialismo”, escribieron cuatro autores españoles.
Averigüe quiénes inventaron eso, jaja. Hay una cosa en un ambiente chico que es bastante usual: un crítico larga un término y, 20 años después, lo siguen copiando.
En 2003 usted cumplió 80 años y Uruguay buscaba salir de una de las peores crisis de su historia, tras la crisis económico-financiera de 2002. ¿Qué andaba haciendo usted? ¿Seguía con preocupación lo que pasaba acá con la aftosa, los bancos y los ahorros de la gente?
¿En qué año? Usted debe tener anotado ahí qué estaba haciendo yo en ese momento… Yo había tenido confianza en Jorge Batlle, a pesar de que no era colorada. Pero, no sé, siempre he pensado que cuando un presidente es honesto, y creo que él lo era, tiene una enorme responsabilidad encima, porque después le van a cargar los defectos y ninguna de las virtudes. Lo que se hace bien, se olvida, y lo que hace mal, queda. Yo desde el exterior seguía lo que pasaba aquí, claro. ¿Cómo no lo iba a seguir?
“Averigüe quiénes inventaron eso de poeta 'esencialista'. Hay una cosa en un ambiente chico que es bastante usual: un crítico larga un término y, 20 años después, lo siguen copiando.”
Fue nombrada doctora honoris causa por la Universidad de la República en 2010 y, años después, fue declarada Ciudadana Ilustre de Montevideo al cierre de la 42ª edición de la Feria Internacional del Libro, el 13 de octubre de 2019. La pregunta es…
¿Si yo consideré justas esas distinciones? No, no… Me pareció una exageración. Siempre hay algún amigo…
De todos modos, no le iba a preguntar eso. Quería preguntarle si se sintió valorada y querida por los uruguayos.
No. En todo caso, por una persona o un grupo de personas, pero no por un país. Usted sabe que esas cosas se manejan porque hay uno que grita un poco más que los demás, y por eso me dieron los premios. Los agradecí, de todas maneras.
Decidió volver en 2016, después de enviudar. ¿Cuánto cambió su vida al perder su compañero y volver al país?
Creo que cualquier mujer que pierde al marido siente lo mismo, ¿no? No tenía ninguna exclusividad en el drama.
¿Y cómo encontró Montevideo?
Yo la he encontrado siempre igual. En la medida que uno se integra y trabaja, y está en contacto con todo el mundo, puede calibrar eso. Que la ciudad está más grande, que hay más gente, que no hay conflictos (cuando no los hay).
¿Se ha sentido sola?
Sí, claro… Porque, aunque tengo una hija, tuve el cuidado de no vivir con ella, de no crear problemas. Pero bueno… Si yo viviera en la sociedad, le contaría. Pero yo estoy acá, en mi apartamento.
¿No se siente inserta en la sociedad?
No, no.
El jueves 15 de noviembre de 2018, a las 9:30 de la mañana en Montevideo, ¿qué estaba haciendo en su casa y qué le dijeron del otro lado del teléfono al anunciarle que había ganado el Premio Cervantes?
No me acuerdo. Uno siempre reacciona pensando que lo bueno cae por milagro. Claro que no lo esperaba, uno no va a tener la estupidez de pensar que tiene que ganar un premio. Viviría amargada los otros días del año.
¿Le cambió la vida el Premio Cervantes?
No, ya era muy tarde para cambiarle la vida a uno.
Pero los periodistas de Uruguay y el mundo la tuvieron más en cuenta, sus libros se vendieron mucho más que antes también…
Bueno, puede ser, pero sabe que el uruguayo no es especialmente expansivo, digamos. Muchas veces me pude haber alegrado por algo que pasa y, de todos modos, no voy corriendo a decir que estoy contenta. Cuando se mueve uno en un circuito, es más fácil sentirlo.
En 2019 publicó su último libro, Resurrecciones y rescates. ¿Por qué debería leerlo?
Uf, fue hace cuatro años, para un libro es mucho, ya no lo va a encontrar. ¿Pero por qué debería leerlo? Para ver si no es peor que otros libros míos… Generalmente, uno no tiene que comprar un libro. Uno va a una librería, hojea, y le interesa o no, lo compra o no. Además, los libros son caros. Son caros acá, ¿no?
En 2021, otra poeta uruguaya ganó el Cervantes, hablo de Cristina Peri Rossi. ¿Le gusta su obra?
Lo que he leído, sí. Yo no leo mucha poesía… A mí me gusta leer novelas.
“Aunque tengo una hija, tuve el cuidado de no vivir con ella, de no crear problemas. Pero bueno… Si yo viviera en la sociedad, le contaría. Pero yo estoy acá, en mi apartamento. No me siento inserta en la sociedad, no.”
¿Para qué sirve la poesía?
Al escritor le sirve para salir del paso. Si tiene algo que le parece que hay que decir. En realidad, se hacen planes para escribir. Bueno, ha pasado de moda eso de hacer planes para escribir. Cuando se escribían poemas históricos había otra actitud, ¿no?
Y al lector, ¿para qué le sirve?
Para entrar en el paso. No sé, hay gente que le guste leer poesía y otros que no.
Se lo pregunto de otro modo: ¿por qué usted recomendaría leer poesía?
Yo no recomiendo leer poesía. Yo recomiendo que la gente lea lo que le guste. Hay que probar si a uno le gusta o no. Es como a mí con el chocolate: si me gusta, lo como, pero nadie tiene la obligación ni de comer chocolate ni de leer poesía.
Cuando yo era chica había gente que escribía libros de poesía, que eran como… Había de todo, humor, política. La poesía era una especie de barniz para que se colara otra cosa. No me parece ideal, no me parece que la poesía sea un barniz, ni me parece que deba ser utilizada para otra cosa. La escuela ha cultivado la teoría del poema patriótico. A mí me parece un desastre. No hay ni un autor que yo haya leído para interesarme en otra cosa que no sea la propia poesía.
No se puede imponer el gusto por la poesía. Hay gente a la que le gusta y gente que no. Pero hay poesía para unos y poesía para otros, no a todos nos gusta lo mismo. Además, siempre pienso que aquello que es impuesto, a veces, resulta que lo terminamos detestando. A mí me imponían estudiar matemáticas y la he detestado toda mi vida. ¡Ni que hablar de la física!
¿Le tiene miedo a la muerte?
No, no. Bueno, por ahora, me molestaría que llegara. Supongo que va a llegar un momento en que voy a pedirla.
¿Cómo cree que será recordada?
Sería una petición de principio: que me recuerden de algún modo. Supongo que alguno que haya leído algo mío que le guste, quizás alguna vez se acuerde de mí. No quiero ser recordada como una obligación, como alguien que deba ser obligatoriamente leída.
¿Y como persona?
Que no me recuerden como una pesada.
¿Sabe qué me contestó hace cuatro años, a la misma pregunta? Que le gustaría ser recordada como una buena amiga.
Ah sí, pero lo que pasa es que soy una sobreviviente… Muchos amigos muy queridos se han muerto, así que, lamentablemente, ya no puedo contestar lo mismo.
¿Planea un gran festejo por sus 100 años, el 2 de noviembre?
¿Con quién? ¿Con mi hija, quizás? No… No tuve nunca muchos amigos que llegaran a esa edad. Tuve amigos que murieron jóvenes, o no tanto, pero murieron antes.
¿Es feliz?
Bueno, es que la felicidad es una de las cosas que más cambia en el mundo. Hoy no sé, supongo que siempre uno aspira algo que no tiene. Entonces, ya no se es feliz. Después que murió mi marido, ya no fui más feliz.
¿Ni aun cuando ganó el Cervantes? Ese día se permitió serlo, supongo…
Eso no es algo que dé felicidad. No me sentí de duelo, pero hay mucho intermedio entre una cosa y otra.